4
Quiero
encontrarte
Artemisa tardó varios días en recuperarse de lo que le había ocurrido
la última noche de Samhain que había vivido. Una extraña gripe la había hecho
permanecer sumida en un sueño casi ininterrumpido, atacada por fiebres muy
altas y una tos profunda que parecía agrietarle las entrañas. Las sacerdotisas
que la cuidaban sabían que aquella enfermedad sólo era consecuencia de haber
salido en plena tormenta a llenar el cáliz de lluvia y de haberse caído a las
frías aguas del río que bañaba aquellos lares. Sin embargo, Ethlinn y Perséfone
eran conscientes de que existían otros motivos que le habían causado aquel
intenso malestar, motivos que en absoluto se relacionaban con la parte física
de la vida.
Durante su enfermedad, Artemisa había tenido pesadillas en las que la
perseguían seres extraños que deseaban arrebatarle el alma, en las que notaba
que una fuerza terrible se apoderaba de su energía vital y la lanzaba a un
abismo desesperante y nocturno en el que era incapaz de encontrar el aire que
necesitaba para vivir y en las que se hallaba de nuevo en medio del bosque,
amenazada por aquellos incandescentes rayos cuya luz dejaba al descubierto
imágenes horribles que la aterraban brutalmente.
En algunas ocasiones, se había despertado en mitad de la noche notando
que no estaba sola en su dormitorio. Percibía una respiración que no le
pertenecía a ninguna de las mujeres que la cuidaban ni tampoco a ninguna de las
personas que habían formado parte de su vida y que ya moraban en la tierra de
la muerte. Había permanecido quieta y atenta, intentando captar cualquier
susurro que pudiese desvelarle lo que estaba sucediéndole. Oía que, en su
pequeño altar, se movían los adornos que representaban los distintos elementos
y que le permitían comunicarse con la Diosa. Incluso, una noche tan silenciosa
como la muerte, captó que alguien se acercaba a ella y le deslizaba una mano
gélida por el rostro, el cuello y el pecho, como si quisiese arrebatarle el
calor que la fiebre le causaba.
Durante más de una semana, la debilidad que la había dominado se le
aferraba con fuerza a los músculos y al alma y parecía no querer abandonar la
protección que podía ofrecerle su ser; pero Artemisa luchó con ahínco y
desesperación contra aquella extenuación hasta que, al fin, se despertó una
mañana notando que ya era capaz de retomar su rutina. Estaba harta de
permanecer tumbada las veinticuatro horas del día, de beber tisanas que la
ayudaban a combatir los síntomas de esa gripe y sobre todo de sentirse tan
frágil, tanto que ni siquiera podía leer. Ansiaba recuperar sus quehaceres
diarios y volver a relacionarse nítidamente con la Diosa y con todas las
mujeres junto a las que vivía.
Su rutina empezaba a las seis de la mañana, mucho antes incluso de que
el amanecer desease expandir su tenue y creciente fulgor. Artemisa salía de su
alcoba vestida con unos cómodos pantalones, una sencilla camiseta y unas
ligeras deportivas dispuesta a correr durante más de una hora por la isla,
atravesando sus bosques, ascendiendo alguna de sus montañas, descendiéndola
después y llegando hasta la orilla del mar.
La primera mañana que se atrevió a volver a correr se sentía extraña,
como si acabase de regresar de un viaje que había durado más de un siglo.
Estaba levemente desorientada, pero también ansiaba sumergirse de nuevo en las
tareas que componían sus días.
Al contrario de lo que se esperaba, cuando empezó a correr notó que el
cuerpo se le llenaba de una extraña energía que, bien lo sabía, no procedía ni
de su mente ni de sus músculos, sino de la misma naturaleza; la que aquella
mañana estaba impregnada de un intenso olor a humedad y de un frescor que
acariciaba la piel hasta helarla; pero a Artemisa no le molestaba el frío; sino
que la revitalizaba y la inspiraba.
Comenzó a correr primero tranquilamente, después con más velocidad.
Aceleraba su paso a medida que se alejaba de su hogar y se internaba en aquel
bosque encharcado todavía por las intensas lluvias que habían caído aquel
octubre. Noviembre había llegado con calma, tiñendo las hojas perennes y las
desnudas ramas de oro, de vida y de luz, de mucha luz.
A Artemisa le gustaba salir a correr cuando ni tan sólo había
amanecido. Adoraba descubrir los colores del bosque al tiempo que el alba se
deslizaba entre las estrellas. Corría y corría con esfuerzo y mucho placer, absorbiendo
las positivas percepciones que captaban sus despiertos sentidos.
Artemisa respiraba profunda y serenamente mientras notaba cómo la
sensación de la velocidad se apoderaba de su alma y se la llenaba con placer.
Le gustaba tanto sentir en todo su ser la frescura de la mañana que se olvidaba
de cualquier emoción negativa que hubiese podido destruir su calma. Incluso
consiguió ignorar la debilidad que anhelaba detenerla y que pugnaba contra las
buenas sensaciones que experimentaba. Era consciente de que la mayor
responsable de que creyese que no era capaz de realizar cualquier esfuerzo
físico era su mente; la que en esos momentos estaba invadida por el recuerdo de
aquella terrible gripe que había sufrido y que le había debilitado los músculos
y atenuado su fortaleza. Por eso se esforzó lo indecible por desprenderse de
esas limitaciones falsas con las que su mente pretendía desanimarla y sólo se
centró en los olores que la rodeaban, en el naciente esplendor de la mañana, en
los sonidos que susurraban en el bosque y que la acompañaban en su bella
soledad.
Aquella mañana de noviembre, tan otoñal como invernal, le parecía que
el bosque a través del que corría formaba parte de otra realidad, muy distinta
a la que había sido el escenario de sus días. Tenía la sensación de que, entre
los árboles, se escondían seres pequeños que siseaban entre sí cuando la veían
pasar, que la miraban con curiosidad y a la vez amor, pues ya la conocían muy
bien, tanto como a los troncos de los árboles que eran su morada. Se imaginaba
que se reían de ella al detectar cómo se esforzaba por mantener el ritmo
acelerado de sus pasos, por no rendirse y para que su resistencia no se
desvaneciese ni un ápice.
Después llegaba a alguna de las montañas que formaban aquella isla y
la ascendía costosa, pero satisfactoriamente. No había nada más placentero que
controlar el cansancio mientras corría a través de los árboles, en dirección a
la lejana cumbre que se escondía tras la neblina del alba. Le costaba mucho
alcanzar la cima, pero, cuando lo hacía, la naturaleza la recompensaba con una
de las imágenes más hermosas que jamás pudo haber visto: la de la isla en su
plenitud, la del mar brillando bajo los primeros suspiros del amanecer. Se oía
cómo el viento fresco y húmedo de las últimas horas de la noche mecía con mucha
suavidad las ramas de los árboles y a Artemisa la hipnotizaba que aquella sutil
voz se mezclase con el musitar de las olas. Se sentía muy dichosa por poder
formar parte de ese instante.
Lo que más la entusiasmaba era el descenso de aquella mágica montaña;
aquella carrera que apenas duraba una media hora en la que el viento la impelía
con fuerza hacia adelante, la empujaba y la incitaba a correr cada vez más
velozmente, sorteando las piedras del camino, atravesando el bosque que poblaba
la falda de aquella poderosa tierra. Se sentía libre; libertad era la palabra
que le llenaba la mente. El aire era su aliento, el viento era su mundo, su
vida. Y corría como si la persiguiese la muerte, el fin.
Mas, sin duda, el mejor momento del día llegaba cuando, tras correr
alrededor de dos horas, Artemisa alcanzaba la vera de ese mar tranquilo que
susurraba incesantemente. Se sentaba en la arenosa orilla después de caminar
unos momentos sintiendo el suave murmullo de las olas, notando el frío aliento
de aquella agua salada de la que brotaba un delicioso aroma a océano, a vidas
acuáticas, a plantas inaccesibles.
Perdía la mirada por el lejano horizonte, sobre el que se adivinaban las
pequeñas sombras de otros lugares que, desde hacía más de dos años, habían
quedado muy lejos ya de su mundo. Le parecía que llevaba viviendo en aquella
isla desde el principio de sus días.
El sol todavía no se había atrevido a escalar el cielo para entregarle
a la mañana su dorada luz, sino que permanecía temblando sobre el horizonte,
tiñendo el mar de un tibio matiz plateado y rosado que contrastaba con aquellos
pedazos de firmamento que aún no se habían desprendido de las sombras de la
noche.
Cuando llegaba a la orilla, se sentaba allí. Inspiraba profundamente
para que toda la vida de aquel lugar se le introdujese en el alma. Entonces se
tumbaba entre los árboles, muy cerquita del agua, y cerraba los ojos.
La brisa del mar, salada y húmeda, le acariciaba la piel. Artemisa se
quitaba las sencillas deportivas que le permitían pisar con seguridad la tierra,
se desprendía de los pantalones y la camiseta que utilizaba para correr y se
quedaba en ropa interior. Le apetecía siempre que los primeros rayos de la
mañana, los más suaves y tiernos, bronceasen su cuidada piel.
El ininterrumpido murmullo del mar la arrullaba como si de una nana se
tratase. Entonces le parecía que aquel momento era tenue y que sólo lo
sostenían hilos de aire que se mecían al compás de aquella brisa inocente. Sin
embargo, era un momento poderoso y muy mágico. La Diosa estaba con ella, en
ella, sin necesidad de utilizar ningún instrumento ni utensilio que las
conectasen. La tenía en el agua del mar, la sentía en la tierra que la acogía,
la escuchaba en el aire que soplaba con primor e incluso podía detectarla
bullir bajo aquellas piedras y aquella arena.
Aquella terrible noche de Samhain parecía quedar muy lejos y formar
parte de otra vida. El suave calor de la joven mañana que se deslizaba por el
cielo la transportaba a un mundo en el que no había lugar para el temor ni las
malas energías. Sólo podía evocar recuerdos hermosos cuando el mar, el viento y
el olor a la naturaleza más virgen la rodeaban.
No pudo evitar acordarse de la tarde primaveral en la que había
llegado al templo. Tras un vuelo que había durado tres horas, había tenido que
tomar dos transportes más; un autobús muy viejo que la había llevado al puerto
del país al que había viajado y un barco pequeño que la dejó en la orilla de la
isla en la que se hallaba su próximo hogar. Había tenido que internarse en
aquel bosque profundo y denso que ya se conocía tan bien, pero que, en aquel
entonces, le resultó totalmente intransitable. Aunque estuviese habituada a
caminar por la naturaleza más espesa y salvaje, aquella vez tuvo mucho miedo a
no encontrar nunca su destino. Nadie la había recibido en la orilla de la isla,
pero sabía que aquello era parte de aquella nueva época que se abría para ella
en un horizonte totalmente desconocido.
Al fin halló una senda clara y arenosa. La siguió y entonces llegó a
unos huertos en los que había plantados varios vegetales. Ante ella se
levantaba imponente una construcción que, aunque fuese grande, no entorpecía el
soplar del viento ni tampoco destruía la belleza de aquel lugar. Se trataba de
una mansión rectangular cuyo tejado se inclinaba pareciéndose entonces a una
alta montaña. De aquel hogar se desprendía una calma que a Artemisa le acarició
el alma y la instó a confiar en que todo le saldría bien, en que nada podría ir
mal.
Se acercó a la puerta y llamó con timidez y a la vez decisión. A los
pocos instantes, oyó unos pasos sutiles y en breve alguien apareció ante ella
tras abrir lentamente la puerta. Se trataba de Adonia; una mujer joven con el
pelo castaño recogido en una cola de caballo adornada con algunas flores.
Estaba vestida de blanco. Portaba una falda larga y un jersey ligero y
vaporoso. Le preguntó, dedicándole una simpática sonrisa, si era Artemisa y,
cuando Artemisa contestó afirmativamente, entonces la invitó a pasar.
La primera impresión que tuvo de aquel lugar fue que se trataba de una
casa llena de armonía y soledad. Le pareció que las estancias, los pasadizos y
las salas que la formaban estaban vacíos y que por doquier se acumularía el
penetrante frío del invierno cuando el otoño se agotase de respirar en los
bosques. No obstante, aquellas sensaciones no la inquietaban. Se acordó de
repente de todo lo que había vivido en la cabaña del bosque y se alegró cuando
se planteó la posibilidad de que, de nuevo, volviese a habitar en un lugar en
el que tendría que esforzarse para conseguir un pedazo de templanza y calor.
Sin embargo, en el templo de Hécate vivía mucho mejor de lo que podía
haberse imaginado. Ethlinn había logrado traer el agua corriente a aquella isla
y usaban placas solares para conseguir esa energía con la que podían iluminar
la oscuridad de las noches, aunque realmente no utilizaban mucho la luz
artificial para alumbrarse. Además, también gozaban de un calentador que les permitía
darse duchas tibias. Ethlinn nunca les había explicado cómo había conseguido
convertir aquella gran casa en un lugar tan ameno y acogedor.
La chica que la había recibido la dejó sola en medio de aquel
vestíbulo de piedra en el que olía a rosas y a lumbre. Había una mesa alargada
en la que reposaban unos cuantos jarrones de cristal que contenían flores
verdaderas cuyos pétalos exhalaban un intenso olor a vida. Había también
candelabros de cuatro brazos, pero las velas que los ocupaban no estaban
encendidas.
Una puerta se abrió y entonces apareció una mujer alta, mayor, de
cabellos blancos, de ojos grises y de mirada afable que a Artemisa le recordó
muchísimo a Gaya. Aquel hecho la emocionó profundamente y tuvo que luchar
contra unas intensísimas ganas de llorar que se habían apoderado repentinamente
de ella.
La mujer estaba vestida de azul; algo que a Artemisa la sorprendió
gratamente, y portaba un peinado sencillo, un moño bajo también adornado con
algunas flores, pero Artemisa supo que, a diferencia de las que llevaba la
chica que la había invitado a pasar, éstas eran de papel. Tenía también mechones
ligeros lado a lado del rostro que les ofrecían a sus ojos un brillo especial y
dotaban de juventud sus marcadas facciones.
—
Bienvenida al templo de Hécate, Artemisa. Mi nombre
es Ethlinn. Soy quien ha estado en contacto contigo desde el principio —la
saludó dedicándole una sonrisa muy tierna mientras se acercaba a ella y le
alargaba la mano. Cuando Artemisa se la tomó, Ethlinn se la presionó con una
fuerza muy cariñosa y alentadora. Artemisa se sintió acogida enseguida y
aquellos nervios que la habían atacado sin piedad empezaron a convertirse en
una incipiente felicidad que se acreció conforme transcurrían los segundos y
oía hablar a Ethlinn—. Estamos encantadas de que hayas venido. Hacía mucho
tiempo que necesitábamos una sacerdotisa que pudiese instruir a nuestras
alumnas. Lo cierto es que, aunque parezca extraño, últimamente hemos tenido
muchísima demanda. El templo ha ido creciendo poco a poco y ahora hay más de
diez aprendizas de sacerdotisa, pero también hay quien quiere vivir lejos de
aquí, fuera del templo, para dedicar su vida a labores más humanitarias y... Ya
irás conociéndonos a todas. De momento, permíteme que te enseñe un poco el
templo y te muestre la alcoba que a partir de ahora será tuya. Tienes un mes
para adaptarte a esta nueva vida y para desarrollar tus métodos de enseñanza.
Ethlinn hablaba con mucha seguridad y a la vez ternura. Su voz era
entrañable y acogedora, como lo es una estancia en la que arde una lumbre
aromática y cálida.
Cuando Artemisa se adentró en la que sería su habitación privada a
partir de entonces y Ethlinn la dejó sola para que se acomodase, entonces, como
si introducirse allí fuese en realidad un regreso a su pasado, empezó a
acordarse de todo lo que había dejado atrás al internarse en aquella nueva
vida. Le parecía que el momento en que se había despedido de Agnes quedaba muy
lejos de ella e incluso creyó que ni siquiera le pertenecía. La imagen de aquel
aeropuerto tan concurrido, con sus luces deslumbrantes, con aquella temperatura
tan fría y con todos esos ruidos inquietantes y voces que gritaban en vez de
hablar era como el recuerdo de un lugar delirante en el que había vivido una destructiva
enfermedad.
Era otra vida. Aquellos momentos no podían pertenecer a su memoria, no
era posible que ella los hubiese vivido. Gaya, Gilbert y Agnes aparecían en
aquellos instantes como si fuesen personas desconocidas; pero Agnes relucía
como una estrella en una noche tormentosa. Pensar en ella le dolía, le dolía
tanto que no podía soportarlo. Recordar sus negros y expresivos ojos, sus
fugaces sonrisas, su pálida piel, su esbelto y delgado cuerpo, sus cabellos
nocturnos, lisos y largos (los que seguramente ya le habrían crecido bastante)
y su tersa voz le producía una sensación casi asfixiante que la obligaba a
pensar inmediatamente en algo que no se relacionase en absoluto con aquella
mujer que tan importante era para ella.
Recordó aquella primera vez que cenó con aquellas mujeres
desconocidas. Las aprendizas de sacerdotisa y las sacerdotisas comían en la
misma mesa, compartiendo el alimento, el agua y las conversaciones. Lo que más
la sorprendió fue descubrir que en realidad nadie tenía un plato individual,
sino que la mesa estaba llena de distintos recipientes con diversos manjares.
No había ni carne, ni pescado ni queso; sólo verduras, hortalizas, pan... Ethlinn
le explicó que quien desease introducir productos que procediesen de los
animales estaba en todo su derecho de hacerlo; pero de momento ninguna de ellas
lo había necesitado y Artemisa le confesó que ella nunca había consumido ni
carne, ni pescado ni huevos, aunque sí adoraba el queso, pese a que
prácticamente nunca lo comía.
Tumbada en aquella serena orilla, le parecía que todos esos momentos
procedían de otra vida, de otro mundo e incluso de otro universo; pero también
era consciente de que ella era la única propietaria de aquellas vivencias, de
aquellos recuerdos y de aquellos instantes que tanto la habían condicionado y
construido como persona.
Al regresar unos instantes a esa primera tarde que había vivido en el
templo, el recuerdo de Agnes se le aferró a la mente y no pudo desprenderse de
él en ningún momento. La recordaba como si nunca hubiese existido, como si en
realidad Agnes fuese producto de su imaginación. Le parecía que, evocando su
voz, su imagen imponente y hermosa, estaba ideando una persona irreal; un ser
mágico proveniente de otra realidad. Se preguntó cómo se encontraría, qué sería
de su vida, qué sentimientos le invadirían el alma. Aunque la inquietase no
saber nada de ella desde el día en que se separaron, también debía reconocer
que recordarla le dolía tanto que no podía evitar que los ojos se le llenasen
de lágrimas.
Además, hacía apenas una semana, aquella noche de Samhain tan extraña
y delirante, la Diosa le había advertido de que una de las personas más
importantes de su vida estaba enferma y que tendría que regresar al que había
sido su hogar antes de que fuese demasiado tarde. Aquella certeza la sobrecogía
tanto que era incapaz de aceptarla como parte de su realidad. Había intentado
adivinar perdiéndose en las cartas del tarot o invocando a la Diosa a quién se
había referido Hécate aquella noche, pero no había podido hallar ninguna
respuesta que la satisficiese. Solamente encontraba muerte en las cartas y la
Diosa lo único que le transmitía era inquietud e impaciencia. No podía saber si
quien se hallaba cerca de la muerte era Gaya, Gilbert o... No, plantearse la
posibilidad de que fuese Agnes quien estaba a punto de apagarse era como
clavarse una espada interminable en el alma.
Se levantó de la arena, se vistió rápidamente y corrió hacia el
templo. Subió velozmente las escaleras que la separaban de su dormitorio y
preparó todo lo que necesitaba para ducharse. Intentó que el agua tibia y el aroma
del jabón la relajasen, pero estaba tan desasosegada que no pudo desprenderse ni
un ápice de la sensación de asfixia que la invadía; la que había aparecido de
pronto al recordar todos aquellos momentos. Regresar a Lindanivia, donde
seguramente todavía vivía su hermana, le costaría muchísimo. Tenía que comprar
un billete de ida de avión y otro de autobús, y no poseía suficiente dinero
para adquirir también los de vuelta. Tampoco quería pedírselo a ninguna de las
sacerdotisas. Vivían con lo necesario y tenían que realizar un gran esfuerzo
para vender los productos que conseguían cultivar, recolectar y también
confeccionar. No, volver era muy complicado e incluso imposible. Debería ahorrar
durante varios meses para conseguir el dinero sólo para poder adquirir el
billete de ida.
Escribir una carta tampoco parecía una solución eficaz, pues no había
recibido respuesta a ninguna de las que había enviado a la casa en la que había
vivido con Neftis y Agnes o al hogar al que seguramente todos se habrían trasladado
en primavera.
Lo único que le quedaba era realizar alguna llamada telefónica, pero,
para eso, tendría que acudir a Britnadel; la ciudad más cercana a la isla; a la
que se llegaba tomando una de las barcas que salían por la mañana y regresaban
por la tarde. Se percató de que era la solución más idónea y además estaba a
tiempo de montarse en la que partiría de la orilla a las nueve.
—
No me da tiempo a desayunar —le comunicó a Perséfone
al pasar junto al salón y descubrir que las sacerdotisas se hallaban sentadas a
la mesa—. Comeré algo en Britnadel.
—
Deberías llevarte algo para comer durante la
travesía —la aconsejó Ethlinn—. Todavía tienes que recuperarte un poco y,
además, hoy has corrido, así que...
—
No te preocupes, Ethlinn. Me encuentro bien. Además,
estoy muy nerviosa y viajar en barca me marea, así que lo mejor será que no
coma nada hasta que vuelva.
—
Como prefieras.
Artemisa llegó a Britnadel cuando el sol se había situado en su cénit.
Britnadel estaba emplazada en un país muy grande y hermoso. Aquella ciudad
quedaba a más de cien kilómetros de Heideneng, donde se encontraba el
aeropuerto en el que había aterrizado hacía casi tres años. Britnadel se
diferenciaba de Heideneng en que era más pequeña y tranquila, a pesar de que
tenía un puerto que la comunicaba con varias islas. Para llegar a Heideneng,
tenía que tomar un autobús y el trayecto duraba casi dos horas. Se trataba de
una ciudad inmensa repleta de edificios, carreteras pedregosas y calles
antiguas que, sin embargo, conservaban todo el esplendor de su historia. A Artemisa
le gustaba más Britnadel, pues era un lugar mucho más tranquilo y estaba menos
contaminado. No obstante, prefería permanecer en la pequeña isla en la que se hallaba
su amado templo. Cada vez que salía de allí, le parecía que el mundo que ella
había conocido se alejaba cada vez más de su existencia.
Buscó un lugar en el que pudiese pagar a cambio de realizar una
llamada telefónica. Encontró un locutorio en el que cada minuto solamente
costaba dos céntimos de la moneda a la que había tenido que habituarse al
llegar allí.
Era la primera vez que se atrevía a llamar al hogar en el que Gaya
había habitado antes de mudarse a aquél en el que todos deberían haber empezado
una nueva vida; a cuya dirección había enviado más de cincuenta cartas, ninguna
de las cuales había obtenido respuesta.
Mónica fue quien contestó al teléfono. Artemisa sintió un inmenso
alivio al oír la voz de aquella mujer que tan bien había cuidado a Gaya. Ordenó
rápidamente sus pensamientos para poder comunicarse con ella de una forma clara
y concisa, pues no gozaba de muchas monedas que emplear a cambio de minutos de
conversación.
—
Buenos días, Mónica. Soy Artemisa.
—
Aquí son las dos de la tarde —se rió Mónica
intentando parecer despreocupada, pero Artemisa intuyó que tras aquella máscara
de serenidad se ocultaba una inmensa tristeza—. Cuánto tiempo sin saber de ti.
¿Cómo estás?
—
Bien. Verás, de quien menos quiero hablar es de mí.
Hace mucho tiempo que intento comunicarme con Gaya, Agnes y Gilbert, pero no me
han contestado a ninguna de las cartas que les he enviado al que creo que es su
hogar actual.
—
No te han respondido porque no están allí. Gaya
todavía vive conmigo y Gilbert habita donde siempre, supongo. Agnes no ha
abandonado Lindanivia, pero cambió de casa, claro.
Aquella confesión la paralizó, pero se esforzó por seguir hablando con
claridad y serenidad:
—
¿Y cómo se encuentran todos?
—
Artemisa, yo no soy nadie para ordenarte nada, pero
creo que deberías regresar.
La voz de Mónica había sonado trémula, propensa a ser quebrada por un
llanto repentino. El tono con el que había pronunciado aquellas palabras le
había perforado el corazón cual puñal afilado e interminable y, como si fuesen
unas cartas reveladoras, le confesó que la vida que ella había creído estable y
perteneciente a un sueño se había desmoronado irrevocablemente y que, si no se
apresuraba por volver a la que fue su morada, perdería para siempre la
oportunidad de evocar nítidamente los recuerdos que construyeron su pasado.
—
¿Qué ocurre? —le preguntó con miedo, con una voz
queda y triste.
—
Se trata de Gaya. Está muy enferma y puede que, si
tardas más tiempo en regresar, pierdas la oportunidad de despedirte de ella.
—
¿Cómo? —exclamó Artemisa arrancando a llorar en
silencio. Aunque la Diosa le hubiese revelado que una de las personas más importantes
de su vida estaba a punto de desaparecer, aquellas palabras le habían destrozado
el corazón—. ¿Qué le sucede a Gaya? Por favor, dímelo.
—
Tienes que venir, Artemisa. No creo que sea justo
que te confiese ahora lo que ocurre.
—
Mónica, yo no tengo dinero para pagarme un billete
de avión ahora. No puedo viajar.
—
Tienes que hacer todo lo posible por venir,
Artemisa, o entonces no podrás despedirte de Gaya... o de lo que queda de ella
—musitó con mucha lástima.
—
No puede ser —lloró Artemisa con impotencia.
—
Yo te pagaré el billete de avión si me aseguras que
quieres volver.
—
No puedo permitir que me pagues nada.
—
Artemisa, ahora el dinero no es importante. Lo es
mucho más cuánto quieres a Gaya y que puedas decirle adiós. —Mónica lloraba con
mucha frustración, pero, aún así, continuó hablando—: Ambas os merecéis veros
una última vez, Artemisa. El amor que sientes por tu madre es mucho más fuerte
y relevante que cualquier objeto material.
Aquellas palabras la desmoronaron definitivamente. Artemisa luchó
contra el potente llanto que se había apoderado de ella, pero no logró atenuar
la fuerza de sus suspiros ni la velocidad de sus lágrimas.
—
Proporcióname la forma de enviarte dinero para que
puedas pagar el billete de avión.
Artemisa tuvo que esforzarse por recordar el número de la cuenta
corriente que todas compartían para los asuntos relacionados con el templo y su
precaria economía. Cuando Mónica le hubo prometido que le realizaría cuanto
antes la transferencia necesaria, ambas mujeres se despidieron con impotencia y
tristeza.
Artemisa no se levantó de la silla que ocupaba cuando dejó el teléfono
en su lugar, sino que permaneció allí sentada, intentando controlar la fuerza
del llanto que la invadía. En esos momentos comprendía por qué Gaya había
asegurado con tanta rotundidad que no volverían a verse nunca más si se
marchaba, por qué ni siquiera Agnes había estado convencida de que sería posible
hallarse todos juntos de nuevo, por qué la Diosa le había insistido con tanto
ahínco en que abandonase el templo de Hécate para retornar a la vera de sus
seres más queridos.
No podía evitar arrepentirse de haberse marchado, de haberlos
abandonado a todos. Se preguntó cuánto tiempo hacía que Gaya se había enfermado
y no poder responderse a esa pregunta la sumía en una tristeza insufrible.
Sabía que el tiempo que había tardado en comunicarse con ellos había sido
completamente perjudicial para las dos y la había alejado irrevocablemente de
la posibilidad de compartir con quien había sido su madre unos últimos
instantes antes de que ella desapareciese.
—
No, no, Gaya no, no, no, no. Diosa, ella no, no,
no... madre Diosa...
Su llanto era terriblemente inconsolable, era profundo y denso como
una niebla invernal; pero se esforzó por dejar de llorar. Debía comprobar si
Mónica había conseguido hacerle la transferencia, también tenía que comer algo
y comprar algunas cosas para el viaje; aunque apenas tenía dinero para
permitirse adquirir unas mudas nuevas. La ropa que llevaba desde que había entrado
en el templo era la misma que se había traído de Lindanivia y no se había
comprado nada desde entonces. Sin embargo, de repente pensó en que aquellos
detalles carecían por completo de importancia. Así pues, optó por no malgastar
tiempo ni ese dinero que podía darles de comer a las demás en algo tan
superfluo.
Pasó el día en Britnadel. Comió ligeramente en una cafetería y después
se dirigió hacia una sucursal bancaria para comprobar si le había llegado ya el
dinero que Mónica le había prestado con tanta amabilidad. Cuando descubrió que
la transferencia se había realizado satisfactoriamente, entonces regresó al
locutorio. Desde uno de los ordenadores, con dificultad (pues no solía utilizar
mucho la informática y las pocas veces que lo hacía apenas permanecía diez
minutos delante de la pantalla), compró el billete de avión que la llevaría a
Lindanivia.
Partiría dentro de dos días. Las sacerdotisas y las alumnas que vivían
con ella en el templo no se opusieron en absoluto a que viajase; al contrario,
la animaron a que regresase cuanto antes a la ciudad en la que podría
reencontrarse con sus seres queridos.
Las horas que la separaban del momento de partir de allí estuvieron
impregnadas de tristeza y a la vez de esperanza, aunque todas eran conscientes
de que Artemisa no se marcharía del templo por razones hermosas, sino por
motivos que le destruían el alma a una de las sacerdotisas más buenas y más
creyentes de aquel lugar y posiblemente del mundo entero.
Intentaban animarla tocando y cantando con ella esas canciones que más
le gustaban, pero la mirada de Artemisa aparecía siempre anegada en una
infinita tristeza que no se desvanecía nunca, ni siquiera cuando el amanecer
perlaba las hojas de los árboles y teñía de plata las aguas del río que les facilitaba
la vida.
Además, a Artemisa le costaba mucho conciliar el sueño. No dejaba de
preguntarse cómo serían los momentos que viviría dentro de poco, qué matiz
tendrían las palabras que intercambiaría con aquellas personas que eran su
familia y cómo podría comportarse con serenidad sabiendo que la vida de Gaya
estaba desvaneciéndose. También le resultaba complicado soportar la intensidad
de los nervios que se le habían aferrado al alma; aquéllos que nacían de ser
consciente de que cada vez se hallaba más próximo el instante en que se
reencontraría con Agnes. No podía negarse a sí misma que la asustaba volver a
verla. Pensar que dentro de muy poquito tendría la posibilidad de hundirse en
sus bellos y expresivos ojos nocturnos le aceleraba los latidos del corazón y
le impedía respirar con serenidad. Ansiaba abrazar a Agnes con una fuerza
devastadora y aquel deseo le inspiraba un miedo atroz que ensombrecía su mirada
y tornaba trémula su voz.
Mas intentó ofrecerles a las sacerdotisas y a las alumnas que tanto la
querían unos momentos bellos como despedida. La enfermedad de Gaya le había desvelado
que era imposible creer en la estabilidad del futuro. Por eso se esforzó por
demostrarles cuánto las amaba y cuánto las recordaría siempre, aunque se
hallase muy lejos de todas ellas. Además, les prometió que regresaría en cuanto
pudiese. Aquella promesa les facilitó a todas decirle adiós a Artemisa con el
corazón anegado en esperanza.
Perséfone fue quien más lamentó la marcha de Artemisa. Le resultaba
complicado imaginarse la vida sin ella. Se había habituado muchísimo a la
presencia de Artemisa; la cual le inspiraba confianza en sí misma. Perséfone
nunca se había sentido sola desde que había llegado al templo, pues Artemisa
siempre se había hallado a su lado para aconsejarle y guiarla cuando se
percibía perdida.
—
Voy a echarte mucho de menos —le confesó antes de
que Artemisa saliese del templo para dirigirse hacia la orilla de la isla,
desde donde tomaría el barco que la llevaría a Britnadel—. Por favor, cuídate
mucho, Artemisa, y regresa en cuanto puedas.
—
No creo que tarde mucho en volver —le aseguró con
una voz anegada en nervios y cariño—. Cuídate mucho tú también y protege a las
demás. Todas nos necesitamos siempre mucho.
—
Sé fuerte, Artemisa. Vivirás momentos muy tristes,
pero nunca olvides que aquí te esperamos todas dispuestas a ayudarte en todo lo
que necesites.
—
Muchísimas gracias, cielo.
Tras abrazar con mucho amor y fuerza a Perséfone, Artemisa inició
aquel viaje que la llevaría a un futuro que, sin embargo, no discurría; un
futuro que se mezclaba con un pasado anegado en momentos hermosos y
resplandecientes. Mientras viajaba hacia Lindanivia, Artemisa trató de dominar
los intensos nervios que experimentaba, pero la falta de confianza en que
llegase a tiempo para decirle adiós a Gaya y saber que regresaba allí porque
estaba a punto de vivir el desvanecimiento de una de las personas más importantes
de su vida la sumían en un desconsuelo que apenas le permitía prestarle
atención a lo que la rodeaba.
Al fin regresaba. Aunque el motivo que la había instado a abandonar su
amado templo fuese muy triste, Artemisa no podía negar que en su melancólico
corazón se había acomodado un tierno alivio que le permitía sonreír ligeramente
en medio de tanto desasosiego. Artemisa se aferró desesperadamente a aquella
creciente paz para poder soportar con fortaleza todas las horas de viaje que la
esperaban al otro lado de aquellas aguas azuladas que rodeaban su protector y
acogedor hogar.
La vida de Artemisa en esa isla es la vida de las grandes pequeñas cosas. Es esa vida en la que el viento, un aroma, el frío, calor, lluvia...esas cosas que vivimos sin prestarles atención, son grandes, importantes y vitales allí. El recorrido que hace Artemisa por la isla hasta llegar a la playa, en la que se despoja de su ropa para sentir la caricia de la brisa en toda su piel es una maravilla. Nos haces vivir lo que significa para ella esa vida, lo que puede significar para todos. Una vida de sensaciones vitales pero al nivel máximo, haciéndote vivir la vida con todos los sentidos, sintiendo la vida correr por tus venas. Eso es vivir, lo demás son tonterías.
ResponderEliminarMe sigue dando mucho miedo esa presencia extraña, esa respiración desconocida. Desde luego que es todo un misterio. Qué intriga.
Ha sido un momento muy trágico cuando Artemisa habla con Mónica...es algo que sabía pero se negaba a reconocer. Lo malo es que desconocía que fuese Gaya la enferma. Todavía no sabe la enfermedad que padece, pero cuando lo sepa, yo creo que el dolor que sentirá será inmenso, se duplicará. No sé si regresará a la isla, yo lo haría y me llevaría a mis seres queridos.
Por cierto, la descripción de las ciudades y los alrededores, muy real. Has conseguido que me lo imagine todo perfectamente. Y esas regresiones al pasado para conocer el momento en el que Artemisa llega a la isla por primera vez es fabuloso. De esa forma nos haces profundizar más en esa vida y consigues que la adoremos. A ver que ocurre en el próximo capítulo. Iré preparando pañuelos, me parece que será muy triste.
¡Como siempre, una maravilla!
Ay se me olvidaba comentar sobre Mónica. Ha sido muy generosa pagando el billete de Artemisa. Verla tan afectada me acerca más a ella y ahora le tengo mucha más simpatía, antes me caía un poco mal. Sabe lo que significa Artemisa para Gaya y viceversa, así que su visita le hará mucho bien. Quizás con su presencia le haga regresar, aunque sea un segundo, de esas tinieblas que la envuelven. Nada, era solo eso!
ResponderEliminarNuevamente un capítulo que podrían ser dos, creo que esa división en dos asuntos principales va a favor de la potencia narrativa. Primero nos cuentas, a través de la evocación de Artemisa, cómo fueron sus primeros momentos en la isla, lo haces de un modo que parece que todo es perfectamente posible, además el que salga a correr por la isla y disfrute de su naturaleza le da el encanto de que incorpora un comportamiento que podríamos decir "moderno", es decir, cotidiano, a un modo de vida que por lo demás choca por ancestral y fuera de nuestro día a día; Artemisa así vive de un modo que me puedo imaginar perfectamente, y además se intuye que la convivencia con todas las demás personas de su pequeña comunidad ha sido sencilla y satisfactoria, al menos en lo más importante, durante todo este tiempo. Incluso el recuerdo de Agnes, y su separación, parece que se mitiga con la sublimación de suponer que casi es alguien idealizado y no real... pero en la segunda parte del capítulo todo esto se viene abajo.
ResponderEliminarAhora Artemisa sabe que Gaya, su amiga, casi su madre espiritual, está tan enferma que no le confiesan por teléfono lo que le pasa y en cambio la instan a regresar prácticamente para despedirse de ella. El que las demás no solo no intenten hacerle cambiar de opinión, sino que la animen a ir también ayuda a pensar que se trata de buena gente que realmente busca la felicidad de cada miembro, y no de una de esas odiosas sectas donde el objetivo es atraparte y evitar que regreses a tu vida anterior.
Pobre Artemisa, después de Samhain tan movidito que tuvo ahora sus temores se concretan en el dolor de saber que sus amigos no arrancaron a vivir una nueva vida juntos, y lo que es peor, que Gaya está muy mal. Ni dinero tiene, menos mal que Mónica se lo pone todo lo fácil que puede, pero aún así, va a resultarle durísimo pasar de su entorno actual de paz interior a confrontar con la locura del mundo cotidiano, y encima para algo tan triste... me imagino que incluso las cosas más tontas y habituales le van a resultar chocantes, el dinero, las prisas, tener cuidado con la gente... todo eso lo había dejado atrás.
Me pregunto cómo será el reencuentro con todos, especialmente con Agnes y Gaya, supongo que lo sabremos en el próximo capítulo, que espero leer muy pronto.