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Te llamo a través del velo de
los mundos
Agresivos rayos
cruzaban el cielo nocturno, poderosos truenos retumbaban en las montañas y
creaban ecos sobrecogedores y una lluvia potente y devastadora agitada por un
viento feroz inundaba el bosque, manaba de unas nubes densas y oscuras que
parecían poder estallar en cualquier momento como si la vida del mundo se
terminase justo aquella noche de Samhain.
Artemisa nunca había
vivido un Samhain tan tormentoso. Llevaba lloviendo desde hacía una semana,
pero aquella noche parecía como si jamás la naturaleza hubiese llorado antes.
Incluso pensaba que sería complicado que la Diosa percibiese sus invocaciones
si se hallaba tan desconsolada, sollozando con tanta desesperación y
lagrimeando un aguacero que alimentaba en exceso el caudal de los ríos.
Tenía miedo, pero no
se lo confesaría a nadie. Presentía que aquella noche sería muy complicada y,
además, intuía que le costaría mucho deshacer la inquebrantable y ancestral
puerta que separaba el mundo de la vida y el de la muerte. Temía no poder
concentrarse ni lograr sumirse en aquellas meditaciones tan profundas que le
permitirían conectar con el alma de la Diosa. Necesitaba desesperadamente
preguntarle tantas cosas... Por eso se sentía tan nerviosa y tensa. Anhelaba
que la Diosa la ayudase a desvanecer todas esas preguntas que llevaban
latiéndole en el alma desde que Neftis se había marchado de la vida.
Por una parte, saber
que celebraría Samhain sumida en la soledad más profunda le hacía sentir
culpable, pues lamentaba no compartir con las alumnas que estaban a punto de
iniciarse aquella festividad tan esencial; pero, por la otra, era consciente de
que aquel año necesitaba vivir sola aquel Sabbat tan importante y tan cargado
de significado. Si se reunía con las demás para festejar juntas aquella
ceremonia, estaría impidiéndoles que la magia más oscura y tersa les anegase el
alma y tampoco podría sumergirse en la intimidad que requería para conversar
silenciosamente con la Diosa.
Las sacerdotisas del
templo ya lo habían preparado todo para el ritual. Las alumnas se hallaban en
la biblioteca, acabando de memorizarse las invocaciones que debían pronunciar
en la ceremonia. Artemisa entró en el templo de Hécate sintiendo que se
introducía en un lugar en el que no debía estar aquella noche. Miró las velas
que ardían en los preciosos candelabros que reposaban en el altar, aspiró el
aroma intenso del incienso y se hundió en el profundo silencio que invadía
aquella estancia tan mística.
Todavía no había
nadie allí, así que, cerrando delicadamente la puerta, se acercó al altar
mayor; donde siempre ardían las cuatro velas de colores identificadas con los
cuatro elementos, donde siempre se quemaba incienso; donde la figura de la
Diosa triple se alzaba con majestuosidad y sabiduría junto a otra imagen del
Dios, donde siempre había un cáliz lleno de agua clara que básicamente procedía
de la lluvia y donde era posible tañer el poder y la frialdad de la tierra en
las piedras sagradas que lo adornaban. Además, estaba cubierto por un mantel de
color morado y sobrio cuyo matiz íntimo resultaba muy acogedor y aterciopelado.
Encendió tres velas
en representación de cada una de las formas de la Diosa. Para la doncella,
prendió una vela blanca; para la madre, una roja; y, para la anciana hechicera,
otra negra. Las colocó junto a la imagen de la triple Diosa; poniendo enfrente
de cada aspecto la vela que le correspondía.
Tomó entre sus manos
su Athame y trazó el círculo mágico que la encerraba junto al altar sagrado.
Entonces se arrodilló y deslizó los dedos por el mantel que lo cubría. Cerró
los ojos para concentrarse en el tacto de aquella tela tan suave y especial,
para sentir en su piel el aliento de las velas, para hundirse en el evocador
aroma del incienso. El silencio que la rodeaba era sublime y parecía
inquebrantable, pero Artemisa oía voces en su interior que se mezclaban hasta
convertirse en un suave murmullo inagotable.
Tras meditar largo
rato para conectar su espíritu con el de la Madre Tierra y con la energía que
mora en lo más profundo del Universo, retiró los dedos del mantel y se puso las
manos en el pecho. Al tercer latido que sentía bajo su piel, colocó los dedos
índice y corazón de la mano derecha en los labios, contó de nuevo tres pulsaciones
y la desplazó hacia la frente. Entonces, tras tres nuevas palpitaciones de su
corazón, se alzó del suelo con las manos cerradas en un puño y levantó los
brazos mientras inspiraba para introducir en su cuerpo toda la magia y el
misticismo de aquel instante. Abrió las manos y dirigió la palma de la
izquierda hacia el cielo mientras descendía la derecha con la palma apuntando
hacia el suelo. Exhaló el aire que había atrapado mientras llenaba su mente con
el sonar del nombre de la Diosa que más había pronunciado a lo largo de toda su
vida: Hécate.
Volvió a
arrodillarse ante el altar mientras susurraba el nombre de la Diosa. Cuando
notó que todo su poder le impregnaba el alma, entonces invocó a la Diosa queda
y solemnemente:
—
Hécate, Hécate, Hécate, esta noche de Samhain, tan poderosa y
devastadora, te invoco a ti, Reina de los muertos, Diosa de la magia y los
hechizos, diosa de los tres caminos, de los tres rostros; diosa de la tierra, del
mar, del aire y del fuego; te invoco a ti, reina y madre, doncella y anciana, sobre
todo a ti, anciana que ha vivido, que nos conecta con los ancestros, para que
me prestes las llaves que abren la puerta que separa el mundo de la vida y el
de la muerte. A ti te invoco, Gran Diosa, para que permitas que las almas
pasadas se adentren en esta realidad portando mensajes ancestrales, para que no
me impidas captar voces antiguas, palabras quedas, sonoras en la dimensión de
la nada. Te invoco a ti, oscura y luminosa deidad de las penumbras de la noche
y del oro de los días, para que fundas la frontera que divide los mundos y las
realidades...
Mientras llamaba a
la Diosa con tanta dedicación, Artemisa se presionaba las manos y rogaba que
nadie irrumpiese en ese instante. Se arrepintió lejanamente de haber comenzado
a celebrar Samhain en aquel lugar en vez de hacerlo en su santuario íntimo;
pero ni siquiera ella había previsto que necesitaría invocar a Hécate en aquel
momento, en aquel templo mágico que tanta paz le transmitía.
Tenía los ojos
entornados, pero pudo percibir, nítidamente, cómo la llama de las velas
temblaba. Una de ellas se apagó, justo la que representaba a la anciana.
Aquello la inquietó mucho, pero no dejó de dirigirse a la Diosa en cuerpo y
alma.
—
Hécate, tú, que resguardas en tu pecho y en tu regazo todas las vidas
que se apagaron, que las vigilas para que el olvido no las absorba, permíteme
comunicarme con Neftis. Es con Neftis con quien quiero hablar hoy, este Samhain
que supone también una gran pérdida para ti. Tú, Gran Diosa, que has sufrido en
infinidad de veces el desvanecimiento de tu mitad, sabrás cómo podemos soportar
nosotros, los mortales insignificantes que vivimos en tu vientre, la tristeza
de una marcha eterna. Tienes en ti su alma. Permíteme que la capte una vez más
a través de los mundos. Neftis, Neftis, Neftis, te llamo para que me contestes
si lo deseas. Necesito notar una vez más que estás a mi lado. Neftis, mi voz atraviesa
la frontera que divide la muerte y la vida para que llegue a ti, invocándote
como espíritu fenecido. Hécate, préstame un pedacito de su alma para que la
retenga un poco aquí, en mi mundo, en mi respiración... Hazme llegar su voz
silente...
Justo entonces, a
través de sus párpados entornados, Artemisa vio cómo el agua que llenaba el
cáliz de cristal que representaba el vientre de todos los ríos y los mares se
agitaba hasta tornarse brumosa. Se quedó paralizada, observando cómo aquella
superficie, que antes había sido nítida y tranquila, se había vuelto turbia, como
si de repente en aquel pequeño recipiente se hubiese derramado una gran
cantidad de musgo y tierra.
La vela que antes se
había apagado súbitamente volvió a arder, como si el viento la hubiese
prendido, y Artemisa oyó que las piedras que reposaban en el altar se movían
con mucha sutileza. El leve sonido que provocaba su roce contra la tela del
mantel le parecía, sin embargo, tan potente que se sintió ensordecida.
Contuvo la
respiración mientras se concentraba en percibir todos los detalles de su entorno.
Notó de repente que no estaba sola en el templo, que una energía procedente de
otro mundo la acompañaba y la rodeaba. Cerró los ojos con fuerza para que
solamente su alma captase la luz que la envolvía lentamente, que manaba de las
velas y que la acariciaba con suavidad.
Cada Samhain, había
conseguido atravesar la puerta que la separaba del mundo de la muerte para
comunicarse con quienes ya no se hallaban en la dimensión de la vida; pero
nunca había sentido con tanta potencia que el velo místico se agrietase tanto.
Le parecía que ninguna frontera la distanciaba de la tierra de las almas
fenecidas y olvidadas.
De súbito, una voz
susurrante y poderosa empezó a llamarla desde la lejanía de la magia. Aquella
voz parecía proceder de todas partes y a la vez de ninguna, como si lloviese
del cielo, como si se expresase a través de los truenos. Al mismo tiempo,
Artemisa la sentía vibrar en su interior, como si los sonidos que la componían
resonasen en su ser.
Tuvo que esforzarse
por concentrarse profundamente para comprender todas las palabras que aquella
voz le dedicaba, pues la tensión que le invadía el alma la despistaba sin
cesar. También sabía que debía fijar la mirada en el baile del agua contenida
en el cáliz sagrado, pero estaba tan nerviosa que se creía incapaz de
corresponder a lo que tenía que hacer.
«Artemisa, Artemisa,
mi fiel servidora desde siempre leal, te ofrezco la oportunidad de comunicarte
una vez más con Neftis, a través de los mundos, atravesando los velos que te
separan de ella. Pregúntale lo que desees y yo te revelaré sus respuestas».
Artemisa era consciente de que el idioma en el que la Diosa se
expresaba no se asemejaba a ninguna de las lenguas que habían nacido en la
Tierra. Sabía que el lenguaje que las comunicaba no tenía palabras sonoras,
sólo sentimientos y sensaciones; pero, siendo sacerdotisa de la Diosa, era
capaz de interpretar cada una de las sensaciones y emociones que procedían del
alma de la Madre; la que en esos momentos estaba irrevocablemente conectada a la
suya.
—
Amada Hécate, gracias por ofrecerme esta
oportunidad...
«En mi dimensión no existe el tiempo, pero en la tuya sí. Date prisa
en preguntar, Artemisa, pues no gozamos de tantos instantes como deseas».
—
Neftis, si puedes oírme, por favor, dime cómo te
encuentras, dime qué sientes, dime si puedes recordar tu vida. Necesito
saber...
«Neftis no puede responderte a eso, Artemisa, pues las almas que moran
conmigo no pueden describir cómo es el lugar que las acoge, pero sí me pide que
te revele que a su vera llegará pronto un ser querido que tú amas con todo tu
ser. El mensaje que me envía para ti es que regreses a su lado para decirle
adiós antes de que sea demasiado tarde. Me solicita que te ruegue que no
pierdas más el tiempo. Muchas voces se mezclan en sus suspiros, Artemisa. Te
recomiendo que cierres cuanto antes la puerta que diferencia estos mundos y
finalices el ritual. Samhain es mágico y solitario, pero también...»
Un estruendo interrumpió las palabras de la Diosa; las que la habían
sobrecogido tanto que fue incapaz de reaccionar cuando oyó que alguien se
introducía repentinamente en el templo, irrumpiendo con inconsciencia y
desconocimiento en aquel sublime instante, abriendo con poca delicadeza la
puerta y caminando como si Artemisa no se hallase allí; pero, cuando la otra
sacerdotisa descubrió a Artemisa arrodillada ante el altar mayor, se quedó
paralizada, máxime cuando advirtió que Artemisa estaba en trance, sumergida en
un íntimo y sagrado ritual.
—
¡Por la Diosa! —exclamó Artemisa regresando
súbitamente del embrujo en el que la magia la había sumido—. ¿Adonia, qué haces
aquí? ¡Has interrumpido...!
—
No sabía que estabas aquí, Artemisa. Es más, a todas
nos dijiste que no celebrarías Samhain con nosotras. ¡Eres tú quien no debe
haberse introducido en el templo! —exclamó Adonia con nervios y mucha tensión.
Era plenamente consciente de lo que significaba aquel momento.
—
La Diosa estaba comunicándose conmigo...
—
Lo sé, lo noto, Artemisa, te lo aseguro —le reveló
con una voz trémula.
Artemisa se levantó del suelo y entonces notó que las piernas le
temblaban y que la energía que siempre la había caracterizado se había
desvanecido. Sentía que no tenía equilibrio y que le costaba mucho moverse;
pero, aún así, apagó de un soplo las velas sagradas y el incienso y después
tiró al suelo el agua clara cuya superficie había sido otra voz para ella.
Adonia observaba con mucha tensión y miedo los movimientos de Artemisa sin
comprender el porqué de sus acciones.
—
¿Por qué...? —le preguntó inquieta.
—
Cuando alguien interrumpe un ritual sagrado, y más
si éste se celebra en Samhain, hay que deshacernos de todos los caminos que nos
han ofrecido la oportunidad de comunicarnos con la Diosa y con las almas del
otro mundo. No he podido cerrar las puertas y...
—
¿Y es la primera vez que esto te ocurre? ¿Nunca
antes te habían interrumpido?
—
No, porque bien sabían todos que, cuando celebraba
un ritual en soledad, nadie debía requerirme para nada.
—
¿Qué puedo hacer?
—
Tenemos que cerrar la puerta... pero no puedo. Se me
ha ido toda la inspiración, toda la magia.
—
Pongamos velas nuevas.
—
Yo iré a recoger agua de lluvia. No creo que pueda
volver a comunicarme con la Diosa esta noche. Y precisamente me ha advertido de
que...
—
¿De qué?
—
Nada, no importa.
Adonia era una mujer inquieta, poco sensible, aunque muy asustadiza y
nerviosa con la que a Artemisa le costaba mucho conectar. Le parecía que,
cuando expresaba todo lo que experimentaba en los rituales, la mitad de sus
afirmaciones era falsa y que se inventaba los mensajes que la Diosa supuestamente
le transmitía. No obstante, nunca la rechazó ni le demostró que no siempre se
creía lo que aseguraba y les confesaba.
Su apariencia la intimidaba, pues Adonia era muy alta y fornida. Tenía
mucha fuerza en los brazos, pero le costaba mucho caminar, como si las piernas
le pesasen en exceso. Además, siempre iba vestida de blanco; lo cual disgustaba
a Artemisa, pues pensaba que los colores de las vestiduras que portaban las
sacerdotisas del templo debían variar dependiendo de la estación en la que se
encontrasen. Tenía los cabellos muy largos y castaños y los ojos pequeños. Sus
sonrisas eran demasiado amplias y se alargaban en su rostro más de lo
necesario. Además, no le gustaba la energía que se desprendía de sus miradas,
ni de su voz ni de sus gestos; pero nunca le había confesado a nadie lo que
pensaba.
Salió del templo intentando ordenar sus pensamientos, pues éstos eran
una maraña ininteligible e insoportable de posibilidades ilógicas y de ideas
inaceptables. Cuando la oscuridad y la frialdad de aquella noche la rodearon,
notó que llovía con mucha más intensidad que antes. En tan sólo un instante, la
lluvia la empapó por completo.
Se agachó con el cáliz en las manos y esperó a que el agua lo llenase;
lo cual parecía que no fuese a ocurrir nunca, pues el feroz viento que soplaba,
además de mecer con furia las ramas de los árboles, agitaba la lluvia hasta
volverla totalmente indomable. Las gotas bailaban de un lado a otro sin querer
posarse en ninguna parte, pero sí se esmeraron por humedecerle los cabellos Artemisa
hasta destruirle definitivamente el peinado que se había hecho para aquella
noche; una trenza que le rodeaba la cabeza y que se había adornado con flores
de papel.
—
Por la Diosa... —susurró desganada y empezando a
perder la paciencia.
Justo entonces un rayo atravesó el bosque. Su fulgurante presencia
hizo brillar de repente las nubes que cubrían el cielo y pareció como si en lo
más lejano del firmamento se alineasen todas las estrellas. Fue un esplendor
deslumbrante que a Artemisa le impidió ver con claridad en medio de la
oscuridad durante unos largos segundos.
La voz del trueno no tardó en esparcirse por el bosque. Artemisa notó
que incluso la tierra sobre la que se hallaba temblaba. Aquella tormenta se
intensificaba cada vez más y el cáliz ni siquiera se había llenado hasta la
mitad.
—
Soy capaz de ir hasta el río para llenarlo, maldita
sea —se dijo con rabia mientras se levantaba y empezaba a caminar hacia la
orilla de ese río que tanta agua les proporcionaba—. Ya no me importa mojarme
más.
Estaba completamente empapada. Notaba que de los cabellos le chorreaba
una gran cantidad de agua y que el vestido que portaba se le adhería a la piel
como si de su cuerpo formase parte. Tenía los zapatos encharcados y captaba a
la perfección la frialdad estremecedora de aquella agua tan poderosa.
—
Sé que no está bien que haga esto, pero no tengo
otro remedio. Perdóname, Hécate. Igualmente, agua es, aunque la adquiera del
río. La lluvia lo alimenta...
Se agachó junto a la orilla y sumergió el cáliz. Cuando lo sacó,
sonrió al ver que se había llenado hasta el borde. Derramó algo de agua en la
arena encharcada y después se levantó dispuesta a marcharse.
Repentinamente, otro rayo cruzó el cielo, pero esta vez no lo hizo en
soledad, sino acompañado por un trueno tan potente que parecía poder destruir
cualquier montaña, cualquier roca invencible. Artemisa se estremeció
brutalmente, no sólo porque de nuevo un relámpago la hubiese encandilado y un
trueno la hubiese ensordecido, sino porque la luz que había invadido el bosque
le había presentado una imagen que ella no podía creer parte de su realidad.
Además, oyó que ese rayo tan vigoroso partía un árbol en dos. Cuando el fulgor
desgarrador de aquel suspiro esplendente se hubo desvanecido, vio refulgir
entre las sombras un pequeño incendio que la lluvia no tardó en extinguir.
Se había sucedido ante ella una serie de imágenes que le habían dejado
el alma temblorosa y que habían acelerado brutalmente los latidos de su
corazón. Siguió con la mirada fija justo donde había captado aquella aparición incomprensible
y, de nuevo, otro relámpago la deslumbró, mostrándosela sin embargo sin
remilgos ni restricciones.
Artemisa vio a una mujer vestida de negro, esbelta, delgada y con la
piel muy pálida que la miraba desde las sombras que se acumulaban entre los
árboles. La mujer la observaba con ahínco e insistencia y sostenía en la mano
un objeto que Artemisa no pudo identificar, pero le pareció que era una espada
cuya empuñadura tenía la forma del símbolo de la Diosa.
Otro rayo cruzó el cielo y la imagen volvió a aparecer; pero esta vez
Artemisa vio que le lanzaba ese objeto que no había sabido identificar. Se
apartó rápidamente de la trayectoria de aquella espada sin acordarse de que
justo se hallaba a la orilla del río.
Estaba tan asustada que le costó mucho comprender lo que le ocurría
cuando notó que aquel poderoso caudal la envolvía como si de un manto de hielo
y humedad se tratase. Quiso gritar, pero el pánico la paralizaba profunda e
irrevocablemente. El cielo no cesaba de iluminarse, los rayos lo cruzaban
dejando a su paso imágenes que ahondaban su temor, alumbrando sombras que
tomaban formas que Artemisa identificaba con ojos que la miraban, con cuerpos
detenidos entre los árboles. No dudaba de que lo que le acaecía era real, tan
real como el agua del río que deseaba devorarla.
—
¡Hécate! —gritó al fin, pidiendo ayuda,
desesperada—. ¡Por la Diosa! ¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude!
La corriente de aquel poderoso río deseaba arrastrarla, pero Artemisa
consiguió aferrarse con fuerza a las rocas que formaban la orilla en la que se
había arrodillado. De repente se percató de que el cáliz había desaparecido,
pero lo que menos le importaba en aquel momento era que las aguas hubiesen
devorado aquel objeto sagrado.
Se esforzó infinitamente por salir del río. Cuando lo hizo, empezó a
correr hacia el templo notando cómo los pies se le hundían en la tierra
embarrada. No quería detenerse, aunque no estuviese realmente segura de que el
camino que seguía fuese el correcto.
La voz del trueno se alargaba y se alargaba en la distancia y en el
tiempo. Artemisa había visto llover muchísimas veces, pero supo que jamás había
presenciado una tormenta como aquélla; tan fuerte, tan potente, tan eléctrica y
vigorosa. Los rayos se perseguían los unos a los otros mientras los truenos
pugnaban contra el silencio para que nadie pudiese encontrar la paz en ninguna
parte.
Al fin llegó al templo. Cuando se adentró en su hogar, se detuvo para
recuperar el aliento. El agua que la empapaba le caía del cuerpo como si ella
misma fuese el cielo que lloraba aquella tormenta. El sonido de las pequeñas cascadas
que se derramaban de sus cabellos y de su ropa resonaba como si fuese el eco de
los truenos.
No obstante, se sintió más tranquila cuando captó que la rodeaba un
silencio espeso y profundo. Detectó que en el templo ya se había reunido la
mayor parte de las sacerdotisas y las alumnas que vivían allí. Se preguntó si
habían reparado en que en el altar faltaba el cáliz que representaba el vientre
de la Madre. Sin ese objeto, no se podía celebrar bien ningún ritual.
Al pensar en el cáliz, se acordó de que lo había perdido al caerse en
el río. No había captado el momento en que se le había escapado de las manos;
lo cual la inquietaba mucho.
Necesitaba secarse, así que, intentando no desasosegarse más aún al
pensar en que no podrían celebrar Samhain hasta que ella trajese un nuevo
cáliz, se dirigió hacia su alcoba, donde se encerró y se desvistió rápidamente.
Se envolvió en una toalla y se sentó en su cama intentando detener los
temblores que le agitaban todo el cuerpo. Tenía mucho frío, pero sabía que no
tiritaba solamente por la falta de calor.
No podía dejar de recordar esas imágenes que había captado cuando los
rayos iluminaban el cielo y tornaban resplandecientes las sombras que invadían
el bosque. Sabía que no eran figuraciones suyas ni tampoco producto de su
sugestión.
De repente notó que la piel de las manos le escocía muchísimo. Se las
miró y descubrió que las tenía llenas de cortes profundos que sangraban
abundantemente. Maldijo en voz alta mientras se limpiaba la sangre que le
resbalaba por las muñecas y que le impregnaba los dedos y las palmas. Supo que
le costaría mucho lavar la toalla con la que se secaba, pero eso era lo que
menos le importaba en esos momentos.
Se preguntó cómo se había hecho esos cortes tan relevantes. Entonces dedujo
que el cáliz se le había roto en las manos y que los fragmentos de ese cristal
tan fino habían sido arrastrados por la corriente del río. Le parecía que,
cuando pensaba en esos momentos, estaba recordando un delirio causado por la
fiebre más intensa.
Se levantó de la cama y se dirigió hacia el armario para seleccionar
algunas prendas sencillas con las cuales se vistió rápidamente y salió de su
alcoba impulsada por una sensación extraña que mezclaba miedo, desencanto y
también inseguridad. Se introdujo en la pequeña estancia en la que guardaban
los apósitos y las medicinas naturales que utilizaban y buscó en los armarios
todo lo que necesitaba para curarse.
Se alivió cuando descubrió que no debía hervir todas las hojas que
necesitaba, pues algunas de esas soluciones ya estaban almacenadas en botecitos
de cristal etiquetados debidamente con la fecha en la que se habían elaborado.
Mezcló en un pequeño recipiente el líquido resultante de una infusión
de hojas de tomillo, de flores de lavanda, de yemas de chopo, de hojas de
romero, de zumo de equinácea y gel de áloe. Se aplicó la composición con una
gasa y esperó a que los cortes profundos que tenía en la mano dejasen de
sangrarle. Mientras tanto, hirvió hojas de ciprés para, más tarde, lavarse las
heridas con el líquido obtenido de la decocción.
La concentración en la que se había sumido le hizo olvidarse por unos
instantes de lo que le había sucedido en el bosque. No obstante, no pudo
desprenderse, en ningún momento, de las sensaciones que le presionaban el alma
y el corazón. Cuando se lavaba las heridas con una gasa limpia y nueva,
recordó, por primera vez en aquella noche, que la Diosa la había avisado de que
alguien muy importante para ella estaba enfermo. Pensó en todas las personas
que había dejado atrás cuando se había internado en aquella vida y se percató
de que no soportaba la idea de que fuese alguna de ellas quien se hallase cerca
de la muerte. Acordarse de Gaya, de Gilbert, de Agnes o de su hermana Casandra
y plantearse la posibilidad de que alguno de ellos estuviese en peligro le
perforaba el corazón.
Además, que la misma naturaleza la hubiese tratado de ese modo cuando
había salido a llenar el cáliz con agua de lluvia también la entristecía
muchísimo. Parecía como si aquella noche la Diosa se hubiese enfurecido con
ella. Entonces, de repente, al recordar todo lo que le había ocurrido desde que
había empezado a celebrar Samhain a solas, cayó en la cuenta de que no había concluido
aquel ritual tan peligroso ni tampoco había borrado el círculo del que había
huido antes de abrirlo con su magia y su concentración. Aquella certeza la
paralizó y, durante unos largos momentos, lo que menos le importó fueron las
heridas que no dejaban de sangrarle, a pesar de todas las gasas impregnadas de
soluciones que se había aplicado.
Entonces oyó que alguien la llamaba desde el templo. Aquella voz
sonaba tan desesperada que le costó mucho reconocer a quien la requería con
tanta prisa e impaciencia. Su nombre atravesaba los muros y los pasadizos con
una velocidad temblorosa y su sonido se le hundía en el corazón como si fuese
un puñal. Notó que no era el primero que se le clavaba en el alma aquella
noche.
Se miró las manos y se percató de que los cortes que el cristal le
había hecho ya se le habían cerrado. Se cubrió los dedos con apósitos y
después, tras recoger rápidamente todo lo que había utilizado, salió de aquella
estancia para dirigirse a toda prisa hacia el lugar desde el que la reclamaban
con tanta insistencia. Antes de entrar en el templo, detectó que aquella voz
también estaba teñida por un deje de rabia y frustración.
Cuando se adentró en el templo, descubrió a Ethlinn en el centro de la
estancia y a algunas sacerdotisas agachadas en el suelo recogiendo fragmentos
de algo que Artemisa no pudo ver. Ethlinn se dirigió rápidamente hacia ella, la
apartó de la entrada y cerró la puerta con un gesto veloz y preciso.
Artemisa la miró inquieta y entonces detectó que de la mirada de
aquella mujer tan afable que siempre se comportaba con serenidad y comprensión
se desprendía una infinita frustración que se mezclaba también con un
incipiente enfado que a Artemisa la paralizó.
La sacerdotisa agarró a Artemisa del hombro y la condujo hacia un
rincón del templo; en el que se levantaba un candelabro de cuatro brazos cuyas
velas estaban apagadas. No había casi luz en aquella sala; pero Artemisa no
necesitaba que ningún resplandor alumbrase aquel momento. Las sensaciones y los
detalles que percibían sus sentidos físicos no eran tan fuertes como los que su
alma captaba. Notó que en el ambiente flotaba una espesa atmósfera
incomprensible que le dificultaba respirar tranquilamente. Además, olía a
madera quemada, a incienso y a flores secas.
—
¿Se puede saber que has hecho? —le preguntó Ethlinn
con una voz susurrante cargada de tensión.
—
¿A qué te refieres? —quiso saber Artemisa intentando
teñir de serenidad su voz, pero ésta sonó incluso trémula.
—
Cuando hemos llegado al templo para celebrar
Samhain, todas hemos detectado que el velo entre los mundos está demasiado
abierto. Además faltaba el cáliz sagrado y la mayoría de las velas estaba
apagada. Algo había incendiado el mantel y el suelo estaba todo cubierto de
piedras y arena. Adonia me ha dicho que tú has sido la última que ha estado en
el templo, así que ya puedes explicarme lo que ha pasado, Artemisa. ¿Cómo se te
ocurre marcharte del templo sin terminar un ritual? Me parece mentira que
precisamente tú hayas cometido un error semejante, y justo esta noche, justo en
Samhain, cuando es muy peligroso no concluir un ritual, no abrir el círculo ni pedirle
a la Diosa que vuelva a erigir el muro entre los dos mundos. Aquí ha sucedido
algo terrible, Artemisa, y cuando hemos intentado comenzar a celebrar el ritual
todas nos hemos sentido... No tengo palabras para describirlo.
Artemisa no sabía qué contestar. Estaba tan asustada y a la vez
enrabiada que no podía construir ninguna frase que sonase convincente y,
además, si hablaba en esos momentos, lo único que haría sería culpar a Adonia
de haberla interrumpido cuando se hallaba totalmente sumergida en la
celebración de un ritual íntimo y peligroso en el que nadie debía irrumpir. Así
pues, prefirió permanecer callada, intentando ordenar sus pensamientos. Sin
embargo, no podía luchar contra sus sentimientos. Continuamente se decía que Adonia
la había traicionado vilmente al no explicarle a Ethlinn lo que había ocurrido
en realidad. Artemisa nunca habría actuado de esa forma. Ella sí habría sido
sincera y habría tratado de no cargar a otra sacerdotisa con una
responsabilidad que verdaderamente era de las dos.
—
¿No tienes nada que decirme? —le preguntó Ethlinn
incrédula y decepcionada—. ¿De verdad no vas a defenderte ni tampoco vas a
explicarme lo que ha acaecido?
—
Prefiero no hacerlo ahora, pues no me siento bien.
—
No, Artemisa. Tienes que hacerlo ahora porque, si te
esperas, lo único que harás será inventarte explicaciones que sólo te
beneficiarán a ti.
—
¡No es cierto! —exclamó Artemisa perdiendo la
paciencia sin poder evitarlo—. Si hablo ahora, sólo podré culpar a Adonia, pues
en realidad ella ha sido quien ha interrumpido el ritual que yo...
—
Pero es que tú no debías celebrar aquí ningún
ritual. Me aseguraste que lo harías en tu santuario, no en el templo.
—
La Diosa me ha pedido que lo haga aquí y yo creía
que todavía faltaba más de una hora para que llegaseis —se excusó Artemisa
incapaz de valorar las palabras que se le escapaban de los labios.
—
La única intención de Adonia ha sido preparar todo
lo necesario para el ritual.
—
No es necesario realizar muchos preparativos para
Samhain, pues es un ritual que precisa sobre todo de la magia interior que
poseemos —aportó de repente Aldie; una sacerdotisa morena con los ojos verdes,
alta y robusta, que se expresaba siempre con una voz tranquila y tersa—. Artemisa
está muy nerviosa. Será mejor que la dejes tranquila y que hablemos con ella
mañana. Tengo la impresión de que... —Entonces Aldie se interrumpió al
descubrir que Artemisa tenía las manos llenas de apósitos—. ¿Qué te ha
ocurrido, Artemisa?
—
Prefiero contároslo en otro momento. Todavía me
encuentro bastante afectada por todo lo que me ha ocurrido esta noche. Lo
siento, pero no puedo continuar aquí. Necesito salir.
Artemisa notaba que una fuerza indomable y oscura la había rodeado y
la encerraba como si fuese un círculo que cada vez se estrechaba más. Cerró con
fuerza los ojos y aquello fue en realidad su mayor error, pues tras sus
párpados aparecieron imágenes que no pudo comprender, que la asustaron
profundamente y que le hicieron proferir un alarido de terror que a todas se
les clavó en el alma.
Vio un rostro teñido de sangre,, unos ojos grandes y brillantes que la
miraban con rabia, unas manos hechas más bien de garras afiladas que intentaban
aferrarla, oyó incluso una voz agria y penetrante que la ensordeció y pudo
aspirar el olor de la muerte, el de la podredumbre y el de las ciénagas más
contaminadas.
Notó que perdía el equilibrio, pero no pudo hacer nada para no caerse.
Percibió que unas manos la asían de la cintura, pero creyó que en realidad se trataba
de las garras que pretendían atraparla con maldad y empezó a revolverse para intentar
huir de esos dedos amables que querían ayudarla. Gritaba sin cesar, como si
hubiese perdido la razón, y las imágenes que se deslizaban ante sus ojos
cerrados se volvían cada vez más terribles: incendios devorando árboles,
huracanes derribando montañas, fuego y muerte, olor a azufre, gritos
espeluznantes, rostros teñidos de rabia, uñas afiladas, alaridos y más
alaridos. Su alrededor había desaparecido por completo, convirtiéndose en
escenas en las que se sentía irrevocablemente atrapada.
De repente todas esas voces chirriantes y estridentes que oía se
concentraron para pronunciar su nombre con desesperación y furia. Artemisa no
podía dejar de gritar pidiendo ayuda e incluso llamaba a Hécate, a Nut, a Isis,
a Perséfone, a Deméter, a Gea y a un sinfín de diosas más, pero también
reclamaba a Gaya y a Agnes sin poder saber que exclamaba aquellos nombres.
Perdió el conocimiento cuando creyó que aquellas imágenes, aquellos
olores y aquellas voces la enloquecerían para siempre. Su mente se hundió en
una nada tranquilizadora que apenas duró unos instantes. La despertó una voz
suave que deshizo lentamente la negrura en la que se había sumido. Abrió los
ojos percibiendo que el cansancio más profundo y absoluto le anegaba todo el
cuerpo y el alma. Detectó que estaba tumbada en una cama cómoda y enseguida adivinó
que se hallaba en su dormitorio.
Ethlinn y Perséfone estaban a su lado, mirándola con inquietud.
Artemisa respiraba con dificultad y no podía acordarse de lo que le había
ocurrido antes de perder la consciencia. No era muy habitual que se desmayase,
pero creía que las pocas veces que se había desvanecido lo había hecho por
motivos que en absoluto se relacionaban con la parte física de su ser.
Le dolía muchísimo la cabeza, pero no se atrevía a expresarlo. Se
percató de que tenía en la frente una compresa impregnada de equinácea, romero,
tomillo y la infusión de algunas plantas más que no supo detectar, pues los
olores le parecían tan intensos que se le mezclaban en la nariz hasta
provocarle un escozor insoportable.
Sin saber por qué, de repente experimentó una intensísima nostalgia
que le reveló que lo único que deseaba en esos momentos era encontrarse en la
casa que había compartido con Neftis y que prefería que la mujer que estaba
sentada a su lado no fuese Ethlinn, sino Gaya. Cuando recordó a Gaya, le dolió
el corazón como si en él se le hubiese clavado una rama afilada. Los ojos se le
llenaron de lágrimas, pero intentó controlar esas devastadoras ganas de llorar,
puesto que era consciente de que, si permitía que el llanto se apoderase de
ella, el dolor de cabeza se le tornaría más agudo. También ansió
desesperadamente que Agnes se hallase a su lado, cuidándola con tanta entrega y
cariño. La congoja que le inundaba toda el alma se le mezcló con la confusión
que le impedía pensar con claridad y entonces creyó que su razón se
desvanecería para siempre.
—
Artemisa, ¿puedes oírnos? —le preguntó Perséfone con
mucho cariño mientras le retiraba la compresa que tenía en la frente, volvía a
humedecerla y a colocársela de nuevo—. ¿Puedes entender lo que te decimos?
—
Sí —respondió Artemisa con un hilo de voz. Las ganas
de llorar no la habían abandonado y le invadían la garganta como si de veras
tuviese allí un nudo tangible—. Me duele la cabeza.
—
Te has dado un buen golpe contra el altar y tienes
una profunda brecha en la frente —le explicó Ethlinn con distancia—. Por favor,
Artemisa, cuéntanos lo que te ha ocurrido.
—
No puedo —susurró Artemisa con una voz quebrada y
trémula—. Me siento muy mal. Por favor, llamad a Gaya. Pedidle que venga, por
favor.
—
¿A Gaya? No, Artemisa. Eso no es posible —le negó
Ethlinn sorprendida y sintiendo una repentina culpabilidad que le perforó el
corazón.
—
Gaya ahora está muy lejos de aquí, cielo —prosiguió
Perséfone acariciándole la cabeza—; pero nosotras no vamos a dejarte sola, te
lo prometo.
—
Por favor, quiero que venga, por favor —les suplicó
Artemisa empezando a llorar. En esos momentos parecía una niña que acababa de
perder a su madre y que no entendía que ella nunca más volvería a su lado—. Por
favor, tenéis que llamarla, por favor, por favor.
—
Cálmate, Artemisa —le pidió Ethlinn intentando no
llorar—. Hablaremos con Gaya cuando todo haya pasado, pero esta noche es mejor
que descanses y que no te preocupes por nada.
—
Y Agnes también está aquí, a mi lado, pero no quiere
que la vea. Por favor, Agnes, acércate más a mí. Necesito pedirte perdón.
Agnes, perdóname, por favor, perdóname. No puedo aceptar que te haya perdido
para siempre.
—
Agnes no está aquí, Artemisa —le comunicó Ethlinn
con culpabilidad y miedo—. Te confunde con ella, Perséfone.
—
Soy Perséfone, Artemisa —le dijo con temor.
—
Agnes, por favor, no me guardes rencor por nada.
Agnes, perdóname, por favor.
—
¿Quién es Agnes, Ethlinn? —le preguntó Perséfone
sorprendida y estremecida.
—
Hasta lo que tengo entendido, es una amiga de
Artemisa; pero ahora no sé qué creer.
—
Agnes, ven junto a mí, por favor —seguía suplicando
Artemisa.
—
Está delirando, Ethlinn.
—
Sí, cariño. Tiene muchísima fiebre. Tenemos que
hacer todo lo posible para que le baje.
—
Además me parece que está muy alterada. Será mejor
que le prepare una tisana con valeriana, pasiflora, estragón, melisa, tila...
—
No, no. No es conveniente que le provoquemos el
sueño. Todavía no sabemos si el golpe que se ha dado en la cabeza se le curará
con las soluciones que le hemos aplicado. Lo mejor es que esperemos las
reacciones de su cuerpo.
—
Está bien, Ethlinn.
—
Ve a decirles a las demás sacerdotisas que celebren
Samhain en soledad. No podemos hacerlo juntas y queda poco para que la noche
termine.
Perséfone estaba a punto de convertirse en sacerdotisa. Era la única aprendiza
que Artemisa instruía cuyo destino era el sacerdocio. Las demás habían escogido
salir de la isla para dedicarse en cuerpo y alma a proyectos relacionados con
la pobreza, con el cuidado de los animales y la protección de la naturaleza.
Salió de la habitación de Artemisa sintiendo que el corazón le latía
con una fuerza indomable. Cuando estaba tan preocupada por alguien, tenía
taquicardias que la impacientaban muchísimo y tenía que tomar alguna infusión
que la ayudase a serenarse, pues en varias ocasiones le había ocurrido que sus
sentimientos eran muchísimo más inquietantes que la situación que se los
provocaba.
Artemisa se había convertido para ella en esa hermana mayor que nunca había
tenido e incluso había momentos en los que se preguntaba si en realidad la
quería como si de una madre cariñosa se tratase. Artemisa siempre la había
entendido y apoyado como si siempre hubiesen pertenecido al mismo destino.
Tenía la sensación de que el alma de aquella sacerdotisa tan buena, afable y
sabia estaba hecha con los mismos sentimientos que creaban la suya y que todos
esos pensamientos que se encerraban en esa mente tan profunda y reflexiva
procedían en realidad de su propia razón. Estaba tan unida a Artemisa que no
podría soportar nunca la idea de perderla. La quería como no había querido a
nadie en su vida y todas las noches le pedía a la Diosa que les permitiese
vivir juntas en ese templo para siempre.
Artemisa apenas podía pensar. Sólo sentía; sentía la melancolía que le
presionaba el alma, la tristeza que le hacía llorar, el dolor de cabeza
penetrante que la atacaba, la desorientación que la confundía... Además, cada
vez que Ethlinn le hablaba, notaba que el sonido de su voz la incomodaba y la
molestaba como si de un murmullo chirriante se tratase.
No pudo evitar que el sueño se apoderase al fin de su torturada
consciencia. Ethlinn la dejó marchar al mundo onírico que la aguardaba al otro
lado de la vigilia sin impedírselo. Sabía que a Artemisa le convenía muchísimo
dormir, pues era la mejor medicina que podían aplicarle a sus heridas, a su
dañada mente.
Un capítulo muy inquietante, ¡pufff! Debo reconocer que yo jamás celebraría Samhain, me daría mucho miedo. El mundo de los muertos, el más allá o como lo quieras llamar, es mejor que se quede precisamente más allá y yo más acá jajaja. Bromas a parte, no sería capaz de soportar un ritual así, o al menos la parte de comunicarte con los muertos, que ya me dijiste que era algo opcional.
ResponderEliminarSus compañeras me caen bien pero al mismo tiempo les tengo algode manía. En seguida van culpando, señalando con el dedo y sin esperar una respuesta. Lo que le ocurre a Artemisa es terrible. Por un lado enterarse mediante Neftis que uno de sus seres queridos está a punto de morir, y que tiene que ir cuanto antes y no perder el tiempo. Mucho me temo que se trata de Gaya...Espero que esto le haga recapacitar y salga corriendo para al menos poder despedirse de ella. Me la imagino muy enferma. La pena es que hayan interrumpido el ritual justo en ese momento y que no haya podido hablar más con Neftis. Al menos por sus palabras no parece enfadada ni que lo esté pasando mal.
La petarda que interrumpe el ritual me cae mal, y su descripción lo empeora todo jajajaja, no sé, no me gusta (va de santa siempre de blanco y dando la nota y encima es mentirosa). Pero la parte más aterradora del capítulo es la aparición de esa mujer de negro, ¡ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh! Encima intenta hacerle daño y por su culpa cae al río. Quizás al no cerrar la puerta ahora un espíritu malvado la persiga o se aferre a ella...pufff. La pobre pasa muy mal rato.
Fíjate que cuando sale a por agua de la lluvia lo estaba pensando, que se resfriará si no se protege un poco (estoy tosiendo y me duele la garganta, pues ya me preocupo de que ella se ponga mala jajaja) y date cuenta que al final enferma con fiebre. Ay la pobre, se le junta todo en un mismo día. Melancolía y añoranza por sus seres queridos, la noticia de que un ser querido morirá, no poder concluir el ritual, que un espíritu maligno (al menos esa es mi impresión) la ataque y la persiga, que caiga al río, que sus compañeras la acusen de malas formas y por último, enferma con fiebre. Es para decir, ¡bingooo! ¡Han cantado bingo! Jajajaja, ayy pobre. Espero que se consiga recuperar para poder tomar conciencia de lo sucedido y que pueda ir a visitar a sus seres queridos. La pobre estaba hasta delirando...
¡¡Que siga pronto!! Un capítulo trepidante, yo diría el más trepidante de la novela. ¡¡Me encanta!!
Cuando todo se pone en contra, poco se puede hacer, y se ve que están los elementos de este mundo y del otro empeñados en no ponerle las cosas fáciles a la pobre Artemisa. El ritual en el templo es impresionante, y sobrecoge que se comunique con Neftis, ¿qué será de ella en el otro lado de la existencia? Parece que no es consciente bien de todo, pero por otro lado sabe dar un consejo a Artemisa para que vaya a ver a... bueno, no se dice, pero tiene que ser Gaya o Gilbert, y ahora me acuerdo de que Artemisa le dijo a Gaya que tal vez no serían muchos los años en que pudiera estar con ella así que de momento lleva todas las papeletas...
ResponderEliminarHasta aquí el capítulo es triste y solemne, pero ocurre como cuando estás en casa, tropiezas, y te empiezas a llevar todo, tiras la silla, te quieres agarrar a algo pero tiras otra cosa, pisas la alfombra... bueno, es que yo soy muy pato y me ocurre más de lo que quisiera, por eso lo digo. Pues lo mismo Artemisa. El ritual se interrumpe con la entrada de Adonia, y parece que cada cosa que intentan va empeorándolo todo... es impresionante cómo luego el resto se da cuenta de que "el velo" está inusualmente abierto, se van a enfadar con Artemisa, y un poquito de razón no les falta, porque al fin y al cabo es verdad que ella iba a hacer la celebración en su intimidad, no en el templo, y si faltaba solo una hora para el momento indicado no es raro que hayan ido a hacer preparativos, en fin, le ha faltado reflexión, pero también es verdad que la reacción del resto es bastante odiosa.
Pero, antes de llegar a ese momento, tenemos la parte en que va al río para llenar el cáliz, desafiando los rayos, y ahí tiene esa visión terrible de la mujer con la espada ¿es un ser de este mundo? no lo parece, pero entonces ¿será tal vez una consecuencia de no haber terminado el ritual como es debido?
Al regresar no comprendo por qué no le da más explicaciones a Ethlinn, ¿no se fía de ella? Parece buena y comprensiva... con su actitud de desconfianza no ha hecho sino agravar las cosas, delira y llama a Agnes... estoy deseando que pase esta noche terrible y regrese con ella, Gaya y los demás, ¿será en el siguiente capítulo? Espero que sí... me has dejado en ascuas...