5
Naufragando
en la niebla de tus ojos
Mónica le había prestado a Artemisa la cantidad de dinero suficiente
para que pudiese viajar a Lindanivia utilizando todos los medios de transporte
que necesitaba. El viaje de regreso a aquella tierra que había sido su hogar le
resultó largo y denso. Lo vivió con impaciencia, con nervios y con miedo. No se
atrevía a imaginarse lo que le ocurriría a partir del momento en que llegaría a
aquella ciudad en la que tantas experiencias había vivido.
Viajaba con una maleta muy pequeña que contenía sólo tres mudas de
ropa y los enseres personales más imprescindibles; pero tenía el alma llena de
temores cuya voz asfixiante no podía ignorar, de sentimientos que le
presionaban el corazón y que la instaban a creer que había dejado atrás el
único pedazo de tierra que podía protegerla.
Mónica se había puesto en contacto con Gilbert para comunicarle que
Artemisa estaba viajando a Lindanivia. De ese modo, cuando Artemisa salió al
fin del aeropuerto, se encontró con Gilbert. No podía negar que había intuido
que alguien la recibiría al llegar a Lindanivia, pero la sorprendió grata y
profundamente ver a Gilbert aguardándola bajo la moribunda luz de aquella tarde
casi invernal.
Hacía prácticamente tres años que había mirado por última vez a
Gilbert a los ojos y le pareció que aquel hombre de apariencia afable y sabia
había cambiado muchísimo. Lo notaba más envejecido e inseguro. La luz de su
mirada se había atenuado y sus movimientos carecían de agilidad y precisión. No
obstante, intentó que aquellas percepciones no la entristeciesen más de lo que
ya lo estaba. Se esforzó por dedicarle a Gilbert una sonrisa anegada en vida,
en felicidad y cariño.
—
¡Artemisa! —la llamó él antes de que se tuviesen uno
al alcance del otro. Cuando Gilbert se halló frente a la sacerdotisa, exclamó
con voz trémula—: ¡Por la Diosa, cómo has cambiado!
—
¿De veras? Yo creo que estoy igual que la última vez
que nos vimos —se rió ella incómoda, preguntándose cuáles serían las causas de
las palabras de Gilbert.
—
Sí, de veras. Estás distinta, Artemisa; pero no me refiero
sólo a que hayas cambiado físicamente, sino sobre todo anímicamente. Sí, sí,
por supuesto que ya no eres la misma. Tienes una mirada distinta y tu porte
también se ha convertido en el de otra persona. Ahora nadie podría negar que
eres una sabia y poderosa sacerdotisa. Además, te ha crecido mucho el pelo,
estás más delgada y atlética. Se adivina muchísima salud en tu aspecto, Artemisa.
—
Gracias. Yo creía que me dirías todo lo contrario.
—
No, para nada. Ven conmigo. He dejado el coche en un
lugar en el que me parece que está prohibido aparcar.
Lindanivia no había cambiado nada. Seguía siendo esa ciudad en la que
se mezclaban el agobio de la sociedad y la tranquilidad de los lugares
dominados por la serenidad que emana de los bosques. No obstante, Artemisa se sentía
como si se hubiese adentrado en un mundo distinto. El color de las calles, la
tonalidad de la luz de la tarde, el ruido que invadía cada rincón, las personas
que caminaban por doquier y el olor que se aferraba a los edificios y al
pavimento le resultaban completamente desconocidos e incluso incomprensibles.
—
Mañana iremos a ver a Gaya. Ahora ya es bastante
tarde para ir a su casa. Antes, tienes que reencontrarte con otra persona que
ni siquiera sabe que vas a venir, aunque a lo mejor la Diosa se lo ha
comunicado a través de alguno de los rituales que celebra todos los días.
La voz de Gilbert sonaba trémula, propensa a quebrarse en cualquier
momento. Artemisa intuyó que el que había sido el sumo sacerdote de El fuego de
Hécate se esforzaba muchísimo por no arrancar a llorar. Las palabras que le
había dedicado estaban cargadas de tristeza y desencanto.
Artemisa no se atrevió a preguntarle nada, ni siquiera si a la persona
a la que se refería era Agnes, pues de repente se había puesto muy nerviosa.
Los nervios le perforaban el estómago y le hacían creer que las emociones que
le llenaban el alma le harían estallar en cualquier momento.
Pasaron por la calle en la que se hallaba la casa en la que había
vivido con Neftis. Los recuerdos que se desprendían de los rincones de aquella
ciudad parecían formar parte de otra memoria que no era la suya. Se sentía como
si se hubiese hundido en un sueño que sólo podía existir en una dimensión
inalcanzable.
—
Me siento muy extraña —le confesó al fin. No podía
seguir manteniendo en silencio sus sentimientos.
—
Creo que te entiendo. Además, es comprensible que te
sientas así. Has permanecido fuera de este lugar durante mucho tiempo y supongo
que regresar debe costarte muchísimo.
—
Me siento como si no perteneciese, como si me
encontrase en un lugar que...
Artemisa se interrumpió. Todos aquellos sentimientos que llevaban
palpitando en su corazón desde que había decidido que regresaría a Lindanivia
se le derramaron por toda el alma. Un inoportuno llanto se había apoderado de
su voz y la había vuelto temblorosa. Gilbert ansió consolarla tomándola de la
mano o abrazándola, pero no podía retirar las manos del volante.
—
Además, ser consciente de que estás aquí por un
motivo que para nada es hermoso debe hacerte sentir peor.
—
¿Qué está ocurriendo, Gilbert? Noto que nuestro
mundo se ha derrumbado y me siento culpable —le confesó con una voz lacrimosa.
—
No debes culparte de nada; aunque sí tienes razón:
nuestro mundo se ha derrumbado, Artemisa —le confirmó quedamente mientras
aparcaba el coche en una calle estrecha y nada transitada—. Debes ser fuerte.
—
No puedo, todavía no. Aún no estoy preparada —le
suplicó cubriéndose el rostro con las manos. En esos momentos, el templo de
Hécate parecía formar parte de una ilusión—. Estallan por dentro de mí tantas
emociones que no puedo soportarlo.
—
Serénate, cariño. Estás tan nerviosa y emocionada
porque intuyes perfectamente con quién vas a encontrarte ahora. Es natural que
te sientas así.
—
Al haber pasado tanto tiempo sin saber de vosotros,
me parece como si estos casi tres años no hubiesen transcurrido, como si
hubiese regresado al último instante que vivimos juntos.
—
Sí, conozco la sensación que me describes.
—
Os he añorado muchísimo, Gilbert, de veras,
muchísimo, muchísimo —le reveló llorando desconsoladamente. Esta vez, Gilbert sí
pudo abrazarla, pues había apagado el coche hacía algunos instantes. Artemisa
lloró con intensidad entre sus brazos, apoyada en su pecho paternal—. Soy muy
feliz en el templo de Hécate, pero no dejo de pensar en vosotros, no dejo de
recordaros. Continuamente os tengo en el alma, continuamente. Y saber que
ahora...
—
Cálmate, cariño, por favor.
—
Gaya está enferma: para mí es la peor realidad que
la Diosa puede hacerme vivir.
—
Está muy enferma, pero todavía no has perdido la
oportunidad de verla una vez más.
—
Por favor, dime qué le ocurre a Gaya.
—
No puedo pronunciar el nombre de su enfermedad —le
indicó con un susurro quebrado—. Gaya ha desaparecido casi por completo. Muy
pocas veces la tenemos con nosotros.
Artemisa no pudo preguntar ni decir nada más. Permaneció luchando
silenciosamente contra el poderoso llanto que había destrozado por completo la
poca serenidad de la que había gozado durante todo aquel día, durante el viaje
que la había llevado hasta ese instante.
De repente, ser consciente de que estaba a punto de reencontrarse con
Agnes la empequeñeció profundamente, tanto que se creyó incapaz de vivir esos
momentos; pero, al mismo tiempo, los nervios y la emoción más intensos le
permitieron sonreír con alegría. Se acordó rápidamente de todas esas veces en
las que había anhelado estar a su lado, oír su voz, mirarla a los ojos. Todo lo
que la había extrañado le inundó el alma hasta deshacer mínimamente la tristeza
que le presionaba el corazón.
Agnes y ella estaban a punto de mirarse a los ojos una vez más,
después de casi tres años sin hacerlo. Aquella certeza le hacía temblar y,
lamentablemente, le confesaba que el amor que le había profesado a esa mujer
tan especial no se había atenuado ni un ápice; al contrario, parecía haberse
intensificado hasta convertirse en el sentimiento más poderoso que jamás pudo
invadir cualquier alma.
—
¿Te sientes preparada para verla? —le preguntó
Gilbert con simpatía. Le resultaba muy tierno que Artemisa estuviese tan
nerviosa.
—
Creo que sí.
—
No te imaginas cómo va a reaccionar cuando te vea
—le sonrió mientras se separaba de ella y bajaba del coche. Artemisa también
salió de allí y se situó a su lado.
—
Pero ¿adónde vamos? ¿Ella ya no vive en la casa que
compartimos con Neftis? —le preguntó inquieta.
—
No, cariño. Hace casi dos años que se mudó a un piso
pequeño, pero no iremos ahora a su casa, sino a la herboristería en la que
trabaja.
—
Por la Diosa, qué bien —sonrió Artemisa encantada; mas aquella sensación tan tibia se desvaneció en cuanto fue consciente de
cuánto se diferenciaba la vida de Agnes de ese futuro que ella creía que
viviría. Impulsada por aquellos pensamientos, le preguntó con miedo a Gilbert—:
Gilbert, ¿cómo se encuentra?
—
Ahora está más estable, pero ha vivido momentos muy
duros. —Al notar que sus palabras habían entristecido a Artemisa, se apresuró a
aclararle—: Pero Agnes nunca ha estado sola. Tu hermana la ayudó mucho. Tu
hermana lleva más de tres meses ausente, pero, siempre que regresa de sus
viajes, se preocupa por ella. No temas, Artemisa. Agnes ahora se encuentra muy
bien.
—
Pero ha estado mal —susurró ella casi inaudiblemente.
—
Quédate con que ahora vive en calma. Además, tu
regreso le hará sentir tan feliz...
—
Yo también estoy feliz y muy nerviosa.
—
Te ha extrañado tanto, Artemisa... No te imaginas
cuánto te ha necesitado durante todo este tiempo.
—
Yo también la he echado muchísimo de menos.
Artemisa intuyó que Gilbert deseaba preguntarle por qué, si tanto
había añorado a Agnes, no había intentado volver antes, por qué la había dejado
tan sola si sabía que les costaría tanto vivir separadas; mas Artemisa también
sabía que Gilbert jamás se atrevería a formularle aquellas preguntas, pues era
un hombre muy cauteloso y considerado, tanto que nunca dejaría de tener
presente que, si la interrogaba de ese modo, su tristeza se profundizaría
excesivamente.
—
Sé lo que piensas —adujo Artemisa con cariño—. Llevo
todo este tiempo anhelando reencontrarme con Agnes. No he dejado de recordarla en
ningún momento y soñaba con ella noche tras noche; pero no he podido viajar
antes y, además, no me atrevía a hacerlo.
—
Lo que importa es que ahora estás aquí, así que no
te preocupes por nada —la animó Gilbert sonriéndole con una ternura muy
paternal.
Gilbert la condujo a través de aquellas calles que, a esas horas del
día, no estaban para nada concurridas. Las sombras del anochecer ya se
acumulaban entre los edificios, en los rincones, en cada paso que daban. Hacía
mucho frío, pero Artemisa apenas lo notaba. Estaba ya muy habituada a ignorar
casi todas las sensaciones físicas de su cuerpo.
Al fin, Gilbert se detuvo enfrente de una tienda pequeña con una
puerta de cristal reluciente, sobre la cual había un rótulo que rezaba:
«Herboristería Artemisa». Al leer aquel nombre, Artemisa se emocionó tanto que
por unos momentos se le mezclaron en el alma ganas de reír y de llorar al mismo
tiempo.
—
¿Entramos? —le propuso Gilbert emocionado.
—
Un momento, por favor.
Artemisa se esforzó por calmarse mientras, a través de la puerta de
cristal que la separaba de Agnes, observaba la apariencia de aquella tienda tan
singular. Era pequeña y estaba alumbrada por bombillas de las que llovía un
fulgor tenue que facilitaba que las sombras del ocaso se acumulasen entre las
estanterías. Aunque la puerta estuviese cerrada, Artemisa notó que del interior
de aquel lugar tan ameno emanaba un intenso olor a incienso y a hierbas.
«El santuario de Agnes también olía así», se dijo emocionada, incapaz
de detener la lluvia de recuerdos que le inundó la memoria.
Agnes no se hallaba por ninguna parte y aquello la inquietó mucho;
pero de repente la vio aparecer tras el mostrador, el cual era de madera oscura
y estaba adornado con figuras que Artemisa ya había visto en sus altares
privados. Agnes tenía en las manos un libro que abrió sobre la mesa. Empezó a
pasar rápidamente las páginas hasta que se detuvo en una que leyó siguiendo las
líneas con el dedo índice. Artemisa captaba todos sus movimientos como si
formasen parte de mundos distintos, como si Agnes fuese inalcanzable; una
visión tenida en Samhain, una aparición en cualquier ritual que permite
conectar con otras dimensiones.
—
Ella también ha cambiado. Está mucho más bella —le
susurró a Gilbert con ternura.
—
Sí, es cierto.
Agnes ya había recuperado esa melena poderosa, nocturna, brillante,
abundante y lisa que siempre la había caracterizado. Estaba un poco más delgada
que antes y, además, Artemisa se percató de que tenía la piel muy pálida, como
si hiciese siglos que el sol no se la acariciaba. Aquello la inquietó mucho y le
hizo pensar que Agnes no había conseguido vencer las pocas, pero importantes
secuelas del coma que había estado a punto de arrancarla de la vida. Sin
embargo, de Agnes se desprendía una fortaleza que a Artemisa la hipnotizó. Sus
movimientos seguían siendo tan precisos como siempre, los gestos que se
congelaban en su rostro todavía exhalaban la seguridad que ella siempre había
detectado en su ser; pero Artemisa también dedujo que a Agnes aún le costaba
mucho sonreír. Artemisa se preguntó por qué Agnes no sonreía más a menudo, pues
su sonrisa era preciosa y esplendía como la luna creciente. Además, cada vez
que realizaba aquel ademán tan acogedor y tierno, su rostro se llenaba de
infancia y esperanza. A Artemisa la vida le parecía mucho más bella y sencilla
cuando Agnes sonreía.
Llevaba un vestido negro que se le ceñía al cuerpo con precisión y
elegancia. Además se protegía el cuello y los hombros con un pañuelo también
negro cuyo matiz nocturno se mezclaba con el de sus cuidados cabellos. Se fijó
en que tenía en la mano derecha una pulsera de madera oscura, hecha de cuentas
con grabados cuya forma Artemisa no pudo detectar desde la distancia.
—
Entremos ya, sí —le pidió encantada. Haber observado
a Agnes durante aquellos efímeros segundos le había permitido calmarse un
poco—. Me resulta inquietante que ni siquiera se haya percatado de que nos encontramos
tan cerca de ella.
—
Está muy concentrada leyendo.
Gilbert abrió la puerta con lentitud. Artemisa se situó tras él y
caminó intentando no hacer ni el más sutil ruido. Cuando Agnes oyó que el carillón
de madera que pendía de la puerta repicaba anunciando la llegada de un nuevo
cliente, alzó los ojos y los fijó en Gilbert. Artemisa detectó que de la mirada
de Agnes se desprendía una serie de emociones que se sucedieron ante ella como
si fuesen imágenes de una triste historia. Artemisa intuyó que Agnes había
mirado a Gilbert primero con miedo, después con lástima y por último con
intriga. Supo que, al percatarse de que de los ojos de Gilbert emanaba un
pequeño ápice de felicidad, el temor que le había inundado el alma a Agnes al verlo
entrar a esas horas en su tienda se había convertido en alivio.
—
Gilbert, no te esperaba —lo saludó sonriéndole con
cariño. Artemisa se fijó en que aquella sonrisa era muy sutil y fugaz—. ¿Por
qué no me has avisado de que vendrías?
Cuando Artemisa oyó hablar a Agnes, con su dulce y tersa voz y su
entrañable acento, se le encogió el alma e incluso notó que le costaba
respirar, como si la profunda añoranza que siempre había sentido al recordar a
Agnes se hubiese convertido en unas manos fuertes que le apretaban el corazón
hasta casi detenérselo.
—
¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó Gilbert con
cariño.
—
¿Por qué no me has dicho que venías? —volvió a
cuestionarle casi sin mirarlo, eludiendo la pregunta que acababa de hacerle.
—
Prefería no avisarte. ¿No notas que no estoy solo?
¿Qué ha ocurrido con tus dones, Agnes? —la interrogó divertido.
—
Hoy no me encuentro bien. Anoche
celebré un ritual que me quitó tanta energía... Llevo aturdida durante todo el
día —se excusó Agnes agachando la mirada.
—
Hay alguien que desea pedirte un remedio para una
dolencia de la que a mí no ha querido hablarme.
Entonces Artemisa salió de detrás de Gilbert y se acercó al mostrador
intentando esbozar una sonrisa toda cargada de luz y esperanza, pero estaba tan
emocionada que sentía que su cuerpo no respondía a las órdenes que su alma le
enviaba.
– Hola,
Agnes —la saludó muy tiernamente. Su voz sonó impregnada de cariño y alivio.
Agnes se había quedado totalmente paralizada. Miraba a Artemisa con
muchísima incredulidad, sin ni siquiera parpadear. No obstante, en cuanto
transcurrieron unos efímeros segundos, los ojos se le llenaron de lágrimas y se
cubrió rápidamente el rostro con las manos.
—
Artemisa —susurró casi inaudiblemente, pero Artemisa
pudo percibir nítidamente su voz, pues había sonado tan llena de emoción que
habría sido imposible ignorarla, aunque hubiese musitado en medio de una
desgarradora tormenta—, Artemisa...
Raudamente, Agnes se acercó a Artemisa y la abrazó con tanta fuerza
que Artemisa sintió en aquel abrazo todos los que no habían podido darse
durante aquel tiempo que habían permanecido separadas. Artemisa la acogió en
sus brazos como si de repente Agnes se hubiese convertido en el ser más indefenso
de la Tierra.
Con aquel abrazo tan entregado y desesperado, tan lleno de lágrimas y
desolación, Agnes le confesó a Artemisa que para ella el tiempo no había
transcurrido, que todavía la amaba como cuando se había alejado de ella y sobre
todo que no le guardaba ni el menor ápice de rencor. Todas aquellas certezas
desconsolaron mucho más a Artemisa y le hicieron experimentar toda la nostalgia
que la golpeaba siempre que recordaba a Agnes y toda la impotencia que le había
invadido el corazón al no saber nada de ella durante tanto tiempo. Aquel abrazo
que tanto significado tenía para las dos no era solamente la señal de que al
fin se habían reencontrado tras tantos años sin verse, sino la prueba más
fehaciente de que aquella distancia tanto temporal como espacial no había
destruido el amor que se habían profesado siempre. Fue un abrazo que les
recompuso el alma y la misma vida.
Agnes lloraba profundamente e incluso Artemisa notó que temblaba como
si el frío más intenso la atacase. Le acarició su crecida melena mientras la
besaba con suavidad en las sienes, en la frente, en la cabeza, incluso en las
mejillas.
—
¿De veras eres tú, Artemisa? —le preguntó entre
suspiros de nostalgia, de tristeza y de desesperación—. Artemisa, mi
Artemisa... Sí, sí eres tú. Todavía hueles igual, eres tú... Eres tú... Ay, mi
Artemisa, al fin, al fin...
Artemisa notó que la esencia de Agnes tampoco se había desvanecido.
Todavía se desprendía de ella aquel aroma tan especial a hierbas y a incienso
que a Artemisa tanto la acogía y la templaba. Se hundió en aquella fragancia
tan conocida, la que tantos recuerdos contenía, y permitió que los segundos se
deslizasen lenta y suavemente por su alrededor mientras se abrazaban con tanta
desesperación y ternura. Artemisa abrazaba a Agnes con intensidad, apretándola
dulcemente contra sí, sintiendo el contacto de su cuerpo y de su respiración.
Le parecía que hasta entonces había carecido de la mitad de su ser y que podía
recuperarla uniéndose tan íntimamente a ella en aquel abrazo que tanto
significado tenía.
—
Sí, Agnes. Soy yo.
—
No puedo creerme que hayas vuelto.
—
Sí, Agnes, he vuelto, cariño —le contestó
quedamente. Mientras la tomaba de la cabeza con sus trémulas manos, le pidió—:
Mírame, Agnes.
Agnes se hundió desesperadamente en los ojos de Artemisa, como si hasta
entonces le hubiese faltado la vida y pudiese recuperarla si miraba a Artemisa,
como si quisiese protegerse de todo el frío que había sentido hasta entonces,
como si la mirada de Artemisa fuese un refugio que podía ampararla de la
soledad y de la tristeza. Aunque ambas tuviesen los ojos llenos de lágrimas, pudieron
captar perfectamente la luz que se los inundaba, pudieron unir sus miradas
hasta convertirlas en un solo haz de vida.
Artemisa deseó desesperadamente besar a Agnes, pero una repentina y
potente timidez la detuvo. Además, la emoción de Agnes también la volvía
insegura y trémula. Le parecía que aquel momento no era real y que se hallaba
sumergida en ese sueño que tantas veces se le había repetido; en el que se
reencontraba con Agnes, en el que le prometía que jamás volvería a abandonarla
mientras le quedase aliento.
Artemisa le limpió las lágrimas a Agnes con sus fríos dedos,
descubriendo así todo el esplendor nocturno que había bañado siempre sus ojos.
En esos momentos le costaba digerir la fuerza de las emociones que le invadían
el alma; las cuales le advertían de que aquél era uno de los momentos más
bellos que vivía en mucho tiempo y que éste, precisamente, estaba ocasionado
por hallarse junto a un ser mortal y mundano que, sin embargo, para ella era
divino, mágico e irreal.
Se preguntó cómo había podido vivir lejos de Agnes durante tanto
tiempo, cómo era posible que el alma no se le hubiese resquebrajado
irrevocablemente al no haberla tenido a su lado, al no haberla oído hablar
todos los días, sin poder mirarla a los ojos ni acariciar su piel tersa y
lunar. En esos instantes, teniendo a Agnes tan cerca, tanto que podía sentir
cómo respiraba, supo que no había mayor dicha que aquélla que las rodeaba, que
le hacía descubrir qué significaba estar... estar enamorada, loca y realmente
enamorada.
Ambas se habían olvidado de que Gilbert continuaba a su lado,
observando aquella escena con una emoción que no le cabía en el pecho. No había
podido evitar empezar a llorar al detectar toda la tristeza, la felicidad y el
amor que se escapaban de los gestos y de las miradas de esas dos mujeres que él
tanto quería. Había comenzado a llorar suave y silenciosamente, conmovido por
un instante bello. Era tan hermoso que incluso le costaba creer que su vida se hubiese
desmoronado por culpa de la enfermedad de Gaya.
—
Necesito decirte tantas cosas... —susurró Agnes
acercándose más a Artemisa—; pero ahora no encuentro las palabras idóneas para
hacerlo. Sólo... sólo siento que al fin ha amanecido.
—
No importa donde vaya, Agnes, pues tú siempre serás
mi hogar, y eso no cambiará nunca, nunca —le confesó con una voz trémula y
queda.
—
Gracias por venir, Artemisa. Creía que no volvería a
verte nunca más —lloró Agnes de nuevo apoyándose en el hombro de Artemisa,
alejándose de su intensa mirada—. Que estés aquí es una prueba irrefutable de
que la Diosa existe y está con nosotros. Ella te ha traído hasta aquí, te ha
llevado a mi lado, a este momento en el que todos te necesitamos tanto, tanto,
tanto, tanto...
—
Perdóname, Agnes, por favor. Por favor, perdóname
—le suplicó presionándola contra su cuerpo—. No he podido comunicarme con
vosotros...
—
No me pidas perdón por nada, Artemisa. Ahora estás
aquí y eso es lo que más importa. Nada queda ya, salvo este precioso momento
que es un sueño, un mágico sueño.
Aquel reencuentro fue tan hermoso y emotivo que parecía que no podía
quedar más sufrimiento después de aquellos instantes en los que Gilbert, Agnes
y Artemisa lloraron tanto de nostalgia como de felicidad durante unos momentos
que se alargaron y se alargaron en el tiempo hasta que la noche se convirtió en
la reina de las horas.
—
Vayamos a mi casa —les pidió de repente Agnes ya un
poco más calmada—. Allí cenaremos y hablaremos serenamente. Estoy deseando que
nos cuentes tantas cosas, Artemisa...
A Artemisa le sorprendió mucho que Agnes viviese en un piso, pues ella
adoraba las cabañas y sobre todo prefería que éstas se hallasen rodeadas por la
soledad natural más profunda; pero también comprendió que ya no le resultaba
tan sencillo escoger el rincón del mundo que sería su hogar. No obstante, aquella
casa estaba impregnada de la fuerte personalidad de la mujer que la habitaba.
Flotaba por el ambiente el mismo olor que siempre había caracterizado los lares
que Agnes volvía suyos. Incluso Artemisa notó que en todas las estancias que
componían aquella vivienda se encerraba una paz que le acarició el alma.
—
Qué sitio tan calmado —susurró encantada mientras
deslizaba los ojos por el salón en el que se encontraban.
—
Es el lugar más tranquilo de toda la ciudad, te lo
aseguro, y soy feliz aquí, realmente —le explicó Agnes mientras sacaba vasos y
platos de un armario—. Anoche hice crema de verduras y arroz para cenar; pero,
si no os apetece comer eso, puedo descongelar lentejas con soja y hortalizas.
—
Como prefieras, Agnes. Yo tengo tanta hambre que
sería capaz de comerme hasta un pedazo de madera —le indicó Artemisa risueña—.
No he comido nada desde anoche.
—
¿Cómo? —exclamó Gilbert extrañado.
—
No he podido desayunar porque estaba tan nerviosa
que no me apetecía nada y tampoco he tenido ocasión de comer durante todo el
día. Además, el cambio de horario me desorienta mucho.
—
¿Sueles alimentarte así de bien siempre? —le
preguntó Agnes irónicamente.
—
No, para nada. En el templo comemos muy bien.
Hacemos además muchos dulces sanísimos que... Por cierto, hablando de dulces,
os he traído galletas de kiwi. Las hicimos ayer.
—
Nunca he probado galletas de kiwi —le confesó Agnes.
—
Están deliciosas.
La vida parecía tan sencilla en esos momentos... Cenaron mientras
conversaban con calma y amenidad. Artemisa les explicó cómo eran los días en el
templo, a qué se dedicaban las sacerdotisas y las alumnas que allí vivían, cómo
eran las clases que ella daba, en qué consistía la formación de sacerdotisa...
Les habló de las mujeres a las que más conectada estaba, les contó cómo eran y
compartió con ellos muchísimas de las experiencias que había tenido allí, en
aquel lugar tan remoto y alejado de la superficialidad de la vida. Gilbert y
Agnes la escuchaban como si Artemisa fuese la narradora de una historia
totalmente apasionante que no formaba parte de la realidad. Les parecía que
Artemisa no había habitado en el mismo mundo en el que ellos habían tenido que
construirse su vida, sino en uno de los sueños más hermosos y mágicos de la
Historia.
Sin embargo, también comprendieron que, tras las experiencias que
Artemisa les explicaba, se escondían momentos difíciles de los que ella parecía
no querer hablar. Se sintió tentada de contarles lo que le había ocurrido en Samhain,
pero no podía evocar esos recuerdos sin empequeñecerse y prefería teñir de
sencillez y armonía aquellos primeros momentos que vivían juntos después de
casi tres años sin verse.
—
Por la Diosa, qué buena está esta crema de calabacín
y zanahoria. Tiene ingredientes que no identifico —declaró Artemisa con
placer—. Eres una excelente cocinera, Agnes. Extrañaba tus platos.
—
Gracias a la herboristería, he conseguido traer aquí
especias de otros países. Les dan a las comidas un sabor delicioso y único y
además muchas tienen propiedades buenísimas para nuestro cuerpo y nuestra alma.
Artemisa sonrió encantada. Oír hablar así a Agnes le hacía creer que
en realidad ninguno de los seres que habían formado su pasado se hallaba
inmerso en un presente difícil de vivir.
El olor del incienso se mezclaba con las palabras que se dedicaban,
con el fresco y húmedo aire de la noche (el que se adentraba lentamente por la
ventana entreabierta del salón). Olía a hierba recién cortada, olía a vida, a
serenidad, a felicidad incluso.
—
¿Te quedarás a dormir aquí, no, Gilbert? —le
preguntó Agnes conociendo perfectamente la respuesta.
—
Sí, pero sólo tienes una cama más y este sofá. No
quiero que Artemisa duerma mal después de haber hecho un viaje tan largo, así
que dormiré aquí en el salón.
—
No, Gilbert, no te lo permitiré. Este sofá es muy
confortable, pero creo que no está hecho para que tú lo emplees para dormir.
Además, no te preocupes por mí. Estoy cansada, pero no me supone ninguna
complicación acomodarme aquí y no creas que la cama que tengo en el templo es
la más mullida del mundo, así que ni hablar —lo contradijo Artemisa
energéticamente mientras se levantaba de la silla que ocupaba y empezaba a
recoger la mesa con agilidad y presteza.
—
No hagas nada, Artemisa. Estate quieta. Eres mi
invitada —la interrumpió Agnes tomándola de las manos impidiéndole que las moviese.
—
¿Qué invitada? No voy a permitir que me lo hagas
todo como si fuese una reina.
—
Por la Diosa, qué terca te has vuelto —se rió Agnes
con mucho cariño.
Artemisa fregó con precisión y rapidez los cubiertos, los platos y
todo lo que habían utilizado. No permitió que Agnes ni Gilbert la ayudasen; lo
cual ninguno de los dos pudo comprender. Cuando terminó, regresó al salón.
Gilbert había desaparecido y Agnes se hallaba limpiando la mesa con un paño
húmedo.
—
¿Dónde quieres dormir entonces, en el suelo? —le preguntó
Agnes intentando no reírse.
—
En el sofá —le respondió Artemisa con sencillez.
—
Me parece que no es en el sofá donde quieres dormir
—la contradijo acercándose a ella y mirándola profundamente a los ojos—. Tú
quieres dormir conmigo. Dime la verdad.
Artemisa se sonrojó intensamente. Aunque se ocultase el rostro con las
manos, Agnes ya había percibido el rubor que le había teñido las mejillas.
Aquel gesto le pareció tan tierno que notó que el corazón se le encogía y no
pudo evitar emocionarse.
—
En mi cama hay sitio para las dos —le susurró
confidencialmente mientras la tomaba de las manos—; pero ¿no te importa que
Gilbert...?
—
Gilbert no se enterará.
—
Lo cierto es que yo estaba deseando que te
comportases tal como estás haciéndolo. Quiero estar cerca de ti, Artemisa, muy
cerca de ti, y recuperar el tiempo perdido.
—
Agnes...
Justo entonces apareció Gilbert para despedirse de ellas. Cuando se
encerró en la alcoba en la que siempre solía dormir cuando permanecía unos días
en el hogar de Agnes, entonces Agnes condujo a Artemisa a su dormitorio. Le
ofreció antes el cuarto de baño por si deseaba desvestirse o asearse y, en
cuanto Artemisa hubo preparado todo lo que necesitaba para darse una ducha,
salió de aquella habitación notando que el alma le advertía de que estaba a
punto de quebrar una frontera que nunca, bajo ninguna circunstancia, debía
traspasar y que tendría que esforzarse por mantener intacta la fortaleza que
construía en realidad los cimientos de su vida.
Se duchó tranquila, pero también rápidamente, sin entretenerse más de
lo necesario. No quería que Agnes se durmiese antes de poder hablar con ella
una última vez aquella noche.
Cuando terminó de ducharse, se vistió con un sencillo pijama de
algodón de color rojo y negro y después se dirigió sin hacer ruido hacia el
dormitorio en el que Agnes la esperaba. Agnes leía cuando Artemisa se adentró
en su alcoba. Dejó el libro enseguida y miró a Artemisa esbozando una sonrisa
tan hermosa y tan sincera que Artemisa creyó que todo lo que había padecido
hasta entonces merecía la pena si podía ver esa sonrisa tan reluciente.
Agnes portaba un fino camisón azul oscuro que remarcaba la sinuosa
silueta de su cuerpo. Artemisa volvió a pensar que Agnes estaba demasiado
delgada y pálida, pero no se atrevió a preguntarle nada. Se acostó a su lado,
se acomodó en aquella cama tan confortable y miró a Agnes con intriga. En esos
momentos notaba que el corazón le golpeaba furiosamente el pecho, pero trató de
ignorar aquellos potentes latidos para poder comportarse con serenidad.
Agnes la arropó con la manta con la que ella también se cubría y buscó
sus manos por debajo de aquel cálido amparo. Artemisa enlazó los dedos a los de
Agnes y le presionó la mano con felicidad y emoción. Se percató de que Agnes
tenía los ojos llenos de lágrimas y que se esforzaba por no lanzarse a ella
para abrazarla. La sorprendió que la vergüenza la dominase tanto.
—
Me parece un sueño que estés aquí, Artemisa, de
veras —le confesó cerrando los ojos con fuerza y apretándole la mano—. Soñé
tantas veces contigo... He soñado tanto que regresabas... Artemisa...
—
Yo también he soñado mucho contigo durante todo este
tiempo, Agnes, y no he dejado de pensar en ti en ningún momento.
—
Llegué a creer que te habías olvidado de mí, que habías
conseguido destruir lo que sentías por mí...
Aquellas palabras fueron como un puñal que se le clavó en el corazón.
No podía aceptar que Agnes se hubiese sentido tan desamparada, tan herida y
abandonada. Quiso pedirle que nunca más volviese a pensar que no la quería, que
se había olvidado de ella, que ya no la recordaba; pero supo de repente que, si
le dedicaba aquellas palabras, empezaría a derrumbar la barrera que debía
separar sus almas, su vida, que debía poner orden en su destino.
—
Ahora estás mucho más consagrada a la Diosa que
nunca. Siempre lo has estado, pero ahora te noto diferente. Algo ha cambiado en
ti.
—
¿Qué crees que ha cambiado? Yo...
—
Eres plenamente de la Diosa, eres inalcanzable como
la Luna y las estrellas. Sólo puedo invocarte como invoco a los cinco elementos
para que estés a mi lado, para que me llenes con tu presencia, pero no puedo
tocarte. Eres como una estatua de la Diosa que puedo ver, acariciar y abrazar,
pero siempre pertenecerás a otra realidad, a otro mundo.
—
No, Agnes, cariño —la contradijo arrimándose a ella.
En esos momentos, las palabras de Agnes (y sobre todo notarla tan cerca) habían
destruido sutilmente sus convicciones—. Soy tan humana como tú y la Diosa está
en mí, pero también está en ti ahora, y puedo sentirla en tus manos, en tu
piel, en tu mirada —le confesó soltándole la mano y acariciándole la cintura y
después abrazándola con mucha ternura. Agnes se rindió entre sus brazos,
estremecida y sobrecogida. Artemisa notó que a Agnes se le había acelerado
sutilmente la respiración—. Yo también he creído muchas veces que eres un
templo en el que me gustaría entrar para comunicarme con la Diosa, pero...
—
Hay quien dice que, cuando alguien te inspira esas
sensaciones, es porque la Diosa te llama desde ese cuerpo —le indicó queda y
muy tiernamente mientras la abrazaba—. Yo he notado muchísimas veces que la
Diosa me llama a través de ti.
—
¿Y ahora lo notas también? —le preguntó alzando los
ojos y hundiéndolos en los de Agnes. Se acercó a ella hasta que respiraron el
mismo aliento.
—
Sí, sí, sí lo noto, Artemisa —le contestó emocionada
mientras le acariciaba las mejillas—. Te he extrañado tanto... Me he sentido
tan vacía sin ti... y ahora, en cambio, me siento tan llena, tan plena, tan...
—
Agnes...
Artemisa musitó el nombre de Agnes como si notase que había empezado a
perderse por una dimensión que no le pertenecía y pronunciándolo fuese una
forma de seguir enlazada a la realidad en la que hasta entonces había crecido,
como si su nombre fuese un puente que le permitía continuar aferrada a sus
recuerdos, a su pasado y a sus convicciones; pero lo cierto era que se sentía
tan extraña, tan desorientada de repente que no pudo recuperar esa seguridad
que le impedía errar, que la ayudaba a transitar la senda de su vida sin
tropezar. Lo único que sabía era que nunca, nunca, nunca se había percibido tan
volátil, tan tiernamente hundida en un sentimiento que la dominaba como el
viento domina los huracanes.
Todo lo que había añorado a Agnes, todo lo que la quería y deseaba estalló
por dentro de ella, haciendo añicos sus convicciones y las razones que siempre
la habían ayudado a rechazar la posibilidad de traspasar esa frontera que la
separaba de la locura. No era ella misma en esos momentos. Sentía que se había
perdido, que había perdido el rastro de su pasado y de los instantes que la
habían llevado hasta ese momento. Cerró los ojos y le pidió a la Diosa que la
ayudase, que la guiase, que le permitiese saber qué debía hacer.
Al pensar en la Diosa, esas brumas que la habían rodeado empezaron a
disiparse. De repente fue consciente de que estaba a punto de cometer un error
irremediable que le destrozaría la vida y que debía luchar contra el deseo que
le llenaba el alma y que la dominaba tan irrevocablemente para recuperar todo
lo que había sido, todo lo que tanto le había costado construir.
Agnes se hallaba muy cerca de sus labios. Mientras Artemisa recuperaba
su propia consciencia, Agnes se le aproximó más y empezó a besarla con mucha
dulzura. Al sentir sus labios, Artemisa se estremeció, pero en esos instantes
ya podía diferenciar las sensaciones físicas de las anímicas y podía distinguir
cuáles eran las que realmente importaban. Así pues, se separó lentamente de los
labios de Agnes.
—
No, Agnes, no puedo, lo siento —susurró con mucho
miedo. Agnes la miraba suplicante, con los ojos anegados en desesperación—.
Agnes, yo...
—
No me hagas esto, Artemisa, por favor. Te necesito
—le rogó cerrando con fuerza los ojos, agachando la cabeza y empezando a llorar
delicadamente—. No puedo más, Artemisa. No quiero que vuelvas a alejarte. La
Diosa lo entenderá, de veras, y, si se empeña en mantener vivo este amor, será
porque debemos vivirlo, ¿no crees?
Agnes se expresaba con desesperación y frustración; lo cual conmovía
mucho a Artemisa; pero no le hacía cambiar de parecer. Abrazó a Agnes con mucho
amor mientras le pedía con una voz que intentó impregnar de seguridad:
—
Estoy segura de que la Diosa permite que nos
queramos porque debemos diferenciar los sentimientos mundanos de los intangibles;
pero nada más.
—
No, Artemisa, no...
—
Agnes, no nos hagamos más daño.
—
¡No me hagas más daño tú! —exclamó frustrada
separándose de pronto de Artemisa y sentándose en la cama—. ¡Tú eres la única
que me destroza el alma!
—
Pero, Agnes, tú también estás consagrada a la Diosa
—le recordó Artemisa con paciencia mientras también se sentaba.
—
¿Y quién ha decidido que estar consagrada a la Diosa
signifique no poder amar a otra persona? —le preguntó irascible, perdiendo la
poca calma que la había dominado.
—
Es algo que se sabe.
—
No es cierto. La Diosa también tiene su consorte,
Artemisa. Ella también yace con él cada Beltane, Ella lo ama, lo venera, lo
llora cuando muere y lo espera cuando nace.
—
Pero deben amarse porque de su amor nace el
equilibrio de la vida. En cambio, si tú y yo nos entregamos a lo que sentimos,
lo desestabilizaremos todo, todo.
—
Para mí es un desequilibrio no poder estar contigo
como deseo, Artemisa. Llevo tanto tiempo amándote de este modo que no recuerdo
ni un solo día de mi vida en el que no me haya acordado de ti, en el que no
haya llorado por tu maldita ausencia; la que son unas uñas afiladas que me
rasgan el alma; la que es una mano férrea que me aprieta el corazón y me impide
respirar. No encuentro las horas del amanecer si no estás a mi lado. Por favor,
no vuelvas a creerme capaz de vivir sin ti. No puedo estar sin ti, Artemisa. No
vuelvas a irte, por favor, o, al menos, si te marchas, quítame la vida. No la
quiero si no puedo compartirla contigo.
Agnes lloraba amargamente. A Artemisa no se le ocurría decirle nada
que pudiese calmarla. No encontraba las palabras idóneas que le acariciasen el
alma. Permaneció en silencio durante unos instantes que deseó convertir en una
puerta que la llevase de nuevo hasta el templo de Hécate. Mientras había vivido
allí, aunque extrañase a Agnes con una fuerza indomable, había conseguido
mantener sereno el amor que le profesaba; pero, ahora que la tenía tan cerca,
llorando desconsoladamente por lo que sentían las dos, se preguntó si realmente
merecía la pena haber vuelto y le resultaba imposible soportar esos
sentimientos tan fuertes y ese deseo tan potente que le invadían el alma y todo
el cuerpo.
—
Perdóname, Agnes. No sé por qué tengo tan aceptado que
estar consagrada a la Diosa no me permite...
—
Estás equivocada, Artemisa, muy equivocada. No te
imaginas cuánto te arrepentirás de tu comportamiento cuando ya sea demasiado
tarde, cuando me mires y no puedas encontrar en mí a la mujer que amaste,
cuando quieras recuperarme y yo ya me haya desvanecido, cuando quieras estar de
nuevo conmigo como lo estamos ahora. No sé si prefieres vivir lo que ahora está
viviendo Gilbert; esa impotencia por haber perdido para siempre al amor de su
vida y ese arrepentimiento por no haber luchado por su felicidad, por su vida.
Agnes lloraba inconsolablemente. Sus palabras eran para Artemisa una
espada que no dejaba de caer sobre ella y le partía el corazón y el alma.
—
Será mejor que duerma en el sofá esta noche
—resolvió cobardemente saliendo de la cama, pero Agnes la detuvo aferrándola
del brazo con fuerza.
—
No te vayas, por favor. No soporto dormir ni una
noche más sin ti.
—
Agnes, estás muy alterada y...
—
No estoy alterada, Artemisa —la contradijo
limpiándose las lágrimas con la mano que le quedaba libre—. Estoy destrozada y muy
triste, que no es lo mismo.
Artemisa no dijo nada más. Se acomodó de nuevo en la cama y cerró los
ojos. Agnes se tumbó a su lado, pero Artemisa sabía que no la miraba ni tampoco
tenía intenciones de volver a tomarla de la mano como antes.
—
Mañana lo verás con más claridad. Ojalá la Diosa te
ayude, de veras —susurró dándole la espalda.
—
Agnes... yo en el templo de Hécate soy muy feliz, de
veras.
—
Mentira.
—
No, no te miento —le dijo con calma—. No necesito
nada más que la presencia de la Diosa para ser feliz. Sí, te extraño muchísimo
y a veces me siento incapaz de vivir sin verte, sin tenerte cerca; pero me
parece que sufro mucho más cuando estoy a tu lado, cuando detecto toda la
tristeza que te provoca que no podamos amarnos ni ser libres en esa vida que tú
deseas compartir conmigo. Yo pertenezco ya a ese lugar, Agnes. Ya no puedo
vivir en otra parte del mundo.
—
Cállate ya, Artemisa, por favor. No digas nada más,
te lo suplico —le pidió con una voz quebrada—. No quiero oír nada más.
Artemisa se esforzó por calmarse; pero no pudo conciliar el sueño en
toda la noche. No podía dejar de pensar en todo lo que había vivido con Agnes y
tampoco podía desprenderse de los nervios que le provocaba la cercanía del
reencuentro con Gaya, con alguien que, según le había indicado Gilbert,
posiblemente no la reconocería.
Artemisa es un mar de dudas, un océano de ilógicas amorosas en el que las tormentas más feroces golpean con fuerza sus sentimientos dejándola totalmente...atontada.
ResponderEliminarTodo me parece mágico, ideal. Es precioso el reencuentro entre Gilbert y ella, pero sobretodo el reencuentro con Agnes. Que la observase antes de entrar en la tienda y captase tantos detalles, que la viese tan sumergida en su día a día y luego entrase sorprendiéndola de esa forma tan bonita, me encantó. Ese amor que se tienen sigue tan fuerte a pesar de los años transcurridos, y este reencuentro ha sido la muestra.Se aman, no cabe la menor duda, pero a veces la paciencia tiene un límite, el de Agnes parece que no lo tiene, después de tres años y muchos rechazos lo sigue conservando.
Cenar los tres juntos, deleitándose con los platos cocinados por Agnes, hablando de sus experiencias. Lo que me rompe todos los esquemas es que acepte ir a dormir con ella, sabiendo perfectamente lo que podía ocurrir y rechazarla una vez más, argumentando "estoy consagrada", ¡¡¡Ya estamos cansados de ese discurso!!! Ese argumento no es válido, y menos mal que Agnes se lo ha dicho claramente. Me ha dado un poco de rabia que le haya pedido que se quede a dormir con ella, la he visto que se rebajaba demasiado, que se arrastraba. Artemisa es la contradicción personificada. Cansa, y a veces pienso que Agnes debería mandarla a la porra y olvidarse de ella por completo. Es que además, Agnes no le reprocha nada, que podría haberlo hecho, pero no entra en eso y al contrario, se interesa por su vida y lo que ha sido de ella estos tres años. Le ha dicho muchas verdades a la cara, pero mucho me temo que no servirá para nada. Se pasa tres años loca pensando en Agnes, enamorada, desesperada y cuando regresa, se acuesta con ella en su cama para decirle "quita quita, que estoy consagrada a la Diosa". ¡¡Ahhhhhhh!! Es para tirarse de los pelos. En fin, lo que me da rabia es que luego va de melancólica, triste acordándose de ella, que la echa de menos, que la adora y todas esas cosas para luego plantarle un no en su casa, en su cama, en su cara. Desde ahora todas las veces que Artemisa se ponga tonta pensando en Agnes no me dará ni pizca de pena. Tiene un muro mental que no la deja avanzar y como bien dice Agnes, algún día se arrepentirá y será demasiado tarde para reaccionar.
¿Es un naufragio realmente lo que se produce con el reencuentro? O tal vez la pregunta debería ser ¿quién naufraga? Pero me estoy anticipando demasiado, antes Artemisa tiene que regresar a Lindanivia, un lugar que por fuerza tiene que chocarle una barbaridad, después de tanto tiempo de una vida más o menos controlada. Pero ese reencuentro no es nada comparado con el de las personas: Gilbert demuestra lo bueno y lo inteligente que es, y le pone las cosas todo lo fáciles que puede a Artemisa; son sus ojos los que nos avisan de que ella ha cambiado, y que ese cambio la ha hecho más fuerte y más bella, algo que también pasa con Agnes; la escena de la tienda es muy bonita, se disfruta del olor, casi me parece estar ahí dentro, y la aparición final saliendo de detrás de Gilbert es muy hermosa. Al fin juntas, deberían pensar las dos... pero aquí vuelven de nuevo a levantarse los viejos fantasamas... La cena va bien, todo transcurre con normalidad y calma, pero luego viene la distribución de camas... es imposible que Artemisa no haya deseado estar íntimamente con Agnes, y su reacción física es precisamente eso, pero luego vienen los remilgos de siempre: somos sacerdotisas, la diosa es lo único para nosotros, te deseo y te he echado de menos, pero no... ay, esa parte de su personalidad es un problema, no solo porque ha de resultarle a ella misma muy doloroso mantener el quiero y no puedo, sino porque hace sufrir a los demás, detesto esa manera de ser, porque se alientan esperanzas ajenas para luego indefectiblemente defraudarlas... nos estás forzando, como lectores, a tomar partido, y sin duda en contra de Artemisa, es decir, es imposible no simpatizar más por Agnes, que también es espiritual, inteligente, delicada... pero mucho más consecuencia, así que ¿dónde está aquí la locura? No sé lo que va a pasar, pero quiero descubrirlo cuanto antes.
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