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Cuando
la memoria tiembla...
A Agnes le parecía que el curso de la vida era una corriente que
arrancaba árboles ancestrales y los arrastraba hacia el mar sin que sus
poderosas raíces pudiesen luchar contra el ímpetu que las había separado de la
tierra. En su alma pugnaban los elementos como si de una batalla terrenal se
tratase, como si su alrededor fuese la morada del desorden y el caos. En su
alma había luz y sombras, tinieblas y resplandores que la instaban a seguir
caminando por la senda que la Diosa había construido para ella; pero en sus
sueños la impelía la irritación, el desconsuelo y la tristeza más absolutos.
Desde que Artemisa se había marchado a aquella isla desconocida, no
había vuelto a dormir en calma. Todas las noches soñaba con ella y se
despertaba envuelta en un sudor frío y en un desasosiego punzante que
destrozaba el silencio y la poca paz que la rodeaban. No se atrevía a
confesarle a nadie cómo se encontraba porque temía que se burlasen de sus
emociones o que la misma Diosa pudiese enfadarse con ella por extrañar tanto a
un ser mortal. No obstante, sabía que su diosa conocía a la perfección todos
los sentimientos que le invadían el alma.
No se había alejado de su fe; al contrario, cada día se sentía más
cerca y llena de esos sentimientos que impedían que le perdiese a la vida el
respeto que se merecía. Celebraba los rituales más importantes en el templo de
Ugvia, junto a aquellas personas que componían aquel aquelarre al que Artemisa
nunca se había sentido unida, quienes, sin embargo, se habían convertido para
Agnes en una pequeña y dulce familia.
Gaya y Gilbert no se trasladaron a la morada en la que tenían planeado
vivir junto a Artemisa y Agnes. Asuntos que Agnes desconocía los habían
retenido en la existencia que habían llevado desde que habían abandonado El
fuego de Hécate. Además, al marcharse Artemisa, Agnes había perdido el interés
por aquella nueva vida que supuestamente la esperaba al otro lado de esos
oscuros días y había optado por quedarse en Lindanivia. No obstante, tuvo que
abandonar la vivienda que la había acogido hasta entonces porque vivir allí le
suponía muchísimos gastos que no podía permitirse. Tras difíciles gestiones que
superó gracias a la ayuda de Gilbert, consiguió vender la casa que Neftis había
comprado para vivir con Artemisa y, con el dinero que había podido extraer de
aquella venta, había adquirido un pequeño piso situado en una calle apartada
del centro de la ciudad. No podía permitirse muchos privilegios. Por ejemplo,
no tenía teléfono ni tampoco disponía de la gran parte de los electrodomésticos
que poseían la mayoría de las personas en sus hogares. Tenía nevera, lavadora y
alguno más que apenas utilizaba.
Había tenido que esforzarse lo indecible por encontrar un trabajo que
la ayudase a sobrevivir. No podía vivir de la pobre pensión que le entregaban
todos los meses y, además, con el paso del tiempo, cada vez se sentía más
recuperada físicamente; lo cual la instaba a desear ocupar su tiempo en alguna labor
que pudiese ayudarla a sentirse útil y realizada.
Apenas le quedaban en el cuerpo secuelas de aquel accidente que había
tenido; aunque todavía debía luchar contra la anemia y contra algunos altibajos
emocionales que la desmotivaban inmensamente, pero se creía más fuerte físicamente
y capaz de enfrentarse a la misma vida; la que, sin embargo, muchas veces
carecía de sentido para ella. Al contrario de lo que había llegado a pensar,
aquel coma que había estado a punto de llevarla hasta el mundo de la muerte no
la había curado definitivamente de la enfermedad psicológica que sufría desde
hacía ya tanto tiempo. Intentaba mantenerse estable, pugnando contra sus
profundos y graves desajustes anímicos y contra la posibilidad de que un nuevo
brote de psicosis destruyese la frágil serenidad que protegía su vida; pero
muchas veces era muy complicado dominar sus intensísimos sentimientos y la
devastadora tristeza que podía desestabilizarla con tanta facilidad.
Y fue precisamente la marcha de Artemisa y su ausencia aparentemente
inquebrantable lo que la desestabilizó tanto, lo que le hizo descubrir que en
realidad no se había deshecho de esa enfermedad terrible que convertía su vida
en un camino inseguro y peligroso. Desde la mañana en la que Artemisa partió de
Lindanivia, Agnes se sintió incapaz de enfrentarse a cada nuevo día. Gaya y
Gilbert trataban continuamente de animarla, de convencerla de que todavía le
quedaban en el mundo muchísimos motivos por los que seguir respirando y viviendo;
pero Agnes no encontraba ninguna razón que la instase a sonreír ni a luchar por
su bienestar.
Lentamente, se sumió en una tristeza devastadora que destruyó toda esa
frágil fortaleza que le había permitido vivir serenamente desde que despertó
del coma que había estado a punto de arrancarla de la vida. Casandra también
estuvo a su lado siempre que pudo. No dejó de cuidarla ni de preocuparse por su
estado. Mientras Agnes vivía en la casa que había compartido con Neftis y
Artemisa, Casandra la llamaba todos los días por teléfono y la visitaba varias
tardes a la semana para comprobar cómo se encontraba. Así fue dándose cuenta de
que Agnes había perdido la calma que había teñido su vida.
De repente, una terrible época destructiva sobrevino a Agnes,
arrebatándole definitivamente el tenue sosiego que le había permitido conversar
mínimamente con los demás. De nuevo la atacaron aquellos brotes psicóticos que
le hacían creer que se hallaba totalmente sola en el mundo, lejos de cualquier
ser que pudiese comprenderla, rodeada únicamente por personas que deseaban
herirla y volver a encerrarla en aquel hospital en el que había estado a punto
de morir durante tanto tiempo.
Al fin, tras una durísima y destructiva época, cuando habían
transcurrido seis meses de la marcha de Artemisa, encontró trabajo gracias a
Casandra, quien había abierto una nueva herboristería en el centro de la
ciudad. Agnes era en realidad quien se encargaba de la mayoría de tareas:
elaboraba las medicinas que vendían, realizaba los encargos necesarios a las
empresas que les proporcionaban los productos que necesitaban y atendía a los
clientes que confiaban en sus habilidades para curarse. En aquella tienda
también vendían alimentos elaborados con verduras y utensilios para cocinar
hechos por ellas mismas. Era una tienda entrañable que Agnes consiguió
caracterizar a su manera, de modo que a todas las personas que allí entraban
les parecía que se habían introducido en otro mundo mágico en el que existían
secretos que nadie podría conocer jamás.
A Agnes trabajar en aquella tienda le proporcionaba una motivación y
una calma que hasta entonces le habían faltado por completo. Gracias a
Casandra, le encontraba un poco más de sentido a la vida y conseguía olvidarse
de Artemisa cuando elaboraba las medicinas y los objetos que después venderían
y cuando atendía a las personas que se adentraban en aquel pedacito de paz que
para ella tanto valor tenía.
De ese modo el tiempo comenzó a transcurrir veloz y con precisión,
como si los días no quisiesen marcharse sin más, sin dejar ninguna mella en el
alma de quien los vivía. El verano estaba a punto de reinar en la naturaleza
por segunda vez desde que Artemisa había partido de su lado y a Agnes le parecía
que apenas había gozado de la magia y de la fuerza de aquellos meses. Había
preferido pasar las horas en la tienda, componiendo medicinas, atendiendo
recados, investigando sobre más fórmulas para curar diferentes dolencias...
La vida parecía sencilla, pero no lo era, en absoluto. Todas las
mañanas, cuando abría los ojos, Agnes luchaba contra la tristeza que se le
había aferrado al corazón sin remedio; de la cual no podía desprenderse por
mucho que se esforzase por centrarse en los detalles hermosos de su vida. La
ausencia de Artemisa la asfixiaba y era para ella un vacío que absorbía todas sus
energías. Incluso creía que se había tornado unas manos que la empujaban hacia
el suelo cuando ella trataba de levantarse. Notaba que los días no brillaban
como debían brillar, que las noches eran muchísimo más oscuras y que cada
atardecer era una muerte, un fin inacabable que no estaba precedido por ningún
principio; un fin tras fin, una lágrima tras otra, un llanto inagotable como
una fuente natural que mana de la tierra siglo tras siglo.
Se había vuelto mucho más sensible y susceptible. Cualquier canción
profunda y triste que escuchaba le hacía llorar, cualquier pensamiento se le
aferraba a la mente hasta obligarla a recordar todos los momentos que había
compartido con Artemisa (desde los más felices y serenos hasta los más
desalentadores) y cada palabra extraña e inesperada que le dedicasen,
pronunciada a veces con impaciencia o incomprensión, se le clavaba en el
corazón como si fuese una espada afilada.
Incluso muchas veces había tenido que esforzarse por no arrancar a llorar
cuando algún cliente le había exigido atención con impaciencia e incomprensión.
Agnes no era una persona ágil en sus movimientos y actuaba siempre con una
tranquilidad que a algunas personas llegaba a exasperar. Para ella cada caso
era importante y no le gustaba atender a las personas que visitaban su tienda
de una forma poco humana y cercana, sino con concentración. Los escuchaba a
todos por igual, no interrumpía a nadie cuando le hablaban y en realidad era
aquello lo que más la caracterizaba; la entrañable y amable proximidad que les
regalaba a todos los que le pedían consejo.
En más de una ocasión, había tenido que enfrentarse a la impaciencia
furiosa de algún cliente que no había encontrado en lo que Agnes le había
vendido el resultado que esperaba. Siempre Agnes trataba de explicarles que
ella no podía hacer milagros y que la gran parte de la eficacia de los
medicamentos naturales que proporcionaba residía en la fe de cada persona y en
la confianza que ésta depositase en esas soluciones.
No obstante, poco a poco, había aprendido a esconder sus sentimientos
tras una máscara hecha de simpatía y una comprensión fingida. Muy pocos
clientes habían conseguido conocer mínimamente a la mujer que los atendía y que
tan misteriosa parecía. Además, su aspecto a algunos los atraía mucho y a otros
les resultaba inquietante. Agnes siempre vestía de negro o de rojo, tenía cada
vez el cabello más largo y sus ojos expresivos eran para muchas personas un
velo que escondía grandes secretos. Las sonrisas que ella les dedicaba a todos
eran brillantes, hermosas y sinceras; pero algunas personas notaban que éstas
también podían ser hipnóticas, como si de Agnes emanase un poder absorbente que
silenciaba la voz interna de quienes la miraban.
La herboristería fue un puente que unió a Casandra y a Agnes en una
relación que se profundizaba con el paso de los meses. Casandra, al principio,
se había creído incapaz de comprender a Agnes, pues le parecía que era una
mujer demasiado reservada con la que era imposible establecer una amistad sana
basada en la confianza. Además Casandra tenía la sensación de que, por mucho
tiempo que compartiese con Agnes, nunca conseguiría conocerla nítidamente.
Sabía que Agnes apenas descubría sus pensamientos ni hablaba de sus
sentimientos. No obstante, Agnes se ganó la confianza de Casandra con otros
gestos, a través de otras acciones, de otras muestras de cariño. Agnes le demostró
a Casandra que no tenía ningún motivo para desconfiar de ella cuando, día tras
día, se volcaba en la herboristería, cuando le explicaba todo lo que había
ocurrido aquella jornada, cuando le contaba que cada vez vendían más productos
y tenían más clientes.
Casandra no se esperaba que Agnes fuese una mujer tan trabajadora. La
complació muchísimo descubrir que era concienzuda en todo lo que hacía, que se
esmeraba en cualquier detalle, que trataba a la gente con una amabilidad
incalculable y que se volcaba en cada caso como si éste formase parte de su
vida. Poco a poco, Casandra confiaba más en Agnes; lo cual le permitió
convertirla en dueña de aquella tienda que entre las dos habían creado. De ese
modo, Casandra pudo seguir dedicándose a los otros establecimientos que tenía
en otras ciudades, a viajar para estudiar otras vías de curación, otras formas
de hacer medicina, otros modos de pensar y de sentir.
Agnes se volcó tanto en la herboristería que incluso se marchaba de
allí cuando el sol hacía tiempo que había abandonado el firmamento y continuaba
trabajando en la elaboración de nuevas medicinas al encontrarse en su pequeña
vivienda. Se trataba de un hogar apenas de sesenta metros que tenía dos
habitaciones, un diminuto cuarto de baño, un acogedor salón y una estrecha
cocina. Lo que más le gustaba a Agnes era la tranquilidad que rodeaba el edificio
en el que habitaba; el cual tenía cuatro pisos. No conocía a ninguno de sus vecinos,
pero sabía que eran personas respetuosas que nunca se entrometerían en su vida.
No obstante, de vez en cuando se cruzaba con alguno de ellos, pero lo único que
intercambiaban era el saludo. Agnes enseguida les retiraba la mirada y seguía su
camino sin dar el menor indicio de que deseaba que le formulasen alguna
pregunta relacionada con su existencia.
Ya en su hogar, Agnes celebraba íntimos rituales para conocer cómo se encontraban
las personas que quería, para preguntarle a la Diosa sobre su futuro (algo que
no solía hacer muy a menudo, pues la inquietaba descubrir detalles que pudiesen
desmoronar la frágil serenidad que teñía sus días) o para agradecerle a la
Madre todas las bendiciones que le ofrecía día tras día. Además, cuando no le
apetecía asistir al templo de Ugvia, se encerraba en sí misma y notaba que el
alma se le llenaba de fe con cada canto o cada oración que le dedicaba a la
Diosa. En realidad no necesitaba a nadie para creer en Ella ni para rendirle
homenaje a la madre más grande de la Historia y de todos los tiempos. Estaba
habituada a no compartir ni sus creencias ni su fe y a guardárselas para ella.
Prefería mantener una relación íntima con la Diosa y con su particular religión
en vez de evaporarla en rituales celebrados con personas que, aunque pensasen y
creyesen como ella, parecían hallarse muy lejos de lo que ella deseaba sentir.
Incluso, cuando acudía al templo para festejar algún Sabbat con los miembros de
aquel aquelarre fundado por Neftis y Artemisa, tenía la impresión de que las
oraciones, los cantos y las invocaciones dedicados a la Diosa se convertían en
algo vulgar sin profundidad; palabras vacías que volaban hacia el cielo y se
mezclaban con el aire contaminado de la ciudad.
Pasó el verano de aquel primer año sin Artemisa y con él se marcharon
los atardeceres rezagados y cálidos. El otoño llegó muy tímidamente, como si le
diese miedo invadir las horas que le habían pertenecido al estío. Los bosques
se vistieron de oro, de finitud y caducidad y en la noche apenas cantaban aves.
Sólo susurraba el viento; el que, en aquella ciudad tan tranquila, soplaba con
una fuerza devastadora cada vez con más frecuencia. Parecía como si incluso
aquellos lares notasen la ausencia de Artemisa; gracias a quien Agnes le había
encontrado sentido a habitar en aquel rincón del mundo. Artemisa le había
ofrecido belleza a aquel lugar. Al partir de allí, las calles de Lindanivia y
la naturaleza que la rodeaba se habían cubierto de soledad, se habían vaciado
de la beldad que a Agnes siempre le había costado tanto percibir.
Después había llegado un duro y oscuro invierno que a Agnes estuvo a
punto de arrebatarle la suave llama de vida que le latía en el alma y que la
impulsaba a enfrentarse a cada nuevo día que componía su destino. Agnes adoraba
el invierno con todo su corazón, pero aquél le resultó muy complicado, muy
triste, demasiado gélido. Por eso, recibió la llegada de la primavera con
entusiasmo y esperanza; aunque también debía reconocer con dolor y lástima que
le costaba mucho percibir el renacimiento de la vida morando en una ciudad que,
a pesar de que estuviese rodeada por bosques densos, no guardaba en sus calles
ni el menor rastro de la presencia de la Diosa.
No obstante, aunque anhelase habitar en un lugar más impregnado de
naturaleza, ya no podía marcharse de allí. Se había establecido en aquel pisito
que en realidad la protegía, le gustaba trabajar en la herboristería y mantenía
con Casandra y con alguna mujer más perteneciente a La llama de Ugvia una
amistad de la que no deseaba deshacerse. Le placía vivir allí, a pesar de que
la tristeza no la abandonase nunca.
Lo que más la inquietaba y la entristecía era no saber nada de
Artemisa, era percibir que los meses pasaban llevándose la posibilidad de que
Artemisa se comunicase con ella. Ni siquiera Casandra había conseguido ponerse
en contacto con su hermana. Además de que permanecía lejos de Lindanivia
durante bastantes semanas, no había logrado descubrir a qué isla se había
trasladado Artemisa. Sin embargo, Casandra se sentía tan decepcionada con su
hermana que fingía que no le interesaba lo que pudiese ocurrirle. Le mentía a
Agnes diciéndole que había investigado sobre el lugar en el que el templo de
Hécate podía hallarse, y que no había encontrado nada que la satisficiese.
Realmente, Casandra ni tan sólo se había dignado reconocer lo que sentía, lo
que pensaba, lo que deseaba. Era evidente que extrañaba a su hermana con una
fuerza incalculable, pero su orgullo le impedía saberlo, le impedía hundirse en
sus emociones y convertirlas en palabras.
Agnes era la única que advertía aquellos detalles. Cada vez que Casandra
le hablaba sobre Artemisa, detectaba que la voz se le llenaba de rabia y
frustración; pero era consciente de que lo que en realidad sentía era añoranza
e impotencia por no haber podido evitar que su hermana se fuese.
Aquella segunda primavera que Agnes vivía sin Artemisa, Casandra se marchó
a Bolivia para realizar al fin esa misión que tenía planeada desde hacía tanto
tiempo y que tuvo que abortar cuando Agnes había intentado suicidarse. Así
pues, Agnes se quedó sola en Lindanivia al cuidado de la herboristería y del
jardín de Casandra; del cual también se encargaba cuando ella estaba ausente.
Había pasado ya más de un año desde la partida de Artemisa. Agnes
había celebrado algunos de los sabbats con los miembros de La llama de Ugvia,
otros sumida en la más profunda intimidad. Quince meses lejos de Artemisa, nueve
Sabbats sin compartir con ella. Se alejaba ya Beltane y se encontraba sola en
un destino que no sabía vivir; el cual, sin embargo, se había esforzado por
construirse con afán y esmero. El tiempo pasaba y pasaba como si tuviese prisa por
irse, pero también como si quisiese avanzar en la Historia para llegar a algún
momento importante.
Fue entonces cuando realmente su vida cambió por completo. No fue su
destino el que tembló hasta casi desmoronarse, sino el de una de las personas
más importantes para ella.
Se acordaría siempre de esa suave mañana primaveral en la que el sol
brillaba con una fuerza poderosa. El recuerdo de Beltane ya se perdía por la
niebla blanquecina de las madrugadas de mayo y por el aroma de las flores que
estallaban en los jardines para llenarlo todo de magia y vida. La primavera se
hallaba en su cénit, aproximándose cada vez más al verano, cuando Gilbert entró
en la herboristería en la que Agnes trabajaba.
No necesitó preguntarle cómo se encontraba. Aunque no lo mirase
hondamente a los ojos, Agnes intuyó que el que había sido el sumo sacerdote de
El fuego de Hécate tenía la mirada anegada en inquietud. Rápidamente, valoró todas
las posibles razones que lo habían llevado hasta allí. Gilbert vivía cerca de
la ciudad en la que Gaya habitaba; a más de doscientos kilómetros de
Lindanivia. No era habitual que acudiese allí a menos que tuviese un motivo de
peso para hacerlo, pues a Gilbert cada vez le costaba más conducir debido a su
edad. Así pues, se veían en muy pocas ocasiones y, cuando Gilbert viajaba hasta
el hogar de Agnes, permanecía allí unos cuantos días.
—
Buenos días, Gilbert —lo saludó con amabilidad
intentando que su voz no reflejase la tensión que la dominaba—. Me alegro
muchísimo de verte. ¿Cómo estás?
No pudo evitar que esa pregunta se le escapase de los labios. No se la
habría formulado si le hubiese prestado atención a las emociones que se le
desprendían a Gilbert de los ojos.
Gilbert se acercó al mostrador y miró recelosamente a Agnes. Hacía más
de dos meses que no se veían y las últimas veces que lo habían hecho Agnes
había advertido que aquel hombre tan sabio permanecía pensativo la mayor parte
de las horas que compartían. Le costaba mucho mantener conversaciones profundas
con él y tenía la impresión de que Gilbert cada vez se encontraba más
deprimido. No obstante, Agnes sabía que nunca le habría confesado qué le
ocurría, aunque se lo hubiese preguntado muchísimas veces.
Sin embargo, esta vez, Agnes sabía que Gilbert, al fin, le revelaría
el porqué de todos sus sentimientos, la causa de la tristeza que se le
encerraba en los ojos y que le teñía la voz. Tal vez lo hiciese porque esas
causas se habían vuelto mucho más graves e ineludibles.
—
Buenos días, Agnes. Yo también me alegro de verte. Me
gustaría conversar contigo en un lugar en el que nadie nos moleste. Puedo
esperarme hasta el mediodía si no deseas cerrar la tienda.
—
Puedo cerrarla. No tengo muchos encargos que
entregar y no creo que venga mucha gente.
—
Lo cierto es que te lo agradecería mucho —le indicó
retirándole la mirada. Agnes advirtió que Gilbert tenía los ojos cristalinos y
húmedos—. No te lo pediría si no fuese importante.
—
Por supuesto. Espérame aquí. Iré a por mis cosas.
Agnes se adentró en una estancia misteriosa que quedaba tras el
mostrador. Mientras no regresaba, Gilbert se dedicó a observar todos los
detalles de aquel pequeño establecimiento. Era la primera vez que se hallaba
allí. Siempre se había encontrado con Agnes en su hogar o en el que ella
habitaba tan serenamente. Al instante se percató de que aquel lugar era muy
acogedor y especial. Toda la luz que iluminaba cada rincón procedía del día,
del sol. Pocas bombillas alumbraban los estantes; pero Gilbert pudo descubrir
que se trataba de una botica muy bien cuidada en la que se vendían todo tipo de
remedios naturales contra cualquier dolencia o enfermedad, también utensilios
de madera para la cocina o elementos decorativos. Incluso vio libros en una
estantería que quedaba al fondo de la tienda. Eran libros que versaban sobre
plantas medicinales, sobre consejos para celebrar rituales íntimos, sobre
mitología e historia natural...
Justo hojeaba un libro de mitología egipcia cuando Agnes apareció ante
él dedicándole una sonrisa forzada. Gilbert dejó el libro en la estantería y
también intentó sonreírle.
—
Me gustaría comprarte algo.
—
¿Necesitas alguna medicina en especial?
—
Si tuvieses un remedio para la tristeza... pero me
temo que ninguna planta podrá deshacer la pena que llevamos por dentro —suspiró
Gilbert intentando no arrancar a llorar.
—
Te equivocas. Sí existen plantas que pueden
proporcionarnos felicidad y que pueden atenuar nuestra tristeza; pero sólo lo
harán momentáneamente. No conseguirán que se desvanezcan los problemas y los
recuerdos que nos la causan.
—
Eso es cierto.
—
Vayamos a mi casa. Allí podremos hablar con
tranquilidad.
Agnes estaba muy nerviosa, pero lo disimulaba tras sonrisas amables y
miradas llenas de afabilidad. Condujo a Gilbert a través de las modernas calles
que formaban el centro de la ciudad hasta que, lentamente, fueron alejándose
del tumulto de la sociedad para internarse en el tranquilo barrio en el que se
hallaba el hogar de Agnes.
Cuando al fin se adentraron en el salón, Agnes le ofreció algo de
comer o de beber a Gilbert, pero él rehusó con educación. Se sentaron los dos
en el cómodo sofá que abarcaba gran parte de esa estancia y el silencio se
apoderó de su frágil conversación; la que a duras penas había sobrevivido
durante el trayecto a su hogar.
—
Agnes, hace mucho tiempo que tendría que haber
mantenido contigo esta conversación; pero no me he atrevido a hacerlo. Llevas
muchísimos meses sin ver a Gaya y...
A Gilbert se le quebró la voz, pero se esforzó lo indecible por seguir
hablando con firmeza:
—
Gaya está muy enferma, Agnes. Lo está desde hace más
de dos años, pero no nos lo ha dicho a ninguno de nosotros. Ha sabido disimular
muy bien lo que le sucede durante bastante tiempo. Incluso a los familiares con
los que vive les costó darse cuenta al principio de lo que le ocurría; aunque,
últimamente, Mónica me llamaba preocupada por Gaya. Sin embargo, yo no me
atrevía a interpretar esos avisos y creía que eran cosas de la edad. Gaya tiene
ya... casi setenta años. Sí, tiene sesenta y ocho años al menos... He sido tan
estúpido, Agnes... —se culpó con una voz trémula.
—
No te mortifiques así. No es culpa tuya, de veras.
—
Podría haberme dado cuenta. Las pocas veces que estuve
con ella estos últimos meses la notaba tan distraída, tan distante, tan poco
atenta... Le costaba mucho hablar. Se le olvidaban la mayoría de palabras, se
perdía en las frases, no recuperaba lo que decía... Además, me formulaba muchas
veces las mismas preguntas, preguntas que yo no comprendía. Me pedía
información sobre personas que hace mucho tiempo que ya no forman parte de su
vida. Siempre que salíamos a dar un paseo, Mónica me solicitaba que no la
dejase sola; pero nunca me confesó por qué lo hacía. Ya no puedo seguir huyendo
de la realidad por más tiempo. Tengo que aceptarlo; pero me cuesta tanto... Es
imposible aceptar que una persona a la que has querido tanto y tanto esté
desapareciendo, Agnes.
Gilbert no pudo contener el llanto por más tiempo. Agnes no lo había
visto llorar prácticamente nunca y le impactó muchísimo percibir cómo Gilbert
se hundía en un desconsuelo profundo, cómo de sus sabios ojos emanaban lágrimas
espesas que él se limpiaba mucho antes de que le resbalasen por las mejillas y
cómo su respiración se convertía en suspiros que él intentaba retener en su
pecho.
Deseó tomarlo de las manos para transmitirle fortaleza y ánimos, para
asegurarle que no estaba solo y que ella siempre se hallaría a su lado dispuesta
a ayudarlo en todo lo que necesitase; pero no lo hizo, no lo hizo porque sintió
vergüenza y, además, la intensa tristeza de Gilbert la intimidaba y se había
tornado para ella en una roca que la aplastaba.
—
Cuando Neftis murió, ya me di cuenta de que tenía un
humor muy cambiante, que se irritaba por cualquier cosa, incluso con Artemisa,
por motivos que tampoco eran tan importantes. También notaba que se esforzaba
por construir frases, por expresarse con serenidad y por mantenerse sosegada a
nuestro lado; pero continuamente se apartaba de nosotros, estaba sola la mayor
parte del tiempo y apenas hablaba. Me habría gustado comportarme de otra forma
con ella cuando todavía la teníamos aquí; pero ahora ya es imposible cambiar
nada por mucho que lo ansíe. Agnes, nunca dejes marchar a una persona que amas
con todo tu corazón porque, cuando quieras recuperarla, ya será demasiado tarde.
—
Pero, Gilbert, dime, por favor, qué le ocurre a Gaya
—le pidió Agnes con un hilo de voz.
—
¿No te he dado ya demasiados detalles sobre lo que
le sucede? Gaya tiene... No, no puedo pronunciar esa maldita palabra, no puedo
—protestó Gilbert ocultándose el rostro tras las manos.
—
¿Puedes llevarme con ella? —le preguntó a punto de
estallar en un llanto desesperado e inconsolable.
—
Sí, pero quizá te impacte profundamente descubrir en
qué estado se halla. Ha empeorado muchísimo durante el último año. Sabe que
cada vez estará peor y no lo acepta. Quiere irse antes de convertirse en un ser
sin vida ni independencia, pero soy incapaz de ayudarla a partir de este mundo.
—
Pero eso es tan triste... No es posible que esté tan
mal —negó Agnes con una voz quebrada—. Artemisa debe saberlo.
—
Sí, debería saberlo; pero no tenemos forma de
comunicarnos con ella. No sé dónde vive y no hemos recibido noticias suyas
desde que se marchó. Sé que está bien porque la Diosa me lo confirma cada vez
que la invoco para preguntarle por ella.
—
Debe de haber alguna manera de descubrir dónde vive.
No puede perder la oportunidad de despedirse de Gaya.
—
De la mayoría de personas que amamos no podemos
despedirnos cuando se marchan para siempre, Agnes.
—
Llévame a ver a Gaya, por favor.
—
Lo haré, pero prométeme que no llorarás delante de
ella ni tampoco la presionarás formulándole preguntas que ella no sabrá
responderte. Tampoco estoy seguro de que pueda hablar contigo. Tiene períodos
de lucidez y otros en los que se pierde en recuerdos lejanos que nadie más
puede evocar.
—
Por la Diosa... Entonces, Gaya tiene...
—
No lo digas, por favor.
—
No, yo tampoco puedo aceptar que Gaya desaparecerá
de ese modo. No es justo —lloró Agnes con amargura.
—
¿Cómo se acepta algo así? Casi nunca me reconoce ya.
Le cuesta mucho saber quién soy y las pocas veces que lo ha hecho apenas ha
permanecido a mi lado unos instantes, pues enseguida su lucidez se esfuma. En
realidad, he venido a verte porque necesito que la veas, que te vea, que
intentes que se acuerde de ti. Anoche me llamó Mónica para explicarme que Gaya
había desaparecido por la mañana y no la habían encontrado hasta la tarde.
Estaba perdida en medio de la carretera que comunica con Lindanivia. Había
tomado el autobús que conduce hasta esta ciudad y se había bajado en una parada
que queda muy lejos de tu hogar. Estaba desorientada, no recordaba por qué se
encontraba allí ni tampoco adónde quería ir. Cuando la llevaron a casa, tuvo
una crisis muy fuerte. Se derrumbó y permaneció llorando durante más de dos
horas. Es consciente de que está enferma y se esfuerza lo indecible por
mantener intacta su memoria. No conseguirlo la irrita y la deprime
profundamente.
—
Pobre Gaya —musitó Agnes sobrecogida, incapaz de
creerse que aquellas palabras describiesen una realidad vigente en el mismo
mundo en que vivía—. ¿Y cómo es posible que no nos hayamos dado cuenta antes de
que estaba tan enferma?
—
Empezó a perder la memoria hace más de dos años,
pero se esforzaba por disimularlo, se inventaba maneras de retener información
y apuntaba en una libretita todo lo que recordaba para consultarla siempre que
necesitase hablar con alguien sobre algún asunto en concreto; pero, desde que
Artemisa se marchó, su enfermedad comenzó a empeorar mucho. Además, mientras no
dependía de nadie y aún podía tomar decisiones, no permitía que ningún médico
la visitase; pero, ahora que no puede oponerse a la voluntad de los demás, ya
le han hecho algunas revisiones y afirman que la enfermedad ha avanzado demasiado
rápidamente, como si algún hecho la impulsase.
—
Tal vez le influyese muy negativamente la partida de
Artemisa.
—
Ahora entiendo por qué aseguraba con tanta
rotundidad que Artemisa y ella nunca más volverían a verse.
—
Tenemos que buscar a Artemisa —aseveró Agnes
intentando que su voz sonase con fuerza, pero el llanto la volvía débil.
—
No podemos localizarla, Agnes. No sabemos dónde
vive.
—
Pero podríamos intentar comunicarnos con ella a
través de algún ritual.
—
No, cielo. Eso no es posible. Me temo que la Diosa
es la única que puede traerla a nuestro lado.
A Agnes aquella posibilidad le resultaba totalmente inaceptable, pero
tampoco podía luchar contra ella, pues sabía que las palabras de Gilbert
declaraban la única realidad que formaba sus días. Tampoco se sentía capaz de
visitar a Gaya y encontrarla en ese lamentable estado que Gilbert le había
descrito tan precariamente. Le destrozaría el alma ver a la suprema sacerdotisa
de El fuego de Hécate reducida a una persona que apenas era consciente de lo que
la rodeaba ni de sí misma, que no podía pensar ni recordar, que no la
reconocería. No obstante, no le reveló a Gilbert en ningún momento todas las
emociones que experimentaba.
Viajaron en silencio, a través de una carretera prácticamente vacía,
solamente bañada por la intensa luz de aquel día tan triste. Agnes recordó,
inevitablemente, todas aquellas veces que junto a Artemisa, Gaya y Gilbert
había atravesado aquel camino casi desierto. Sobre todo evocó aquella primera
tarde que vivía con Gilbert y Artemisa después de permanecer durante más de
tres meses en el hospital, después de que la Diosa le ofreciese una nueva
oportunidad para vivir. Aquellos recuerdos parecían formar parte de una memoria
ajena a la suya, a la memoria de un ser que había existido en otra era.
Entonces se preguntó por qué nadie podía guardar en su memoria los
recuerdos de otra persona, por qué los recuerdos solamente podían vivir en el
interior de una única alma, por qué ni tan sólo la memoria del tiempo podía
ampararlos y mantenerlos incandescentes. A Agnes le habría gustado conservar
todas las vivencias de Gaya para que el vacío del olvido no las devorase tan
pronto, mientras ella todavía viviese. Era tan triste que una persona se
perdiese en la muerte antes de que su cuerpo se cansase de existir... Gaya
estaba desvaneciéndose como lo hace la niebla cuando los rayos del sol
acarician el horizonte, como lo hace el rocío cuando el calor de la mañana
templa las hojas, como lo haría cualquier suspiro atacado por un vigoroso
vendaval.
Cuando llegaron a la casa en la que vivía Gaya, Agnes luchó con mucha
fuerza contra las ganas de llorar que la atacaban con tanta saña; las cuales no
la habían abandonado en ningún momento. Subieron en silencio los peldaños que
los separaban de aquel piso pequeño en el que Gaya se marchitaba, tratando de
planear cómo actuarían cuando Mónica los recibiese.
Gilbert llamó suavemente a la puerta de aquella casa tan anegada en
tristeza y Mónica les abrió en pocos segundos. Los invitó a pasar con una
mirada impregnada de compasión. Cuando hundió los ojos en los de Agnes,
entonces recordó todo lo que Gaya le había explicado sobre aquella mujer tan
valiente que había luchado contra la misma vida para construirse un futuro
digno. Quiso felicitarla por no haberse rendido, pero era incapaz de hacerlo,
pues entonces arrancaría a llorar en cuanto le dedicase la primera palabra y no
quería entristecerlos más. Había detectado que de los ojos ya les emanaba demasiado
desconsuelo.
—
¿Cómo está? —le preguntó Gilbert a Mónica con una
voz susurrante, como si no quisiese que Agnes oyese sus palabras.
—
Precisamente habéis venido en un buen momento. Hace
poco he estado hablando con ella. Está muy triste, pero, seguramente, se
alegrará mucho de veros.
Entonces Mónica miró de nuevo a Agnes. Ansiaba preguntarle por
Artemisa, pero intuía que aquél no era el mejor momento para tratar ese tema.
Agnes parecía distraída, desanimada y asustada y no quería agobiarla.
Mónica los condujo, a través del estrecho corredor que comunicaba las
estancias que formaban aquel hogar, hacia la alcoba de Gaya; en la que se
introdujeron intentando no hacer ruido. Gaya estaba sentada a una mesa de
madera clara con la mirada perdida en las letras de un libro cuyo argumento,
bien lo supieron todos, ella no podría recordar. Además se percataron de que
Gaya deslizaba los ojos continuamente por la misma línea, como si no comprendiese
lo que leía y se esforzase por descubrir algún significado oculto entre
aquellas palabras.
Agnes se estremeció cuando descubrió el aspecto de Gaya. Estaba
demacrada, pálida y más delgada. Además su mirada aparecía llena de brumas a
través de las cuales era imposible detectar sus sentimientos y sus
pensamientos. Gaya apenas los miró cuando entraron. La sombra de tristeza que
le empañaba el rostro le hizo deducir a Agnes que hacía mucho tiempo que Gaya
no sonreía.
—
La veo diferente —le susurró Agnes a Gilbert.
—
Últimamente apenas come y le cuesta mucho tragar la
comida. Tenemos que ayudarla en prácticamente todo —explicó Mónica quedamente.
—
No habléis de mí como si yo no estuviese delante,
por favor —pidió de repente Gaya con lástima e impotencia—. Soy plenamente
consciente de lo que me sucede, así que os agradecería que os expresaseis con
más naturalidad.
—
Perdónanos, Gaya —se disculpó Mónica con ternura.
—
¿La llamas Gaya? —le cuestionó Agnes sorprendida y
enternecida, aunque con mucha timidez—. Tenía entendido que te dirigías y te
referías a ella con el nombre de Ana.
—
No, hace mucho tiempo que la llamo Gaya. Parece
escucharme y responderme mejor cuando la apelo con ese nombre.
—
Me alegra que lo hagas.
—
Gaya, mira quién ha venido a verte —le dijo amable y
alegremente. Gaya alzó los ojos y los fijó en Agnes. De Gilbert no parecía
captar ni su presencia. Entonces Mónica les comunicó—: Lo mejor será que os
deje a solas con ella. Si tenéis cualquier complicación, avisadme.
—
No voy a atacarlos como si fuese un animal salvaje
—bromeó Gaya, pero la sonrisa que esbozó al pronunciar aquellas palabras estaba
cargada de sarcasmo e impotencia. No era una sonrisa sincera ni luminosa.
Mónica se marchó sin decir nada y cerró la puerta de la alcoba con
cuidado. Entonces Gilbert se aproximó a Gaya y le acarició sus níveos y rizados
cabellos; los que le habían cortado y le caían sutilmente por los hombros,
cubriéndole las orejas y parte de sus cejas también emblanquecidas por la
vejez.
Agnes deseaba acercarse a ella, a la mujer que la había querido como
una madre; pero no se atrevía. La pena que experimentaba al detectar a Gaya tan
irrevocable y tristemente cambiada le oprimía el corazón y destruía cualquier
decisión que pudiese tomar.
Observó cómo Gilbert miraba a Gaya con una impotencia hiriente, con
mucha lástima y con amor; un amor que se le escapaba de los ojos y de cada poro
de su piel como si fuese el aire que exhalaba.
Para desprenderse un poco de la tristeza que impregnaba aquella
escena, Agnes se arrimó a una silla que había en un rincón de aquella
habitación, la tomó y la colocó al lado de Gaya. Entonces Gilbert se sentó
lentamente, sin dejar de mirar a la que había sido la mujer más buena y
sensible que él había conocido. En esos momentos, mientras la observaba con
tanta dedicación y entrega, se preguntó por qué no había luchado más por ella,
por qué la había dejado marchar, por qué ni siquiera se había dignado
prestarles atención a los latidos acelerados de su corazón cuando la tenía consigo,
por qué no había sido capaz de otorgarles importancia a los detalles que
revelaban que Gaya estaba perdiéndose en el olvido.
—
¿Cómo te encuentras, Gaya? —le preguntó Gilbert
impregnando su voz de amabilidad y ternura.
—
Ahora la vida ya se va, ya se pasa y se evapora como
un río en una sequía, que no discurre ni se paraliza —contestó Gaya
distraídamente, sin mirar a ninguna parte, cerrando a la vez el libro que
leía—. Sabía que algún día llegaría, pero no me imaginaba que sería tan pronto,
tan presto. Sólo espero que me ayudéis antes de que sea demasiado tarde. Agnes,
querida mía —la apeló mirándola de repente, con fijeza y una tenue felicidad
empañando sus turbios ojos—, me alegro muchísimo de verte. Perdóname por no
haber ido a visitarte antes a tu cabaña, pero he estado muy ocupada. Por favor,
dile a... Ay... ¿cómo se llamaba esta chica que...? —se preguntó quedamente
mientras se cubría los ojos con las manos—. Diana, se llama Diana...
—
No, Diana no, Gaya —la contradijo Gilbert con
delicadeza. Agnes no podía hablar—. Se llama Artemisa.
—
Sí, Artemisa. Agnes, dile a Artemisa que Neftis
necesita verla. Solamente te hará caso a ti. A mí ya no me escucha.
Agnes estaba a punto de arrancar a llorar. Luchaba con ahínco contra
aquel llanto feroz que ya le había inundado los ojos de lágrimas y había
retenido su respiración para que ésta no desvelase que se le había acelerado y
profundizado. Gilbert adivinó a la perfección lo que Agnes sentía. La tomó de
la mano y se la presionó con fuerza; pero aquel gesto, en lugar de alentar a Agnes,
la desmoronó mucho más. No pudo evitar que las lágrimas comenzasen a resbalarle
por las mejillas, rauda y espesamente, como si le pesasen mucho, como si
tuviesen prisa por huir de sus nocturnos ojos; los que en esos momentos eran
dos lagos sin fondo en los que se hundían las ilusiones y los recuerdos más
bonitos de cualquier vida.
—
Pero no llores, Agnes. Némesis está bien. Si es por
ella por quien lloras, no debes hacerlo. Las aves y las serpientes se odian,
pero estoy segura de que en el mundo de la muerte que acoge a los animalitos Hiduna
y Némesis se querrán mucho. Anoche la vi partir, volando en la oscuridad que
invadía el cielo, y me pareció que la blancura de sus alas era el reflejo de
las estrellas, era como un copo de nieve que se perdía en la inmensidad de esa
nocturnidad lejana. Némesis también se marchó en paz, con tranquilidad y
silencio, ¿verdad? Pero me parece que tendrás que regresar pronto al hospital
antes de que te busquen. No está bien que te escapes, Agnes. No tienes que
vivir en este mundo, no debes hacerlo, porque no está hecho para ti. Cómo me
gustaría que no se hubiese quemado tu cabaña, pero ahora ya es demasiado tarde
para anhelar algo perdido, ¿verdad?
Gaya se expresaba con distancia, como si no hablase con las personas
que tenía junto a ella. Había perdido los ojos por un mundo inalcanzable que
ninguno de los dos podía imaginarse; un mundo lleno de confusión, olvido y
tristeza.
—
Pero me gustaría, de veras, que buscaseis a
Artemisa, dondequiera que se halle, porque ansío verla una vez más, una última
vez, antes de perderme para siempre, antes de que no pueda reconocerla nunca
más —les confesó con una repentina y triste lucidez.
—
Lo haremos, Gaya, te lo aseguro —le prometió
Gilbert.
—
Gilbert, mi único amor, dime que estás bien y que encontrarás
a Artemisa. Llevo mucho tiempo sin saber de ella y me duele su ausencia, como a
Neftis. Ella también la extraña muchísimo. ¿Te lo ha dicho? Yo creo que sigue
enamorada de Artemisa, pero, claro, no se lo confesará a nadie.
—
No, no me ha dicho nada, pero pienso lo mismo que tú
—le aseguró Gilbert fingiendo una sonrisa tibia.
De repente, Gaya se quedaba callada y se sumía en un silencio que ni
Agnes ni Gilbert se atrevían a interrumpir. Vagaba perdida en sus recuerdos
irrecuperables, permanecía observando con fijeza algún objeto que adornaba su
alcoba o simplemente miraba a Gilbert con distracción. Aunque no se lo
preguntasen, ambos sabían que los observaba intentando reconocerlos, pues de
pronto se olvidaba de por qué se hallaba allí, de quiénes eran las personas que
la acompañaban y qué había ocurrido antes de ese momento.
No obstante, Gaya no preguntaba nada, no decía nada. Prefería
mantenerse en silencio, agachaba la mirada y de nuevo se callaban sus ojos. De
súbito regresaba sutilmente a la realidad y les formulaba alguna pregunta
acerca de alguien que hacía mucho tiempo que no veían. Sus movimientos, además,
eran lentos, su voz carecía a veces de sentimiento y en otras sonaba demasiado
emotiva. Hiciese lo que hiciese, dijese lo que dijese, Agnes sabía que aquella
mujer que tenía delante ya no era Gaya. Ya no quedaba en ella prácticamente
nada de lo que la había caracterizado siempre.
Sin embargo, aunque visitarla le doliese profundamente y le destrozase
el alma, no dejó de hacerlo a partir de aquella mañana. Tres tardes a la
semana, tomaba el autobús que la llevaba a su lado y regresaba cuando de la
estación de Gandela salía el último transporte que le permitía volver a su
hogar.
Gilbert tampoco se separaba de Gaya. Incluso había intentado convencer
a Mónica de que consintiese en llevársela a su casa, pero Mónica no podía
permitir que un hombre ya tan mayor se hiciese cargo de una enferma de
Alzheimer tan dependiente. Gaya apenas podía realizar tareas por sí sola.
Tenían que ayudarla a ducharse porque en mitad de su aseo se olvidaba de lo que
debía hacer, porque de repente salía del cuarto de baño vestida, pero sin
haberse aclarado el jabón con el que se había impregnado la piel y los
cabellos. Tampoco podía comer sin que la asistiesen porque de ella se apoderaba
súbitamente un estado de quietud y olvido que le impedía terminarse los platos
que le servían. Y mucho menos podía salir sola a la calle, puesto que era muy
sencillo que se perdiese y que se olvidase de por qué había abandonado la
protección de su hogar. Además, tenían que vigilarla noche y día para que no
huyese de ellos.
—
Mónica me ha contado que, en más de una ocasión,
Gaya se ha levantado por la noche y se ha dirigido hacia la calle, pero Mónica
la ha descubierto antes de que el frío y la oscuridad la envolviesen. No me
permite cuidarla porque afirma que su humor es tan cambiante e imprevisible que
me agobiaría mucho. Se enfada muchísimo por cualquier nimiedad y se entristece
hasta el punto de no poder dejar de llorar durante horas.
—
Gilbert, Gaya cada vez estará peor. Debemos encontrar
a Artemisa antes de que sea demasiado tarde. Tiene que despedirse de ella
—indicó con una voz quebrada—. Tiene que despedirse de su maestra, de su mejor
amiga, de su madre —susurró casi sin poder hablar.
Habían transcurrido tres meses de la primera vez que Agnes había
visitado a Gaya. Como le ocurría a Gilbert, ella también se arrepentía de no
haber pasado más tiempo con Gaya, gozando de su sabiduría y de su sensibilidad;
pero, como él afirmaba, ya era demasiado tarde para culparse, para desear que
todo hubiese sido distinto.
El calor del verano arreciaba con una fuerza devastadora. Aunque las
tardes fuesen más lentas, largas y azuladas, Agnes se sentía como si el
invierno más gélido la rodease. Por mucho que se esforzasen, no conseguían descubrir
dónde vivía Artemisa y aquello los desesperaba profundamente. Habían
investigado por internet todas esas páginas y foros que trataban sobre templos
dedicados a Hécate y habían hecho una búsqueda exhaustiva y minuciosa de todas
las islas que quedaban vírgenes en el mundo, pero parecía como si el nuevo
hogar de Artemisa no existiese y como si la isla a la que se había trasladado
no se hallase en la Tierra, sino en otro planeta mucho más lejano e
inaccesible. Aquello los extrañaba inmensamente, pues sabían que habían sido
los mismos medios que ellos usaban los que le habían permitido a Artemisa
contactar con las sacerdotisas que habían creado aquel precioso y mágico
templo.
Sin embargo, aunque el tiempo los acercase cada vez más al último
instante en el que Gaya podría reconocer a Artemisa, ni Gilbert ni Agnes
perdían la esperanza de que, alguna vez, la Diosa le indicase a Artemisa el
camino que debía seguir para llegar hasta ellos. Sabían ambos que Artemisa estaba
bien, pues no habían captado ninguna sombra de muerte rodeándola cada vez que
habían investigado sobre ella en las cartas del tarot o en cualquier otro medio
que utilizaban para descubrir cómo se encontraban sus seres queridos; pero los
inquietaba muchísimo no haber recibido ni una sola noticia de Artemisa desde
que se había marchado de Lindanivia. Incluso se habían planteado la posibilidad
de que las mujeres que vivían en aquel templo le impidiesen establecer conexión
con el mundo que había dejado atrás.
Lo que ninguno de los dos era capaz de pensar es que quebrar el lazo
que siempre unió a una persona a otra es completamente imposible. No hay fuerza
que consiga romper el vínculo físico y anímico que provoca que dos seres formen
parte de un mismo hado, ni siquiera la muerte. Ni tan sólo el fin de una vida
puede destruir esa conexión si queda en el mundo la otra mitad de esa relación
tan íntima y profunda. No obstante, Gaya y Artemisa estaban a punto de ser
separadas por la peor muerte; la que destruye el alma antes de apagar el cuerpo
que la contiene. Una de las dos se hallaba cerca de fenecer y sería un fin
terrible y muy, muy triste.
Es la segunda vez que te escribo el comentario, ¡aaayy con lo largo que era y se borró! ¡Ahhhhhhhhh!
ResponderEliminarEs un capítulo muy triste, yo diría que el más triste de todos. El capítulo en el que muere Neftis es muy duro y triste, pero este me ha llegado todavía más al alma. Aiiins, no creo que te perdone nunca que le hayas hecho esto a Gaya!!! ¡Joooo!
Es imposible no encariñarse con Gaya, es un personaje mágico y entrañable. Que este sea su final...pufff, es durísimo. Se trata de una enfermedad muy dura y cruel. Rezo para que jamás ninguno de mis seres queridos sufran esta enfermedad, me moriría de pena. Que no me reconozca, que delire, que pregunte cosas ilógicas, que no se sepa valer por si mismo...es muy triste. Es demasiado doloroso.
Parece que la enfermedad ya está muy avanzada en Gaya...jolin. Con lo que era ella y los estragos que está haciendo el Alzheimer en su mente. Me da mucha pena Gilbert, lo que debe estar sufriendo...y Agnes, me encanta porque le está devolviendo todo el cariño que ella le dio cuando estaba enferma y perdida. Se está comportando muy bien con Gaya. Ya me imaginaba que esto ocurriría por las pistas que me ibas dando, pero no imaginaba que sería tan pronto.
Con respecto a la nueva vida de Agnes, me encanta. Ha sabido adaptarse a su nueva vida, a pesar de las dificultades. Me encanta que Casandra le haya ayudado tanto y que sean tan amigas. Le pega a Casandra ser tan orgullosa en cuanto a su hermana, por dentro seguro que está como loca por saber de ella. Agnes sigue teniendo suerte, la rodea gente muy buena y mágica. El pisito me encanta, que aunque no es gran cosa, es su rincón en el mundo, el lugar dónde puede sentirse segura y protegida. Su trabajo yo creo que ha sido su gran salvación, así no piensa y se distrae. Además, disfruta con lo que hace, y eso quieras o no da vitalidad y anima.
Date cuenta, iban a vivir todos juntos en el bosque, en una casa maravillosa y cuando Artemisa se marchó, destruyó ese futuro en común y esa vida. Ahora sobreviven como pueden y no están juntos. Yo creo que habría sido una buena vida. No se le puede culpar a Artemisa de todos los males, pero es cierto que su decisión cambio el rumbo de sus vidas.
Espero que Artemisa pueda llegar a tiempo para despedirse de Gaya...la enfermedad está ya muy avanzada. Creo que si no consigue despedirse de ella, no se lo perdonará jamás.
Sensibilidad al 100%. Me encanta, Ntoch.
Me sobrecoge cómo ha cambiado la vida de todos a raíz de la partida de Artemisa, aunque, claro, el devenir de cada uno ha sido diferente. Pensé, con las primeras líneas, que Agnes si iba a venir abajo por completo, bueno, en realidad así fue, pero ha sabido encontrar su lugar a través de esa herboristería, me la imagino perfectamente, y a pesar de que en esos lugares la gente suele ser más amable que en otros tipos de negocio también comprendo que la confrontación con el público ponga sus nervios a prueba con frecuencia, ¡hay gente tan desconsiderada y tan maleducada!
ResponderEliminarEn todo el capítulo Artemisa está presente a través de su ausencia, incluso sin que se mencione su nombre correctamente, como hace Gaya. Pobre Gaya, es un personaje del que resulta imposible no enamorarse, tan buena, sabia y comprensiva, y ahora... ahora empieza a no ser ella, a desdibujarse, ¿por qué tienen que pasar esas cosas? Es muy triste ver la lucha interior que se libra para intentar ver de nuevo a Artemisa, al menos antes de que ya nada en ella pueda reconocerla. Ella nada va a poder hacer, y sin embargo, me parece importantísimo para todos conseguir que ese reencuentro tenga lugar.
Es un capítulo verdaderamente muy triste, porque cada detalle parece concebido para llevar a la reflexión interior sobre el deterioro inexorable a que nos somete la vida, el propio y el ajeno, es imposible no ver el reflejo de uno mismo en Gilbert, en Casandra, en Agnes, en Gaya... en Artemisa. Son otras situaciones, pero finalmente son también las mismas, compartimos el mismo miedo y el mismo horror por la enfermedad y por la muerte. Al leer este capítulo se hace un viaje doble: por el argumento de la novela y por la vida propia, me duelo por los personajes y por las personas que conozco... pero nunca me quejaré de ser más consciente y más lúcido, y eso precisamente es lo que me ocurre al leerte, es como si fuera más yo. Magistral.