martes, 26 de diciembre de 2017

DIARIO DE AGNES: MIÉRCOLES, 1 DE NOVIEMBRE DE 2017

Miércoles, 1 de noviembre de 2017:

Quisiera haber escrito el domingo 29 explicando el ritual de Samaín, pero no me sentí capaz de hacerlo. Viví un día muy extraño en el que me costaba saber lo que sentía y pensaba. El ritual de Samaín me afectó más de lo que intuía. Fue un ritual muy bonito en el que representaron muy acertadamente la simbología de Samaín. Lo celebramos en un bosque precioso que contiene mucha magia en todos sus rincones y comenzamos a celebrarlo cuando ya la noche apagó todos los suspiros de luz que el atardecer abandonó en el cielo. Nos alumbraban las velas que ardían en el centro del círculo. Fueron muy cuidadosos con el entorno, pues ninguna vela se hallaba en contacto con la tierra. Me gustaron también las palabras que pronunciaron, las invocaciones con las que llamaron a las distintas direcciones, también la meditación que hicimos durante el ritual; en la cual nos dirigimos hacia el portal que accede al otro mundo sin llegar a entrar en esa dimensión. Y todos esos momentos produjeron en mi alma una impresión que no me esperaba en absoluto experimentar. Sin embargo, para mí, el momento más hermoso y emotivo fue cuando, antes de la meditación, cada uno de nosotros le encendió una vela blanca al ser querido que quisiésemos recordar. También, si lo necesitábamos, podíamos dedicarle algunas palabras que nos naciesen de lo más profundo del alma. Hubo palabras para amigos, para hermanos, incluso para animaliños queridos, también para todos los animales que murieron este octubre en los incendios de Galicia y Portugal... Artemisa recordó a su padre y le dedicó unas palabras preciosas a través de las cuales le daba las gracias por todo lo que le enseñó, por estar siempre a su lado pese a que tuviese que pasar semanas fuera de casa por culpa de su trabajo.

Yo no me sentía capaz de hablar. La naturaleza que nos rodeaba, la oscuridad de la noche, las palabras emotivas que los demás les dedicaban a sus seres queridos y sobre todo el hecho de que alguien se hubiese acordado de Galicia me había llenado ya el alma de mucha emoción y me sentía incapaz de hablar, pero llegó mi turno y Artemisa, con la intensa mirada que me dedicó, me suplicó que hablase, que desahogase lo que sentía. Evidentemente, hablé en mi lengua, le hablé a mi avoíña en la lengua que siempre nos comunicó y en la que forma todos mis pensamientos. La recordé con todo el amor que siempre sentí por ella, le di las gracias por todo lo que hizo por mí, le dije que yo soy tal como soy porque ella me enseñó a ser así, le di las gracias por entenderme siempre y sobre todo por no alejarse de mí, aunque pasasen ya muchos años de su muerte, pese a que nos separe la distancia más insalvable. Y, durante aquellos momentos en los que le hablé con tanta franqueza y amor, me esforcé por no arrancar a llorar, me aguanté las lágrimas... pero, cuando ya pasó mi turno, me abracé a Artemisa y entonces, por unos largos instantes, el mundo que nos rodeaba desapareció. Lloré a mi avoíña como si acabase de morir. Todavía la extraño demasiado, como si no hubiesen transcurrido tantos años de su muerte. La añoro como si acabasen de arrancármela de mi lado, porque aún la quiero muchísimo y querer a alguien así, de este modo tan sincero, y no poder demostrárselo es algo que hiere el alma, que duele mucho. Quizás aún la añore así y la llore con tanta profundidad porque nadie me ayudó a superar su muerte, quizás no la supere nunca, nunca supere que ella se fuese así, tan de súbito. Cuando predije su muerte, yo creía que era la vida la que se reía de mí. Yo no quería creer que aquello era verdad. Me negaba a aceptar que ella se iría. No cabía en mi alma esa certeza tan horrible.

Yo siempre quise a mi avoíña como si fuese mi madre, mi única madre. Ella fue en realidad la mujer que me educó y me enseñó a ser quien soy, pero le faltó enseñarme muchas más cosas. Me faltó que me enseñase a afrontar todos los matices de la vida. Yo sé que, si ella hubiese estado a mi lado más tiempo, no sería tan débil, no tendría un alma tan frágil. Ella me habría enseñado a caminar sin desfallecer sintiendo que la vida se me clava en el corazón, pero se fue antes de que tuviese tiempo a demostrarme que era fuerte. Ella me aseguró muchas veces que yo era fuerte, pero no es cierto. Nunca fue cierto. Si fuese una persona fuerte, no me habría hundido tantas veces, no habría intentado quitarme la vida tantas veces a lo largo de mi existencia, no me habría enfermado así, sin remedio. Si hubiese sido fuerte tal como ella creía, me habría rebelado con toda la potencia de mi alma cuando mi madre se propuso alejarme de Galicia, habría huido, me habría esforzado por convencer a mi tío de que me dejase bajar del coche, habría alzado la voz en vez de llorar tanto, permitiendo que el llanto devorase mi voz y la posibilidad de gritar y de ordenarles a todos que no me arrancasen de mi único hogar. Si hubiese sido fuerte siempre, no me habría dejado vencer por el desaliento cuando me encerraron en el hospital por primera vez. Si hubiese sido fuerte, no habría silenciado mi voz, no habría reprimido mis ganas de pedir libertad. Les habría pedido a todos esos enfermeros que me cuidaban y sobre todo a ese maldito doctor que me dejasen en paz, les habría asegurado a gritos que yo no estaba enferma y sobre todo, si de veras era esa meiga que todos creyeron que fui siempre, les habría lanzado con mis ojos y mi voz la maldición más horrible de la vida; pero, en lugar de eso, me callé, guardé todo lo que sentía, lo escondí en lo más hondo de mi alma para que nadie pudiese intuir mi forma de hablar. En lugar de rebelarme, permití que esas chicas tan crueles se riesen de mí y me aterrasen tanto. Si hubiese sido fuerte siempre, me habría marchado a Galicia sin importarme que el mundo entero me lo impidiese en cuanto se me hubiese presentado ante los ojos la oportunidad de hacerlo. Lo habría hecho en cuanto ocurrió el desastre del Prestige y no me habría conformado con la decisión de Gaya y Gilbert, quienes se supone que querían protegerme, y no lo dudo, pero en realidad nunca tuvieron ni idea de lo que me convenía, y yo aceptaba sus decisiones como si fuesen las más inteligentes de la Historia.

Y ahora, si me preguntasen si sigo pensando de la misma forma sobre mí, realmente no sabría qué contestar. Por un lado, sí reconozco que superé muchos momentos difíciles a lo largo de mi vida, pero, por el otro, aún me siento muy frágil ante algunas circunstancias y tampoco confío en mí lo suficiente para pensar que alguna vez conseguiré luchar plenamente por lo que me importa. A veces tengo la sensación de que estoy viviendo mi vida a medias, de que me encuentro en una existencia que no me pertenece por completo o tal vez no me pertenezca ningún aspecto de mi vida. Quizás me encuentre en una vida que no es mía, como los personajes de un libro, que viven vidas que ellos no escogen ni de las que jamás podrán huir. Muchas veces me sorprende que ocurran cosas que llevo tanto tiempo deseando, como, por ejemplo, cuando Artemisa regresó y reconoció al fin lo que sentía por mí. La vida que comparto con Artemisa es un sueño. Es un sueño estar con ella, pero yo sé que podría hacerle mucho más feliz, que podría darle todo lo que yo soy.

Yo no sé por qué cuesta tanto que confiemos en nosotras mismas, por qué nos resulta tan difícil reconocer las virtudes que tenemos, por qué, en lugar de aferrarnos a lo que sí sabemos hacer bien, resaltamos continuamente los errores que cometemos y las cosas que podemos desempeñar con facilidad carecen de importancia, no tienen importancia. Es lo que a mí me ocurre siempre. Trabajo en algo que no es para nada sencillo, pero, en vez de apreciar lo que hago, ni siquiera me digno pensar en ello. Es lo que tengo que hacer, y punto, es eso lo que pienso, que sólo respondo a una obligación. Los únicos momentos en los que realmente me siento realizada son los que comparto con Artemisa. Cuando siento que es feliz entre mis brazos, cuando ríe junto a mí, cuando conversamos durante horas sobre cualquier tema, cuando vivimos juntas cualquier hecho... ésos son los instantes que de veras tienen importancia y sentido.

Hace mucho tiempo que quería liberar estos pensamientos. Nunca creí en mí, nunca, pues, continuamente, yo misma me demostraba que era débil, que nunca tuve el ímpetu suficiente para luchar por mis sueños. Ni tan siquiera fui capaz de luchar por Artemisa cuando ella decidió irse. Ansiaba y necesitaba con una fuerza horrible suplicarle que no se marchase, que no me dejase sola, pero no lo hice. No lo hice porque creí que mis palabras y mis deseos nunca tuvieron fuerza ni importancia, porque creía que, ante todo, por encima de todas las cosas, estaba y estaría siempre su felicidad. La mía no importaba. Nunca importó de veras. ¿Por qué iba a hacerlo en esos momentos?

Y ahora desahogo todos estos pensamientos porque, hace unos días, estuve reflexionando sobre lo que significa escribir un diario. Escribir un diario no es sólo explicar lo que nos ocurrió ese día en el que escribimos. Tampoco es sólo confesar las emociones y los sentimientos que en esos momentos nos llenan el alma. Un diario es mucho más que una recopilación de palabras que narran instantes de nuestra vida. Cuando Artemisa y yo decidimos escribir un diario, lo primero en lo que pensé fue que me arrepentía de no conservar ningún escrito que hablase de mi vida o que contuviese algunos momentos de mi pasado. Los únicos cuadernos que tenía llenos de mis palabras se quedaron en Galicia cuando me obligaron a irme y también me quitaron esos folios que llené de tantos recuerdos allí en el hospital, cuando, a través de esas narraciones, yo le confesaba a ese doctor que supuestamente quería ayudarme cómo había sido mi infancia; pero todo eso se perdió en el olvido y, aunque pueda evocar más o menos lo que escribí entonces, la mayor parte de esas palabras ya no existe. Sólo queda en mi mente un vago recuerdo de lo que fueron; un recuerdo que no es más que una especie de bruma que a veces se condensa entre mis pensamientos y a veces se disipa dejando al descubierto la sombra de esos lejanos instantes; pero puedo asegurar, también, que nunca me olvidaré ni de uno solo de los recuerdos de mi vida. Puedo acordarme prácticamente de todo lo que viví en Galicia y también puedo asegurar que, aunque mi vida fuese tan extraña y aunque yo fuese tan diferente, yo era feliz, muy feliz, porque yo creía que tenía todo lo que podía necesitar y todo lo que podía hacerme sentir feliz. Vivía en un lugar precioso, muy conectada con la naturaleza y muy enlazada a las costumbres campesinas y también a los cambios de las estaciones. Vivía en un lugar que quedaba lejos del mundo y de cualquier estímulo que pudiese quebrar la belleza de esos bosques. Vivía cerca del Miño; un río caudaloso y silencioso en el que me bañaba casi todas las tardes de primavera, de verano y de otoño. Vivía en las montañas de Ourense, vivía con la nieve en invierno, con el calor de los días de verano y con el frescor de las noches estivales. Vivía con los animales, en contacto con las vacas, con las ardillas, con los pájaros, con las aves (águilas, lechuzas, búhos, cárabos). Podía escuchar el viento siempre e interpretar su lenguaje. Podía huir de la gente y perderme por el bosque, alejándome de cualquier mirada curiosa e inquisidora. Era libre y sabía que, si nadie me arrancaba de ese lugar, sería libre siempre. A mí no me importaba vivir allí para siempre. Me imaginaba que, conforme creciese, iría desempeñando más tareas del campo y aquella perspectiva me provocaba una ilusión inmensa que no cabía en mí. Ya, siendo muy niña, participaba en toda vendimia, en la siega, en todos los eventos que vivíamos todos los vecinos de la parroquia en la que se halla mi aldeíña. Todos nos reuníamos para recoger la uva, para segar el trigo y nuestras fiestas eran las más bonitas y entrañables. A mí no me importaba crecer allí y ser una mujer de campo para siempre, hasta que ya no pudiese soportar el peso de los años, hasta que mis manos se agotasen de trabajar, hasta que casi ya no pudiese andar. Y me imaginaba teniendo mis cosechas, todo lo que fuese necesario para vivir, lo justo, no quería nada más. Incluso sabía que heredaría los terrenos de mi madre, su parte del minifundio que había compartido con sus hermanos y con mis abuelos. Yo me imaginaba incluso muriendo en esa misma casa en la que nací, y nada de eso me inquietaba, aunque había veces en las que también soñaba con estudiar en la universidad de Compostela, ya lo dije, pero tampoco era un sueño que me angustiase no cumplir, pues me aterraba la idea de salir de allí, de mi pequeño mundo, de alejarme de las montañas ourensanas y de mi aldeíña. Yo no quería alejarme de allí y también me sobrecogía mucho cuando me imaginaba rodeada de tantas personas, cuando me imaginaba compartiendo clase con muchísimos más chicos de mi edad. Yo no necesitaba vivir eso; al contrario, mi deseo más arraigado era vivir sola, sin nadie por quien tuviese que esforzarme por hablar, sin nadie a mi lado que controlase mis pensamientos, mis acciones o mi modo de vivir. Yo quería vivir en mi aldea, pero también sabía que acabaría siendo la mujer más solitaria de aquel lugar. Y eso no me importaba, no me inquietaba ni lo más mínimo.

Pero no pude cumplir ni uno solo de esos sueños, ninguno. Y ahora, cuando transcurrieron ya treinta años de esos momentos en los que soñaba tan nítidamente con aquella vida, me siento como si me hubiesen arrancado de mi pasado, como si alguien me hubiese dividido en dos. La vida avanza sin importarle lo que sueñes. El tiempo pasa sin fijarse en si pudiste empezar a luchar por lo que anhelas. Yo no entiendo por qué a veces es tan sencillo destrozarle la vida a una persona, tan sólo con una acción infame. Tampoco sé a dónde se van esos sueños que no pudimos cumplir, dónde queda esa vida soñada, esos momentos que tanto anhelamos volver realidad, separándolos de ese mundo de sueños al que nadie puede acceder realmente, sólo a través de la mente, de la imaginación incansable. Yo quisiera encontrar el camino de regreso a la ilusión para seguir soñando, para seguir creyendo que es posible confiar en la vida y en el destino que nació con nosotros, o junto al que nosotros nacimos, para creer que es posible reemprender ese camino de regreso a casa.

A veces tengo la sensación de que vivo inmersa en un mundo del que no formo parte y de que todo lo que me rodea está conectado con unos invisibles hilos a un conjunto de hechos que nadie puede evitar. MI entorno me parece un baile de marionetas manejadas por una mano invisible que para nadie existe, cuya existencia nadie se plantea. Y yo estoy fuera de ese baile, de ese escenario en el que se desenvuelven tantos momentos extraños. Y tengo la sensación de que observo el tiempo y la misma vida desde un plano inaccesible, como si entre ese mundo del que supuestamente también formo parte y yo hubiese un muro intangible y transparente. Tengo la impresión de que, si grito o me muevo, nadie podrá verme, para todos y para todo soy invisible, pues invisible también siento que soy para quien decidió que yo estuviese aquí, viviendo esta existencia. Y de repente alguien me arranca de esa ensoñación en la que ni siquiera se adentró el sonido más sutil y regreso de pronto a la realidad como si alguien me hubiese expulsado de esa dimensión en la que más o menos me sentía protegida. Entonces es cuando miro a mi alrededor intentando enlazar todos los estímulos que perciben mis sentidos con mi propia existencia y no puedo evitar notar que nada se relaciona conmigo, que sigo estando lejos de todo, a pesar de que ya formo parte del escenario en el que se desempeñan esos momentos y todos los hechos que tienen lugar justo en ese instante. Aunque pueda hablar y contestar a cualquier cosa que me digan, mentalmente estoy aún muy lejos de lo que vivo. Yo no sé si esto me ocurre por culpa de mi extraña enfermedad o porque realmente siempre fui así, pero yo no recuerdo tener estos episodios de evasión tan fuertes cuando era niña o adolescente. Cuando era niña, sí es cierto que podía permanecer durante mucho tiempo lejos del mundo, pero no me desenlazaba totalmente de mi alrededor, al contrario, cuando me pasaba las horas sumida en mi soledad, estaba muy conectada a la naturaleza que me rodeaba, de ella formaba parte y escuchaba atentamente cualquier sonido que llegaba a mí, analizaba cualquier estímulo que nacía en ese mundo que era mi mundo sin que fuesen dimensiones distintas.

Cuando recuerdo algún momento de mi niñez, tengo la impresión de que evoco instantes de una vida que no es la mía. me cuesta creer que hubo un tiempo en el que yo fui niña, me cuesta creer que existió un tiempo en el que era tan feliz, en el que podía creer en la hermosura de la vida sin sentir que estaba autoengañándome o intentando convencerme de que la vida es bella para seguir adelante con ilusión. Y sobre todo me cuesta identificarme con esa niña tan especial porque me resulta muy complicado aceptar que esos momentos ya se fueron para siempre. Ya no es posible recuperar nada de lo que pasó. Nuestra infancia, nuestra adolescencia, nuestra inocencia, todo eso quedó atrás en el tiempo, inalcanzable, inasible, sólo al alcance de nuestra confusa memoria; la que a veces embellece los recuerdos o también los agrava, volviéndolos más horribles de lo que posiblemente fueron los momentos que los componen. Es muy triste pensar que ya pasó la mayor parte de mi vida, que ya se fueron tantos años de mi existencia. Y eso ya no volverá. Ya perdí la oportunidad de vivir plenamente esos momentos, esos años, y nunca más podré hallarme allí de nuevo, en ese pasado que fue presente durante tan sólo un instante. Esta vida pasa, como todo, pasará todo, y se irá nuestra oportunidad de existir, de respirar... de estar en este mundo, de buscar lo que realmente nos hará felices y no sólo eso, sino también la oportunidad de poder encontrarlo y de poder quedarnos con ello si lo hallamos.

No sé, realmente, qué me llevó a escribir sobre todo esto. No sé si fue el aroma del incienso que puse a quemar o la vela violeta que arde cerca de mí, en un precioso candelabro. Me gustaría escribir sobre tantos recuerdos, me gustaría liberar tantos pensamientos... Artemisa me pidió que nos dedicásemos entradas de nuestro diario, que nos contásemos cosas que quisiésemos compartir con la otra. Yo le prometí que la entrada que hoy escribiese sería para ella. Me pidió también que le hablase de alguno de los recuerdos más bonitos de mi infancia; pero en estos momentos soy incapaz de escoger un recuerdo de entre todos los que guardo en mi mente con tanto cariño. Además, yo me había imaginado que, en vez de escribir de este modo tan impersonal, escribiría dirigiéndome directamente a ella, así que creo que será la siguiente entrada la que irá totalmente dedicada a ella. Hoy divago mucho, estoy muy indecisa, vago de un pensamiento a otro sin quedarme en ninguna parte, pero éstas son las entradas más sinceras y a la vez más profundas, pues desvelan una pequeña parte de mi mundo; el que es tan y tan confuso, tan desordenado a veces. Ella también decidió que me contaría muchas cosas sobre su vida en la siguiente entrada y estoy deseando leerla. Artemisa casi que no me habló nunca de su pasado. Solamente me dio algunas leves nociones sobre su infancia y su adolescencia y yo siento mucha curiosidad por lo que vivió cuando era niña, por lo que pensó cuando apenas había existido, cuando empezaba a entender el mundo y todo lo que ocurría a su alrededor. Sé que Artemisa también fue una niña precoz, como yo; pero ella me aseguró varias veces que apenas recuerda momentos de los primeros años de su vida. Yo, en cambio, puedo acordarme perfectamente de lo que sentía y me sucedió cuando ni siquiera tenía un año de vida. El recuerdo más antiguo que guardo en mi memoria corresponde a una tarde estival y muy entrañable en la que mi avoíña estaba elaborando las deliciosas rosquiñas que siempre hacía cuando llegaba el verano y también cuando llegaba el invierno. En aquel entonces yo solamente tenía ocho meses, según me contó ella, y muchas veces ella me dijo que era imposible que me acordase de ese momento porque era muy pequeña (“moi cativa”, como me decía), pero yo le prometí que lo recordaba con muchísima nitidez. Sin embargo, recuerdo con mucha más fuerza y claridad la primera vez que sí hice rosquiñas con mi avoíña cuando llegó el invierno. Tenía ya un año y podía comprender mucho mejor las cosas. El recuerdo de esa tarde lo tengo tan grabado en mi memoria que soy capaz de describirlo con una exactitud sobrecogedora. Estábamos las dos junto a la lareira. Ella amasaba y yo, sentada en sus rodillas, me fijaba hipnotizada en los movimientos de sus ágiles y expertas manos. Mientras ella amasaba y hacía con sus dedos cariñosos esa forma tan curiosa, me narraba un cuento que, por desgracia, ya no recuerdo, pues lo único que existía para mí en aquel momento eran las rosquiñas que iban naciendo de las manos de mi avoa. Entonces recuerdo que cogí una bola de masa y empecé a tratar de moldearla como ella hacía. Mis manos eran pequeñas y torpes y mi avoíña, en cuanto se dio cuenta de lo que pretendía, me enseñó a hacer esa bonita forma que ella hacía tan rápidamente. Entonces empezamos a elaborar rosquiñas las dos y, desde entonces, todos los inviernos, cuando apenas comenzaba a nevar, casi la primera tarde en la que la nieve lo volvía todo blanco, ambas nos sentábamos junto a la lareira y, con toda nuestra ilusión, hacíamos esas rosquiñas que ella luego horneaba. Qué delicioso olor impregnaba todos los rincones de su casa, qué deliciosa merienda, qué bonitos recuerdos. El sabor de esas rosquiñas siempre me hará sentir en mi piel el calor del fuego de la lumbre, me traerá a mí la voz de mi avoíña contándome sus mágicas leyendas (sabía tantas...), su voz entrañable y cariñosa, sus gestos pacientes, me traerá también el sonido del silencio de las tardes invernales, también la visión de la nieve cayendo tras los cristales, alfombrando las calles inclinadas de la aldea y llenando las copas vacías de los robles, de los castaños... y la visión de ese cielo grisáceo que se apaga, entre nubes gruesas; la visión de las montañas que poco a poco se tornan blancas, la visión de ese mundo que se reducía, que se empequeñecía, que nos protegía y que nos apartaba de cualquier vida. Estábamos allí, cada vez más lejos del resto de las aldeas, de las ciudades, de los demás bosques de Galicia, lejos, cada vez más lejos, entre la nieve, las montañas, los árboles perlados y las calles silenciosas, el silencio del invierno. Y, mientras tanto, el crepitar de la lumbre, el calor del hogar, la sensación de amparo, de saber que no existe nada que pueda hacerme daño, el saberme pequeña, una niña afortunada. Y sobre todo la cercanía de mi avoíña, su mano en la mía mientras compartimos la merienda, sus ojos vidriosos que me recuerdan a la escarcha que adorna los troncos antiguos de los árboles. En sus ojos vidriosos, siempre tan propensos a llenarse de lágrimas de emoción y gratitud, yo puedo ver reflejada las llamas del fuego y también el amor más grande. Cuántas veces ella me dijo que adoraba más la nieve y el invierno desde que yo nací. Cuánto me aseguró que yo era y sería siempre lo que más quería en el mundo, lo que más había querido nunca, y sobre todo, desde que mi avó murió, fui su más fiel compañía. A mí me habría gustado vivir siempre con ella. Deseaba, sobre todo en esas tardes tan blancas, tan grises e invernales, y tan cálidas sin embargo, tener el poder de eternizar su vida para que nunca se fuese, pero cada invierno que compartíamos me hacía preguntarme si sería el último que veríamos nevar juntas.

Siempre viví la primera nevada del año junto a ella, en su casa. Las dos sabíamos cuándo caería el primer copo. Lo presentíamos. El cielo nos lo comunicaba, las cumbres plateadas de las montañas nos avisaba de que pronto llegaría ese silencio que absorbe todo sonido. Y yo acudía a la casa de mi avoíña sabiendo que aquel atardecer todo se volvería blanco, veríamos lagrimear el cielo, con esos copos lentos, blancos, que caen con tanto cuidado, sin hacer ruido, pareciendo parte de un sueño. La nieve podía llegar en cualquier momento, pero siempre sorprendíamos la primera lágrima del cielo, y, cuando aquello ocurría, cuando las nubes grises y gruesas empezaban a deshacerse, las dos nos deteníamos frente a la ventana de su salón y, muy quietas y juntas, dejábamos que aquel baile tan sereno nos embelesase. No decíamos nada porque no era necesario. La nieve era el lenguaje más preciso que podía existir. Y todo se quedaba en silencio mientras, poco a poco, paseniñamente, como se diría en mi preciosa lengua, las calles se tornaban blancas, muy lentamente, y los árboles se oscurecían, se quedaba en penumbra el bosque, parecía que se acercasen las montañas... Y yo creía que aquel momento era el más bonito de mi vida, de toda vida, y no me importaba que el tiempo se detuviese justo entonces. Yo no quería tener nada más.

Y también recordaré siempre, con muchísima tristeza, tanta que casi que ni puedo pensar en ese momento, la primera vez que nevó después de la muerte de mi avoíña, qué distinto fue todo, qué inmensamente triste. Ella murió en noviembre, muy poquiño después de mi cumpleaños, cuando cumplí siete años, y aquel año recuerdo que nevó antes, como si el cielo quisiese llorar por su ausencia así, de ese modo tan puro y hermoso. Nevó cuando diciembre apenas había transcurrido y nevó con mucha intensidad. En muy pocos minutos, las calles estuvieron cubiertas por una alfombra bastante considerable de nieve. Era difícil, casi imposible, salir de casa. Se habían borrado los caminos, se había quedado todo tan callado que parecía imposible pensar que aquel tiempo pasaría. Y yo vi la nieve caer desde mi casa, acordándome de mi avoíña a cada instante, recordándola con cada copo que el cielo lloraba. Y lloré yo también, junto con aquel cielo tan sumamente triste, tan lleno de nubes profundas, tan gris, tan y tan invernal. Y todavía no era invierno, pero a nadie le importaba, a nadie, porque lo que más importaba era que ella se había ido y que no podía ver caer la nieve, nunca más la vería caer, nunca más. Y qué bien lo supe en esos momentos. Estaba sola, como lo estaría la nieve. Yo estaba segura de que cada copo también sentía la ausencia de mi avoíña, porque ésta se respiraba, se palpaba, y el bosque se había quedado también muy solo sin ella.

Recuerdo que estaba sola en el salón. Ninguna luz alumbraba aquel instante, pero a mí no me importaba. Yo estaba junto al cristal, sin sentir nada más que esa tristeza que tanto me apretaba el pecho. Ese año no hubo rosquiñas, no pude protegerme junto al hogar, no pude celebrar con nadie la llegada del invierno, al contrario, tenía que esconder lo bonito que me parecía que todo se tornase blanco y debía ocultar también lo feliz que me sentía al saber que nos habíamos quedado incomunicados un año más, porque a mi madre no le gustaba nada el invierno y mucho menos la nieve. Ella se ponía muy nerviosa cuando la nieve ocultaba los caminos y nos dificultaba tanto desplazarnos hacia cualquier lugar. Ella temía los lobos, temía el silencio intenso del invierno y también ese frío tan gélido que parecía imposible combatir, pero yo no. Y ese año, esa primera vez que vi nevar sola, sin mi avoíña, supe también que ella estaba conmigo en la nieve.

También puedo asegurar que, cuando mi avoíña murió, yo empecé a sentirme muy distinta. Sentí que ella se llevaba consigo una parte muy importante de mí. Y, años más tarde, pude dilucidar que mi avoíña se llevó consigo mi inocencia. Yo se la habría entregado si me lo hubiese pedido, pues, si ella no estaba a mi lado, ya no tenía sentido ser niña, mi inocencia ya no me servía para nada. Su muerte me hizo madurar muy rápido, así, de repente, tan prontamente que ni yo misma pude prever que mi forma de pensar y de sentir cambiaría tan de súbito; pero aquel invierno, cuando de nuevo vi caer la nieve, supe que la vida había cambiado para siempre, que ya nada volvería a ser igual, que nunca más nadie me contaría ningún cuento ni ninguna leyenda y que tendría que guardar para mí todas esas canciones que mi avoíña me enseñó. Posiblemente, sólo pudiese cantarlas en las fiestas de mi aldea y de mi parroquia, pero con nadie más podría compartirlas. Sabía que a partir de aquel entonces vagaría sola por el bosque, saboreando yo sola la belleza de la naturaleza. Con mi madre apenas podía compartir nada. Ella estaba siempre muy triste. Ahora ya no la culpo por nada. Ella tuvo en realidad una vida triste. También perdió todos sus sueños o, más bien, se los arrancaron. Ni siquiera ella misma pudo luchar para evitarlo. Mi padre la abandonó cuando yo solamente tenía dos años, la dejó sola conmigo, y se marchó muy lejos, posiblemente a Argentina, pues allí había familiares suyos de los que él se había separado hacía mucho tiempo, porque él nació en mi tierra y después su madre emigró a Argentina para buscarse allí un futuro, pero ésa es otra historia. Se marchó y a mí me negó la oportunidad de conocerlo bien, de saber lo que es tener una familia que se quisiese, y mi madre nunca pudo superar ese abandono, esa pérdida, porque lo quería, ella quería muchísimo a mi padre, y para ella no había nadie mejor que él.

Me duele muchísimo hablar de mi madre, pues, a pesar de todo lo que ocurrió entre nosotras, a pesar de que no supo comprenderme, es mi madre y en mi corazón hay un lugar que solamente le pertenece a ella. Muchas veces me planteé la posibilidad de llamarla y preguntarle cómo está, pero me aterra hablar con ella.

Y por el momento creo que hoy ya removí demasiados recuerdos. Tengo los ojos llorosos, tengo en el pecho un peso que solamente se deshará con llanto. Me pone muy triste hablar de esto, pero al mismo tiempo siento que me hace feliz poder viajar a mi pasado, a los momentos más especiales de mi niñez. Mi avoíña fue la persona que más quise y aún es una de las personas que más quiero en el mundo. Hablar de ella es honorar su recuerdo, por eso no me cuesta nada explicar cualquier momento que compartimos en el pasado. En otra ocasión, seguiré hablando de ella, de lo mágica que era, de lo inmensamente buena que fue siempre con todo el mundo, sobre todo conmigo.

2 comentarios:

  1. Es una entrada triste, tremendamente triste y profunda. Agnes abre de par en par su corazón y nos regala todos esos pensamientos y vivencias que la han llevado a ser quien es ahora.

    Deja claro que no se siente de esta realidad, que no encaja con lo que vive, que necesita regresar a Galicia. Lo ha pasado muy mal, ese repaso que hace por los momentos terribles que ha vivido es muy triste. El hospital, el maltrato de pacientes y doctores, lejos de su tierra, las desgracias naturales...pero yo creo que lo más doloroso, lo que más la marcó de por vida y la cambió es la muerte de su abuela. Era su alma gemela, la persona más importante en su vida. Yo diría que lo sigue siendo, compartiendo con Artemisa ese primer puesto de las personas a las que más ama, estén o no vivas.

    Agnes tiene mucho de ti, y una de ellas es la de plantearse todo en la vida. Analizadora profesional, yo diría. Lo piensa todo y siempre encuentra algo nostálgico en la cosas, algo que los demás por falta de sensibilidad, por el ritmo de vida o por tener menos inquietudes son incapaces de ver. Piensa en esos años que ha vivido y ya no volverán, y aunque otros pueden pensar "pues los he vivido, eso no me lo quita nadie" ella se siente nostálgica, y triste. Yo soy un poco como ella, siempre me siento nostálgico. Dicen que todo tiempo pasado es mejor, y aunque sabemos que eso no es verdad, que podemos ser incluso más felices en la actualidad, miramos al pasado con tristeza y mucha añoranza, deseando volver a esos años. Anda que no he deseado volver a según que momentos determinados de mi vida. Es lógico que Agnes desee volver a estar con su abuela o estar en Galicia, es normal querer revivir momentos felices que no volverán. Es difícil pensar en los que tienen que venir, o incluso, considerar los momentos actuales como los más felices...eso lo sentiremos con el paso de los años.

    Son recuerdos muy tiernos, como cuando prepara las rosquillas junto a su abuela, pero muy tristes cuando su muerte la cambió para siempre.

    Sentirse fuera de lugar y desear escapar yo creo que también lo tengo en mi ADN, imposible no sentirme así muchas veces. Cuando más ella, que ha vivido cosas terribles y sus ilusiones parecen todavía muy lejanas. Yo intento, no siempre lo consigo, aferrarme a las cosas buenas que tengo en mi vida y vivirlas intensamente.

    Son pensamientos y sentimientos muy profundos, y Agnes sabe compartirlos y expresarlo de una forma maravillosa, haciendo que lo comprendamos y nos identifiquemos con ella totalmente.

    Una entrada preciosa, Ntoch.

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  2. Como ocurre a menudo con tus mejores capítulos, este es en sí mismo una obra que puede leerse separadamente de todo lo demás, incluso aunque se ignore todo de los personajes, porque la magia del relato te atrapa desde el principio.

    Todo empieza con el ritual de Samaín, y ya la descripción con las velas, el bosque y todo lo demás predispone a la ensoñación. Y así empieza ese proceso de rememorar, acordándose de su abuelita... Yo siempre quise a mi avoíña como si fuese mi madre, mi única madre. Las abuelas son madres al cuadrado, es fácil reconocer en ellas lo mejor de las familias. Y la de Agnes era muy especial, tiene razón al suponer que si hubiera podido disfrutar de su compañía durante más años eso habría servido para que hubiese adquirido más fuerza, pero no pudo ser. Y qué bonita es la parte en que nos cuenta cómo aguardaban juntas la primera nevada y cómo ese mismo acontecimiento sin ella era terrible, parece imposible narrar algo así sin haberlo vivido de verdad, tienes una habilidad que no es normal.
    Se comprende perfectamente la felicidad de Agnes en su pueblo, todo ese párrafo donde a la vez narra cómo era su vida en su aldea de la niñez, y cómo hubiera deseado seguir así para siempre es magnífico, yo creo que el que más me gusta de todos, porque es tan bonito, tan inspirado, tan real, que merece ser destacado, es uno de esos pasajes que recuerdas de un libro porque destaca de los demás. Se resume casi con esta frase: Yo me imaginaba incluso muriendo en esa misma casa en la que nací, y nada de eso me inquietaba. Qué cierto, que auténtico.
    Y frente a eso, la vida que nos tuerce las ilusiones tan claras de infancia y adolescencia, aunque algo dentro de nosotros siempre recuerda que hemos soñado con algo más, como cuando guardamos en una cajita cosas de infancia que no queremos perder del todo y no tenemos corazón para tirar a la basura. Necesitamos no perder la esperanza, seguir conectados con nuestro yo verdadero, que es el de la infancia. Eso también lo sabe Agnes... Yo quisiera encontrar el camino de regreso a la ilusión para seguir soñando, para seguir creyendo que es posible confiar en la vida y en el destino que nació con nosotros, o junto al que nosotros nacimos, para creer que es posible reemprender ese camino de regreso a casa.

    Y están las rosquillas, el aroma del fuego, la abuela con sus ojitos de agua y el tiempo que parece eterno e inamovible a esas edades, pero que luego resulta fugaz. Nuevamente son escenas que de tan intensas parecen vividas en primera persona. Me imagino esas rosquillas como las que hacía mi madre, fritas y luego espolvoreadas de azúcar, supongo que cada lector tiene una idea de sus rosquillas, pero es todo tan bonito, oscuro pero con la luz hermosa del fuego...

    Y, de pronto, todos los recuerdos se desbaratan, se mezclan con los de la madre, con un padre huído no se sabe bien si a Argentina, en fin, termina la ensoñación con el dolor de la realidad, de saber que su madre no pudo ser feliz porque no le dejaron esa oportunidad, que este mundo es una máquina de machacar a la gente. Pero al tiempo, por más que Agnes recuerde todo eso su propia superación, que le permite escribir este diario, es muestra de que realmente nada es imposible por completo, y que a veces nos salimos con la nuestra.

    Indudablemente hay un sabor agridulce en este capítulo, pero me pesa más lo hermoso y lo tierno, leerlo ha sido un verdadero placer, un canto a lo bueno de la vida.

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