9
La
negrura de la energía
De El fuego de Hécate formaba parte una mujer muy misteriosa y oscura con
la que Artemisa apenas había intercambiado miradas y palabras. Su nombre era
Agnes. Asistía sin falta a todos los rituales y, cuando cantaba, tenía una voz
potente que hacía temblar las hojas de los árboles. Neftis le había ofrecido
muy pocas nociones de la vida de esa mujer. No le había revelado nunca quién
era y tampoco Artemisa se había atrevido a preguntarle nada. Gaya, además, parecía
que no se atreviese a hablar de ella y, las pocas veces que lo hacía, Artemisa
detectaba que se sobrecogía, como si Agnes la intimidase y la empequeñeciese.
No obstante, también advertía que Gaya apreciaba mucho a aquella mujer cuyo
carácter nadie parecía conocer plenamente. Uno de los pocos detalles que Gaya
le reveló a Artemisa sobre Agnes fue que la consideraba parte innegable de El
fuego de Hécate, pues a él pertenecía desde hacía muchos años. Lo único que
Artemisa sabía con certeza era que tenía treinta años y que vivía en lo más
profundo del bosque, apartada de cualquier vestigio de compañía y sumida en la
soledad más inquebrantable. Cada vez que la miraba, intuía que Agnes tenía tras
de sí un pasado insoportable y doloroso y que sus recuerdos apenas le permitían
sonreír. Siempre estaba seria y distraída, como si le costase prestar atención
a todo lo que ocurría a su alrededor.
La misma mañana en la que Gaya había ido a visitarla, Agnes acudió por
primera vez al hogar de Artemisa. Agnes llamó a la puerta de su casa cuando
Artemisa se había entregado sin regreso a la tarea de crear una figura de
arcilla para adornar el altar que le dedicaban a la Diosa en cada ritual. La
extrañeza más potente se adueñó de su corazón cuando, al abrir la puerta, se
encontró a Agnes ante ella, dedicándole una mirada anegada en timidez y también
súplicas.
—
Hola, Artemisa. Espero no molestarte. ¿Puedo
pasar? Necesito hablar contigo sobre algo muy importante.
—
Por supuesto. En absoluto me molestas.
Artemisa apenas podía articular palabras claras. Estaba levemente
asustada, pues la visita de aquella mujer tan extraña le parecía del todo
inusitada. Agnes, además, físicamente era imponente. Era alta, esbelta, tenía
el cabello largo, liso y tan negro como una noche invernal. Sus ojos eran
grandes, expresivos y profundos como un lago al que no se le ve la orilla. No
sonreía nunca; lo cual le otorgaba a su rostro una solemnidad que a Artemisa le
hacía tener escalofríos. Su rostro era ovalado y parecía que la luna le hubiese
teñido la piel con su fulgor plateado. Iba siempre vestida de negro, con trajes
que ocultaban la mayor parte de su cuerpo. Blancas como el marfil eran sus
manos, las que asomaban a las anchas mangas de sus vestidos largos. No obstante,
Artemisa también sentía compasión por ella, pues adivinaba que aquel aspecto
tan oscuro y apagado escondía un alma llena de una inmensa e indestructible
tristeza. Sus pensamientos se fortalecían cuando la oía hablar. Agnes tenía una
voz grave, aunque muy dulce, y pronunciaba cada palabra con un marcado acento gallego
que volvía potentes todas las consonantes.
—
¿Quieres tomar algo? —le ofreció mientras
limpiaba la mesa donde había estado trabajando.
—
No, gracias. Ya he desayunado —contestó Agnes
distraídamente mientras desplazaba la mirada por el interior de aquel hogar tan
acogedor—. Nunca me imaginé que vivieses en un sitio así. ¿Vives bien aquí?
—
Sí, perfectamente. Nunca me he sentido tan
cómoda como aquí.
—
Es muy pequeño, como mi casa.
—
Pero acogedor. Siéntate donde desees.
Agnes tomó asiento junto a la ventana y, durante unos largos segundos,
permaneció observando el paisaje que rodeaba el hogar de Artemisa.
—
Lo cierto es que tienes muy buenas vistas desde
aquí.
—
Sí, eso es lo mejor —confirmó Artemisa
sentándose enfrente de ella—. ¿Qué deseas explicarme?
—
Artemisa, no vengo a explicarte nada. Solamente
vengo a conocerte. Llevas más de un año entre nosotros y...
—
Bueno, hace menos tiempo que formo parte del
aquelarre.
—
No importa. Llevas más de un año en mi vida,
aunque sea de forma indirecta, y no sé quién eres. Ambas adoramos a la Diosa, y
sin embargo no sé nada de tu vida.
—
Yo tampoco sé nada sobre la tuya —le indicó
Artemisa sonriéndole con simpatía, intentando suavizar con aquel gesto la
severa y profunda mirada de Agnes, pero consiguió el efecto opuesto. Agnes
entornó los ojos como si aquellas palabras le hubiesen herido en el alma—. No
quiero incomodarte. Me refiero a que a mí también me gustaría saber cosas sobre
ti.
—
El único presente que tengo es éste —susurró
Agnes con distancia—. ¿Amas a la Diosa desde siempre? —le preguntó cambiando
totalmente el tono de su voz.
—
Más o menos.
—
¿Qué significa eso?
—
Cuando era joven...
—
Todavía lo eres.
—
Sí, claro. Me refiero a que cuando tenía menos
de quince años estaba segura de que quien nos había creado y quien nos cuidaba
no era ese dios todopoderoso en el que mis padres me obligaban a creer.
—
¿A ti también te obligaban a creer en esa
religión absurda?
—
Sí. ¿A ti también?
—
A todos los que formamos El fuego de Hécate.
—
Yo ansiaba escapar de esa presión…
—
Presión... ¿o prisión?
—
Ambas —rió Artemisa. Agnes se limitó a esbozar
una leve y efímera sonrisa—. Pareces triste.
—
No me cambies de tema.
—
Creo que es complicado que podamos conocernos
profundamente en una mañana tan sólo hablando de nuestro pasado.
—
A mí no me interesa tu pasado, Artemisa. De
hecho, se puede decir que el pasado no nos importa a ninguno de los que
formamos parte de esta familia. Yo ansío conocer qué sientes y piensas sobre la
vida y tu presente.
—
Me gustaría pasear contigo por el bosque. Es la
mejor forma de expresar lo que siento.
Agnes no se opuso. Cuando ambas mujeres se encontraron paseando entre los
árboles, Artemisa se fijó en que Agnes, rodeada de tanto verdor y tanta vida,
parecía un pedazo de noche abandonado por las estrellas en medio de la luz.
—
Quisiera
preguntarte cómo te ves en el futuro —le reveló Agnes de repente.
—
Huy, no lo sé.
—
Tengo entendido que estás consagrada a la Diosa y
destinada a ser sacerdotisa —adujo Agnes deteniendo de pronto su paso y mirando
fijamente a Artemisa, quien se sobrecogió con intensidad al notar sobre ella
esos profundos ojos.
—
¿Cómo sabes eso? No se lo he dicho a nadie —le
preguntó extrañamente asustada.
—
¿Sí o no? —insistió Agnes ignorando la pregunta
de Artemisa.
—
No lo sé —titubeó ella.
—
¿No lo sabes? Eso es que no porque, cuando una
de nosotras está consagrada a la Diosa, lo sabe desde el inicio de su vida.
Artemisa se había puesto muy nerviosa. Notaba que le temblaban las manos
y las piernas y que no era capaz de pensar con claridad. La imagen de Agnes se
le presentaba como una tormentosa nube en medio del resplandor de la mañana y
esos ojos profundos y oscuros que la miraban con tanta fijeza se le asemejaban
a dos abismos por los que estaba a punto de caer sin regreso. Se asió al tronco
de un árbol para intentar serenar su equilibrio, y aquel gesto la delató mucho
más que cualquiera de sus palabras.
—
¿Qué te ocurre? —le preguntó con una voz muy
dulce—. ¿Tienes miedo a que la Diosa se enfade contigo por no tener claro si
quieres consagrarte a Ella? —le cuestionó acercándosele asfixiantemente y
aferrándola de la mano que le quedaba libre. Artemisa notó que los dedos de
Agnes eran huesudos y tenía la piel tan gélida como el hielo—. Artemisa, yo
también estoy consagrada a la Diosa. Somos hermanas en esto.
De Agnes emanaba una energía absorbente que a Artemisa le arrebataba la
respiración. Intentó serenarse, pero la cercanía de Agnes le imponía tanto que
era incapaz de dominar sus nervios. Además, su voz, esa voz profunda y grave,
la arrullaba como si de una nana se tratase. Una vocecita casi imperceptible
susurró en medio de sus confusos pensamientos y le advirtió de que Agnes tenía
el poder de hipnotizarla si quería. Era fácil hacerlo con esos ojos grandes y
oscuros que parecían albergar espirales en lo más hondo de su mirada y con esa
voz tersa y potente. Todas las sensaciones que le anegaban el alma la
desorientaban inmensamente, pues nunca las había experimentado antes.
—
Hermanas... —musitó Artemisa desorientada.
—
Somos hermanas, pues todas somos hijas de la
Diosa.
—
Sí, es cierto.
—
No te preocupes. No le diré a nadie que estás
consagrada a la Diosa. Será un secreto entre nosotras dos. ¿Te parece bien? O,
mejor dicho, entre nosotras tres.
Incitada por esas palabras, Artemisa miró a su alrededor y estuvo a punto
de gritar cuando se percató de que, tras Agnes, reposaba serena, alerta y
enrollada, una enorme serpiente cuyos ojos parecían tan hipnóticos como los de
Agnes. Al darse cuenta de que Artemisa se había asustado tanto al ver a su
amiga, Agnes sonrió ampliamente por primera vez delante de Artemisa y, con una
voz despreocupada y alejándose de ella para tomar en brazos a la serpiente, le
comunicó:
—
No temas. Némesis es noble y obediente.
—
Las serpientes siempre me han dado miedo.
—
No deberían darte miedo. Representan a la Diosa
en muchos momentos de la Historia. Además son portadoras de la imagen del bien
y del mal, del bien que se enreda en el mal y del mal que se enreda en el bien,
todo hecho una espiral de contradicción.
Agnes se expresaba con distracción, como si ya hubiese pronunciado
aquellas palabras tantas veces que se había cansado de comunicarlas con
serenidad. Artemisa todavía estaba sobrecogida y muy asustada. Aunque supiese
que las serpientes eran también hijas de la Diosa y muchas veces representantes
de valores profundos y místicos, no podía estar tranquila junto a un animal tan
imponente. Némesis la miraba con ahínco y fijeza, como si quisiese escrutar con
sus ojos espirales todos los sentimientos de Artemisa. Además, Artemisa
presentía que aquel animal era capaz de intuir todas las emociones que le
anegaban el alma.
—
Debemos marcharnos ya —le comunicó Agnes a
Némesis—. Necesitas comer, ¿verdad? —le preguntó acariciándole la cabeza.
Némesis cerró los ojos y se recostó en el pecho de Agnes. Con aquel animal
entre sus brazos, Agnes parecía la representación de una diosa oscura—.
Artemisa, volveremos a visitarte pronto. Por favor, ten preparado algún
aperitivo para mi Némesis por si ella viene conmigo.
Artemisa ni siquiera se atrevió a preguntarle a Agnes qué comía aquel
animal tan imponente. Agnes y Némesis desaparecieron entre los árboles y
debieron transcurrir unos cuantos minutos para que Artemisa se sintiese capaz
de soltar el tronco del árbol al que se aferraba. Cuando empezó a caminar por
el bosque en dirección a su casa, la invadieron unas insoportables ganas de llorar.
No entendía por qué reaccionaba así tras haber estado con Agnes. Era como si
ella le hubiese arrancado del alma todas las sensaciones agradables que la
naturaleza podía ofrecerle. Empezó a llorar casi ahogándose. Tuvo que detenerse
y apoyarse en el tronco de otro árbol porque notaba que aquellos hondos
sollozos estaban a punto de arrebatarle el equilibrio.
Entendió de repente que lloraba de pánico. Agnes le había parecido tan
imponente que había sido incapaz de actuar, de pensar, de sentir con claridad.
Había algo en esa mujer que la anulaba irrevocablemente. Sólo podía recuperarse
a sí misma a través del llanto, ese llanto que la agitaba enteramente y que la
llenaba de congoja. Tenía la sensación de que estar consagrada a la Diosa era
una amenaza para Agnes y que, cuando ella le había declarado que eran hermanas
por ser ambas hijas de la Diosa, en realidad estaba comunicándole otra certeza
mucho más dolorosa y amenazante. El miedo a aquella mujer y a las sensaciones
que experimentaba cuando estaba ante ella la obligó a plantearse la posibilidad
de renunciar a su destino y vivir como si no hubiese intuido que su corazón
debía ser para la Diosa. No obstante, enseguida se percató de que todos
aquellos pensamientos y aquellas posibilidades brotaban de los rescoldos del
pavor que le había inspirado la presencia de Némesis y la de aquella mujer
nocturna que tenía una mirada tan asfixiante. No era cierto que quisiese
renunciar al hado que la Diosa había preparado para ella, pues sabía muy bien que,
si lo hacía, se sentiría para siempre perdida en una vida que ya no le
pertenecía.
Regresó a su hogar e intentó distraerse moldeando la arcilla, pero todo
lo que nacía de sus manos era amorfo y espantoso, así que abandonó aquella
tarea y se dedicó a tocar las canciones que aquella noche debía ensayar junto a
los demás. Debían tañer unas canciones en honor a la diosa y al Dios, quienes
se unían en Beltane en representación de la inmensa fertilidad que reinaba en
la naturaleza.
Por fin Agnes hace acto de presencia junto a su inseparable Némesis (el nombre le va ni que pintado jajaja). A mi me ha sucedido en algunas ocasiones, que una persona muy distinta a mi, que irradia unas vibraciones extrañas, que nada tiene que ver conmigo, me a hecho sentido cohibido, casi anulado por su poderosa personalidad y forma de ser. He comprendido muy bien esa sensación que ha vivido Artemisa con Agnes, aunque lo que yo he podido llegar a sentir no tiene comparación, claro está. Agnes tiene esa oscuridad, ese poder perturbador que puede apagar la claridad más absoluta. Incluso Gaya la respeta...así que algo en ella no está bien, no es trigo limpio. Encima me la imagino con la piel muy fría y esas manos huesudas...da yuyu, la verdad. La pobre Artemisa ha acabado fatal, derrumbada (la figura que moldeaba le salía amorfa jajajaja, con eso me he reído). Espero que hable con Gaya sobre esto...no me gusta que se haya enterado de que quiera dedicar su vida a la Diosa, ya le avisaron de que fuese precavida con esto, pero es que Agnes es muy inteligente y sabe muy bien enredar a las personas (incluso enredar más que Némesis).Esto se va poniendo cada vez más interesanteeee!!
ResponderEliminarQue sigaaa!!!!!
Se le están viniendo las cosas encima a Artemisa, y es algo que suele pasar así; por un lado tiene su conflicto personal, esas sensaciones negativas que la agobian, y en ese momento Neftis se cruza, no con mala intención, pero sin duda complica las cosas. Me ha gustado la conversación con Gaya, cuando le explica en parte su relación con Gilbert, cómo las personas somos una unidad, y la juventud y la madurez son indistinguibles para uno mismo, aunque para los demás cueste pensar que los ancianos fueron jóvenes, y también niños, y es más, que lo siguen siendo... muy ocurrente la frase de la cabeza de dinosauro en el alma jajajajaja pero es que es así, en el amor todo vale, si te digo que tengo a la diosa dentro y con eso te conquisto, pues mira...
ResponderEliminarLuego, aparece Agnes. Es un nombre imponente, a la vez es Inés, que significa casto, y sagrado (en griego), y también es cordero, en el sentido mágico-místico cristiano. Así que sería un nombre que evoca la bondad, aunque enseguida piense en un "lobo con piel de cordero", algo muy apropiado para Agnes, el cordero, precisamente. Es mala. ¿Es mala? Parece mala. Sabe demasiado, parece taimada, parece que puede ser el origen de los temores de Artemisa y sin embargo... ¿por qué Gaya dice que pertenece por derecho propio al Fuego de Hécate? Tal vez es una versión antigua de la diosa, como ella misma sugiere. Tal vez Némesis no es el mal, ningún animal en realidad es malo, ni siquiera los que nuestros prejuicios convierten en repugnantes. De lo que no cabe duda es de que Artemisa ha salido muy tocada del encuentro, el capítulo se ha agotado enseguida y cada palabra me hacía palpitar. Ahora falta saber qué vendrá después, y si realmente es tan mala Agnes como parece...