domingo, 12 de febrero de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 2. TE LLAMO A TRAVÉS DEL VELO DE LOS MUNDOS




2

 

Te llamo a través del velo de los mundos

 

Agresivos rayos cruzaban el cielo nocturno, poderosos truenos retumbaban en las montañas y creaban ecos sobrecogedores y una lluvia potente y devastadora agitada por un viento feroz inundaba el bosque, manaba de unas nubes densas y oscuras que parecían poder estallar en cualquier momento como si la vida del mundo se terminase justo aquella noche de Samhain.

Artemisa nunca había vivido un Samhain tan tormentoso. Llevaba lloviendo desde hacía una semana, pero aquella noche parecía como si jamás la naturaleza hubiese llorado antes. Incluso pensaba que sería complicado que la Diosa percibiese sus invocaciones si se hallaba tan desconsolada, sollozando con tanta desesperación y lagrimeando un aguacero que alimentaba en exceso el caudal de los ríos.

Tenía miedo, pero no se lo confesaría a nadie. Presentía que aquella noche sería muy complicada y, además, intuía que le costaría mucho deshacer la inquebrantable y ancestral puerta que separaba el mundo de la vida y el de la muerte. Temía no poder concentrarse ni lograr sumirse en aquellas meditaciones tan profundas que le permitirían conectar con el alma de la Diosa. Necesitaba desesperadamente preguntarle tantas cosas... Por eso se sentía tan nerviosa y tensa. Anhelaba que la Diosa la ayudase a desvanecer todas esas preguntas que llevaban latiéndole en el alma desde que Neftis se había marchado de la vida.

Por una parte, saber que celebraría Samhain sumida en la soledad más profunda le hacía sentir culpable, pues lamentaba no compartir con las alumnas que estaban a punto de iniciarse aquella festividad tan esencial; pero, por la otra, era consciente de que aquel año necesitaba vivir sola aquel Sabbat tan importante y tan cargado de significado. Si se reunía con las demás para festejar juntas aquella ceremonia, estaría impidiéndoles que la magia más oscura y tersa les anegase el alma y tampoco podría sumergirse en la intimidad que requería para conversar silenciosamente con la Diosa.

Las sacerdotisas del templo ya lo habían preparado todo para el ritual. Las alumnas se hallaban en la biblioteca, acabando de memorizarse las invocaciones que debían pronunciar en la ceremonia. Artemisa entró en el templo de Hécate sintiendo que se introducía en un lugar en el que no debía estar aquella noche. Miró las velas que ardían en los preciosos candelabros que reposaban en el altar, aspiró el aroma intenso del incienso y se hundió en el profundo silencio que invadía aquella estancia tan mística.

Todavía no había nadie allí, así que, cerrando delicadamente la puerta, se acercó al altar mayor; donde siempre ardían las cuatro velas de colores identificadas con los cuatro elementos, donde siempre se quemaba incienso; donde la figura de la Diosa triple se alzaba con majestuosidad y sabiduría junto a otra imagen del Dios, donde siempre había un cáliz lleno de agua clara que básicamente procedía de la lluvia y donde era posible tañer el poder y la frialdad de la tierra en las piedras sagradas que lo adornaban. Además, estaba cubierto por un mantel de color morado y sobrio cuyo matiz íntimo resultaba muy acogedor y aterciopelado.

Encendió tres velas en representación de cada una de las formas de la Diosa. Para la doncella, prendió una vela blanca; para la madre, una roja; y, para la anciana hechicera, otra negra. Las colocó junto a la imagen de la triple Diosa; poniendo enfrente de cada aspecto la vela que le correspondía.

Tomó entre sus manos su Athame y trazó el círculo mágico que la encerraba junto al altar sagrado. Entonces se arrodilló y deslizó los dedos por el mantel que lo cubría. Cerró los ojos para concentrarse en el tacto de aquella tela tan suave y especial, para sentir en su piel el aliento de las velas, para hundirse en el evocador aroma del incienso. El silencio que la rodeaba era sublime y parecía inquebrantable, pero Artemisa oía voces en su interior que se mezclaban hasta convertirse en un suave murmullo inagotable.

Tras meditar largo rato para conectar su espíritu con el de la Madre Tierra y con la energía que mora en lo más profundo del Universo, retiró los dedos del mantel y se puso las manos en el pecho. Al tercer latido que sentía bajo su piel, colocó los dedos índice y corazón de la mano derecha en los labios, contó de nuevo tres pulsaciones y la desplazó hacia la frente. Entonces, tras tres nuevas palpitaciones de su corazón, se alzó del suelo con las manos cerradas en un puño y levantó los brazos mientras inspiraba para introducir en su cuerpo toda la magia y el misticismo de aquel instante. Abrió las manos y dirigió la palma de la izquierda hacia el cielo mientras descendía la derecha con la palma apuntando hacia el suelo. Exhaló el aire que había atrapado mientras llenaba su mente con el sonar del nombre de la Diosa que más había pronunciado a lo largo de toda su vida: Hécate.

Volvió a arrodillarse ante el altar mientras susurraba el nombre de la Diosa. Cuando notó que todo su poder le impregnaba el alma, entonces invocó a la Diosa queda y solemnemente:

     Hécate, Hécate, Hécate, esta noche de Samhain, tan poderosa y devastadora, te invoco a ti, Reina de los muertos, Diosa de la magia y los hechizos, diosa de los tres caminos, de los tres rostros; diosa de la tierra, del mar, del aire y del fuego; te invoco a ti, reina y madre, doncella y anciana, sobre todo a ti, anciana que ha vivido, que nos conecta con los ancestros, para que me prestes las llaves que abren la puerta que separa el mundo de la vida y el de la muerte. A ti te invoco, Gran Diosa, para que permitas que las almas pasadas se adentren en esta realidad portando mensajes ancestrales, para que no me impidas captar voces antiguas, palabras quedas, sonoras en la dimensión de la nada. Te invoco a ti, oscura y luminosa deidad de las penumbras de la noche y del oro de los días, para que fundas la frontera que divide los mundos y las realidades...

Mientras llamaba a la Diosa con tanta dedicación, Artemisa se presionaba las manos y rogaba que nadie irrumpiese en ese instante. Se arrepintió lejanamente de haber comenzado a celebrar Samhain en aquel lugar en vez de hacerlo en su santuario íntimo; pero ni siquiera ella había previsto que necesitaría invocar a Hécate en aquel momento, en aquel templo mágico que tanta paz le transmitía.

Tenía los ojos entornados, pero pudo percibir, nítidamente, cómo la llama de las velas temblaba. Una de ellas se apagó, justo la que representaba a la anciana. Aquello la inquietó mucho, pero no dejó de dirigirse a la Diosa en cuerpo y alma.

     Hécate, tú, que resguardas en tu pecho y en tu regazo todas las vidas que se apagaron, que las vigilas para que el olvido no las absorba, permíteme comunicarme con Neftis. Es con Neftis con quien quiero hablar hoy, este Samhain que supone también una gran pérdida para ti. Tú, Gran Diosa, que has sufrido en infinidad de veces el desvanecimiento de tu mitad, sabrás cómo podemos soportar nosotros, los mortales insignificantes que vivimos en tu vientre, la tristeza de una marcha eterna. Tienes en ti su alma. Permíteme que la capte una vez más a través de los mundos. Neftis, Neftis, Neftis, te llamo para que me contestes si lo deseas. Necesito notar una vez más que estás a mi lado. Neftis, mi voz atraviesa la frontera que divide la muerte y la vida para que llegue a ti, invocándote como espíritu fenecido. Hécate, préstame un pedacito de su alma para que la retenga un poco aquí, en mi mundo, en mi respiración... Hazme llegar su voz silente...

Justo entonces, a través de sus párpados entornados, Artemisa vio cómo el agua que llenaba el cáliz de cristal que representaba el vientre de todos los ríos y los mares se agitaba hasta tornarse brumosa. Se quedó paralizada, observando cómo aquella superficie, que antes había sido nítida y tranquila, se había vuelto turbia, como si de repente en aquel pequeño recipiente se hubiese derramado una gran cantidad de musgo y tierra.

La vela que antes se había apagado súbitamente volvió a arder, como si el viento la hubiese prendido, y Artemisa oyó que las piedras que reposaban en el altar se movían con mucha sutileza. El leve sonido que provocaba su roce contra la tela del mantel le parecía, sin embargo, tan potente que se sintió ensordecida.

Contuvo la respiración mientras se concentraba en percibir todos los detalles de su entorno. Notó de repente que no estaba sola en el templo, que una energía procedente de otro mundo la acompañaba y la rodeaba. Cerró los ojos con fuerza para que solamente su alma captase la luz que la envolvía lentamente, que manaba de las velas y que la acariciaba con suavidad.

Cada Samhain, había conseguido atravesar la puerta que la separaba del mundo de la muerte para comunicarse con quienes ya no se hallaban en la dimensión de la vida; pero nunca había sentido con tanta potencia que el velo místico se agrietase tanto. Le parecía que ninguna frontera la distanciaba de la tierra de las almas fenecidas y olvidadas.

De súbito, una voz susurrante y poderosa empezó a llamarla desde la lejanía de la magia. Aquella voz parecía proceder de todas partes y a la vez de ninguna, como si lloviese del cielo, como si se expresase a través de los truenos. Al mismo tiempo, Artemisa la sentía vibrar en su interior, como si los sonidos que la componían resonasen en su ser.

Tuvo que esforzarse por concentrarse profundamente para comprender todas las palabras que aquella voz le dedicaba, pues la tensión que le invadía el alma la despistaba sin cesar. También sabía que debía fijar la mirada en el baile del agua contenida en el cáliz sagrado, pero estaba tan nerviosa que se creía incapaz de corresponder a lo que tenía que hacer.

«Artemisa, Artemisa, mi fiel servidora desde siempre leal, te ofrezco la oportunidad de comunicarte una vez más con Neftis, a través de los mundos, atravesando los velos que te separan de ella. Pregúntale lo que desees y yo te revelaré sus respuestas».

Artemisa era consciente de que el idioma en el que la Diosa se expresaba no se asemejaba a ninguna de las lenguas que habían nacido en la Tierra. Sabía que el lenguaje que las comunicaba no tenía palabras sonoras, sólo sentimientos y sensaciones; pero, siendo sacerdotisa de la Diosa, era capaz de interpretar cada una de las sensaciones y emociones que procedían del alma de la Madre; la que en esos momentos estaba irrevocablemente conectada a la suya.

     Amada Hécate, gracias por ofrecerme esta oportunidad...

«En mi dimensión no existe el tiempo, pero en la tuya sí. Date prisa en preguntar, Artemisa, pues no gozamos de tantos instantes como deseas».

     Neftis, si puedes oírme, por favor, dime cómo te encuentras, dime qué sientes, dime si puedes recordar tu vida. Necesito saber...

«Neftis no puede responderte a eso, Artemisa, pues las almas que moran conmigo no pueden describir cómo es el lugar que las acoge, pero sí me pide que te revele que a su vera llegará pronto un ser querido que tú amas con todo tu ser. El mensaje que me envía para ti es que regreses a su lado para decirle adiós antes de que sea demasiado tarde. Me solicita que te ruegue que no pierdas más el tiempo. Muchas voces se mezclan en sus suspiros, Artemisa. Te recomiendo que cierres cuanto antes la puerta que diferencia estos mundos y finalices el ritual. Samhain es mágico y solitario, pero también...»

Un estruendo interrumpió las palabras de la Diosa; las que la habían sobrecogido tanto que fue incapaz de reaccionar cuando oyó que alguien se introducía repentinamente en el templo, irrumpiendo con inconsciencia y desconocimiento en aquel sublime instante, abriendo con poca delicadeza la puerta y caminando como si Artemisa no se hallase allí; pero, cuando la otra sacerdotisa descubrió a Artemisa arrodillada ante el altar mayor, se quedó paralizada, máxime cuando advirtió que Artemisa estaba en trance, sumergida en un íntimo y sagrado ritual.

     ¡Por la Diosa! —exclamó Artemisa regresando súbitamente del embrujo en el que la magia la había sumido—. ¿Adonia, qué haces aquí? ¡Has interrumpido...!

     No sabía que estabas aquí, Artemisa. Es más, a todas nos dijiste que no celebrarías Samhain con nosotras. ¡Eres tú quien no debe haberse introducido en el templo! —exclamó Adonia con nervios y mucha tensión. Era plenamente consciente de lo que significaba aquel momento.

     La Diosa estaba comunicándose conmigo...

     Lo sé, lo noto, Artemisa, te lo aseguro —le reveló con una voz trémula.

Artemisa se levantó del suelo y entonces notó que las piernas le temblaban y que la energía que siempre la había caracterizado se había desvanecido. Sentía que no tenía equilibrio y que le costaba mucho moverse; pero, aún así, apagó de un soplo las velas sagradas y el incienso y después tiró al suelo el agua clara cuya superficie había sido otra voz para ella. Adonia observaba con mucha tensión y miedo los movimientos de Artemisa sin comprender el porqué de sus acciones.

     ¿Por qué...? —le preguntó inquieta.

     Cuando alguien interrumpe un ritual sagrado, y más si éste se celebra en Samhain, hay que deshacernos de todos los caminos que nos han ofrecido la oportunidad de comunicarnos con la Diosa y con las almas del otro mundo. No he podido cerrar las puertas y...

     ¿Y es la primera vez que esto te ocurre? ¿Nunca antes te habían interrumpido?

     No, porque bien sabían todos que, cuando celebraba un ritual en soledad, nadie debía requerirme para nada.

     ¿Qué puedo hacer?

     Tenemos que cerrar la puerta... pero no puedo. Se me ha ido toda la inspiración, toda la magia.

     Pongamos velas nuevas.

     Yo iré a recoger agua de lluvia. No creo que pueda volver a comunicarme con la Diosa esta noche. Y precisamente me ha advertido de que...

     ¿De qué?

     Nada, no importa.

Adonia era una mujer inquieta, poco sensible, aunque muy asustadiza y nerviosa con la que a Artemisa le costaba mucho conectar. Le parecía que, cuando expresaba todo lo que experimentaba en los rituales, la mitad de sus afirmaciones era falsa y que se inventaba los mensajes que la Diosa supuestamente le transmitía. No obstante, nunca la rechazó ni le demostró que no siempre se creía lo que aseguraba y les confesaba.

Su apariencia la intimidaba, pues Adonia era muy alta y fornida. Tenía mucha fuerza en los brazos, pero le costaba mucho caminar, como si las piernas le pesasen en exceso. Además, siempre iba vestida de blanco; lo cual disgustaba a Artemisa, pues pensaba que los colores de las vestiduras que portaban las sacerdotisas del templo debían variar dependiendo de la estación en la que se encontrasen. Tenía los cabellos muy largos y castaños y los ojos pequeños. Sus sonrisas eran demasiado amplias y se alargaban en su rostro más de lo necesario. Además, no le gustaba la energía que se desprendía de sus miradas, ni de su voz ni de sus gestos; pero nunca le había confesado a nadie lo que pensaba.

Salió del templo intentando ordenar sus pensamientos, pues éstos eran una maraña ininteligible e insoportable de posibilidades ilógicas y de ideas inaceptables. Cuando la oscuridad y la frialdad de aquella noche la rodearon, notó que llovía con mucha más intensidad que antes. En tan sólo un instante, la lluvia la empapó por completo.

Se agachó con el cáliz en las manos y esperó a que el agua lo llenase; lo cual parecía que no fuese a ocurrir nunca, pues el feroz viento que soplaba, además de mecer con furia las ramas de los árboles, agitaba la lluvia hasta volverla totalmente indomable. Las gotas bailaban de un lado a otro sin querer posarse en ninguna parte, pero sí se esmeraron por humedecerle los cabellos Artemisa hasta destruirle definitivamente el peinado que se había hecho para aquella noche; una trenza que le rodeaba la cabeza y que se había adornado con flores de papel.

     Por la Diosa... —susurró desganada y empezando a perder la paciencia.

Justo entonces un rayo atravesó el bosque. Su fulgurante presencia hizo brillar de repente las nubes que cubrían el cielo y pareció como si en lo más lejano del firmamento se alineasen todas las estrellas. Fue un esplendor deslumbrante que a Artemisa le impidió ver con claridad en medio de la oscuridad durante unos largos segundos.

La voz del trueno no tardó en esparcirse por el bosque. Artemisa notó que incluso la tierra sobre la que se hallaba temblaba. Aquella tormenta se intensificaba cada vez más y el cáliz ni siquiera se había llenado hasta la mitad.

     Soy capaz de ir hasta el río para llenarlo, maldita sea —se dijo con rabia mientras se levantaba y empezaba a caminar hacia la orilla de ese río que tanta agua les proporcionaba—. Ya no me importa mojarme más.

Estaba completamente empapada. Notaba que de los cabellos le chorreaba una gran cantidad de agua y que el vestido que portaba se le adhería a la piel como si de su cuerpo formase parte. Tenía los zapatos encharcados y captaba a la perfección la frialdad estremecedora de aquella agua tan poderosa.

     Sé que no está bien que haga esto, pero no tengo otro remedio. Perdóname, Hécate. Igualmente, agua es, aunque la adquiera del río. La lluvia lo alimenta...

Se agachó junto a la orilla y sumergió el cáliz. Cuando lo sacó, sonrió al ver que se había llenado hasta el borde. Derramó algo de agua en la arena encharcada y después se levantó dispuesta a marcharse.

Repentinamente, otro rayo cruzó el cielo, pero esta vez no lo hizo en soledad, sino acompañado por un trueno tan potente que parecía poder destruir cualquier montaña, cualquier roca invencible. Artemisa se estremeció brutalmente, no sólo porque de nuevo un relámpago la hubiese encandilado y un trueno la hubiese ensordecido, sino porque la luz que había invadido el bosque le había presentado una imagen que ella no podía creer parte de su realidad. Además, oyó que ese rayo tan vigoroso partía un árbol en dos. Cuando el fulgor desgarrador de aquel suspiro esplendente se hubo desvanecido, vio refulgir entre las sombras un pequeño incendio que la lluvia no tardó en extinguir.

Se había sucedido ante ella una serie de imágenes que le habían dejado el alma temblorosa y que habían acelerado brutalmente los latidos de su corazón. Siguió con la mirada fija justo donde había captado aquella aparición incomprensible y, de nuevo, otro relámpago la deslumbró, mostrándosela sin embargo sin remilgos ni restricciones.

Artemisa vio a una mujer vestida de negro, esbelta, delgada y con la piel muy pálida que la miraba desde las sombras que se acumulaban entre los árboles. La mujer la observaba con ahínco e insistencia y sostenía en la mano un objeto que Artemisa no pudo identificar, pero le pareció que era una espada cuya empuñadura tenía la forma del símbolo de la Diosa.

Otro rayo cruzó el cielo y la imagen volvió a aparecer; pero esta vez Artemisa vio que le lanzaba ese objeto que no había sabido identificar. Se apartó rápidamente de la trayectoria de aquella espada sin acordarse de que justo se hallaba a la orilla del río.

Estaba tan asustada que le costó mucho comprender lo que le ocurría cuando notó que aquel poderoso caudal la envolvía como si de un manto de hielo y humedad se tratase. Quiso gritar, pero el pánico la paralizaba profunda e irrevocablemente. El cielo no cesaba de iluminarse, los rayos lo cruzaban dejando a su paso imágenes que ahondaban su temor, alumbrando sombras que tomaban formas que Artemisa identificaba con ojos que la miraban, con cuerpos detenidos entre los árboles. No dudaba de que lo que le acaecía era real, tan real como el agua del río que deseaba devorarla.

     ¡Hécate! —gritó al fin, pidiendo ayuda, desesperada—. ¡Por la Diosa! ¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude!

La corriente de aquel poderoso río deseaba arrastrarla, pero Artemisa consiguió aferrarse con fuerza a las rocas que formaban la orilla en la que se había arrodillado. De repente se percató de que el cáliz había desaparecido, pero lo que menos le importaba en aquel momento era que las aguas hubiesen devorado aquel objeto sagrado.

Se esforzó infinitamente por salir del río. Cuando lo hizo, empezó a correr hacia el templo notando cómo los pies se le hundían en la tierra embarrada. No quería detenerse, aunque no estuviese realmente segura de que el camino que seguía fuese el correcto.

La voz del trueno se alargaba y se alargaba en la distancia y en el tiempo. Artemisa había visto llover muchísimas veces, pero supo que jamás había presenciado una tormenta como aquélla; tan fuerte, tan potente, tan eléctrica y vigorosa. Los rayos se perseguían los unos a los otros mientras los truenos pugnaban contra el silencio para que nadie pudiese encontrar la paz en ninguna parte.

Al fin llegó al templo. Cuando se adentró en su hogar, se detuvo para recuperar el aliento. El agua que la empapaba le caía del cuerpo como si ella misma fuese el cielo que lloraba aquella tormenta. El sonido de las pequeñas cascadas que se derramaban de sus cabellos y de su ropa resonaba como si fuese el eco de los truenos.

No obstante, se sintió más tranquila cuando captó que la rodeaba un silencio espeso y profundo. Detectó que en el templo ya se había reunido la mayor parte de las sacerdotisas y las alumnas que vivían allí. Se preguntó si habían reparado en que en el altar faltaba el cáliz que representaba el vientre de la Madre. Sin ese objeto, no se podía celebrar bien ningún ritual.

Al pensar en el cáliz, se acordó de que lo había perdido al caerse en el río. No había captado el momento en que se le había escapado de las manos; lo cual la inquietaba mucho.

Necesitaba secarse, así que, intentando no desasosegarse más aún al pensar en que no podrían celebrar Samhain hasta que ella trajese un nuevo cáliz, se dirigió hacia su alcoba, donde se encerró y se desvistió rápidamente. Se envolvió en una toalla y se sentó en su cama intentando detener los temblores que le agitaban todo el cuerpo. Tenía mucho frío, pero sabía que no tiritaba solamente por la falta de calor.

No podía dejar de recordar esas imágenes que había captado cuando los rayos iluminaban el cielo y tornaban resplandecientes las sombras que invadían el bosque. Sabía que no eran figuraciones suyas ni tampoco producto de su sugestión.

De repente notó que la piel de las manos le escocía muchísimo. Se las miró y descubrió que las tenía llenas de cortes profundos que sangraban abundantemente. Maldijo en voz alta mientras se limpiaba la sangre que le resbalaba por las muñecas y que le impregnaba los dedos y las palmas. Supo que le costaría mucho lavar la toalla con la que se secaba, pero eso era lo que menos le importaba en esos momentos.

Se preguntó cómo se había hecho esos cortes tan relevantes. Entonces dedujo que el cáliz se le había roto en las manos y que los fragmentos de ese cristal tan fino habían sido arrastrados por la corriente del río. Le parecía que, cuando pensaba en esos momentos, estaba recordando un delirio causado por la fiebre más intensa.

Se levantó de la cama y se dirigió hacia el armario para seleccionar algunas prendas sencillas con las cuales se vistió rápidamente y salió de su alcoba impulsada por una sensación extraña que mezclaba miedo, desencanto y también inseguridad. Se introdujo en la pequeña estancia en la que guardaban los apósitos y las medicinas naturales que utilizaban y buscó en los armarios todo lo que necesitaba para curarse.

Se alivió cuando descubrió que no debía hervir todas las hojas que necesitaba, pues algunas de esas soluciones ya estaban almacenadas en botecitos de cristal etiquetados debidamente con la fecha en la que se habían elaborado.

Mezcló en un pequeño recipiente el líquido resultante de una infusión de hojas de tomillo, de flores de lavanda, de yemas de chopo, de hojas de romero, de zumo de equinácea y gel de áloe. Se aplicó la composición con una gasa y esperó a que los cortes profundos que tenía en la mano dejasen de sangrarle. Mientras tanto, hirvió hojas de ciprés para, más tarde, lavarse las heridas con el líquido obtenido de la decocción.

La concentración en la que se había sumido le hizo olvidarse por unos instantes de lo que le había sucedido en el bosque. No obstante, no pudo desprenderse, en ningún momento, de las sensaciones que le presionaban el alma y el corazón. Cuando se lavaba las heridas con una gasa limpia y nueva, recordó, por primera vez en aquella noche, que la Diosa la había avisado de que alguien muy importante para ella estaba enfermo. Pensó en todas las personas que había dejado atrás cuando se había internado en aquella vida y se percató de que no soportaba la idea de que fuese alguna de ellas quien se hallase cerca de la muerte. Acordarse de Gaya, de Gilbert, de Agnes o de su hermana Casandra y plantearse la posibilidad de que alguno de ellos estuviese en peligro le perforaba el corazón.

Además, que la misma naturaleza la hubiese tratado de ese modo cuando había salido a llenar el cáliz con agua de lluvia también la entristecía muchísimo. Parecía como si aquella noche la Diosa se hubiese enfurecido con ella. Entonces, de repente, al recordar todo lo que le había ocurrido desde que había empezado a celebrar Samhain a solas, cayó en la cuenta de que no había concluido aquel ritual tan peligroso ni tampoco había borrado el círculo del que había huido antes de abrirlo con su magia y su concentración. Aquella certeza la paralizó y, durante unos largos momentos, lo que menos le importó fueron las heridas que no dejaban de sangrarle, a pesar de todas las gasas impregnadas de soluciones que se había aplicado.

Entonces oyó que alguien la llamaba desde el templo. Aquella voz sonaba tan desesperada que le costó mucho reconocer a quien la requería con tanta prisa e impaciencia. Su nombre atravesaba los muros y los pasadizos con una velocidad temblorosa y su sonido se le hundía en el corazón como si fuese un puñal. Notó que no era el primero que se le clavaba en el alma aquella noche.

Se miró las manos y se percató de que los cortes que el cristal le había hecho ya se le habían cerrado. Se cubrió los dedos con apósitos y después, tras recoger rápidamente todo lo que había utilizado, salió de aquella estancia para dirigirse a toda prisa hacia el lugar desde el que la reclamaban con tanta insistencia. Antes de entrar en el templo, detectó que aquella voz también estaba teñida por un deje de rabia y frustración.

Cuando se adentró en el templo, descubrió a Ethlinn en el centro de la estancia y a algunas sacerdotisas agachadas en el suelo recogiendo fragmentos de algo que Artemisa no pudo ver. Ethlinn se dirigió rápidamente hacia ella, la apartó de la entrada y cerró la puerta con un gesto veloz y preciso.

Artemisa la miró inquieta y entonces detectó que de la mirada de aquella mujer tan afable que siempre se comportaba con serenidad y comprensión se desprendía una infinita frustración que se mezclaba también con un incipiente enfado que a Artemisa la paralizó.

La sacerdotisa agarró a Artemisa del hombro y la condujo hacia un rincón del templo; en el que se levantaba un candelabro de cuatro brazos cuyas velas estaban apagadas. No había casi luz en aquella sala; pero Artemisa no necesitaba que ningún resplandor alumbrase aquel momento. Las sensaciones y los detalles que percibían sus sentidos físicos no eran tan fuertes como los que su alma captaba. Notó que en el ambiente flotaba una espesa atmósfera incomprensible que le dificultaba respirar tranquilamente. Además, olía a madera quemada, a incienso y a flores secas.

     ¿Se puede saber que has hecho? —le preguntó Ethlinn con una voz susurrante cargada de tensión.

     ¿A qué te refieres? —quiso saber Artemisa intentando teñir de serenidad su voz, pero ésta sonó incluso trémula.

     Cuando hemos llegado al templo para celebrar Samhain, todas hemos detectado que el velo entre los mundos está demasiado abierto. Además faltaba el cáliz sagrado y la mayoría de las velas estaba apagada. Algo había incendiado el mantel y el suelo estaba todo cubierto de piedras y arena. Adonia me ha dicho que tú has sido la última que ha estado en el templo, así que ya puedes explicarme lo que ha pasado, Artemisa. ¿Cómo se te ocurre marcharte del templo sin terminar un ritual? Me parece mentira que precisamente tú hayas cometido un error semejante, y justo esta noche, justo en Samhain, cuando es muy peligroso no concluir un ritual, no abrir el círculo ni pedirle a la Diosa que vuelva a erigir el muro entre los dos mundos. Aquí ha sucedido algo terrible, Artemisa, y cuando hemos intentado comenzar a celebrar el ritual todas nos hemos sentido... No tengo palabras para describirlo.

Artemisa no sabía qué contestar. Estaba tan asustada y a la vez enrabiada que no podía construir ninguna frase que sonase convincente y, además, si hablaba en esos momentos, lo único que haría sería culpar a Adonia de haberla interrumpido cuando se hallaba totalmente sumergida en la celebración de un ritual íntimo y peligroso en el que nadie debía irrumpir. Así pues, prefirió permanecer callada, intentando ordenar sus pensamientos. Sin embargo, no podía luchar contra sus sentimientos. Continuamente se decía que Adonia la había traicionado vilmente al no explicarle a Ethlinn lo que había ocurrido en realidad. Artemisa nunca habría actuado de esa forma. Ella sí habría sido sincera y habría tratado de no cargar a otra sacerdotisa con una responsabilidad que verdaderamente era de las dos.

     ¿No tienes nada que decirme? —le preguntó Ethlinn incrédula y decepcionada—. ¿De verdad no vas a defenderte ni tampoco vas a explicarme lo que ha acaecido?

     Prefiero no hacerlo ahora, pues no me siento bien.

     No, Artemisa. Tienes que hacerlo ahora porque, si te esperas, lo único que harás será inventarte explicaciones que sólo te beneficiarán a ti.

     ¡No es cierto! —exclamó Artemisa perdiendo la paciencia sin poder evitarlo—. Si hablo ahora, sólo podré culpar a Adonia, pues en realidad ella ha sido quien ha interrumpido el ritual que yo...

     Pero es que tú no debías celebrar aquí ningún ritual. Me aseguraste que lo harías en tu santuario, no en el templo.

     La Diosa me ha pedido que lo haga aquí y yo creía que todavía faltaba más de una hora para que llegaseis —se excusó Artemisa incapaz de valorar las palabras que se le escapaban de los labios.

     La única intención de Adonia ha sido preparar todo lo necesario para el ritual.

     No es necesario realizar muchos preparativos para Samhain, pues es un ritual que precisa sobre todo de la magia interior que poseemos —aportó de repente Aldie; una sacerdotisa morena con los ojos verdes, alta y robusta, que se expresaba siempre con una voz tranquila y tersa—. Artemisa está muy nerviosa. Será mejor que la dejes tranquila y que hablemos con ella mañana. Tengo la impresión de que... —Entonces Aldie se interrumpió al descubrir que Artemisa tenía las manos llenas de apósitos—. ¿Qué te ha ocurrido, Artemisa?

     Prefiero contároslo en otro momento. Todavía me encuentro bastante afectada por todo lo que me ha ocurrido esta noche. Lo siento, pero no puedo continuar aquí. Necesito salir.

Artemisa notaba que una fuerza indomable y oscura la había rodeado y la encerraba como si fuese un círculo que cada vez se estrechaba más. Cerró con fuerza los ojos y aquello fue en realidad su mayor error, pues tras sus párpados aparecieron imágenes que no pudo comprender, que la asustaron profundamente y que le hicieron proferir un alarido de terror que a todas se les clavó en el alma.

Vio un rostro teñido de sangre,, unos ojos grandes y brillantes que la miraban con rabia, unas manos hechas más bien de garras afiladas que intentaban aferrarla, oyó incluso una voz agria y penetrante que la ensordeció y pudo aspirar el olor de la muerte, el de la podredumbre y el de las ciénagas más contaminadas.

Notó que perdía el equilibrio, pero no pudo hacer nada para no caerse. Percibió que unas manos la asían de la cintura, pero creyó que en realidad se trataba de las garras que pretendían atraparla con maldad y empezó a revolverse para intentar huir de esos dedos amables que querían ayudarla. Gritaba sin cesar, como si hubiese perdido la razón, y las imágenes que se deslizaban ante sus ojos cerrados se volvían cada vez más terribles: incendios devorando árboles, huracanes derribando montañas, fuego y muerte, olor a azufre, gritos espeluznantes, rostros teñidos de rabia, uñas afiladas, alaridos y más alaridos. Su alrededor había desaparecido por completo, convirtiéndose en escenas en las que se sentía irrevocablemente atrapada.

De repente todas esas voces chirriantes y estridentes que oía se concentraron para pronunciar su nombre con desesperación y furia. Artemisa no podía dejar de gritar pidiendo ayuda e incluso llamaba a Hécate, a Nut, a Isis, a Perséfone, a Deméter, a Gea y a un sinfín de diosas más, pero también reclamaba a Gaya y a Agnes sin poder saber que exclamaba aquellos nombres.

Perdió el conocimiento cuando creyó que aquellas imágenes, aquellos olores y aquellas voces la enloquecerían para siempre. Su mente se hundió en una nada tranquilizadora que apenas duró unos instantes. La despertó una voz suave que deshizo lentamente la negrura en la que se había sumido. Abrió los ojos percibiendo que el cansancio más profundo y absoluto le anegaba todo el cuerpo y el alma. Detectó que estaba tumbada en una cama cómoda y enseguida adivinó que se hallaba en su dormitorio.

Ethlinn y Perséfone estaban a su lado, mirándola con inquietud. Artemisa respiraba con dificultad y no podía acordarse de lo que le había ocurrido antes de perder la consciencia. No era muy habitual que se desmayase, pero creía que las pocas veces que se había desvanecido lo había hecho por motivos que en absoluto se relacionaban con la parte física de su ser.

Le dolía muchísimo la cabeza, pero no se atrevía a expresarlo. Se percató de que tenía en la frente una compresa impregnada de equinácea, romero, tomillo y la infusión de algunas plantas más que no supo detectar, pues los olores le parecían tan intensos que se le mezclaban en la nariz hasta provocarle un escozor insoportable.

Sin saber por qué, de repente experimentó una intensísima nostalgia que le reveló que lo único que deseaba en esos momentos era encontrarse en la casa que había compartido con Neftis y que prefería que la mujer que estaba sentada a su lado no fuese Ethlinn, sino Gaya. Cuando recordó a Gaya, le dolió el corazón como si en él se le hubiese clavado una rama afilada. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero intentó controlar esas devastadoras ganas de llorar, puesto que era consciente de que, si permitía que el llanto se apoderase de ella, el dolor de cabeza se le tornaría más agudo. También ansió desesperadamente que Agnes se hallase a su lado, cuidándola con tanta entrega y cariño. La congoja que le inundaba toda el alma se le mezcló con la confusión que le impedía pensar con claridad y entonces creyó que su razón se desvanecería para siempre.

     Artemisa, ¿puedes oírnos? —le preguntó Perséfone con mucho cariño mientras le retiraba la compresa que tenía en la frente, volvía a humedecerla y a colocársela de nuevo—. ¿Puedes entender lo que te decimos?

     Sí —respondió Artemisa con un hilo de voz. Las ganas de llorar no la habían abandonado y le invadían la garganta como si de veras tuviese allí un nudo tangible—. Me duele la cabeza.

     Te has dado un buen golpe contra el altar y tienes una profunda brecha en la frente —le explicó Ethlinn con distancia—. Por favor, Artemisa, cuéntanos lo que te ha ocurrido.

     No puedo —susurró Artemisa con una voz quebrada y trémula—. Me siento muy mal. Por favor, llamad a Gaya. Pedidle que venga, por favor.

     ¿A Gaya? No, Artemisa. Eso no es posible —le negó Ethlinn sorprendida y sintiendo una repentina culpabilidad que le perforó el corazón.

     Gaya ahora está muy lejos de aquí, cielo —prosiguió Perséfone acariciándole la cabeza—; pero nosotras no vamos a dejarte sola, te lo prometo.

     Por favor, quiero que venga, por favor —les suplicó Artemisa empezando a llorar. En esos momentos parecía una niña que acababa de perder a su madre y que no entendía que ella nunca más volvería a su lado—. Por favor, tenéis que llamarla, por favor, por favor.

     Cálmate, Artemisa —le pidió Ethlinn intentando no llorar—. Hablaremos con Gaya cuando todo haya pasado, pero esta noche es mejor que descanses y que no te preocupes por nada.

     Y Agnes también está aquí, a mi lado, pero no quiere que la vea. Por favor, Agnes, acércate más a mí. Necesito pedirte perdón. Agnes, perdóname, por favor, perdóname. No puedo aceptar que te haya perdido para siempre.

     Agnes no está aquí, Artemisa —le comunicó Ethlinn con culpabilidad y miedo—. Te confunde con ella, Perséfone.

     Soy Perséfone, Artemisa —le dijo con temor.

     Agnes, por favor, no me guardes rencor por nada. Agnes, perdóname, por favor.

     ¿Quién es Agnes, Ethlinn? —le preguntó Perséfone sorprendida y estremecida.

     Hasta lo que tengo entendido, es una amiga de Artemisa; pero ahora no sé qué creer.

     Agnes, ven junto a mí, por favor —seguía suplicando Artemisa.

     Está delirando, Ethlinn.

     Sí, cariño. Tiene muchísima fiebre. Tenemos que hacer todo lo posible para que le baje.

     Además me parece que está muy alterada. Será mejor que le prepare una tisana con valeriana, pasiflora, estragón, melisa, tila...

     No, no. No es conveniente que le provoquemos el sueño. Todavía no sabemos si el golpe que se ha dado en la cabeza se le curará con las soluciones que le hemos aplicado. Lo mejor es que esperemos las reacciones de su cuerpo.

     Está bien, Ethlinn.

     Ve a decirles a las demás sacerdotisas que celebren Samhain en soledad. No podemos hacerlo juntas y queda poco para que la noche termine.

Perséfone estaba a punto de convertirse en sacerdotisa. Era la única aprendiza que Artemisa instruía cuyo destino era el sacerdocio. Las demás habían escogido salir de la isla para dedicarse en cuerpo y alma a proyectos relacionados con la pobreza, con el cuidado de los animales y la protección de la naturaleza.

Salió de la habitación de Artemisa sintiendo que el corazón le latía con una fuerza indomable. Cuando estaba tan preocupada por alguien, tenía taquicardias que la impacientaban muchísimo y tenía que tomar alguna infusión que la ayudase a serenarse, pues en varias ocasiones le había ocurrido que sus sentimientos eran muchísimo más inquietantes que la situación que se los provocaba.

Artemisa se había convertido para ella en esa hermana mayor que nunca había tenido e incluso había momentos en los que se preguntaba si en realidad la quería como si de una madre cariñosa se tratase. Artemisa siempre la había entendido y apoyado como si siempre hubiesen pertenecido al mismo destino. Tenía la sensación de que el alma de aquella sacerdotisa tan buena, afable y sabia estaba hecha con los mismos sentimientos que creaban la suya y que todos esos pensamientos que se encerraban en esa mente tan profunda y reflexiva procedían en realidad de su propia razón. Estaba tan unida a Artemisa que no podría soportar nunca la idea de perderla. La quería como no había querido a nadie en su vida y todas las noches le pedía a la Diosa que les permitiese vivir juntas en ese templo para siempre.

Artemisa apenas podía pensar. Sólo sentía; sentía la melancolía que le presionaba el alma, la tristeza que le hacía llorar, el dolor de cabeza penetrante que la atacaba, la desorientación que la confundía... Además, cada vez que Ethlinn le hablaba, notaba que el sonido de su voz la incomodaba y la molestaba como si de un murmullo chirriante se tratase.

No pudo evitar que el sueño se apoderase al fin de su torturada consciencia. Ethlinn la dejó marchar al mundo onírico que la aguardaba al otro lado de la vigilia sin impedírselo. Sabía que a Artemisa le convenía muchísimo dormir, pues era la mejor medicina que podían aplicarle a sus heridas, a su dañada mente.
 

2 comentarios:

  1. Un capítulo muy inquietante, ¡pufff! Debo reconocer que yo jamás celebraría Samhain, me daría mucho miedo. El mundo de los muertos, el más allá o como lo quieras llamar, es mejor que se quede precisamente más allá y yo más acá jajaja. Bromas a parte, no sería capaz de soportar un ritual así, o al menos la parte de comunicarte con los muertos, que ya me dijiste que era algo opcional.

    Sus compañeras me caen bien pero al mismo tiempo les tengo algode manía. En seguida van culpando, señalando con el dedo y sin esperar una respuesta. Lo que le ocurre a Artemisa es terrible. Por un lado enterarse mediante Neftis que uno de sus seres queridos está a punto de morir, y que tiene que ir cuanto antes y no perder el tiempo. Mucho me temo que se trata de Gaya...Espero que esto le haga recapacitar y salga corriendo para al menos poder despedirse de ella. Me la imagino muy enferma. La pena es que hayan interrumpido el ritual justo en ese momento y que no haya podido hablar más con Neftis. Al menos por sus palabras no parece enfadada ni que lo esté pasando mal.

    La petarda que interrumpe el ritual me cae mal, y su descripción lo empeora todo jajajaja, no sé, no me gusta (va de santa siempre de blanco y dando la nota y encima es mentirosa). Pero la parte más aterradora del capítulo es la aparición de esa mujer de negro, ¡ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh! Encima intenta hacerle daño y por su culpa cae al río. Quizás al no cerrar la puerta ahora un espíritu malvado la persiga o se aferre a ella...pufff. La pobre pasa muy mal rato.

    Fíjate que cuando sale a por agua de la lluvia lo estaba pensando, que se resfriará si no se protege un poco (estoy tosiendo y me duele la garganta, pues ya me preocupo de que ella se ponga mala jajaja) y date cuenta que al final enferma con fiebre. Ay la pobre, se le junta todo en un mismo día. Melancolía y añoranza por sus seres queridos, la noticia de que un ser querido morirá, no poder concluir el ritual, que un espíritu maligno (al menos esa es mi impresión) la ataque y la persiga, que caiga al río, que sus compañeras la acusen de malas formas y por último, enferma con fiebre. Es para decir, ¡bingooo! ¡Han cantado bingo! Jajajaja, ayy pobre. Espero que se consiga recuperar para poder tomar conciencia de lo sucedido y que pueda ir a visitar a sus seres queridos. La pobre estaba hasta delirando...

    ¡¡Que siga pronto!! Un capítulo trepidante, yo diría el más trepidante de la novela. ¡¡Me encanta!!

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  2. Cuando todo se pone en contra, poco se puede hacer, y se ve que están los elementos de este mundo y del otro empeñados en no ponerle las cosas fáciles a la pobre Artemisa. El ritual en el templo es impresionante, y sobrecoge que se comunique con Neftis, ¿qué será de ella en el otro lado de la existencia? Parece que no es consciente bien de todo, pero por otro lado sabe dar un consejo a Artemisa para que vaya a ver a... bueno, no se dice, pero tiene que ser Gaya o Gilbert, y ahora me acuerdo de que Artemisa le dijo a Gaya que tal vez no serían muchos los años en que pudiera estar con ella así que de momento lleva todas las papeletas...

    Hasta aquí el capítulo es triste y solemne, pero ocurre como cuando estás en casa, tropiezas, y te empiezas a llevar todo, tiras la silla, te quieres agarrar a algo pero tiras otra cosa, pisas la alfombra... bueno, es que yo soy muy pato y me ocurre más de lo que quisiera, por eso lo digo. Pues lo mismo Artemisa. El ritual se interrumpe con la entrada de Adonia, y parece que cada cosa que intentan va empeorándolo todo... es impresionante cómo luego el resto se da cuenta de que "el velo" está inusualmente abierto, se van a enfadar con Artemisa, y un poquito de razón no les falta, porque al fin y al cabo es verdad que ella iba a hacer la celebración en su intimidad, no en el templo, y si faltaba solo una hora para el momento indicado no es raro que hayan ido a hacer preparativos, en fin, le ha faltado reflexión, pero también es verdad que la reacción del resto es bastante odiosa.

    Pero, antes de llegar a ese momento, tenemos la parte en que va al río para llenar el cáliz, desafiando los rayos, y ahí tiene esa visión terrible de la mujer con la espada ¿es un ser de este mundo? no lo parece, pero entonces ¿será tal vez una consecuencia de no haber terminado el ritual como es debido?

    Al regresar no comprendo por qué no le da más explicaciones a Ethlinn, ¿no se fía de ella? Parece buena y comprensiva... con su actitud de desconfianza no ha hecho sino agravar las cosas, delira y llama a Agnes... estoy deseando que pase esta noche terrible y regrese con ella, Gaya y los demás, ¿será en el siguiente capítulo? Espero que sí... me has dejado en ascuas...

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