LOS TEMPLOS DEL ALMA
TERCERA PARTE
CALDEROS DE MAGIA Y LUZ
El
olvido es la negación total […]. Cuando mueren los recuerdos empieza un espacio
parecido a la Nada. No sólo dejamos de existir para nosotros mismos, sino
también para los demás. Por esto el olvido puede convertirse en el gran señor
de la venganza; porque mata lo que ni siquiera la muerte consiguió matar.
El arpista ciego, Terenci Moix
Prólogo
Habla Artemisa...
La Rueda de la vida
es imparable. Es la manifestación más clara de la existencia del Tiempo como
ente que vive y vive sin muerte. Gira y gira la Rueda de la vida en una espiral
interminable que se enmaraña en un principio sin fin, en un fin sin principio,
girando en una inagotable energía que se renueva tras desvanecerse, en una
fuerza que renace de sus propias cenizas y que mora en una senda que se enreda
en sí misma hasta volverse intransitable.
El Tiempo se lleva
los días y las noches para sumergirlos en el pasado irrecuperable que fue la
senda de nuestras vivencias; aquéllas que nos arrastraron hacia el presente y
que nos acompañarán siempre en nuestros recuerdos. La vida es una confluencia
de los caminos que dejamos atrás, los que debemos emprender para regresar a
nosotros mismos, y de las puertas que la curiosidad y las ansias de seguir
viviendo nos incitan a abrir para adentrarnos en nuestro futuro.
Cada amanecer
brillante, cada anochecer brumoso y cada hora del día, con su luz y sus
sombras, son una bendición mágica que debemos agradecer y apreciar con toda
nuestra alma mientras tengamos recuerdos; aunque la melancolía nos invada, pues
la melancolía también es una bendición. Se trata de una emoción que nos incita
a volver la vista atrás para devenir entrañables esos instantes que en su
entonces nos parecieron desalentadores e invivibles. Nos trasladamos atrás en
el tiempo de nuestra memoria y nos percatamos de que, a pesar de que la lástima
y el desaliento nos rodeasen, podíamos encontrar en cada momento un rayo de
esperanza y felicidad que luchaba contra el abatimiento.
Nos quedamos,
siempre, en el presente, regresando de esos recuerdos que nos empequeñecen,
porque nos sentimos incapaces de soportar la punzada de nostalgia que nos
atraviesa el corazón; la que puede sobrevenirnos dondequiera que nos encontremos,
cualquiera que sea el instante del día o de la noche que vivamos. La experimentamos
como si fuese un dolor físico; un dolor en el pecho, un pinchazo profundo que
nos obliga a cerrar los ojos, a quedarnos en silencio tanto física como
mentalmente, notando la fuerza de esa sensación que nos atraviesa el alma.
Entonces nos inundan las ganas de llorar. Fluye por nuestro interior una
corriente de tristeza que nos impulsa a desear hallarnos solos en el mundo, que
de repente nos hace creernos que no hay nadie a nuestro alrededor ni en nuestro
presente que pueda consolar esa honda lástima que ha nacido de esa añoranza tan
potente.
Y entonces soñamos,
viajamos a una dimensión en la que es posible mezclar el presente con el pasado
que extrañamos, que nos permite atisbar las sombras incipientes de nuestro
futuro más allá de los momentos que lo compondrán. Somos tan pequeños en la
inmensidad del tiempo como una lágrima en una impetuosa tormenta. Somos como
esos granitos de arena que forman una gran roca, una piedra invencible. Notamos
cómo nuestro cuerpo es parte innegable del todo, del universo, de la tierra. Y
somos agua en las lágrimas que lloramos, somos aire en los suspiros que le
entregamos al viento, somos tierra en la cáscara que envuelve nuestra alma, somos
fuego en las pasiones que nos dominan, y somos todo y nada, nada y todo, una
nada en un todo.
Capítulo 1
Samhain lluvioso
Caía la lluvia en
una inquebrantable cortina blanquecina. La lluvia creaba un velo que la
separaba del exterior, que le permitía sentirse protegida observando desde la
ventana de su pequeño dormitorio cómo el cielo explotaba en un llanto
inconsolable. Hacía más de media hora que llovía con tanta fuerza y parecía que
la potencia de aquel aguacero no tenía previsto disminuir en toda la noche.
Artemisa cerró los
ojos y se concentró en la vigorosa voz de aquella tormenta: el agua chocándose
contra la tierra, el continuo susurrar de la lluvia que manaba del cielo como
si fuese una poderosa cascada y el mecer de las ramas por el agresivo viento
que agitaba las gruesas gotas en las que se reflejaban las sombras de aquella
melancólica noche.
Samhain se acercaba,
una vez más. Sería el tercer Samhain que viviría en aquel templo tan sagrado,
tan alejado de cualquier sentimiento mundano y de cualquier ápice de
superficialidad. Le parecía que había transcurrido un tiempo imposible de
contar desde que se había marchado de la última ciudad que había sido su hogar
durante más de dos años. La lluvia parecía que la alejase más del instante en
el que se despidió de sus seres más queridos.
Artemisa recordaba
la mañana de su partida con una mezcla de dolor, nostalgia y orgullo. Muchas
lunas se habían deslizado por su cielo desde aquel momento en el que se marchó
del lado de todos ellos sin mirar atrás. El incansable movimiento de la Luna le
había ofrecido la posibilidad de medir, aproximadamente, el tiempo que llevaba
fuera de Lindanivia. Además, cada ritual sagrado y cada festividad importante
la instaban a contar los días que llevaba lejos de Agnes, de Gaya, de Gilbert y
de su hermana Casandra.
Al principio, le
había costado mucho concentrarse en la celebración de los Sabbats con aquellas
personas desconocidas para ella. Le extrañaba compartir su poderosa fe con
mujeres que nunca habían formado parte de su vida y a veces le resultaba muy
complicado exteriorizar todo lo que sentía; pero, poco a poco, mes tras mes,
festividad tras festividad, fue enlazándose a las sacerdotisas y las aprendizas
que vivían con ella en aquel templo sagrado. Sin poder evitarlo, comenzó a
quererlas cada vez más, como si fuesen una familia adoptiva para ella. Había
quienes se comportaban con ella como si de una madre se tratase, encontraba
también hermanas entre esas mujeres tan sabias e, incluso, alguna de ellas, aún
demasiado joven para entender las dificultades tristes de la vida, se había
tornado para ella en la hija que jamás tendría.
Nunca había conocido
el amor que podía profesársele a una hija, pero en aquel templo descubrió que
se trataba de un cariño muy potente que podía vencer cualquier fuerza, que
podía traspasar cualquier otro amor hasta convertirse en un sentimiento
impetuoso y dominante que arrasaba con todas las dificultades. Era un
sentimiento puro y sincero.
Tuvo muchísimas
alumnas a lo largo de aquel tiempo, pero con pocas pudo conectar tanto como lo
hizo con Perséfone; una chica joven, viva, con mucha luz en la mirada, con los
cabellos rojizos y lisos, con la cara llena de pequitas que le ofrecían una
apariencia infantil e inocente que a Artemisa le hacía sentir acogida siempre y
le inspiraba mucha ternura.
Perséfone había
llegado al templo cuando tenía sólo dieciocho años. Inspirada por continuas
visiones que nadie más sabía comprender y por creencias que nadie entendía,
había huido de su casa, asegurándoles a sus padres que se internaría en una
escuela de danza que se hallaba muy lejos de la ciudad donde había nacido.
Había quebrado casi por completo las relaciones con las personas que habían
formado parte de su pasado y había luchado con toda la fuerza de su alma por
ganarse el cariño de todas las sacerdotisas que vivían en aquel templo y que la
acogieron como si llevasen esperando su llegada desde hacía muchísimo tiempo.
Artemisa no era la
única sacerdotisa que ofrecía una formación tan exhaustiva sobre la Wicca,
sobre las propiedades de las plantas, de los árboles y de los minerales, sobre
los rituales a través de los que se podía conectar con la Diosa, de los
distintos panteones mitológicos de diferentes culturas y de los poderes
ancestrales que cada uno de nosotros tiene en su interior y que debemos saber
desarrollar. Muchas sacerdotisas más también eran sabias maestras que enseñaban
con paciencia y muchísima dedicación. No obstante, en cuanto Perséfone llamó a
la puerta del templo y se adentró en aquel hogar tan acogedor en el que, sin
embargo, podía albergarse el claro y frío aliento del invierno, todas supieron
que Artemisa debía ser quien la instruyese.
—
Bienvenida a nuestro templo —la saludó Ethlinn, la suprema sacerdotisa
del templo; una de las mujeres más ancianas que allí vivían.
—
Mi nombre es Perséfone y estoy encantada de hallarme aquí. Me ha
costado un poco encontrar el templo, pero el esfuerzo ha merecido muchísimo la
pena.
—
Cualquier camino es difícil si es verdadero —aportó Aminis; una
sacerdotisa con los cabellos tan rubios como el oro—. Éste es tu verdadero
hogar.
—
Siento mucha magia entre vosotras.
—
La hay. Sin embargo, falta una de las sacerdotisas más importantes del
templo. Creo que será quien te instruirá. Me parece que todas lo hemos
adivinado, ¿verdad? —les preguntó Ethlinn a todas con una sonrisa muy tibia.
—
Sí —respondieron varias a la vez.
—
Por favor, Laksmi, ve a buscar a Artemisa.
Cuando Perséfone oyó
aquel nombre, se sobrecogió y un escalofrío de inquietud y a la vez de
solemnidad le recorrió todo el cuerpo. Llevaba mucho tiempo estudiando por su cuenta
los distintos panteones: el celta, el griego, el egipcio, el árabe, el
nórdico... y con la Diosa que más conectada se había sentido había sido
Artemisa. Se había identificado con aquella cazadora solitaria que se bastaba
con su propia fuerza y sabiduría para vivir plenamente, que se había mantenido
eternamente casta y virgen, que se había rodeado de ninfas y de hijas del mar
para formar una bella familia. Aquella diosa tan antigua la había ayudado a
comprender que sus deseos de no querer depender de nadie para vivir en paz no
eran tan ilógicos como habían querido demostrarle. Perséfone nunca se había
imaginado compartiendo su vida tan íntimamente con nadie. No había querido
saber nada del amor a una pareja o a una persona especial, pues le parecía que
ese amor era impuro, traspasaba innecesariamente la frontera de la privacidad,
destruía el mundo de cada uno, se apoderaba de todos los sentimientos y
pensamientos que llenaban el alma y la mente de las personas...
Siempre le habían
interesado mucho las diosas que se habían alejado de aquella convención social
basada en que no podemos vivir sin nadie a nuestro lado que nos tome de la mano
y nos la presione con pasión, sin nadie que nos ame en cuerpo y alma y sin
nadie que sea nuestra mitad en la vida y la muerte. Perséfone jamás había
necesitado llenar su corazón de ese sentimiento que parecía tan puro y que, sin
embargo, podía ser tan destructivo, pues anula a las personas y las convierte
en reflejos de lo que los otros desean hallar en nosotros.
Perséfone se había
percatado, cuando tan sólo tenía doce años, de que no se identificaba con
ninguna de las personas que componían su presente. Nunca le había gustado
relacionarse con los demás niños de la escuela, cuando llegó al instituto se
sentía tan diferente a los demás que prefería estar sola la mayor parte del
tiempo y tampoco había encontrado su lugar al cursar el bachillerato artístico.
La pintura, la música, la danza y el teatro habían sido el único mundo que
realmente la había acogido. Cuando actuaba en un escenario, le parecía que
podía ser quienquiera que desease ser sin que nadie le pidiese explicaciones
sobre el por qué de sus acciones, de sus miradas y de sus palabras. Se olvidaba
de sí misma cuando se disfrazaba de esos personajes que debía representar,
cuando exclamaba las palabras que se había aprendido de memoria; las cuales
pronunciaba con entonaciones que en absoluto se asemejaban a su habitual forma
de hablar.
—
Ven conmigo, Perséfone —le pidió Ethlinn con mucha amabilidad.
Entonces la condujo a través de un estrecho pasillo hasta detenerse enfrente de
una puerta de madera que tenía grabados celtas. La abrió con majestuosidad y,
cuando le indicó que se adentrase allí, le dijo—: Iré a comprobar si Laksmi ha
avisado a Artemisa. Espérame aquí. Por cierto, para entrar en esta estancia,
nos descalzamos.
Perséfone se quitó
las botas que llevaba y se introdujo levemente sobrecogida en aquella sala de
la que tanta paz y armonía se escapaban. Se trataba de una habitación muy
acogedora cuyo suelo estaba cubierto por alfombras ligeras de colores oscuros.
Las paredes estaban adornadas con óleos de distintas imágenes de la Luna
brillando en bosques tupidos, reflejándose brumosamente en la caudalosa
corriente de un río o en la quieta superficie del mar. En otros cuadros, se
veía el retrato de diosas antiguas con sus diferentes atributos. Cuando posó
los ojos en una imagen de la diosa Artemisa con su arco y sus flechas de plata,
concentrada mirando hacia el frente, bañada por la luz de la Luna en medio de
un bosque en penumbras, se estremeció mucho más de lo que ya lo estaba.
Además, en cada
rincón de la estancia había un pequeño altar en el que ardían velas de
distintos tamaños y colores. Cada uno de esos altares representaba uno de los
cuatro elementos de la naturaleza: el aire, el agua, el fuego y la tierra. Se
preguntó dónde quedaba el éter; para ella el quinto elemento esencial de la
vida, pero se dijo que el éter se hallaba en todas partes y en ninguna en
concreto.
De repente, sin
saber muy bien por qué, fue consciente de que se había adentrado en una nueva
vida cuya fuerza la arrastraría a través del tiempo hasta sumergirla en un
destino del que ya no podría escapar jamás. Fue consciente de lo lejos que
había quedado todo su pasado, de lo imposible que era ya regresar a esos
momentos ya tan inalcanzables que había perdido. Aquellos pensamientos se
convirtieron en una lluvia de melancolía y nervios que se le derramó por toda
el alma, que le humedeció el corazón y que la empequeñeció profundamente.
Ethlinn se marchó
antes de que Perséfone pudiese ordenar sus pensamientos. Deslizó los ojos por
su alrededor en busca de algún rincón adecuado en el que aguardar a Artemisa
con paciencia y esperanza y acabó sentándose junto al altar que representaba el
agua; para ella el elemento que la definía, con el que más identificada se
sentía.
El olor del incienso
la adormiló un poco, la relajó hasta distanciarla anímicamente de aquel pequeño
acre de cielo. La luz tenue de las velas volvía más profundas las penumbras que
se arrinconaban en cada centímetro de la sala. Rodeada por resplandores tan
tenues y a la vez acogedores, le parecía que allí afuera el fulgor del día ya
se había disuelto en las tinieblas del ocaso.
Estaba muy nerviosa,
así que se esforzó por respirar profundamente y desprenderse, con cada
exhalación, de esos sentimientos perturbadores que le impedían sumergirse en la
belleza de ese instante. Respiraba hondamente y dejaba salir el aire con pausa
y fuerza. De ese modo, logró serenarse un poco.
Cuando más tranquila
se encontraba, oyó unos pasos sutiles y casi inaudibles. Alguien abrió
cuidadosamente la puerta de aquella estancia (hasta entonces, Perséfone no se
había dado cuenta de que Ethlinn la había cerrado) y se adentró allí el frescor
de aquel día de octubre.
Sabía que era
Artemisa quien había entrado en la sala, pero no se atrevía a abrir los ojos
para mirarla. Notó que Artemisa caminaba hacia ella con sigilo, como si temiese
despertar a Perséfone de un calmado sueño, y se agachó a pocos centímetros de
ella. Se sentó en el suelo y la miró con interés. Perséfone percibía fija en
ella los poderosos ojos de la sacerdotisa.
Antes de mirarla, se
imaginó rápidamente cómo sería. La creyó poseedora de una belleza singular. Se
la figuró con los ojos muy grandes y oscuros, con los cabellos negros como la
noche, rizados y largos, con un cuerpo esbelto y delgado que resultaría
imponente, con una sonrisa luminosa y encantadora...
—
Feliz encuentro, Perséfone. Bienvenida a nuestro templo.
Artemisa había
hablado con mucha calma, con una voz casi susurrante y muy suave que a
Perséfone le hizo sentir un escalofrío de placer recorriéndole el cuerpo y
estremeciéndole el alma. No se había imaginado que Artemisa tuviese una voz tan
hermosa y solemne.
Entonces,
sintiéndose inmensamente intrigada y guiada por una curiosidad invencible,
abrió los ojos y los fijó en la mujer que tenía ante sí; quien le había
entregado una bienvenida tan acogedora y preciosa.
Artemisa era tal
como se la había imaginado, aunque de pronto se planteó la posibilidad de que
no hubiese sido su imaginación, sino la misma Diosa quien le había ofrecido
aquella visión inexacta de la sacerdotisa. Artemisa era muy bella, tanto que
por unos largos momentos creyó que era la misma representación de la diosa con
la que siempre se había identificado tanto. Además, la tenue y trémula luz de
las velas volvía más brillante su piel; la que estaba elegantemente bronceada.
El pábilo de las velas también se reflejaba en sus ojos grandes, profundos y
tan expresivos como el esplendente e iridiscente fulgor de una aurora boreal.
Artemisa le sonrió cuando
vio que Perséfone la miraba tan sorprendida. Se acercó un poco más a ella y la
tomó de la mano con fuerza mientras entornaba los ojos y se hundía más en su
imagen juvenil. Perséfone advirtió que a Artemisa se le habían llenado los ojos de
lágrimas, pero no fue capaz de decir nada. Sólo le presionó la mano con
ternura.
Artemisa estaba
ataviada con un vestido dorado que se le ceñía al dorso y a la cintura y
después le caía libre y vaporoso por las caderas. Al estar sentada, la falda se
le había plisado de una forma muy elegante. Además, sus rizados, abundantes y
largos cabellos nocturnos se le derramaban por la espalda, le cubrían los
brazos y enmarcaban su bello rostro. Perséfone observó que las facciones de Artemisa
eran finas y sutiles. Se sintió profundamente dichosa por saber que aquella
mujer tan especial sería la sacerdotisa que la instruiría.
—
Gracias por tu bienvenida, Artemisa.
—
Gracias a ti por venir hasta aquí. ¿Quieres comer o beber algo? —le
ofreció mientras le soltaba la mano y se acomodaba en el suelo.
—
Lo cierto es que estoy tan nerviosa que no me apetece nada.
—
Aunque comprendo perfectamente cómo te sientes, permíteme que te pida
que no estés nerviosa. Aquí tienes un hogar y una familia que te acogerán hasta
que decidas marcharte para vivir tu destino.
—
Eres encantadora, Artemisa. Jamás me imaginé que la sacerdotisa que me
instruiría fuese así.
—
Serás una alumna ejemplar; estoy segura de ello. Ven conmigo. Te
mostraré la parte del templo que os corresponde a las aprendizas y te enseñaré tu
dormitorio. Me parece que tendrás que compartirlo con Luida; otra de nuestras
alumnas. Ella hace apenas un mes que llegó. No queda ninguna habitación libre
más —le explicó mientras se levantaba y se alisaba la falda—. Espero que no te
importe.
—
No, en absoluto. Me gusta la idea de compartir habitación con otra
alumna.
—
Todas tenéis derecho a buscar y encontrar un rincón del templo que
podáis convertir en vuestro santuario íntimo. Es el único sitio que no deberéis
compartir con nadie más —le sonrió amablemente.
Cuando se calzaron,
Artemisa empezó a recorrer el templo. Perséfone, cuando los pasillos eran
estrechos, debía ir en pos de Artemisa. Pasaron por el vestíbulo en el que
había conocido a algunas de las sacerdotisas que allí vivían y después Artemisa
la guió a través de otro pasadizo que acababa en unas escaleras de madera que
ascendían a un segundo piso; el cual parecía un laberinto repleto de puertas
sagradas.
—
Éstas son las dependencias de las alumnas. Es la parte oeste del
templo. Nuestro hogar tiene una forma cuadrangular en cuyo centro se halla el
verdadero templo; en donde celebramos la mayor parte de nuestros rituales
cuando la naturaleza no nos permite hacerlo en el exterior.
—
¿Y sólo vivís vosotras en esta isla?
—
Sí. Ethlinn es la fundadora del templo, pero mantiene en secreto cómo
lo consiguió. No obstante, en la zona sur de la isla, hay campos de cultivo que
pertenecen a personas que habitan en Britnadel; la ciudad en la que has tomado
el barco que te ha llevado hasta aquí. Nosotras también tenemos algunos acres
de tierra en los que cosechamos nuestras verduras, nuestras hortalizas...
Las alcobas de las
alumnas eran pequeñas, pero muy acogedoras. Todas tenían dos camas, un armario,
dos mesas para escribir y una ventana que daba al jardín. El paisaje que se
adivinaba al otro lado de esos cristales gruesos era embelesador y muy hermoso.
Desde algunas habitaciones, se distinguía la refulgente y serena superficie del
mar; la que contrastaba con las oscuras rocas y la gruesa arena que formaban su
orilla.
Artemisa había
recibido a varias chicas a las que había tenido que transmitir la mayor parte
de sus conocimientos, pero nunca había sentido una conexión tan hermosa como la
que nació entre Perséfone y ella. Sabía que ser su maestra no le costaría nada
y que Perséfone la querría como ella había querido y respetado a Gaya. No
obstante, le resultaba doloroso aceptar aquellas certezas, pues éstas le llenaban la mente
de los recuerdos más bonitos y nostálgicos de su vida.
Sin embargo, aunque
en aquel lugar se sintiese acogida, aunque aquel templo con sus alrededores se
hubiese convertido en su única morada y aunque junto a todas las sacerdotisas y
alumnas con las que vivía creyese que se encontraba su puesto en el mundo,
Artemisa no dejaba de acordarse, nunca, de todos los que habían compuesto su
pasado, de todas esas personas que habían compartido con ella tantos momentos,
tantos sentimientos y tantos acontecimientos. Además, soñaba muy a menudo con
Gaya, con Gilbert y con su hermana; pero sobre todo con Agnes. Agnes aparecía
prácticamente todas las noches en sus sueños. Nunca se despertaba serena cuando
Agnes y ella se reencontraban en aquella tierra onírica. La tristeza que había
experimentado en aquella realidad lejana la acompañaba cuando abría los ojos y
notaba que un sentimiento profundo y devastador le oprimía el corazón. Tenía
que esforzarse lo indecible por lograr desprenderse de aquella pena tan
agotadora porque entonces no sería capaz de enfrentarse al día que la esperaba.
Siempre que pensaba
en Agnes, notaba que el corazón se le desgarraba y entonces todos los detalles
que formaban su vida presente perdían interés y belleza. Se esforzaba lo
indecible por recuperar la calma que el recuerdo de Agnes le arrebataba siempre
que le inundaba la memoria. Huía de lo que se le despertaba en el alma cuando
evocaba la mágica y hermosa apariencia de Agnes y todos los momentos que junto
a ella había vivido. Artemisa era consciente de que ignorar las emociones que
experimentaba al reconocer cuánto añoraba a Agnes era la peor forma de
destruirse a sí misma; pero no podía permitir que aquellos intensos y
devastadores sentimientos deshiciesen el sentido de sus días.
Mas, por mucho que
luchase por ignorar las emociones que le anegaban el alma cuando recordaba a
Agnes, jamás podría silenciar el amor que sentía por ella. Al contrario de lo
que había anhelado, no había dejado de amarla ni un ápice. Parecía como si la
fría distancia que las separaba hubiese intensificado aquel sentimiento que a
Artemisa tanto le hacía temblar y que tanto oscurecía el brillo de su destino.
Casi siempre le
rezaba a la Diosa invocándola como Hécate, pero en muchas ocasiones se había
sentido tentada de llamarla con otro nombre; alguno que correspondiese a alguna
diosa del amor, de las desdichas, de la tristeza. No obstante, notaba siempre
que la Diosa la escuchaba, cualquiera que fuese la forma en que la apelase,
pues el alma se le llenaba de fe y misticismo cuando la reclamaba frente a su
mágico altar.
De súbito, Artemisa
regresó de todas sus ensoñaciones; aquéllas a las que la lluvia la había
transportado. Samhain, aquel año, parecía venir vestido de tragedia y
oscuridad. Sin embargo, aquel Samhain sería muy importante, ya que muchas de
las alumnas que habían llegado al templo lo celebrarían por primera vez. No
obstante, Artemisa necesitaba encerrarse en sí misma para festejar aquel Sabbat
de una forma más íntima. No se creía capaz de compartir el ritual sagrado con
las demás. Estaba segura de que se hallaría tan ensimismada y nostálgica que no
podría entregarles la magia que todas necesitarían para dar inicio a ese Sabbat
tan oscuro y a la vez luminoso; el cual significaba un triste fin, pero también
un esperanzador comienzo, una oportunidad para renacer y para aceptar la
renovación de la vida.
Y precisamente era veintiséis
de octubre; el cumpleaños de Agnes. Cada vez que llegaba aquella fecha,
Artemisa se esforzaba por mantener intacta la felicidad y la calma que
adornaban su vida; mas aquella noche notaba que todos esos sentimientos de los
que tanto había huido se apoderaban de ella y se mezclaban con la impetuosa
lluvia que azotaba el mágico bosque que ya tanto se conocía y que tanto la
acogía.
¿Cómo estaría Agnes?
¿Qué sería de su vida? No sabía nada de ella desde que se había marchado de
Lindanivia. Le había resultado completamente imposible contactar con Agnes, por
lo que ignoraba todo lo que le habría ocurrido durante aquellos años. Artemisa
siempre había sabido silenciar la inquietud que se le apoderaba del alma cada
vez que se cuestionaba si Agnes podría vivir en calma hallándose tan lejos la
una de la otra; pero aquella noche no pudo huir de la vigorosa impotencia que
experimentaba al no conocer ni el más sutil detalle de la vida de Agnes.
No sabía si se
encontraba bien o si su vida estaba impregnada de una tristeza indestructible y
devastadora. Ni tan sólo era capaz de plantearse la posibilidad de que su
marcha la hubiese hundido irrevocablemente. Pensar que la estabilidad de Agnes
se había desvanecido, convirtiéndose en el reflejo de sus momentos más
desesperantes, le agrietaba el alma. Sin embargo, una vocecita muy rebelde e
incluso indiscreta le advertía de que Agnes jamás podría respirar serenamente si
no estaban juntas.
¿Qué había hecho?
¿Por qué la había abandonado de ese modo? ¿Había merecido la pena dejarla allí,
en aquella ciudad en la que tanto les había costado vivir en calma? ¿Cómo se
había atrevido a marcharse sin ni siquiera plantearse la posibilidad de que
Agnes sufriese inmensamente por su ausencia? Artemisa era incapaz de
responderse a esas preguntas con las que su razón la atacaba tan
impiadosamente. Se esforzaba por convencerse de que Agnes se encontraba bien,
de que no estaba sola, sino acompañada por Gaya, Gilbert y Casandra, quienes
seguramente no la habrían desprotegido en ningún momento.
Mas aquella noche
tan lluviosa, triste y melancólica destruía cualquier pensamiento positivo y
alentador con el que pudiese luchar contra la inmensa pena que sentía cuando
recordaba a Agnes. No podía huir de esa realidad que con tanto esfuerzo había
intentado desvanecer; ésa de la que se escapaba continuamente a través de todo
lo que vivía en aquella mágica isla, a través de los rituales que celebraba y
de las tareas que realizaba.
Notó que por dentro
de ella crecía una inmensa tristeza que se le repartía por todo el cuerpo y se
le aferraba al alma como si gozase de unas garras poderosas y afiladas. Sintió
ganas de llorar y no se las reprimió. Si la Diosa lloraba con tanto
desconsuelo, ella también tenía derecho a hacerlo.
No se dio cuenta de
que alguien había irrumpido en la soledad de su habitación hasta que oyó un
sutil sonido detrás de ella. No necesitó voltearse para saber que quien se
hallaba mirándola con tanta curiosidad era Ethlinn. Ya fuese porque Ethlinn era
la sacerdotisa más anciana del templo o porque su apariencia realmente le
recordaba mucho a Gaya, Artemisa enseguida había empezado a querer a aquella
mujer amable, afable y comprensiva que la había tratado como si siempre hubiese
formado parte de su vida. Además, Ethlinn le había entregado muchísimos
conocimientos que Artemisa ni siquiera había sabido que existían.
—
Artemisa, la cena está lista ya —le comunicó con mucha calma—.
Llevamos tocando la campanita desde hace mucho rato y no hay manera de que nos
oigas; lo cual no me parece extraño, pues la voz de la lluvia que cae esta
noche es tan potente que devora cualquier sonido.
Artemisa no podía
contestar. Se esforzaba profundamente en reprimirse los sollozos con los que el
llanto deseaba agitarla. Supo que, aunque Ethlinn todavía no hubiese hecho
ninguna mención a su tristeza, se había percatado a la perfección de que
Artemisa estaba llorando. Adivinó, también, que le había dedicado todas aquellas
palabras que parecían superfluas intentando provocarle una sonrisa y hacerle
sentir más acogida en aquel dolor; pero también era consciente de que Ethlinn
había advertido que no había logrado sus intenciones.
—
¿Qué te sucede, Artemisa? —le preguntó con mucho amor mientras se
situaba a su lado y le acariciaba la cabeza. Aquel gesto le recordó muchísimo
al que Gaya le entregaba siempre que deseaba consolarla; lo cual profundizó su
llanto. No pudo evitar lanzarse tímidamente a los brazos de la sacerdotisa y
llorar amargamente en su pecho. Ethlinn la acogió en aquel abrazo y, mientras
la mecía como si Artemisa fuese una niña indefensa, le aseguraba—: Esta lluvia
entristece a cualquiera. Yo tampoco me siento bien esta noche. Me da por
recordar, por evocar momentos que hace muchísimo tiempo que viví. Y te parece
que te arrepientes de todo lo que has hecho a lo largo de tu vida; pero no es
cierto, no te arrepientes. Llora, cielo, llora todo lo que necesites, así como
la Diosa ahora desahoga todo su dolor a través de esta impetuosa tormenta. Ella
también está afligida, muy afligida.
Artemisa deseaba
confesarle a Ethlinn que extrañaba con toda el alma a todas aquellas personas
que habían sido su familia, que estaba muy preocupada por ellos porque no sabía
nada de sus vidas, que deseaba volver a verlos... pero el llanto que la atacaba
era tan potente que no le permitía pronunciar ni la palabra más sutil.
No obstante, quiso
esforzarse por serenarse, pues necesitaba liberar aquellos pensamientos tan
tristes que profundizaban su llanto y su lástima. Cuando creyó que ya podría
hablar, con una voz quebrada todavía por la pena y por la impotencia, empezó a
confesarle a Ethlinn:
—
Los extraño muchísimo a todos. En estos momentos me siento como si los
hubiese abandonado para siempre, como si hubiese hecho añicos el puro amor que
me profesaban y me dedicaban, como si les hubiese engañado haciéndoles creer con
mi marcha que ellos no me importaban. No han contestado a ni una sola de las
cartas que les he enviado y no sé si he podido hacerles saber que, aunque
estemos tan lejos, me acuerdo continuamente de ellos. Además, tampoco sé si son
conscientes de que no tengo teléfono en este lugar y que por eso no los he
llamado. He intentado muchísimas veces comunicarme con ellos a través de
rituales íntimos, pero no oigo sus vidas, no las capto ni las siento. Por la
Diosa... sólo ruego que estén bien, pero necesito saber de ellos.
—
Esos sentimientos que experimentas son totalmente lícitos y
comprensibles, cariño. No hay ninguna sacerdotisa o alumna en este templo que
no los haya vivido, que no haya sido atacada por esa profundísima melancolía y
esa devastadora tristeza que a ti ahora mismo están hundiéndote. No te
reproches nada de lo que piensas y sientes y tampoco creas que yo me enfadaré
porque te hayas derrumbado de este modo. Además, en época de Samhain es muy
común que vivamos momentos como éste en el que te hallas sumergida, pues ese
Sabbat no es sólo una oportunidad para abrir la puerta que separa el mundo de
la muerte del de la vida, sino también un camino que puede conectarnos con
quienes hemos dejado atrás.
—
Nunca he dejado de recordarlos, pero esta noche me siento como si
todos los momentos que he compartido con ellos se hubiesen materializado en
unas manos que me golpean en todas las partes del cuerpo y del alma. Gracias
por comprenderme.
—
Siempre lo haré. No tengo ningún motivo para no entenderte, pues antes
que sacerdotisa y servidora de la Diosa eres persona y las personas tenemos
sentimientos, momentos de debilidad y agonía. Dime qué es lo que necesitas y yo
lucharé por concedértelo si está en mis manos.
—
No lo sé, la verdad. Ya no sé qué hacer para comunicarme con ellos. No
sé si las cartas les llegan.
—
Sí, sí les llegan. Todos los días llevamos el correo a la ciudad más
cercana, en la barca que parte todas las mañanas, así como también recogemos el
que nos envían desde fuera.
—
¿Y por qué a mí nadie me escribe? —le preguntó Artemisa volviendo a
derrumbarse.
—
No lo sé, cariño. ¿Se lo has preguntado a la Diosa?
—
Hécate no se encarga de estas cosas. Debería invocarla con otro nombre
que la relacionase con alguna deidad mensajera.
—
Hécate es sólo un nombre. Lo único que te ocurre es que te sientes tan
enlazada a esa forma de invocarla porque es la que más se adhiere a tu corazón,
pero puedes llamarla con cualquier nombre. Ella siempre te escuchará. Solamente
debes tener fe. —Tras aquellas palabras, ambas mujeres se quedaron calladas,
escuchando el continuo murmullo de la lluvia. De repente, con cariño y una leve
ilusión palpitándole en la voz, Ethlinn le propuso a Artemisa—: Y, dime,
Artemisa, ¿por qué no vas a visitarlos?
—
No podemos costearnos mi viaje ahora. Tendrá que ser más adelante
—rehusó Artemisa con determinación. Se quedó en silencio tratando de ordenar
sus pensamientos y, al cabo de unos largos momentos, indicó con una voz
meditabunda—: La vida pasa tan rápido... Nos hallamos ya tan lejos del primer
sueño, de la primera lágrima... A veces siento que el tiempo se lleva mis
momentos y sé que nunca me los devolverá. No sé entonces si vivo conforme a lo que
el alma de la Diosa me ha encomendado.
—
Por supuesto que sí, Artemisa. Vives respondiendo a tus deseos, a tus
creencias y a tu fe. Si no lo hicieses, ten por seguro que no encontrarías la
paz en ninguna parte.
—
Aquí he hallado una paz que no he descubierto casi en ningún sitio.
—
Antes de trasladarte a Lindanivia, mucho antes incluso de que te
forjases esa nueva vida estudiando y preparándote para ser profesora, vivías en
calma en un lugar que fue la morada más fuerte que jamás pudiste tener.
—
Es cierto; pero esa paz se turbó enseguida.
—
Pero la tuviste.
—
Ethlinn, quisiera pedirte algo. Siendo suprema sacerdotisa de nuestro
templo, me gustaría que me concedieses la posibilidad de celebrar Samhain a
solas.
—
¿Por qué? ¿No te apetece compartir esa noche con Perséfone y las demás
alumnas que lo celebrarán por primera vez? —le preguntó con mucha calma y
comprensión mirándola tiernamente a los ojos.
—
Sí, también me apetece; pero necesito celebrar un ritual íntimo que
hace mucho tiempo que deseo realizar. Hace prácticamente tres años que murió
una persona muy especial e importante para mí y nunca me he atrevido a
comunicarme con ella en Samhain. Sé que, si lo intento hallándome rodeada por
todas vosotras, por la fuerza de vuestros dones y de vuestra magia, no podré
encontrar su voz por mucho que la busque, no podré percibir su alma por mucho
que lo pretenda y, además, os entorpeceré el ritual a vosotras.
—
Puedes celebrarlo con nosotras y después hacerlo en solitario.
—
No. Deseo emplear toda la noche si es necesario.
—
Empezaremos a celebrar Samhain a las ocho de la tarde y el ritual no
dura toda la noche. Es más, si seguimos celebrándolo más allá de las doce, es
posible que todo lo que pidamos no tenga efecto, pues ya habremos cambiado de
año, de época, de día.
—
Lo sé. Por eso mismo, Ethlinn.
—
No me opondré a tus deseos. No tienes la obligación de celebrar los
rituales sagrados con nosotras si prefieres hacerlo en solitario. Ante todo,
eres wiccana y no importa realmente cómo y con quién celebres los Sabbats. Lo relevante
es que lo hagas si lo necesitas.
—
Gracias, Ethlinn.
—
No tienes por qué agradecerme nada. Ven a cenar. Hemos preparado unas
galletas de castaña que deben de estar muy ricas. Aminis se ha tirado toda la
tarde elaborándolas.
—
Ay, otra vez no —protestó Artemisa con vergüenza—. Nunca me he
atrevido a confesarle que no me gustan nada esas galletas de castaña. Además,
me duele mucho el estómago si las como.
—
Esta vez las ha hecho con miel.
—
NO me gustarán, pero disimularé lo mejor que pueda.
—
Además hay crema de calabaza. Creo que ese plato sí te gusta.
—
Y mucho, además; aunque a Adonia no le sale tan rica como a Agnes...
Hacía muchísimo
tiempo que Artemisa no pronunciaba aquel nombre en voz alta y, cuando lo hizo,
sintió que el alma le temblaba hasta agrietársele; pero se esforzó por ocultar
sus sentimientos tras una sonrisa de añoranza cuyo verdadero significado Ethlinn
supo interpretar a la perfección.
La suma sacerdotisa
del templo no solía indagar en los sentimientos de sus hermanas si ellas no se
lo pedían, pues temía ser indiscreta e irrespetuosa; pero, en aquella ocasión,
al detectar el inmenso desconsuelo que se desprendía de los ojos de Artemisa,
no pudo evitar preguntarle con dulzura e interés:
—
Extrañas muchísimo a Agnes, ¿verdad? Apenas me has hablado de ella,
así como sí me has contado muchísimos detalles sobre la vida de Gaya, de
Gilbert o de tu hermana. Dime, Artemisa, ¿por qué prácticamente nunca mencionas
a Agnes? ¿Quién es ella en realidad?
—
No soy capaz de hablar de ella —le contestó con una voz débil.
Artemisa notó que las intensas y desgarradoras emociones que había tratado de
dominar se le derramaban por toda el alma hasta volvérsela del tamaño de una
lágrima—. Será mejor que vayamos ya a cenar.
—
No, Artemisa, cielo, todavía no. Creo que es preciso que mantengamos
ahora esta conversación. Hay algo que no comprendo: si tanto la añoras, ¿por
qué en todo este tiempo no has ido a visitarla? Podrías haber vuelto a
Lindanivia para descubrir cómo se encuentra. No tienes ni la menor noción de su
existencia, no sabes nada de ella desde hace casi tres años.
—
No me he atrevido a hacerlo.
—
¿Y por qué no vas a buscarla? ¿Por qué siempre has rechazado con tanta
desesperación la idea de que ella viva aquí con nosotras? —Artemisa no era
capaz de contestarle, así que Ethlinn le insistió—: Dime, Artemisa, ¿acaso
crees que ella no podría ser feliz aquí?
—
Al contrario. En este lugar se sentiría al fin en calma —le indicó con
fragilidad. Estaba a punto de ponerse a llorar.
—
Si es así, ¿por qué nunca te has planteado la posibilidad de volver
junto a ella?
—
Porque no puedo, Ethlinn, no puedo —lloró Artemisa con desolación e
impotencia—. No haber recibido ninguna carta suya es la prueba más fehaciente
de que ya no quiere saber nada más de mí. La he perdido, la he perdido para
siempre, absoluta e irrevocablemente para siempre, y eso ha ocurrido solamente
por culpa mía.
Los sollozos de Artemisa
eran para Ethlinn como puñales que se le clavaban en lo más profundo del alma.
La abrazó muy tiernamente mientras intentaba entender su extraño
comportamiento. Ethlinn siempre se había percatado de que la mirada de Artemisa
se llenaba de desolación cada vez que, inesperadamente, ella se refería a Agnes
en algún momento determinado; pero jamás se había imaginado que le doliese
tanto recordarla.
—
No la has perdido, Artemisa. Estoy segura de que su silencio tiene una
explicación. Te animo a que planees un viaje de regreso a Lindanivia e intentes
buscarla.
—
No, Ethlinn. No puedo volver junto a ella.
Las palabras de
Artemisa sonaron con tanta determinación y seguridad que Ethlinn fue incapaz de
decirle nada más. La consoló muy dulcemente hasta que Artemisa se calmó.
Entonces salieron de aquella alcoba y bajaron al comedor, donde ya las
esperaban casi todas las mujeres que vivían con ellas en aquella morada tan
serena y mágica.
Aunque a Artemisa no
le complaciesen todos los platos que la esperaban en la mesa, cenó con gusto y
serenidad. La lluvia seguía golpeando los muros allí afuera y la oscuridad de
la noche era profunda, absoluta y densa. No obstante, pese a que aquella noche
fuese tan tétrica, tenebrosa y triste, el ambiente que las rodeaba era acogedor
y lo invadía una paz inquebrantable que a todas les hacía sonreír con mucha
luz. Además, la lumbre que ardía en la chimenea, al crepitar, les transmitía
una protección que las instaba a agradecer todas las bendiciones que la Diosa
les entregaba esa noche en la que Ella se deshacía en un llanto inconsolable.
Las instaba a creer que, incluso entre la tristeza más honda, siempre quedaba
un rayo de esperanza y luz y que hasta el alma más herida tendría amor para
dar, aunque estuviese resquebrajada como una madera antigua.
Al fin pude leerme la entrada con tranquilidad. Es un cambio radical y cuesta hacerse a la idea de la ausencia de Agnes, Gaya y los demás. Es como aquellas series que de pronto, cambian de personajes y trama para contar otra distinta, que te deja con ansias de saber más. En este caso contamos con la presencia y las maravillosas reflexiones de Artemisa, aunque desconocemos que habrá sido de los demás. Dos años es mucho tiempo. Aunque los nuevos personajes me gustan y parecen mágicos, cuesta hacerse a la idea de que substituyan o suplanten a a los anteriores (sé que no será así).
ResponderEliminarLa nueva vida de Artemisa es...madre mía, una maravilla. Ahí en ese lugar paradisíaco, con esa lluvia cayendo con fuerza...cierro los ojos y me imagino ahí, de relax y desconexión y es una pasada. Me sigue pareciendo un don tu forma de describir paisajes, me encanta. Aunque es verdad que es un lugar espectacular en el que ser feliz es fácil, su corazón está roto, por mucho que intente no pensar. Esto estaba claro que pasaría y en el fondo me da un poco de rabia, era algo que prevenía y aunque me da pena, por otra parte pienso "te lo has buscado". Y sigue igual de terca, sin reconocer que no puede ser feliz sin Agnes. No tiene noticias, está aislada del mundo, ¡debería hacer lo imposible para saber de sus seres queridos! No entiendo que puede ser más importante que eso. Ains, adoro a Artemisa pero no la comprendo, o sí que la comprendo pero me indigna que sea infeliz por decisión propia.
A ver que ocurre en próximos capítulos, espero que reaccione y que esas personas tan buenas que la rodean le hagan ver que no hay nada de malo por amar a una persona y entregarse a ella. Que la vida como dice ella, se escapa y no vuelve, y hay que aprovechar cada instante y no dejar pasar trenes que posiblemente nunca volverán a parar en tu estación.
Es curioso cómo has cambiado el panorama, ahora Artemisa está en un lugar maravilloso, no se me ocurre un sitio mejor, de hecho dan ganas de pasarse por lo menos un tiempo allí (aunque ya veo que en este aquelarre solo hay mujeres... Literariamente el estilo me gusta muchísimo, con la introducción ya te predispones a lo que viene con un ánimo muy sereno, y luego cuando lees "samhain lluvioso" el alma se te esponja; enseguida Artemisa parece que ha encontrado su ambiente, y se presentan Perséfone y Ethlinn, como si fueran dos extremos de una misma vida donde también Artemisa encajaría más o menos por la mitad, hilos de vida en torno al templo y un amor divino compartido, realmente creo que tus compañeros de wicca tendrían que leer aunque fuera solo algún fragmento de lo que escribes, tus descripciones son maravillosas.
ResponderEliminarSí, todo es nuevo pero... pero no. No podemos escapar de nosotros mismos, y este es un ejemplo paradigmático, Agnes está dentro de Artemisa, y por mucho que haya abierto una nueva etapa, las dudas y las idas y venidas en el pensamiento están ahí, ella lo expresa con claridad: Qué había hecho? ¿Por qué la había abandonado de ese modo? ¿Había merecido la pena dejarla allí, en aquella ciudad en la que tanto les había costado vivir en calma?
Ethlinn se da cuenta perfectamente de la zozobra por la que está pasando Artemisa, y que quiera celebrar la fiesta ella en soledad no es más que un síntoma, me parece a mí, de que no está bien. Rechaza ir a buscarla, sí, pero creo que más por miedo a aceptar el fracaso que por otra cosa. ¿Qué fracaso? Pues el de haber intentado tener paz a costa de separarse de Agnes, pensando que ella misma se bastaba a sí misma, o que el amor por la diosa era lo único que necesitaba para ser feliz. Ahora tiene la prueba de que eso no es así, puede seguir rehuyendo la verdad, pero en su interior tiene la respuesta: ama y necesita ser amada, por alguien y de un modo que no puede ser solamente espiritual. Los griegos distinguían muy bien estos dos afectos: amor-eros y amor-charitas. Y Agnes es amor-eros, después de todo ese amor también es sagrado... Bien, el planteamiento está hecho, ahora quiero saber cómo se resuelve el conflicto, ¡sigamos!