viernes, 3 de febrero de 2017

LA LLAMA DE UGVIA: CAPÍTULO 16 Y EPÍLOGO


16

 

Te llevaré siempre en el alma

 

Aunque deseasen detener el tiempo, la mañana en que Artemisa debía partir llegó rápidamente, como si tuviese prisa por abarcar todo el cielo nocturno que la había precedido. Artemisa tenía el alma tan cargada de nervios que ni siquiera podía expresarse con claridad. Cuando Gilbert la llevaba en el vehículo hacia el aeropuerto en el que tomaría ese avión que la alejaría tanto de su familia, Artemisa no pudo pronunciar ni la palabra más sutil. Permaneció en silencio durante todo aquel trayecto. Agnes viajaba a su lado, también callada, mirando sin mirar por la ventana, viendo lejanamente cómo quedaba atrás el paisaje a través del cual avanzaban.

Gaya, sentada en el asiento del copiloto, de vez en cuando, miraba a Agnes y a Artemisa a través del espejo retrovisor. Captarlas tan tristes a las dos la instaba a preguntarse si en realidad merecía la pena que Artemisa se marchase y dejase en aquel lugar del mundo un gran pedacito de su vida. Agnes la quería mucho más de lo que nadie era capaz de imaginarse.

La noche anterior, Casandra se había despedido de Artemisa de una forma muy fría, casi sin demostrarle que la quería. Ni siquiera le había deseado que tuviese suerte en el nuevo camino que estaba a punto de emprender. Artemisa comprendía que aquella actitud tan distante sólo era fruto de la inmensa tristeza que le provocaba saber que se marcharía a un lugar tan inconcreto y lejano; pero siempre le dolería en el alma que su hermana no le hubiese entregado ese apoyo que ella tanto necesitaba.

Cuando llegaron al aeropuerto, los cuatro bajaron lentamente del coche. Artemisa fue la última en salir de aquel vehículo. Le pesaba el alma, la vida misma. Aunque en su corazón se albergase la ilusión más tierna, no podía desprenderse de la tristeza que la embargaba. Separarse de Gaya, de Gilbert y sobre todo de Agnes la hería tanto que no se creía capaz de montarse en ese avión que la llevaría hacia su nueva vida. No obstante, sabía que debía ser fuerte. No podía cambiar de opinión justo cuando apenas quedaba una hora para que el avión despegase.

     Nos hemos retrasado un poco —anunció Gilbert—. Hemos encontrado algo de retenciones, así que tendremos que ir rápidamente a los controles.

     Artemisa...

Había sido Agnes quien la había apelado con aquel susurro tan tenue; el que, sin embargo, era una profunda y desesperada súplica. Aunque solamente hubiese pronunciado su nombre, Artemisa supo que Agnes le pedía, apelándola de ese modo, que no se fuese, que pensase una vez más si de veras quería marcharse; le advertía de que aún estaba a tiempo de arrepentirse.

Artemisa no le contestó. Sólo se limitó a arrastrar su maleta por aquel aeropuerto tan concurrido. Entonces se acordó del día en que había abandonado el hogar en el que había nacido y crecido para enzarzarse en la búsqueda de un nuevo destino. Comparó cómo se sentía en ese momento a cómo lo había hecho en aquella triste mañana y entonces se percató de que, aquella segunda vez que se marchaba hacia una nueva vida, tenía el alma mucho más llena de nostalgia. Cuando había dejado atrás la casa de sus padres, se iba de un sitio en el que no se quedaba nadie que pudiese extrañarla ni tampoco nadie a quien ella añoraría con todo el corazón. En cambio, aquella mañana estaba a punto de separarse de las personas que más había querido a lo largo de su vida. Aquella certeza se convirtió en un nudo feroz que le oprimió sin piedad la garganta y la cabeza. Tuvo que cerrar los ojos para que el aliento helado del aire acondicionado no le rasgase las lágrimas. Se preguntó por qué tenían el ambiente tan frío si todavía ni siquiera era primavera. Aquella pregunta le sirvió para comenzar a despedirse interiormente de todas las facetas materialistas de la sociedad; de las que se separaría con todo el placer que podía caberle en el alma.

Llegaron a la zona de controles. Artemisa estaba cada vez más nerviosa, pero no quería que nadie lo advirtiese. Antes de colocar en aquellas bandejas rojas todas sus pertenencias, miró a Gaya a los ojos por última vez antes de marcharse y entonces descubrió que en el alma de la sacerdotisa también se encerraba un inmenso desconsuelo y una potente impotencia que ella deseaba ocultar tras sonrisas maternales que pudiesen hacerle sentir confiada.

No quería despedirse de ellos. No quería hacerlo. Se arrepintió de haber permitido que Gilbert la llevase hasta al aeropuerto. Habría sido mucho más sencillo despedirse de ellos la noche anterior y salir de su hogar sin hacer ruido; pero de todas formas habría tenido que enfrentarse a la tristeza inmensa de un adiós, fuese cuando fuese el momento de distanciarse.

     Artemisa, nunca olvides que somos tu familia y que entre nosotros siempre tendrás un hogar —le pidió Gaya abrazándola con mucha delicadeza—. Estás haciendo lo que tienes que hacer, créeme, aunque ahora te resulte tan duro. Yo también me fui, Artemisa, y construí una nueva vida. Además, estoy segurísima de que serás una sacerdotisa ejemplar en ese templo y que de ti podrán aprender muchísimo.

Gaya lloraba tiernamente; lo cual le llenó los ojos de lágrimas. Luchaba con ahínco contra aquel intenso llanto, pero éste parecía mucho más fuerte que cualquier huracán y mucho más ineludible que el paso del tiempo. Artemisa no quería llorar, pues entonces su marcha se le tornaría completamente insoportable, pero tampoco podía evitarlo.

     Venga, no lo hagamos más difícil —se rió Gaya entre lágrimas—. Llámanos en cuanto puedas o escríbenos revelándonos dónde te encuentras para que podamos ir a visitarte, cariño. Te quiero, Artemisa, te quiero con toda el alma. Eres la mejor hija que la Madre pudo darme.

     Gaya —suspiró Artemisa desmoronándose entre los brazos de la sacerdotisa—, Gaya, tú eres mi madre. Yo también te quiero mucho, mi Gaya.

     Artemisa, no tenemos toda la mañana, lamentablemente —las interrumpió Gilbert. Artemisa supo que no lo hacía porque quedase poco tiempo para que se abriese la puerta de embarque, sino porque quería poner fin cuanto antes a aquella escena que tan insoportablemente triste le resultaba. Cuando las dos sacerdotisas se hubieron separado, entonces él también la abrazó con mucha fuerza mientras le decía—: Tú también has sido una hija para mí. Gracias por todo lo que me has enseñado, Artemisa. Ve con la Diosa siempre dondequiera que te encuentres.

     Gracias, Gilbert.

Llegó el momento de decirle adiós a Agnes; a la única persona de la que Artemisa habría preferido no despedirse; pero tampoco podía irse de allí sin abrazarla una vez más. No creía en lo que Agnes afirmaba sobre que nunca volverían a verse, pero una vocecita sutil en su interior le advertía de que le convenía abrazarla fuerte, muy fuerte, por si de veras aquélla era la última vez que podía sentirla tan cerca de sí.

Artemisa no sólo apretó a Agnes contra su pecho para entregarle el abrazo más desesperado y cariñoso de la vida. También se hundió en la fragancia de su ser; ésa que tanto la caracterizaba, que tanto la había serenado siempre; ese olor que mezclaba el del incienso con el de algunas flores y plantas. Deseó llevárselo consigo para poder evocar su recuerdo con más nitidez siempre que lo desease.

     ¿De veras quieres marcharte? —le preguntó Agnes casi inaudiblemente, con impotencia e incredulidad. Al notar que Artemisa asentía con la cabeza, entonces le suplicó desolada—: No te vayas, Artemisa, por favor.

     Agnes...

     Sé que no puedo retenerte, pero no soporto que te marches.

     Volveremos a vernos, te lo prometo.

     No sé si podré hablar con calma, pero quisiera agradecerte todo lo que has hecho por mí, Artemisa. Sé que te lo he dicho muchas veces, pero me has dado la vida y ahora... Artemisa, por la Diosa... por favor, no me dejes.

Agnes lloraba desconsoladamente mientras presionaba a Artemisa contra su pecho, entregándole un abrazo tan desesperado que Artemisa creyó que, cuando se separase de Agnes, se llevaría consigo una gran parte de su ser.

     Te quiero muchísimo, Agnes —le susurró en el oído con mucha suavidad, intentando que el llanto que la atacaba le permitiese expresarse con dulzura—. Te quiero como no he querido nunca a nadie y donde quiera que vaya te llevaré conmigo, te lo prometo. Jamás dejaré de pensar en ti. Le pediré a la Diosa por ti, le rogaré que te cuide. Si cuida de ti, entonces yo me sentiré feliz.

     Y tú me harás feliz a mí si te cuidas. Por favor, regresa si en ese lugar no te sientes acogida.

     Lo haré. Sé feliz, cariño.

     Bésame, Artemisa. Bésame por última vez —le pidió desesperada.

Artemisa tomó dulcemente la cabeza de Agnes entre sus manos y se le acercó con calma. Se besaron despacio, como si temiesen destrozarse la piel, y después se separaron dejándole la una a la otra en los labios el sabor salado de las lágrimas.

     Adiós, Artemisa —susurró Agnes casi inaudiblemente, pero Artemisa había podido oírla perfectamente y además le leyó los labios.

     Adiós, Agnes.

No quiso mirar atrás cuando se dispuso a pasar aquella fría barrera que la separaba de su pasado y que la llevaba a un lugar que todavía no la había acogido. No quiso mirar atrás cuando caminaba por aquella pequeña alfombra, por el detector de metales ni tampoco cuando recogía sus pertenencias y se dirigía hacia la zona de embarque. No quiso mirar atrás porque sabía que, si lo hacía, sus convicciones temblarían hasta derrumbarse y regresaría junto a ellos rogándoles que le permitiesen forjar una nueva vida a su lado.

Al ver alejarse a Artemisa, Agnes sintió que unas manos férreas y destructivas le arrancaban el alma. Se le detuvo la respiración y fue incapaz de pensar con claridad durante unos largos momentos. Quiso llamar desesperadamente a Artemisa, pero no pudo hacerlo, pues se había quedado sin voz.

Artemisa no vio cómo Agnes se derrumbaba totalmente desolada entre los brazos de Gilbert ni cómo Gaya le secaba cariñosamente las lágrimas que no cesaban de resbalarle por las mejillas mientras los dos trataban de animarla dedicándole palabras hermosas que pudiesen hacerle sonreír; pero el desconsuelo de Agnes era ingente y sempiterno.

     Por favor, Gilbert, pídele que no se vaya, impide que se marche, por favor, por favor —le suplicaba Agnes completamente destruida, llorando hondamente—. Gaya, habla tú con ella y pregúntale si de veras quiere irse. A mí no ha querido escucharme. A mí no me escucha ni me escuchará jamás. Por favor, por favor, llamadla, llamadla... No dejéis que se vaya. No puede irse, no puede irse.

     No podemos hacer eso, Agnes, cariño —le indicó Gaya con mucha suavidad mientras le acariciaba los cabellos—. Escúchame, Agnes, cada persona tiene que seguir su destino. Artemisa está viviendo el suyo ahora.

     No volveremos a verla nunca más —sollozó Agnes cada vez más hundida—. Yo no puedo vivir sin ella, no puedo, no puedo. No soy nada sin Artemisa, absolutamente nada. No tiene sentido que siga viviendo si ella no está a mi lado, si la tengo tan lejos —musitó muy quedo, pero Gilbert pudo oír perfecta y claramente todas sus palabras.

     Nosotros no te dejaremos sola, Agnes, te lo prometo —le dijo Gilbert con su profunda voz sabia y paternal.

Mas Agnes era incapaz de percibir la luz que podía resplandecer en su futuro. Para ella se habían desvanecido todas las estrellas, la luna se había arrancado a sí misma su plateado fulgor y lo único que quedaba ante ella era una senda oscura, gélida e intransitable anegada en tinieblas que jamás nadie podría disipar.

Artemisa jamás podría imaginarse cuánto dolor sintió Agnes al verla desaparecer entre la gente. Permaneció mirándola a través del denso velo de sus lágrimas hasta que la distancia y las demás personas que transitaban aquel aeropuerto le ocultaron su amada y hermosa imagen, hasta que de veras ante ella no quedó sino un profundo y gélido vacío que le partió el corazón. Se arrepentía profundamente de haber batallado con ahínco contra esas desesperadas ansias de pedirle a gritos a Artemisa que regresase, que no se marchase y que le permitiese demostrarle que ella podía construir el hogar más acogedor dondequiera que se hallasen. Y sabía que ya no podría rogarle nada. Sabía que ya la había perdido, si no para siempre, al menos durante un tiempo inconcreto e inmedible. Aquella realidad le presionaba tanto el alma que le parecía que en cualquier momento todo su ser se desbordaría como si fuese un río caudaloso alimentado por una destructiva tormenta. Lejanamente, Agnes se planteó la posibilidad de que aquél fuese el último instante sereno de su vida.

Artemisa ni siquiera podía preguntarse qué le sucedería después de esos momentos. No quería pensar, no deseaba recordar. Andaba sin casi prestarle atención a lo que la rodeaba, ignorando los sonidos que llenaban su entorno y las emociones que le anegaban el alma. Caminaba luchando contra sus propios sentimientos, contra el deseo de volver la vista atrás para decirles adiós una última vez. Era posible que Artemisa ni siquiera fuese consciente de cuánto de sí misma estaba abandonando en aquel aeropuerto. Una pequeña vocecita susurraba en su interior advirtiéndole de que había dejado atrás a la persona que más la quería y a la que ella más amaba, pero ni tan sólo esas delicadas certezas la disuadían de marcharse. Parecía como si se hubiese apoderado de ella una potente e inquebrantable voluntad que la instaba a correr lejos de allí y no volver hasta que de veras se le hubiesen curado todas esas heridas que la vida misma le había horadado en el corazón.

Artemisa cerró con fuerza los ojos cuando notó que, al fin, el avión despegaba. Permaneció llorando hasta que el avión aterrizó. Se esforzaba por mantener la mente en blanco, por no acordarse de ningún momento compartido con quienes se habían quedado allí, ya lejos de ella; pero el recuerdo de Gaya, de Gilbert y de Agnes, de quienes hacía tan poco tiempo se había despedido con muchísimo dolor y tristeza, le llenaba continuamente la mente como si formase parte de su cerebro. No podía luchar contra su intangible presencia. Los tuvo presentes siempre, durante las tres horas que duró su vuelo, durante todo el trayecto hacia la isla en la que se hallaba el templo que sería su nueva morada, cuando bajó del barco que la había llevado hasta la orilla de esa isla y se adentró en su nueva vida, durante todo el tiempo que permaneció apartada de ellos, en aquel lugar tan remoto y tan natural, tan vivo, tan anegado en amor, respeto y felicidad. No podía olvidarlos porque todos ellos eran parte de sí, todos, incluidas su hermana Casandra, Neftis y todos los que habían compuesto La llama de Ugvia. Pertenecían a un pasado que la había construido como persona, como mujer, como sacerdotisa, y era imposible que rompiese el lazo que la conectaba a ellos; a los lares en los que tanto había aprendido, al hogar que la había acogido durante tanto tiempo.

Y es que podemos viajar, ir hacia lugares recónditos, alejarnos de la vida que hemos llevado, de la pequeña parte del mundo que ha sido nuestra morada, pero siempre llevaremos con nosotros los fragmentos de vida que nos han entregado quienes nos quisieron. Llevaremos aferrado al alma el recuerdo de los olores que compusieron nuestro ambiente, nuestra curiosa y particular atmósfera. Somos parte de un todo del que nunca podremos despegarnos. No podemos desintegrar lo que somos viajando, pero en cada rincón de la Tierra dejaremos un pedacito de lo que hemos sido allí.

La Tierra es un lugar maravilloso, inmenso y muy acogedor si lo deseamos; pero siempre debemos permitir que la magia de cada lugar se adentre en nuestra alma y nos incite a soñar despiertos. El pasado que nos perteneció no es más que la senda que nos ha llevado hasta ese presente que tenemos al alcance de nuestras manos. Es muy bello soñar, pero también lo es soñar dormidos con lo que hemos vivido. Nunca podremos prever ciertamente lo que nos ocurrirá, pero sí podemos ayudarnos a nosotros mismos a forjar ese camino que tenemos que recorrer, porque para cada una de las personas que habitamos este maravilloso planeta hay una misión, un propósito que debemos cumplir.

Artemisa sí pudo encontrar un hogar en aquel templo dedicado a Hécate. La isla en la que estaba emplazado era mucho más hermosa y maravillosa de lo que ella había podido imaginarse. Verdes y densos bosques la poblaban. Poderosas montañas se alzaban hacia el cielo siendo su cumbre el lecho de las estrellas. Los ríos que descendían de aquellas lejanas cimas eran caudalosos, sus aguas estaban limpias y eran tan frescas como una brisa invernal. El mar se escondía entre rocas áridas cuyo color oscuro contrastaba con la espuma dorada de las olas. Los atardeceres, en aquel remoto y aromático rincón del mundo, eran de matices inimaginables que Artemisa nunca había visto en ninguna otra parte.

El rugido del mar quebraba, en las noches de tormenta, el silencio sutil y tranquilo que susurraba entre los árboles. Artemisa sentía a la Diosa en cada mota de aire que invadía aquel lugar, en cada árbol, en cada pedazo de bosque y sobre todo en la fuerza invencible del mar. La vida era tangible allí. Parecía un acre más de tierra, una roca que estaba al alcance de las manos. Oía la vida en la voz del mar, en el ronco suspiro del trueno, en el vigor luminoso de los relámpagos. Llovía mucho en aquella isla, pero cada gota de agua era una bendición.

La tierra era tan fértil, tan poderosa allí... Allí, celebrar Samhain, Yule, Imbolc, Ostara, Beltane, Litha, Lughnasadh y Mabon parecía tener mucho más sentido que hacerlo en cualquier otro lugar, pues la voz de la naturaleza era clara, precisa y muy viva.

Muchas fueron las experiencias que la convirtieron en una persona mucho más sabia. Muchos fueron los momentos que compusieron aquel nuevo presente que, de repente, se tornó en su única verdad. Artemisa vivía con sencillez y profundidad cada instante, cada mañana, cada noche, cada hora; pero todos esos acontecimientos, con sus propios sentimientos y sus emociones, forman parte de otra historia; la cual puede que también atraviese la puerta que separa el mundo de los secretos y el de la realidad y llegue hasta el corazón de quien quiera seguir comprendiendo a esta alma tan pura tan apuñalada por el mundo frívolo de la sociedad, como toda alma que anhele vagar más allá de lo que perciben nuestros materiales sentidos y encontrar un camino que nos lleve hasta la luz de la sabiduría más ancestral.

 

Epílogo

 

Habla Artemisa...

 

Me llaman y me siento Artemisa porque fue la Diosa quien me envió este nombre a través de la luz de las estrellas. Me lo susurró en las llamas del fuego y me lo entregó en el agua de aquel río que era mi mayor sustento. No obstante, Artemisa no deja de ser un nombre. Un nombre es la forma sonora de encontrarnos en la vida, en el mundo y en nuestro propio destino. Es lo que nos identifica con lo que hemos sido, queremos ser y seremos, con los recuerdos que compartimos, con las sonrisas que dedicamos, con las miradas que lanzamos al aire, que contienen el reflejo de nuestros más profundos sentimientos.

Soy Artemisa y seguiré siéndolo incluso cuando parta hacia el mundo de la muerte; pero no dejo de ser una persona que, aunque con facultades mágicas, siente, piensa y padece como cualquier otra. Nunca podremos desvincularnos definitivamente del micromundo en el que hemos crecido porque con todos sus detalles nos ha construido. Estamos enlazados eternamente a esa parte de la Tierra que fue el vientre del que nacimos, que fue nuestro hogar y que, posiblemente, sea la cuna que nos acoja cuando fenezcamos.

Lo que quiero que sepáis es que, por muy enlazados que estemos a esa parte del mundo que fue nuestro suelo, siempre podemos volar más allá, viajar a través del tiempo de los mares hasta encontrar un sitio que nos acoja sin que lo pidamos. No obstante, incluso en esa nueva morada, seguiremos extrañando lo que tuvimos porque no podemos ser sin lo que amamos, nunca. Y algo que debemos amar también con toda la fuerza del alma es nuestra fe; la fe en nosotros, en cualquier divinidad que nos impulse a creer que la vida no es ese caos que tanto tememos, la fe en el mundo mismo y en los sentimientos puros. Nunca olvides que debemos creer para poder soñar y soñar para poder creer.

La sabiduría no se encuentra solamente en conocer las propiedades de las plantas, de los árboles o de los minerales. No está en aprendernos de memoria todos esos nombres que recibió nuestra amada deidad. Es evidente que todos esos detalles colaboran en que seamos personas cultas que saben vivir en esta Tierra. La verdadera sabiduría se halla en el respeto a los demás, a las creencias diferentes, a la forma que tiene cada uno de conectar con la parte divina de nuestro mundo y de nosotros mismos. La sabiduría es poder comprender sin juzgar, es opinar conociendo, es poder estar en cualquier parte sin olvidarnos de nuestra esencia.

El paso de los años y sobre todo las experiencias que he vivido me han enseñado a comprender nítidamente gran parte de los secretos de la naturaleza, pero sobre todo me han entregado una paz que ningún conocimiento material y terrenal podría haberme dado jamás. Sólo espero que, así como los que no respondemos a todas esas convenciones que supuestamente deben construir nuestra vida respetamos y entendemos la fe y la forma de ser de cada persona, no juzgándola sin conocer su vida, también el resto del mundo acepte que hay quienes no podemos corresponder a esos prototipos con los que pretenden construirnos. Sí, es cierto que huimos y deseamos permanecer apartados, pero lo deseamos porque en el mundo postizo que han erigido no puede estar nuestro hogar.

Respeta a las personas, a la vida, a los animales, a los árboles... el respeto a nuestra Madre es lo que falta en este mundo. Cuando todos alcancemos esa posibilidad de vivir en paz y armonía con nuestra Tierra, entonces podremos presumir de ser seres sabios. Mientras tanto, sed conscientes de cuánta ignorancia vaga por nuestro corazón, por nuestra alma; cuánta ignorancia lamentable.

Seguid vuestro camino hacia el conocimiento y entonces os encontraréis a vosotros mismos, encontraréis a la Diosa en cada alma, en cada mirada, en cada bendición que construye nuestros días.

Agradecedle que estemos aquí, con esta bella oportunidad que es el vivir, el poder disfrutar de tanta maravilla, de tanta magia, de tanto esplendor, de la oscuridad, de cada sonido armonioso y de cada aliento aromático. Sed agradecidos porque, cuando os deis cuenta de cuánto valía lo que hemos perdido al morir, será demasiado tarde para que la Diosa perciba nuestra inmensa gratitud.

 

 

Continuará en Calderos de magia y luz

 

 

2 comentarios:

  1. ¡Ahhh! He saboreado un dulce caramelo delicioso y me lo han quitado de la boca. Me has dejado con ganas de mucho más. Es un capítulo transitorio que contiene nostalgia, tristeza, amor, paz y mucha belleza. La despedida ha sido muy triste, es imposible que no me llegue la sensación de vacío de Agnes, o la lucha de Artemisa contra sus sentimientos y no dejarse llevar por ellos. Me ha dado pena, sobretodo Agnes. Artemisa es mucho más fuerte que ella, puede sobreponerse, así lo ha demostrado en muchas ocasiones. Esta es la segunda vez que rompe con su pasado (aunque ahora es solamente un paréntesis), y en las dos ocasiones consigue esa plenitud y felicidad que todo ser vivo desea. Son tres años, de sobra sabemos que no es tan fácil viajar y que pueden ocurrir tantas cosas...espero que vuelva y ellos sigan ahí, ya que si por ejemplo pasa un tren maravilloso para Agnes, ella quizás no lo deje escapar y cuando vuelva no la encuentre...Aunque mucho me temo que lo pasará fatal.

    Creo que has descrito el lugar dónde quiero vivir para siempre. Esa isla es de ensueño. La forma en la que la describes es tan apasionante y mágica, que puedo percibir todas sus sensaciones, su aroma, su sonido y su majestuosidad. Artemisa no ha podido elegir un destino más maravilloso. Es una privilegiada.

    En las palabras de Artemisa se puede percibir su sabiduría. Creo que está cambiada, evolucionada. Es más consciente de la realidad, y de lo importante que es estar en conexión con tu yo interior, tu alma, tus creencias, lo que te rodea. El respeto es sin duda fundamental en esta vida, al menos para aquellos que sentimos que no somos los dueños de nada, que todo es de todos, que todo merece un respeto y debemos ser responsables con nuestro hogar.

    ¿Se habrá sentido bien allí? ¿Seguirá sintiendo lo mismo por Agnes?¿Esperará Agnes su regreso? ¿Será capaz de sobrellevar la ausencia de Artemisa? ¡¡Que sigaaaaaaaaaaaaa!! Por cierto, la escritura no puede ser más mágica, ay Ntoch, me gusta muchísimo. No dejes nunca de escribir!!!!

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  2. Termina aquí la novela con un fin que me resulta sorprendente, pues no pensé que finalmente Artemisa pudiera encontrar la paz lejos de todos los que le han demostrado tanto cariño, y sin embargo, me gusta mucho que así sea.

    La despedida de Gaya, Gilbert y sobre todo Agnes es muy tierna y triste, seguro que así lo planeaste. Se nota que los sentimientos están a flor de piel, y para mí el culmen de toda la escena es cuando Agnes expresa que está segura de que no volverá a ver a Artemisa, una frase que hace daño leerla y contra la que de inmediato se lucha, pensando que realmente no va a ser así y que tienen un futuro juntas. Artemisa se equivoca... ¿o no?

    Y luego, cuando me tienes totalmente acongojado por la separación, pones un párrafo que de pronto me eleva, me hace soñar con la naturaleza, casi se huele la humedad y se agita el cabello con esa descripción tan vívida del lugar donde reciben a Artemisa como sacerdotisa de ese templo de Hécate.

    En el epílogo Artemisa nos interpela, se reivindica y de algún modo nos dice que todo vale la pena, que está en lucha y avanzando, que la vida sigue y es bonita, es un final muy enérgico y a la vez muy positivo, que por supuesto predispone para lo que venga... ¡y será otra novela! Esta es maravillosa, de verdad.

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