viernes, 24 de febrero de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 5. NAUFRAGANDO EN LA NIEBLA DE TUS OJOS


5

 

Naufragando en la niebla de tus ojos

 

Mónica le había prestado a Artemisa la cantidad de dinero suficiente para que pudiese viajar a Lindanivia utilizando todos los medios de transporte que necesitaba. El viaje de regreso a aquella tierra que había sido su hogar le resultó largo y denso. Lo vivió con impaciencia, con nervios y con miedo. No se atrevía a imaginarse lo que le ocurriría a partir del momento en que llegaría a aquella ciudad en la que tantas experiencias había vivido.

Viajaba con una maleta muy pequeña que contenía sólo tres mudas de ropa y los enseres personales más imprescindibles; pero tenía el alma llena de temores cuya voz asfixiante no podía ignorar, de sentimientos que le presionaban el corazón y que la instaban a creer que había dejado atrás el único pedazo de tierra que podía protegerla.

Mónica se había puesto en contacto con Gilbert para comunicarle que Artemisa estaba viajando a Lindanivia. De ese modo, cuando Artemisa salió al fin del aeropuerto, se encontró con Gilbert. No podía negar que había intuido que alguien la recibiría al llegar a Lindanivia, pero la sorprendió grata y profundamente ver a Gilbert aguardándola bajo la moribunda luz de aquella tarde casi invernal.

Hacía prácticamente tres años que había mirado por última vez a Gilbert a los ojos y le pareció que aquel hombre de apariencia afable y sabia había cambiado muchísimo. Lo notaba más envejecido e inseguro. La luz de su mirada se había atenuado y sus movimientos carecían de agilidad y precisión. No obstante, intentó que aquellas percepciones no la entristeciesen más de lo que ya lo estaba. Se esforzó por dedicarle a Gilbert una sonrisa anegada en vida, en felicidad y cariño.

     ¡Artemisa! —la llamó él antes de que se tuviesen uno al alcance del otro. Cuando Gilbert se halló frente a la sacerdotisa, exclamó con voz trémula—: ¡Por la Diosa, cómo has cambiado!

     ¿De veras? Yo creo que estoy igual que la última vez que nos vimos —se rió ella incómoda, preguntándose cuáles serían las causas de las palabras de Gilbert.

     Sí, de veras. Estás distinta, Artemisa; pero no me refiero sólo a que hayas cambiado físicamente, sino sobre todo anímicamente. Sí, sí, por supuesto que ya no eres la misma. Tienes una mirada distinta y tu porte también se ha convertido en el de otra persona. Ahora nadie podría negar que eres una sabia y poderosa sacerdotisa. Además, te ha crecido mucho el pelo, estás más delgada y atlética. Se adivina muchísima salud en tu aspecto, Artemisa.

     Gracias. Yo creía que me dirías todo lo contrario.

     No, para nada. Ven conmigo. He dejado el coche en un lugar en el que me parece que está prohibido aparcar.

Lindanivia no había cambiado nada. Seguía siendo esa ciudad en la que se mezclaban el agobio de la sociedad y la tranquilidad de los lugares dominados por la serenidad que emana de los bosques. No obstante, Artemisa se sentía como si se hubiese adentrado en un mundo distinto. El color de las calles, la tonalidad de la luz de la tarde, el ruido que invadía cada rincón, las personas que caminaban por doquier y el olor que se aferraba a los edificios y al pavimento le resultaban completamente desconocidos e incluso incomprensibles.

     Mañana iremos a ver a Gaya. Ahora ya es bastante tarde para ir a su casa. Antes, tienes que reencontrarte con otra persona que ni siquiera sabe que vas a venir, aunque a lo mejor la Diosa se lo ha comunicado a través de alguno de los rituales que celebra todos los días.

La voz de Gilbert sonaba trémula, propensa a quebrarse en cualquier momento. Artemisa intuyó que el que había sido el sumo sacerdote de El fuego de Hécate se esforzaba muchísimo por no arrancar a llorar. Las palabras que le había dedicado estaban cargadas de tristeza y desencanto.

Artemisa no se atrevió a preguntarle nada, ni siquiera si a la persona a la que se refería era Agnes, pues de repente se había puesto muy nerviosa. Los nervios le perforaban el estómago y le hacían creer que las emociones que le llenaban el alma le harían estallar en cualquier momento.

Pasaron por la calle en la que se hallaba la casa en la que había vivido con Neftis. Los recuerdos que se desprendían de los rincones de aquella ciudad parecían formar parte de otra memoria que no era la suya. Se sentía como si se hubiese hundido en un sueño que sólo podía existir en una dimensión inalcanzable.

     Me siento muy extraña —le confesó al fin. No podía seguir manteniendo en silencio sus sentimientos.

     Creo que te entiendo. Además, es comprensible que te sientas así. Has permanecido fuera de este lugar durante mucho tiempo y supongo que regresar debe costarte muchísimo.

     Me siento como si no perteneciese, como si me encontrase en un lugar que...

Artemisa se interrumpió. Todos aquellos sentimientos que llevaban palpitando en su corazón desde que había decidido que regresaría a Lindanivia se le derramaron por toda el alma. Un inoportuno llanto se había apoderado de su voz y la había vuelto temblorosa. Gilbert ansió consolarla tomándola de la mano o abrazándola, pero no podía retirar las manos del volante.

     Además, ser consciente de que estás aquí por un motivo que para nada es hermoso debe hacerte sentir peor.

     ¿Qué está ocurriendo, Gilbert? Noto que nuestro mundo se ha derrumbado y me siento culpable —le confesó con una voz lacrimosa.

     No debes culparte de nada; aunque sí tienes razón: nuestro mundo se ha derrumbado, Artemisa —le confirmó quedamente mientras aparcaba el coche en una calle estrecha y nada transitada—. Debes ser fuerte.

     No puedo, todavía no. Aún no estoy preparada —le suplicó cubriéndose el rostro con las manos. En esos momentos, el templo de Hécate parecía formar parte de una ilusión—. Estallan por dentro de mí tantas emociones que no puedo soportarlo.

     Serénate, cariño. Estás tan nerviosa y emocionada porque intuyes perfectamente con quién vas a encontrarte ahora. Es natural que te sientas así.

     Al haber pasado tanto tiempo sin saber de vosotros, me parece como si estos casi tres años no hubiesen transcurrido, como si hubiese regresado al último instante que vivimos juntos.

     Sí, conozco la sensación que me describes.

     Os he añorado muchísimo, Gilbert, de veras, muchísimo, muchísimo —le reveló llorando desconsoladamente. Esta vez, Gilbert sí pudo abrazarla, pues había apagado el coche hacía algunos instantes. Artemisa lloró con intensidad entre sus brazos, apoyada en su pecho paternal—. Soy muy feliz en el templo de Hécate, pero no dejo de pensar en vosotros, no dejo de recordaros. Continuamente os tengo en el alma, continuamente. Y saber que ahora...

     Cálmate, cariño, por favor.

     Gaya está enferma: para mí es la peor realidad que la Diosa puede hacerme vivir.

     Está muy enferma, pero todavía no has perdido la oportunidad de verla una vez más.

     Por favor, dime qué le ocurre a Gaya.

     No puedo pronunciar el nombre de su enfermedad —le indicó con un susurro quebrado—. Gaya ha desaparecido casi por completo. Muy pocas veces la tenemos con nosotros.

Artemisa no pudo preguntar ni decir nada más. Permaneció luchando silenciosamente contra el poderoso llanto que había destrozado por completo la poca serenidad de la que había gozado durante todo aquel día, durante el viaje que la había llevado hasta ese instante.

De repente, ser consciente de que estaba a punto de reencontrarse con Agnes la empequeñeció profundamente, tanto que se creyó incapaz de vivir esos momentos; pero, al mismo tiempo, los nervios y la emoción más intensos le permitieron sonreír con alegría. Se acordó rápidamente de todas esas veces en las que había anhelado estar a su lado, oír su voz, mirarla a los ojos. Todo lo que la había extrañado le inundó el alma hasta deshacer mínimamente la tristeza que le presionaba el corazón.

Agnes y ella estaban a punto de mirarse a los ojos una vez más, después de casi tres años sin hacerlo. Aquella certeza le hacía temblar y, lamentablemente, le confesaba que el amor que le había profesado a esa mujer tan especial no se había atenuado ni un ápice; al contrario, parecía haberse intensificado hasta convertirse en el sentimiento más poderoso que jamás pudo invadir cualquier alma.

     ¿Te sientes preparada para verla? —le preguntó Gilbert con simpatía. Le resultaba muy tierno que Artemisa estuviese tan nerviosa.

     Creo que sí.

     No te imaginas cómo va a reaccionar cuando te vea —le sonrió mientras se separaba de ella y bajaba del coche. Artemisa también salió de allí y se situó a su lado.

     Pero ¿adónde vamos? ¿Ella ya no vive en la casa que compartimos con Neftis? —le preguntó inquieta.

     No, cariño. Hace casi dos años que se mudó a un piso pequeño, pero no iremos ahora a su casa, sino a la herboristería en la que trabaja.

     Por la Diosa, qué bien —sonrió Artemisa encantada; mas aquella sensación tan tibia se desvaneció en cuanto fue consciente de cuánto se diferenciaba la vida de Agnes de ese futuro que ella creía que viviría. Impulsada por aquellos pensamientos, le preguntó con miedo a Gilbert—: Gilbert, ¿cómo se encuentra?

     Ahora está más estable, pero ha vivido momentos muy duros. —Al notar que sus palabras habían entristecido a Artemisa, se apresuró a aclararle—: Pero Agnes nunca ha estado sola. Tu hermana la ayudó mucho. Tu hermana lleva más de tres meses ausente, pero, siempre que regresa de sus viajes, se preocupa por ella. No temas, Artemisa. Agnes ahora se encuentra muy bien.

     Pero ha estado mal —susurró ella casi inaudiblemente.

     Quédate con que ahora vive en calma. Además, tu regreso le hará sentir tan feliz...

     Yo también estoy feliz y muy nerviosa.

     Te ha extrañado tanto, Artemisa... No te imaginas cuánto te ha necesitado durante todo este tiempo.

     Yo también la he echado muchísimo de menos.

Artemisa intuyó que Gilbert deseaba preguntarle por qué, si tanto había añorado a Agnes, no había intentado volver antes, por qué la había dejado tan sola si sabía que les costaría tanto vivir separadas; mas Artemisa también sabía que Gilbert jamás se atrevería a formularle aquellas preguntas, pues era un hombre muy cauteloso y considerado, tanto que nunca dejaría de tener presente que, si la interrogaba de ese modo, su tristeza se profundizaría excesivamente.

     Sé lo que piensas —adujo Artemisa con cariño—. Llevo todo este tiempo anhelando reencontrarme con Agnes. No he dejado de recordarla en ningún momento y soñaba con ella noche tras noche; pero no he podido viajar antes y, además, no me atrevía a hacerlo.

     Lo que importa es que ahora estás aquí, así que no te preocupes por nada —la animó Gilbert sonriéndole con una ternura muy paternal.

Gilbert la condujo a través de aquellas calles que, a esas horas del día, no estaban para nada concurridas. Las sombras del anochecer ya se acumulaban entre los edificios, en los rincones, en cada paso que daban. Hacía mucho frío, pero Artemisa apenas lo notaba. Estaba ya muy habituada a ignorar casi todas las sensaciones físicas de su cuerpo.

Al fin, Gilbert se detuvo enfrente de una tienda pequeña con una puerta de cristal reluciente, sobre la cual había un rótulo que rezaba: «Herboristería Artemisa». Al leer aquel nombre, Artemisa se emocionó tanto que por unos momentos se le mezclaron en el alma ganas de reír y de llorar al mismo tiempo.

     ¿Entramos? —le propuso Gilbert emocionado.

     Un momento, por favor.

Artemisa se esforzó por calmarse mientras, a través de la puerta de cristal que la separaba de Agnes, observaba la apariencia de aquella tienda tan singular. Era pequeña y estaba alumbrada por bombillas de las que llovía un fulgor tenue que facilitaba que las sombras del ocaso se acumulasen entre las estanterías. Aunque la puerta estuviese cerrada, Artemisa notó que del interior de aquel lugar tan ameno emanaba un intenso olor a incienso y a hierbas.

«El santuario de Agnes también olía así», se dijo emocionada, incapaz de detener la lluvia de recuerdos que le inundó la memoria.

Agnes no se hallaba por ninguna parte y aquello la inquietó mucho; pero de repente la vio aparecer tras el mostrador, el cual era de madera oscura y estaba adornado con figuras que Artemisa ya había visto en sus altares privados. Agnes tenía en las manos un libro que abrió sobre la mesa. Empezó a pasar rápidamente las páginas hasta que se detuvo en una que leyó siguiendo las líneas con el dedo índice. Artemisa captaba todos sus movimientos como si formasen parte de mundos distintos, como si Agnes fuese inalcanzable; una visión tenida en Samhain, una aparición en cualquier ritual que permite conectar con otras dimensiones.

     Ella también ha cambiado. Está mucho más bella —le susurró a Gilbert con ternura.

     Sí, es cierto.

Agnes ya había recuperado esa melena poderosa, nocturna, brillante, abundante y lisa que siempre la había caracterizado. Estaba un poco más delgada que antes y, además, Artemisa se percató de que tenía la piel muy pálida, como si hiciese siglos que el sol no se la acariciaba. Aquello la inquietó mucho y le hizo pensar que Agnes no había conseguido vencer las pocas, pero importantes secuelas del coma que había estado a punto de arrancarla de la vida. Sin embargo, de Agnes se desprendía una fortaleza que a Artemisa la hipnotizó. Sus movimientos seguían siendo tan precisos como siempre, los gestos que se congelaban en su rostro todavía exhalaban la seguridad que ella siempre había detectado en su ser; pero Artemisa también dedujo que a Agnes aún le costaba mucho sonreír. Artemisa se preguntó por qué Agnes no sonreía más a menudo, pues su sonrisa era preciosa y esplendía como la luna creciente. Además, cada vez que realizaba aquel ademán tan acogedor y tierno, su rostro se llenaba de infancia y esperanza. A Artemisa la vida le parecía mucho más bella y sencilla cuando Agnes sonreía.

Llevaba un vestido negro que se le ceñía al cuerpo con precisión y elegancia. Además se protegía el cuello y los hombros con un pañuelo también negro cuyo matiz nocturno se mezclaba con el de sus cuidados cabellos. Se fijó en que tenía en la mano derecha una pulsera de madera oscura, hecha de cuentas con grabados cuya forma Artemisa no pudo detectar desde la distancia.

     Entremos ya, sí —le pidió encantada. Haber observado a Agnes durante aquellos efímeros segundos le había permitido calmarse un poco—. Me resulta inquietante que ni siquiera se haya percatado de que nos encontramos tan cerca de ella.

     Está muy concentrada leyendo.

Gilbert abrió la puerta con lentitud. Artemisa se situó tras él y caminó intentando no hacer ni el más sutil ruido. Cuando Agnes oyó que el carillón de madera que pendía de la puerta repicaba anunciando la llegada de un nuevo cliente, alzó los ojos y los fijó en Gilbert. Artemisa detectó que de la mirada de Agnes se desprendía una serie de emociones que se sucedieron ante ella como si fuesen imágenes de una triste historia. Artemisa intuyó que Agnes había mirado a Gilbert primero con miedo, después con lástima y por último con intriga. Supo que, al percatarse de que de los ojos de Gilbert emanaba un pequeño ápice de felicidad, el temor que le había inundado el alma a Agnes al verlo entrar a esas horas en su tienda se había convertido en alivio.

     Gilbert, no te esperaba —lo saludó sonriéndole con cariño. Artemisa se fijó en que aquella sonrisa era muy sutil y fugaz—. ¿Por qué no me has avisado de que vendrías?

Cuando Artemisa oyó hablar a Agnes, con su dulce y tersa voz y su entrañable acento, se le encogió el alma e incluso notó que le costaba respirar, como si la profunda añoranza que siempre había sentido al recordar a Agnes se hubiese convertido en unas manos fuertes que le apretaban el corazón hasta casi detenérselo.

     ¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó Gilbert con cariño.

     ¿Por qué no me has dicho que venías? —volvió a cuestionarle casi sin mirarlo, eludiendo la pregunta que acababa de hacerle.

     Prefería no avisarte. ¿No notas que no estoy solo? ¿Qué ha ocurrido con tus dones, Agnes? —la interrogó divertido.

     Hoy no me encuentro bien. Anoche celebré un ritual que me quitó tanta energía... Llevo aturdida durante todo el día —se excusó Agnes agachando la mirada.

     Hay alguien que desea pedirte un remedio para una dolencia de la que a mí no ha querido hablarme.

Entonces Artemisa salió de detrás de Gilbert y se acercó al mostrador intentando esbozar una sonrisa toda cargada de luz y esperanza, pero estaba tan emocionada que sentía que su cuerpo no respondía a las órdenes que su alma le enviaba.

      Hola, Agnes —la saludó muy tiernamente. Su voz sonó impregnada de cariño y alivio.

Agnes se había quedado totalmente paralizada. Miraba a Artemisa con muchísima incredulidad, sin ni siquiera parpadear. No obstante, en cuanto transcurrieron unos efímeros segundos, los ojos se le llenaron de lágrimas y se cubrió rápidamente el rostro con las manos.

     Artemisa —susurró casi inaudiblemente, pero Artemisa pudo percibir nítidamente su voz, pues había sonado tan llena de emoción que habría sido imposible ignorarla, aunque hubiese musitado en medio de una desgarradora tormenta—, Artemisa...

Raudamente, Agnes se acercó a Artemisa y la abrazó con tanta fuerza que Artemisa sintió en aquel abrazo todos los que no habían podido darse durante aquel tiempo que habían permanecido separadas. Artemisa la acogió en sus brazos como si de repente Agnes se hubiese convertido en el ser más indefenso de la Tierra.

Con aquel abrazo tan entregado y desesperado, tan lleno de lágrimas y desolación, Agnes le confesó a Artemisa que para ella el tiempo no había transcurrido, que todavía la amaba como cuando se había alejado de ella y sobre todo que no le guardaba ni el menor ápice de rencor. Todas aquellas certezas desconsolaron mucho más a Artemisa y le hicieron experimentar toda la nostalgia que la golpeaba siempre que recordaba a Agnes y toda la impotencia que le había invadido el corazón al no saber nada de ella durante tanto tiempo. Aquel abrazo que tanto significado tenía para las dos no era solamente la señal de que al fin se habían reencontrado tras tantos años sin verse, sino la prueba más fehaciente de que aquella distancia tanto temporal como espacial no había destruido el amor que se habían profesado siempre. Fue un abrazo que les recompuso el alma y la misma vida.

Agnes lloraba profundamente e incluso Artemisa notó que temblaba como si el frío más intenso la atacase. Le acarició su crecida melena mientras la besaba con suavidad en las sienes, en la frente, en la cabeza, incluso en las mejillas.

     ¿De veras eres tú, Artemisa? —le preguntó entre suspiros de nostalgia, de tristeza y de desesperación—. Artemisa, mi Artemisa... Sí, sí eres tú. Todavía hueles igual, eres tú... Eres tú... Ay, mi Artemisa, al fin, al fin...

Artemisa notó que la esencia de Agnes tampoco se había desvanecido. Todavía se desprendía de ella aquel aroma tan especial a hierbas y a incienso que a Artemisa tanto la acogía y la templaba. Se hundió en aquella fragancia tan conocida, la que tantos recuerdos contenía, y permitió que los segundos se deslizasen lenta y suavemente por su alrededor mientras se abrazaban con tanta desesperación y ternura. Artemisa abrazaba a Agnes con intensidad, apretándola dulcemente contra sí, sintiendo el contacto de su cuerpo y de su respiración. Le parecía que hasta entonces había carecido de la mitad de su ser y que podía recuperarla uniéndose tan íntimamente a ella en aquel abrazo que tanto significado tenía.

     Sí, Agnes. Soy yo.

     No puedo creerme que hayas vuelto.

     Sí, Agnes, he vuelto, cariño —le contestó quedamente. Mientras la tomaba de la cabeza con sus trémulas manos, le pidió—: Mírame, Agnes.

Agnes se hundió desesperadamente en los ojos de Artemisa, como si hasta entonces le hubiese faltado la vida y pudiese recuperarla si miraba a Artemisa, como si quisiese protegerse de todo el frío que había sentido hasta entonces, como si la mirada de Artemisa fuese un refugio que podía ampararla de la soledad y de la tristeza. Aunque ambas tuviesen los ojos llenos de lágrimas, pudieron captar perfectamente la luz que se los inundaba, pudieron unir sus miradas hasta convertirlas en un solo haz de vida.

Artemisa deseó desesperadamente besar a Agnes, pero una repentina y potente timidez la detuvo. Además, la emoción de Agnes también la volvía insegura y trémula. Le parecía que aquel momento no era real y que se hallaba sumergida en ese sueño que tantas veces se le había repetido; en el que se reencontraba con Agnes, en el que le prometía que jamás volvería a abandonarla mientras le quedase aliento.

Artemisa le limpió las lágrimas a Agnes con sus fríos dedos, descubriendo así todo el esplendor nocturno que había bañado siempre sus ojos. En esos momentos le costaba digerir la fuerza de las emociones que le invadían el alma; las cuales le advertían de que aquél era uno de los momentos más bellos que vivía en mucho tiempo y que éste, precisamente, estaba ocasionado por hallarse junto a un ser mortal y mundano que, sin embargo, para ella era divino, mágico e irreal.

Se preguntó cómo había podido vivir lejos de Agnes durante tanto tiempo, cómo era posible que el alma no se le hubiese resquebrajado irrevocablemente al no haberla tenido a su lado, al no haberla oído hablar todos los días, sin poder mirarla a los ojos ni acariciar su piel tersa y lunar. En esos instantes, teniendo a Agnes tan cerca, tanto que podía sentir cómo respiraba, supo que no había mayor dicha que aquélla que las rodeaba, que le hacía descubrir qué significaba estar... estar enamorada, loca y realmente enamorada.

Ambas se habían olvidado de que Gilbert continuaba a su lado, observando aquella escena con una emoción que no le cabía en el pecho. No había podido evitar empezar a llorar al detectar toda la tristeza, la felicidad y el amor que se escapaban de los gestos y de las miradas de esas dos mujeres que él tanto quería. Había comenzado a llorar suave y silenciosamente, conmovido por un instante bello. Era tan hermoso que incluso le costaba creer que su vida se hubiese desmoronado por culpa de la enfermedad de Gaya.

     Necesito decirte tantas cosas... —susurró Agnes acercándose más a Artemisa—; pero ahora no encuentro las palabras idóneas para hacerlo. Sólo... sólo siento que al fin ha amanecido.

     No importa donde vaya, Agnes, pues tú siempre serás mi hogar, y eso no cambiará nunca, nunca —le confesó con una voz trémula y queda.

     Gracias por venir, Artemisa. Creía que no volvería a verte nunca más —lloró Agnes de nuevo apoyándose en el hombro de Artemisa, alejándose de su intensa mirada—. Que estés aquí es una prueba irrefutable de que la Diosa existe y está con nosotros. Ella te ha traído hasta aquí, te ha llevado a mi lado, a este momento en el que todos te necesitamos tanto, tanto, tanto, tanto...

     Perdóname, Agnes, por favor. Por favor, perdóname —le suplicó presionándola contra su cuerpo—. No he podido comunicarme con vosotros...

     No me pidas perdón por nada, Artemisa. Ahora estás aquí y eso es lo que más importa. Nada queda ya, salvo este precioso momento que es un sueño, un mágico sueño.

Aquel reencuentro fue tan hermoso y emotivo que parecía que no podía quedar más sufrimiento después de aquellos instantes en los que Gilbert, Agnes y Artemisa lloraron tanto de nostalgia como de felicidad durante unos momentos que se alargaron y se alargaron en el tiempo hasta que la noche se convirtió en la reina de las horas.

     Vayamos a mi casa —les pidió de repente Agnes ya un poco más calmada—. Allí cenaremos y hablaremos serenamente. Estoy deseando que nos cuentes tantas cosas, Artemisa...

A Artemisa le sorprendió mucho que Agnes viviese en un piso, pues ella adoraba las cabañas y sobre todo prefería que éstas se hallasen rodeadas por la soledad natural más profunda; pero también comprendió que ya no le resultaba tan sencillo escoger el rincón del mundo que sería su hogar. No obstante, aquella casa estaba impregnada de la fuerte personalidad de la mujer que la habitaba. Flotaba por el ambiente el mismo olor que siempre había caracterizado los lares que Agnes volvía suyos. Incluso Artemisa notó que en todas las estancias que componían aquella vivienda se encerraba una paz que le acarició el alma.

     Qué sitio tan calmado —susurró encantada mientras deslizaba los ojos por el salón en el que se encontraban.

     Es el lugar más tranquilo de toda la ciudad, te lo aseguro, y soy feliz aquí, realmente —le explicó Agnes mientras sacaba vasos y platos de un armario—. Anoche hice crema de verduras y arroz para cenar; pero, si no os apetece comer eso, puedo descongelar lentejas con soja y hortalizas.

     Como prefieras, Agnes. Yo tengo tanta hambre que sería capaz de comerme hasta un pedazo de madera —le indicó Artemisa risueña—. No he comido nada desde anoche.

     ¿Cómo? —exclamó Gilbert extrañado.

     No he podido desayunar porque estaba tan nerviosa que no me apetecía nada y tampoco he tenido ocasión de comer durante todo el día. Además, el cambio de horario me desorienta mucho.

     ¿Sueles alimentarte así de bien siempre? —le preguntó Agnes irónicamente.

     No, para nada. En el templo comemos muy bien. Hacemos además muchos dulces sanísimos que... Por cierto, hablando de dulces, os he traído galletas de kiwi. Las hicimos ayer.

     Nunca he probado galletas de kiwi —le confesó Agnes.

     Están deliciosas.

La vida parecía tan sencilla en esos momentos... Cenaron mientras conversaban con calma y amenidad. Artemisa les explicó cómo eran los días en el templo, a qué se dedicaban las sacerdotisas y las alumnas que allí vivían, cómo eran las clases que ella daba, en qué consistía la formación de sacerdotisa... Les habló de las mujeres a las que más conectada estaba, les contó cómo eran y compartió con ellos muchísimas de las experiencias que había tenido allí, en aquel lugar tan remoto y alejado de la superficialidad de la vida. Gilbert y Agnes la escuchaban como si Artemisa fuese la narradora de una historia totalmente apasionante que no formaba parte de la realidad. Les parecía que Artemisa no había habitado en el mismo mundo en el que ellos habían tenido que construirse su vida, sino en uno de los sueños más hermosos y mágicos de la Historia.

Sin embargo, también comprendieron que, tras las experiencias que Artemisa les explicaba, se escondían momentos difíciles de los que ella parecía no querer hablar. Se sintió tentada de contarles lo que le había ocurrido en Samhain, pero no podía evocar esos recuerdos sin empequeñecerse y prefería teñir de sencillez y armonía aquellos primeros momentos que vivían juntos después de casi tres años sin verse.

     Por la Diosa, qué buena está esta crema de calabacín y zanahoria. Tiene ingredientes que no identifico —declaró Artemisa con placer—. Eres una excelente cocinera, Agnes. Extrañaba tus platos.

     Gracias a la herboristería, he conseguido traer aquí especias de otros países. Les dan a las comidas un sabor delicioso y único y además muchas tienen propiedades buenísimas para nuestro cuerpo y nuestra alma.

Artemisa sonrió encantada. Oír hablar así a Agnes le hacía creer que en realidad ninguno de los seres que habían formado su pasado se hallaba inmerso en un presente difícil de vivir.

El olor del incienso se mezclaba con las palabras que se dedicaban, con el fresco y húmedo aire de la noche (el que se adentraba lentamente por la ventana entreabierta del salón). Olía a hierba recién cortada, olía a vida, a serenidad, a felicidad incluso.

     ¿Te quedarás a dormir aquí, no, Gilbert? —le preguntó Agnes conociendo perfectamente la respuesta.

     Sí, pero sólo tienes una cama más y este sofá. No quiero que Artemisa duerma mal después de haber hecho un viaje tan largo, así que dormiré aquí en el salón.

     No, Gilbert, no te lo permitiré. Este sofá es muy confortable, pero creo que no está hecho para que tú lo emplees para dormir. Además, no te preocupes por mí. Estoy cansada, pero no me supone ninguna complicación acomodarme aquí y no creas que la cama que tengo en el templo es la más mullida del mundo, así que ni hablar —lo contradijo Artemisa energéticamente mientras se levantaba de la silla que ocupaba y empezaba a recoger la mesa con agilidad y presteza.

     No hagas nada, Artemisa. Estate quieta. Eres mi invitada —la interrumpió Agnes tomándola de las manos impidiéndole que las moviese.

     ¿Qué invitada? No voy a permitir que me lo hagas todo como si fuese una reina.

     Por la Diosa, qué terca te has vuelto —se rió Agnes con mucho cariño.

Artemisa fregó con precisión y rapidez los cubiertos, los platos y todo lo que habían utilizado. No permitió que Agnes ni Gilbert la ayudasen; lo cual ninguno de los dos pudo comprender. Cuando terminó, regresó al salón. Gilbert había desaparecido y Agnes se hallaba limpiando la mesa con un paño húmedo.

     ¿Dónde quieres dormir entonces, en el suelo? —le preguntó Agnes intentando no reírse.

     En el sofá —le respondió Artemisa con sencillez.

     Me parece que no es en el sofá donde quieres dormir —la contradijo acercándose a ella y mirándola profundamente a los ojos—. Tú quieres dormir conmigo. Dime la verdad.

Artemisa se sonrojó intensamente. Aunque se ocultase el rostro con las manos, Agnes ya había percibido el rubor que le había teñido las mejillas. Aquel gesto le pareció tan tierno que notó que el corazón se le encogía y no pudo evitar emocionarse.

     En mi cama hay sitio para las dos —le susurró confidencialmente mientras la tomaba de las manos—; pero ¿no te importa que Gilbert...?

     Gilbert no se enterará.

     Lo cierto es que yo estaba deseando que te comportases tal como estás haciéndolo. Quiero estar cerca de ti, Artemisa, muy cerca de ti, y recuperar el tiempo perdido.

     Agnes...

Justo entonces apareció Gilbert para despedirse de ellas. Cuando se encerró en la alcoba en la que siempre solía dormir cuando permanecía unos días en el hogar de Agnes, entonces Agnes condujo a Artemisa a su dormitorio. Le ofreció antes el cuarto de baño por si deseaba desvestirse o asearse y, en cuanto Artemisa hubo preparado todo lo que necesitaba para darse una ducha, salió de aquella habitación notando que el alma le advertía de que estaba a punto de quebrar una frontera que nunca, bajo ninguna circunstancia, debía traspasar y que tendría que esforzarse por mantener intacta la fortaleza que construía en realidad los cimientos de su vida.

Se duchó tranquila, pero también rápidamente, sin entretenerse más de lo necesario. No quería que Agnes se durmiese antes de poder hablar con ella una última vez aquella noche.

Cuando terminó de ducharse, se vistió con un sencillo pijama de algodón de color rojo y negro y después se dirigió sin hacer ruido hacia el dormitorio en el que Agnes la esperaba. Agnes leía cuando Artemisa se adentró en su alcoba. Dejó el libro enseguida y miró a Artemisa esbozando una sonrisa tan hermosa y tan sincera que Artemisa creyó que todo lo que había padecido hasta entonces merecía la pena si podía ver esa sonrisa tan reluciente.

Agnes portaba un fino camisón azul oscuro que remarcaba la sinuosa silueta de su cuerpo. Artemisa volvió a pensar que Agnes estaba demasiado delgada y pálida, pero no se atrevió a preguntarle nada. Se acostó a su lado, se acomodó en aquella cama tan confortable y miró a Agnes con intriga. En esos momentos notaba que el corazón le golpeaba furiosamente el pecho, pero trató de ignorar aquellos potentes latidos para poder comportarse con serenidad.

Agnes la arropó con la manta con la que ella también se cubría y buscó sus manos por debajo de aquel cálido amparo. Artemisa enlazó los dedos a los de Agnes y le presionó la mano con felicidad y emoción. Se percató de que Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas y que se esforzaba por no lanzarse a ella para abrazarla. La sorprendió que la vergüenza la dominase tanto.

     Me parece un sueño que estés aquí, Artemisa, de veras —le confesó cerrando los ojos con fuerza y apretándole la mano—. Soñé tantas veces contigo... He soñado tanto que regresabas... Artemisa...

     Yo también he soñado mucho contigo durante todo este tiempo, Agnes, y no he dejado de pensar en ti en ningún momento.

     Llegué a creer que te habías olvidado de mí, que habías conseguido destruir lo que sentías por mí...

Aquellas palabras fueron como un puñal que se le clavó en el corazón. No podía aceptar que Agnes se hubiese sentido tan desamparada, tan herida y abandonada. Quiso pedirle que nunca más volviese a pensar que no la quería, que se había olvidado de ella, que ya no la recordaba; pero supo de repente que, si le dedicaba aquellas palabras, empezaría a derrumbar la barrera que debía separar sus almas, su vida, que debía poner orden en su destino.

     Ahora estás mucho más consagrada a la Diosa que nunca. Siempre lo has estado, pero ahora te noto diferente. Algo ha cambiado en ti.

     ¿Qué crees que ha cambiado? Yo...

     Eres plenamente de la Diosa, eres inalcanzable como la Luna y las estrellas. Sólo puedo invocarte como invoco a los cinco elementos para que estés a mi lado, para que me llenes con tu presencia, pero no puedo tocarte. Eres como una estatua de la Diosa que puedo ver, acariciar y abrazar, pero siempre pertenecerás a otra realidad, a otro mundo.

     No, Agnes, cariño —la contradijo arrimándose a ella. En esos momentos, las palabras de Agnes (y sobre todo notarla tan cerca) habían destruido sutilmente sus convicciones—. Soy tan humana como tú y la Diosa está en mí, pero también está en ti ahora, y puedo sentirla en tus manos, en tu piel, en tu mirada —le confesó soltándole la mano y acariciándole la cintura y después abrazándola con mucha ternura. Agnes se rindió entre sus brazos, estremecida y sobrecogida. Artemisa notó que a Agnes se le había acelerado sutilmente la respiración—. Yo también he creído muchas veces que eres un templo en el que me gustaría entrar para comunicarme con la Diosa, pero...

     Hay quien dice que, cuando alguien te inspira esas sensaciones, es porque la Diosa te llama desde ese cuerpo —le indicó queda y muy tiernamente mientras la abrazaba—. Yo he notado muchísimas veces que la Diosa me llama a través de ti.

     ¿Y ahora lo notas también? —le preguntó alzando los ojos y hundiéndolos en los de Agnes. Se acercó a ella hasta que respiraron el mismo aliento.

     Sí, sí, sí lo noto, Artemisa —le contestó emocionada mientras le acariciaba las mejillas—. Te he extrañado tanto... Me he sentido tan vacía sin ti... y ahora, en cambio, me siento tan llena, tan plena, tan...

     Agnes...

Artemisa musitó el nombre de Agnes como si notase que había empezado a perderse por una dimensión que no le pertenecía y pronunciándolo fuese una forma de seguir enlazada a la realidad en la que hasta entonces había crecido, como si su nombre fuese un puente que le permitía continuar aferrada a sus recuerdos, a su pasado y a sus convicciones; pero lo cierto era que se sentía tan extraña, tan desorientada de repente que no pudo recuperar esa seguridad que le impedía errar, que la ayudaba a transitar la senda de su vida sin tropezar. Lo único que sabía era que nunca, nunca, nunca se había percibido tan volátil, tan tiernamente hundida en un sentimiento que la dominaba como el viento domina los huracanes.

Todo lo que había añorado a Agnes, todo lo que la quería y deseaba estalló por dentro de ella, haciendo añicos sus convicciones y las razones que siempre la habían ayudado a rechazar la posibilidad de traspasar esa frontera que la separaba de la locura. No era ella misma en esos momentos. Sentía que se había perdido, que había perdido el rastro de su pasado y de los instantes que la habían llevado hasta ese momento. Cerró los ojos y le pidió a la Diosa que la ayudase, que la guiase, que le permitiese saber qué debía hacer.

Al pensar en la Diosa, esas brumas que la habían rodeado empezaron a disiparse. De repente fue consciente de que estaba a punto de cometer un error irremediable que le destrozaría la vida y que debía luchar contra el deseo que le llenaba el alma y que la dominaba tan irrevocablemente para recuperar todo lo que había sido, todo lo que tanto le había costado construir.

Agnes se hallaba muy cerca de sus labios. Mientras Artemisa recuperaba su propia consciencia, Agnes se le aproximó más y empezó a besarla con mucha dulzura. Al sentir sus labios, Artemisa se estremeció, pero en esos instantes ya podía diferenciar las sensaciones físicas de las anímicas y podía distinguir cuáles eran las que realmente importaban. Así pues, se separó lentamente de los labios de Agnes.

     No, Agnes, no puedo, lo siento —susurró con mucho miedo. Agnes la miraba suplicante, con los ojos anegados en desesperación—. Agnes, yo...

     No me hagas esto, Artemisa, por favor. Te necesito —le rogó cerrando con fuerza los ojos, agachando la cabeza y empezando a llorar delicadamente—. No puedo más, Artemisa. No quiero que vuelvas a alejarte. La Diosa lo entenderá, de veras, y, si se empeña en mantener vivo este amor, será porque debemos vivirlo, ¿no crees?

Agnes se expresaba con desesperación y frustración; lo cual conmovía mucho a Artemisa; pero no le hacía cambiar de parecer. Abrazó a Agnes con mucho amor mientras le pedía con una voz que intentó impregnar de seguridad:

     Estoy segura de que la Diosa permite que nos queramos porque debemos diferenciar los sentimientos mundanos de los intangibles; pero nada más.

     No, Artemisa, no...

     Agnes, no nos hagamos más daño.

     ¡No me hagas más daño tú! —exclamó frustrada separándose de pronto de Artemisa y sentándose en la cama—. ¡Tú eres la única que me destroza el alma!

     Pero, Agnes, tú también estás consagrada a la Diosa —le recordó Artemisa con paciencia mientras también se sentaba.

     ¿Y quién ha decidido que estar consagrada a la Diosa signifique no poder amar a otra persona? —le preguntó irascible, perdiendo la poca calma que la había dominado.

     Es algo que se sabe.

     No es cierto. La Diosa también tiene su consorte, Artemisa. Ella también yace con él cada Beltane, Ella lo ama, lo venera, lo llora cuando muere y lo espera cuando nace.

     Pero deben amarse porque de su amor nace el equilibrio de la vida. En cambio, si tú y yo nos entregamos a lo que sentimos, lo desestabilizaremos todo, todo.

     Para mí es un desequilibrio no poder estar contigo como deseo, Artemisa. Llevo tanto tiempo amándote de este modo que no recuerdo ni un solo día de mi vida en el que no me haya acordado de ti, en el que no haya llorado por tu maldita ausencia; la que son unas uñas afiladas que me rasgan el alma; la que es una mano férrea que me aprieta el corazón y me impide respirar. No encuentro las horas del amanecer si no estás a mi lado. Por favor, no vuelvas a creerme capaz de vivir sin ti. No puedo estar sin ti, Artemisa. No vuelvas a irte, por favor, o, al menos, si te marchas, quítame la vida. No la quiero si no puedo compartirla contigo.

Agnes lloraba amargamente. A Artemisa no se le ocurría decirle nada que pudiese calmarla. No encontraba las palabras idóneas que le acariciasen el alma. Permaneció en silencio durante unos instantes que deseó convertir en una puerta que la llevase de nuevo hasta el templo de Hécate. Mientras había vivido allí, aunque extrañase a Agnes con una fuerza indomable, había conseguido mantener sereno el amor que le profesaba; pero, ahora que la tenía tan cerca, llorando desconsoladamente por lo que sentían las dos, se preguntó si realmente merecía la pena haber vuelto y le resultaba imposible soportar esos sentimientos tan fuertes y ese deseo tan potente que le invadían el alma y todo el cuerpo.

     Perdóname, Agnes. No sé por qué tengo tan aceptado que estar consagrada a la Diosa no me permite...

     Estás equivocada, Artemisa, muy equivocada. No te imaginas cuánto te arrepentirás de tu comportamiento cuando ya sea demasiado tarde, cuando me mires y no puedas encontrar en mí a la mujer que amaste, cuando quieras recuperarme y yo ya me haya desvanecido, cuando quieras estar de nuevo conmigo como lo estamos ahora. No sé si prefieres vivir lo que ahora está viviendo Gilbert; esa impotencia por haber perdido para siempre al amor de su vida y ese arrepentimiento por no haber luchado por su felicidad, por su vida.

Agnes lloraba inconsolablemente. Sus palabras eran para Artemisa una espada que no dejaba de caer sobre ella y le partía el corazón y el alma.

     Será mejor que duerma en el sofá esta noche —resolvió cobardemente saliendo de la cama, pero Agnes la detuvo aferrándola del brazo con fuerza.

     No te vayas, por favor. No soporto dormir ni una noche más sin ti.

     Agnes, estás muy alterada y...

     No estoy alterada, Artemisa —la contradijo limpiándose las lágrimas con la mano que le quedaba libre—. Estoy destrozada y muy triste, que no es lo mismo.

Artemisa no dijo nada más. Se acomodó de nuevo en la cama y cerró los ojos. Agnes se tumbó a su lado, pero Artemisa sabía que no la miraba ni tampoco tenía intenciones de volver a tomarla de la mano como antes.

     Mañana lo verás con más claridad. Ojalá la Diosa te ayude, de veras —susurró dándole la espalda.

     Agnes... yo en el templo de Hécate soy muy feliz, de veras.

     Mentira.

     No, no te miento —le dijo con calma—. No necesito nada más que la presencia de la Diosa para ser feliz. Sí, te extraño muchísimo y a veces me siento incapaz de vivir sin verte, sin tenerte cerca; pero me parece que sufro mucho más cuando estoy a tu lado, cuando detecto toda la tristeza que te provoca que no podamos amarnos ni ser libres en esa vida que tú deseas compartir conmigo. Yo pertenezco ya a ese lugar, Agnes. Ya no puedo vivir en otra parte del mundo.

     Cállate ya, Artemisa, por favor. No digas nada más, te lo suplico —le pidió con una voz quebrada—. No quiero oír nada más.

Artemisa se esforzó por calmarse; pero no pudo conciliar el sueño en toda la noche. No podía dejar de pensar en todo lo que había vivido con Agnes y tampoco podía desprenderse de los nervios que le provocaba la cercanía del reencuentro con Gaya, con alguien que, según le había indicado Gilbert, posiblemente no la reconocería.

2 comentarios:

  1. Artemisa es un mar de dudas, un océano de ilógicas amorosas en el que las tormentas más feroces golpean con fuerza sus sentimientos dejándola totalmente...atontada.

    Todo me parece mágico, ideal. Es precioso el reencuentro entre Gilbert y ella, pero sobretodo el reencuentro con Agnes. Que la observase antes de entrar en la tienda y captase tantos detalles, que la viese tan sumergida en su día a día y luego entrase sorprendiéndola de esa forma tan bonita, me encantó. Ese amor que se tienen sigue tan fuerte a pesar de los años transcurridos, y este reencuentro ha sido la muestra.Se aman, no cabe la menor duda, pero a veces la paciencia tiene un límite, el de Agnes parece que no lo tiene, después de tres años y muchos rechazos lo sigue conservando.

    Cenar los tres juntos, deleitándose con los platos cocinados por Agnes, hablando de sus experiencias. Lo que me rompe todos los esquemas es que acepte ir a dormir con ella, sabiendo perfectamente lo que podía ocurrir y rechazarla una vez más, argumentando "estoy consagrada", ¡¡¡Ya estamos cansados de ese discurso!!! Ese argumento no es válido, y menos mal que Agnes se lo ha dicho claramente. Me ha dado un poco de rabia que le haya pedido que se quede a dormir con ella, la he visto que se rebajaba demasiado, que se arrastraba. Artemisa es la contradicción personificada. Cansa, y a veces pienso que Agnes debería mandarla a la porra y olvidarse de ella por completo. Es que además, Agnes no le reprocha nada, que podría haberlo hecho, pero no entra en eso y al contrario, se interesa por su vida y lo que ha sido de ella estos tres años. Le ha dicho muchas verdades a la cara, pero mucho me temo que no servirá para nada. Se pasa tres años loca pensando en Agnes, enamorada, desesperada y cuando regresa, se acuesta con ella en su cama para decirle "quita quita, que estoy consagrada a la Diosa". ¡¡Ahhhhhhh!! Es para tirarse de los pelos. En fin, lo que me da rabia es que luego va de melancólica, triste acordándose de ella, que la echa de menos, que la adora y todas esas cosas para luego plantarle un no en su casa, en su cama, en su cara. Desde ahora todas las veces que Artemisa se ponga tonta pensando en Agnes no me dará ni pizca de pena. Tiene un muro mental que no la deja avanzar y como bien dice Agnes, algún día se arrepentirá y será demasiado tarde para reaccionar.

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  2. ¿Es un naufragio realmente lo que se produce con el reencuentro? O tal vez la pregunta debería ser ¿quién naufraga? Pero me estoy anticipando demasiado, antes Artemisa tiene que regresar a Lindanivia, un lugar que por fuerza tiene que chocarle una barbaridad, después de tanto tiempo de una vida más o menos controlada. Pero ese reencuentro no es nada comparado con el de las personas: Gilbert demuestra lo bueno y lo inteligente que es, y le pone las cosas todo lo fáciles que puede a Artemisa; son sus ojos los que nos avisan de que ella ha cambiado, y que ese cambio la ha hecho más fuerte y más bella, algo que también pasa con Agnes; la escena de la tienda es muy bonita, se disfruta del olor, casi me parece estar ahí dentro, y la aparición final saliendo de detrás de Gilbert es muy hermosa. Al fin juntas, deberían pensar las dos... pero aquí vuelven de nuevo a levantarse los viejos fantasamas... La cena va bien, todo transcurre con normalidad y calma, pero luego viene la distribución de camas... es imposible que Artemisa no haya deseado estar íntimamente con Agnes, y su reacción física es precisamente eso, pero luego vienen los remilgos de siempre: somos sacerdotisas, la diosa es lo único para nosotros, te deseo y te he echado de menos, pero no... ay, esa parte de su personalidad es un problema, no solo porque ha de resultarle a ella misma muy doloroso mantener el quiero y no puedo, sino porque hace sufrir a los demás, detesto esa manera de ser, porque se alientan esperanzas ajenas para luego indefectiblemente defraudarlas... nos estás forzando, como lectores, a tomar partido, y sin duda en contra de Artemisa, es decir, es imposible no simpatizar más por Agnes, que también es espiritual, inteligente, delicada... pero mucho más consecuencia, así que ¿dónde está aquí la locura? No sé lo que va a pasar, pero quiero descubrirlo cuanto antes.

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