Tal como te prometí, volví para
seguir narrándote esos momentos tan sublimes y sobrecogedores de mi vida. Vuelvo
a pedirte, por favor, que no le hables de esto a nadie, ni siquiera insinúes
que yo guardo estos recuerdos en mi mente. Me preguntas por qué no quiero que
nadie sepa que yo vi la Santa Compaña y en realidad no sé qué contestarte. Se
mezcla en mí el miedo a hablar de ello y también el saber que después de que yo
viese esas apariciones murieron personas que yo conocía. Mi alma se siente
culpable de esas muertes, es como si yo las hubiese deseado, como si hubiese
movido los hilos del destino de esas personas que fallecieron al día siguiente
de aquellas noches... Sé que es inútil que piense así y que no hay ningún
motivo para culparme de esas muertes, pero así lo siente mi corazón y es que
cuando te ocurre algo tan especial que en nada se relaciona con la realidad
física en la que todos vivimos te sientes como si no formases parte de este
mundo. Y bastante rara me sentí y me creí siempre. No es necesario que nadie
más conozca estas experiencias. Incluso yo pensaba que nunca te hablaría de
ellas. Cuando te decía que lo conocías todo de mí, ni siquiera pensaba en estos
recuerdos. Mi mente me engañaba a mí también, por eso yo no sentía que te
mentía.
Me gustaría poder abrirte plenamente
mi alma para que a ella te asomases y pudieses sentir y percibir todos mis recuerdos,
pero lo único que tenemos son las palabras y a veces son tan inexactas... pero
intentaré explicarte plenamente lo que sentí aquella segunda vez. Ese recuerdo
es mucho más nítido para mí, ya que era mayor cuando viví esos momentos y ya
conocía el rostro más triste de la vida, aunque todavía me quedaban demasiadas
experiencias dolorosas que me harían llorar. La muerte de mi avoíña es el
primer acontecimiento de mi vida que realmente me agrietó el alma. Cuando murió
mi avó, sí sentí mucho su muerte, sobre todo porque yo la predije, sin que
nadie me creyese, sobre todo porque yo lo vi morir antes que nadie, porque yo
vi como su barquiña se hundía en la mar embravecida. Cuando soñé que él se
hundía en el mar, me desperté sintiendo que alguien me arrancaba una pequeña
parte de mi alma y durante unos largos momentos no pude respirar. Sentía que me
ahogaba y tenía mucho miedo, muchísimo. Empecé a llamar a mi nai todo
desesperada, a gritos, apenas sin saber por qué la llamaba, y cuando ella vino
a mí, cuando me preguntó qué me ocurría, yo lo único que podía decirle: o avó,
o avó... Vai morrer, vai morrer... pero mi madre lo único que me decía era que
solamente había sido una pesadilla... y, cuando al día siguiente nos enteramos
de que él había muerto... empalideció como nunca lo hizo delante de mí y sé que
en esos momentos pensó que yo le envié la muerte con aquella pesadilla, sin ser
capaz de aceptar que precisamente fue aquella pesadilla la que me había avisado
de su muerte. Y quizá te preguntes por qué él, que vivía en Ourense, iba a la
mar, cuando tan lejos nos quedaba... pero él era uno de los poquitos de la
aldea que nos traía el pulpo y todo aquello que en la costa apenas se quería,
porque no sé si sabes que el pulpo era lo que menos se consumía entonces en los
pueblos de costa, donde se apreciaba más el marisco y cualquier otro pez que
pudiese alimentar más... pero de eso te hablaré en otro momento, cuando
realmente sea importante.
Aquella noche, cuando vi la Santa
Compaña por segunda vez, supe que moriría de nuevo otra persona, por eso me
asusté mucho más que la primera vez que la vi. Recuerdo perfectamente que
estaba caminando por el bosque cuando a la tarde apenas le quedaban rayos de
luz, en ese momento que en mi lengua llamamos “entre lusco e fusco”, cuando la
noche ya casi que ya se apoderó del cielo y prende ya las primeras estrellas...
Quedaba atrás un día en el que el viento había rugido con mucha fuerza,
amenazando con derribar los árboles más jóvenes, pero no había ocurrido nada
que debiésemos lamentar. Lo único que recuerdo es que había soplado tan fuerte
que apenas nos habíamos atrevido a salir de casa. Nos habría arrastrado
consigo; pero en esos momentos ya había amainado y yo salí para reencontrarme
con todas las hojas que les había arrancado a las ramas de los árboles.
Era otoño, de nuevo. No entiendo por
qué siempre la vi en otoño. El caso es que esta vez quedaba más lejos la
llegada del invierno, pero ya los árboles apenas guardaban hojas en sus ramas.
El otoño se había apresurado a desnudarlas y parecía como si en vez de finales
de septiembre fuese principios de diciembre. El bosque tenía un aspecto muy
triste y, bajo aquellos rayos tan débiles, parecía como si en él viviesen
sombras, sólo sombras. Incluso el río fluía mucho más quedo que nunca.
Yo ese día estaba muy triste, pero
no sé qué pena me oprimía el corazón. Quizás discutiese con mi mai por algún
motivo que ahora no recuerdo. Sólo sé que algo me apretaba el pecho como si de
veras tuviese allí una esfera de hierro que deseaba arrebatarme la respiración
y sabía que el bosque era el único lugar donde podría encontrar la calma.
Y cuando me sentí rodeada por los
árboles entonces empecé a llorar, sabiendo que aquel llanto me limpiaría el
alma. Me acordaba mucho de mi avoíña en esos momentos. La echaba tanto de menos
que no podía respirar. Necesitaba hablar con ella para explicarle lo que me
había ocurrido, para confesarle que me sentía muy sola sin ella y que nadie me
comprendía, que nunca me sentiría comprendida por ninguna de las personas que
me conocían; al contrario, toda la aldea me rechazaba, creía que yo era malvada
y que con mi mirada podía lanzarles el mal de ojo. Yo sé que esas personas no
eran malas. Solamente tenían miedo, mucho miedo, y el miedo fue siempre la peor
enfermedad que padeció la humanidad. Eran todos tan humildes que ni siquiera
podían plantearse la posibilidad de que su miedo no tuviese fundamentos. Yo no
los culpo... pero en esos momentos me dolía muchísimo que me rechazasen de ese
modo porque yo no quería irme de allí nunca, yo quería vivir allí siempre, para
siempre, y ellos me hacían entender que no me merecía habitar en aquel lugar
que yo amaba tanto. Yo también tenía mucho miedo.
Lloré durante horas, te lo aseguro,
durante horas, y sé que fueron horas porque de repente me di cuenta de que ya
no quedaba en el cielo ni un solo haz de luz. El atardecer ya se había ido
definitivamente y solamente brillaban las estrellas. Me quedé paralizada cuando
descubrí que había anochecido. Yo ni siquiera había sentido el fluir del
tiempo. Debía regresar a casa antes de que me buscasen. Sabía que ese día no
podía retrasarme como hacía siempre. Así pues, me levanté dispuesta a marcharme
de allí, pero algo me tiraba del alma, como si desde la tierra surgiese una
mano que me apresaba y me impedía moverme. Entonces noté que soplaba de nuevo
el viento, pero sin hacer ruido. El viento llenó de nubes el cielo. No sé
realmente de dónde las trajo, pero de pronto las estrellas desaparecieron tras
esas nubes y la oscuridad se tornó mucho más impenetrable. Esa oscuridad
profundizó la sensación de soledad que me apretaba el corazón.
Y entonces, de súbito, de nuevo,
después de seis años, percibí el olor a flores marchitas y secas y a tomillo.
Hasta entonces yo no había pensado en ese olor. Puedo asegurarte que ni tan
siquiera me acordaba de que existía; pero, en cuanto me rodeó con esa suavidad
tan insinuante, noté que mi memoria se abría como si un terremoto la hubiese
agrietado y el recuerdo de aquella lejana noche resurgió por dentro de mí con
una fuerza que me paralizó mucho más de lo que ya lo estaba.
Ese olor inconfundible me hizo
sentir escalofríos y trajo a mí el sonido suave y casi imperceptible de ese
rumor que parecía el viento rozando las hojas caídas. Lo único que pude pensar
fue: non, non, por favor, outra vez non... pero sabía que, por mucho que
desease que aquel momento no fuese real, no podía huir, no podía hacer
desaparecer aquel instante, aquella situación que me robaba el aliento. Sabía
que debía vivirla como hacía seis años y que nadie podría ayudarme, ni siquiera
yo misma. Y lo que más me aterró fue saber que esa vez no podría contarle a
nadie lo que viviría. MI avoíña ya no estaba y no me convenía compartir con
nadie esa experiencia. Si algún vecino de la aldea se enteraba de que yo había
visto la Santa Compaña por segunda vez en mi vida, entonces... ni siquiera
podía imaginarme lo que me ocurriría.
Estaba muy asustada, pero, sin
embargo, sentía por dentro de mí un potente deseo de mirar a los ojos a
aquellas ánimas que vagaban con tanta lástima, con tanta sublimidad. Deseaba
conocerlas bien, saber cómo eran; pero recordaba con demasiada nitidez las
advertencias de mi avoíña e incluso puedo asegurarte que su voz resonaba en mi
alma, pidiéndome que no los mirase, rogándome que me tirase al suelo y cerrase
los ojos.
Y oí de nuevo la suave y tristísima
canción que aquellas almas entonaban. Sentí que la pena que me había hecho
llorar con tanta profundidad resurgía por dentro de mí con mucha más fuerza que
nunca. Tal vez ya estaba contagiándoseme la lástima y el pesar que aquellas
almas arrastraban... Fue ese pensamiento el que realmente me obligó a tenderme
en el suelo, aovillándome en mí misma como si de repente sólo sintiese frío, y
cerré los ojos con mucha fuerza, casi hasta ver luceciñas tras mis párpados, y
rogué, con toda la potencia de mi ser, que esa vez no muriese nadie.
Y lo que ahora te contaré, Artemisa,
es uno de los recuerdos que más me aterran, algo de lo que jamás seré capaz de
hablar. No puedo convertir en palabras ese momento. No puedo hablar de ese
instante porque tengo la sensación de que, si lo hago, el miedo que me inspira
se volverá tan agudo que no podré soportarlo... Te ruego que no me preguntes
nada más, que te conformes con lo que aquí leerás, porque soy totalmente
incapaz de evocar este recuerdo y analizarlo hasta lo más hondo de su
apariencia...
Yo tenía los ojos cerrados, estaba
tendida en el suelo y había escondido el rostro tras las manos tal como mi
avoíña me dijo que debía hacer, pero sentía que no era suficiente, que estaba
demasiado expuesta a la visión de esas ánimas (si es que podían ver lo que las
rodeaba) y tenía la sensación de que los árboles, esta vez, no querían
ampararme porque estaban tan asustados como yo tras un día tan horrible en el que
el viento casi los había derribado... Estaba temblando, pero ni siquiera yo
quería reconocerlo, y el miedo me latía en las entrañas, me palpitaba en los
oídos y me había enfriado las manos como si me rodease el invierno más
profundo; pero aquel temor no era sino el preludio de lo que sentiría aquella
noche.
Las voces se acercaban, la melodía
triste que entonaban se tornaba cada vez más fuerte, se intensificaba el olor a
hierbas, aunque yo retuviese la respiración, y el rumor que causaban al
desplazarse me ensordecía, como si fuese el único sonido de la tierra. Y
entonces percibí que las tenía cada vez más cerca, cada vez más cerca. Podía
atisbar su brillo tras mis párpados.
En esos momentos me quedé tan
paralizada que, en lugar de desear que se marchasen, lo único que podía hacer
era analizar todos los detalles de mi entorno y todas las percepciones que
captaban mis sentidos físicos y... los que no son tan físicos, que esos estaban
mucho más despiertos que cualquier otro.
La luz que desprendían aquellas
ánimas me rodeaba y me cubría como si hubiese amanecido sobre mí. Yo no me
preguntaba nada, sólo sentía y analizaba. Sabía que me rodeaban todas aquellas
ánimas, pues notaba con demasiada viveza el olor a hierbas y a flores ya
marchitas y sobre todo podía oír, con una claridad asombrosa, la voz de cada
una de ellas. Eran muy dulces, pero exhalaban tanta tristeza, tanta que no pude
evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas. Pude sentir en mi alma todos
los pesares de aquellas ánimas, de aquellos seres que se habían quedado en ese
mundo sin saber adónde ir. Supe que, dondequiera que fuesen, dondequiera que
estuviesen, siempre experimentarían esa inmensa lástima por la que cantaban,
esa lástima que las obligaba a cantar y a vagar sin rumbo por el mundo de los
vivos sin encontrar ningún hogar donde descansar. Sentí tanta pena por ellas en
ese momento, Artemisa... y sobre todo me pregunté por qué teníamos que
rechazarlas de ese modo cuando lo único que buscaban era consuelo. Me sentí
identificada con ellas, con esos seres sin hogar, sin rumbo... Yo sí tenía un
hogar; un hogar que nunca deseaba abandonar, pero era rara, alguien realmente
sin rincón entre las personas, sin acougo, como decimos en mi lengua, entre los
de mi misma especie; alguien extraño que nunca sería comprendido... Deseaba
entregarles un poco de consuelo, pero no me atrevía a alzar la cabeza y mucho
menos a mirarlas. Lo único que podía hacer era llorar con ellas, aunque todavía
sentía muchísimo miedo, tanto que ni siquiera sé si era plenamente consciente
de lo que estaba viviendo en esos momentos.
Entonces, de pronto, noté que
alguien me rozaba los cabellos y una voz dejaba caer unas palabras silenciosas
en mi oído derecho. Una voz lejana, inmaterial, me habló en mi lengua y me
pidió que no tuviese miedo. Y entonces todo comenzó a desaparecer, como si
fuese un sueño, como si solamente hubiese sido un sueño, y el bosque se quedó
en silencio de nuevo, sin rastro en el aire del olor que aquellas ánimas
traían, sin vestigio en el cielo de la luz que se desprendía de su intangible
materia y sin nada, nada, a mi alrededor, que pudiese asegurarme que ellas
habían estado junto a mí.
Sin embargo, yo nunca podría dudar
de que las había visto, de que había sentido su magia, su presencia. Había
visto su luz, había percibido su presencia, había oído la canción triste que
entonaban y me había ensordecido el rumor que causaban al desplazarse.
Mas, aunque pareciese que todo
hubiese acabado, yo sabía que, si miraba a mi alrededor, podría detectar en la
lejanía el eco de su presencia. Así pues, cuando me levanté del suelo, miré
tras de mí y entonces sí, las vi desaparecer entre las sombras de la noche. Yo
no sé si aquello era peligroso. En esos momentos solamente supe que había visto
de nuevo la Santa compaña y que esta vez jamás nadie podría saberlo.
Esas luces tan tenues que más bien
parecían estrellas caídas a la Tierra se desvanecieron lentamente, como si se
adentrasen en unas brumas densas, y de nuevo anocheció en aquel mágico bosque,
por segunda vez aquel día.
Yo tenía el corazón acelerado. Me
palpitaba tan rápido que pensaba que de un momento a otro se me detendría,
pero, aún así, corrí veloz hacia mi casa, casi sin fijarme en nada, y esta vez
no podía ir a la casa de mi avoíña para contarle lo que acababa de vivir. Sin
embargo, yo sabía que ella lo había visto también, que ella conocía todo lo que
me sucedía, y por eso en esos momentos no me sentí tan sola; al contrario,
haber visto de nuevo aquella procesión tan sublime había destruido la imperiosa
sensación de soledad que me oprimía el pecho.
No dejaba de repetirme que era mucho
más especial de lo que yo creía, que aquellas experiencias solamente las vivían
personas escogidas... y también recordaba las palabras de mi avoíña; aquéllas
con las que me aseguraba que yo tenía muchos dones especiales. Me asustaba ser
así, supuestamente tan poderosa, y por eso apenas aceptaba esas cualidades que
podía haber desarrollado mucho más si les hubiese prestado la atención que se
merecían.
Esa noche no pude cenar y mi mai
atribuyó esa falta de apetito a la discusión que habíamos tenido y seguramente
nunca podrá saber la verdad.
Cuando toda la casa dormía, entonces
sí lloré, lloré quedamente escondiendo la cabeza en la almohada para que nadie
oyese mis suspiros ni captase la fluidez acelerada de las lágrimas que me
brotaban sin cesar de los ojos. Ni siquiera sabía por qué lloraba, pero
recuerdo esa noche con una pena muy profunda. A veces pienso que aquélla fue la
primera vez que lloré de veras por saber que dentro de poco me arrancarían de
mi hogar. Sentía que la conexión que siempre me unió a Galicia se hacía cada
vez más fuerte, hasta casi asfixiarme. Yo amaba esa tierra, lo sentía con tanto
vigor por dentro de mí... La amaba por lo mágica que era, pues sabía que
aquellas experiencias tan sublimes que había vivido solamente podrían tener
lugar allí. También creía que mis dones y mis facultades (ésos que había
heredado de mi avoíña) solamente tenían sentido allí, en mi tierra.
Esa noche no pude dormir. Me parecía
oír, en la distancia, el canto tristísimo de aquellas ánimas y el rumor que
provocaba su deslizar por la tierra. Esa noche pensé, pensé en tantas cosas,
hasta sentir que la mente deseaba estallarme... Pensé hasta que todos esos
pensamientos se mezclaron en mí confundiéndome como nunca nada me confundiese
antes. Pensaba en la vida, en la muerte, en las ánimas que vagaban entre los
mundos, pensaba en las distintas dimensiones que existían... Pensaba en mi
futuro, en ese presente que después yo recordaría como los años más felices de
mi vida, aunque sufriese tanto por ser diferente... Yo era feliz a mi manera,
era feliz conmigo misma. No necesitaba a nadie para sentirme bien ni querida
porque tenía el amor de mi tierra, pero, sin embargo, me afectaba y me dolía
muchísimo que me rechazasen, que pensasen que yo podía hacer daño con tanta
facilidad... Y también me pregunté, una y otra vez, quién moriría aquella vez,
porque estaba totalmente segura de que alguien fenecería al día siguiente,
inesperadamente. Yo era la única que sentía la presencia de la muerte y la
sentía como si tuviese materia, la sentía deambular por la aldea, a la espera
de ese preciso instante en el que debía llevarse al alma de la que deseaba
apoderarse. La sentía muy cerca e incluso me pregunté si sería yo la que
abandonaría la vida... Ese pensamiento me instó a despedirme de todo lo que
conocía. Me pregunté cómo sería la muerte. Alguien me había dicho que la muerte
no era nada, que todo desaparecía cuando se apagaba nuestra vida y que era como
dormir, un sueño en el que ni tan sólo había sueños ni imágenes... un estado en
el que ni tan siquiera somos conscientes de que dormimos ni de que tenemos que
despertar; un estado del que nunca saldremos... pero yo me negaba a creer en
algo tan triste y desesperante. Incluso pensé que prefería vagar en pena como
esas almas tristes, entre los mundos, para al menos estar con mi tierra, estar
en mi tierra. Yo sabía que no podría desaparecer tan fácilmente si me ataba un
lazo tan fuerte a Galicia...
Pero yo no morí... Evidentemente.
Amaneció cuando más sumida estaba en esos tristes y extraños pensamientos.
Amaneció un día gris, tristísimo, pero tan hermoso... un día de los que
solamente mi tierra sabe crear... o sabía.
Era sábado. Había mercado en la
aldea vecina y mi madre siempre me pedía que la acompañase, pero esa vez no
quise ir a ninguna parte. Estaba agotada y muy triste. Creí incluso que, aunque
me hubiese protegido de la santa Compaña, se me había contagiado la pena de
esas ánimas. Me quedé en casa, leyendo, viendo cómo el otoño caía sobre los
bosques.
Y, cuando la tarde se hizo
brillante, entonces me enteré de que había muerto una mujer de la aldea. Era
una mujer muy joven. Solamente tenía treinta y cinco años y todos la
considerábamos muy fuerte y trabajadora. Era una mujer cuyo aspecto denotaba
salud, solamente salud, y por eso su muerte nos impactó tanto a todos... No
supimos afrontarla y permanecimos en silencio durante días, casi sin ser
capaces de hablar de nada. En mí el silencio era algo habitual, como ya sabes,
pues a mí me costaba mucho hablar con los demás; pero yo notaba que se había
apoderado de todos ellos un silencio que les oprimía la mirada, las palabras,
la voz... y, durante días, flotó por las calles de la aldea una atmósfera
pesada que a todos nos apretaba el corazón. Ni siquiera mi madre era capaz de
hablarme de la muerte de esa mujer. Se llamaba Carmiña. La enterraron en
silencio, también, con lágrimas contenidas.
Y yo permanecí tres noches sin poder
dormir apenas porque continuamente veía, en la oscuridad, la imagen de esa
procesión de almas, llevando también a Carmiña de las manos. Y yo veía que ella
brillaba más que nadie y cantaba con muchísima más lástima que cualquiera de
aquellas ánimas, porque su pesar sería el más profundo y desgarrador. Ella se
había ido y no tendría la oportunidad de ver crecer a sus hijos. Era una
familia muy unida. Yo les tenía una cierta envidia cuando los veía juntos. Era
un matrimonio que se quería mucho y tenían dos hijos, un niño y una niña a
quien se les había quebrado el corazón para siempre. Qué pena sentía cuando me
encontraba con ellos. Deseaba decirles alguna palabra que pudiese consolar su
honda lástima, pero yo sabía que no existía ninguna palabra que pudiese
acariciar un alma tan destrozada. Yo veía su alma destruida a través de sus
bonitos ojos. Eran los niños más buenos de la aldea.
Y desde entonces ya no puedo saber
con certeza qué es la muerte. Quizá, Artemisa, la muerte tenga tantos matices
como cualquier vida. Tal vez la muerte de cada persona sea un mundo, como lo es
la vida de cada uno de nosotros, y no podamos saber nunca qué es exactamente
morir... Quizá ni siquiera esas ánimas que yo vi hubiesen pertenecido a un ser
corpóreo, un ser de carne y hueso. Tal vez solamente fuesen los destellos de
una energía que mora en nosotros, que existe en todas partes. Acaso fuesen
todos la representación de la tristeza y de los pesares de la vida. No lo sé,
Artemisa. Lo único que puedo asegurarte es que hay muchísimas cosas en este
mundo y en el resto de dimensiones que jamás podremos conocer plenamente, ni
siquiera imaginarnos. Es imposible.
Tenías razón, esta es una perfecta continuación a la anterior entrada de Agnes. Esta vez, sin embargo, no he sentido ese miedo que me transmitió la primera parte, si no tristeza e intriga.
ResponderEliminarHay momentos terroríficos, como cuando le susurra al oído, aunque sean esas palabras que la intentan tranquilizar. Da miedo, saber que se acercan y que tu única y más potente arma es tirarte al suelo y esperar que pasen. Espero no ser testigo de algo así nunca. Aunque si ves algo así, te puedes plantear muchas cosas que damos por sentado.
Me da pena la muerte de esa pobre mujer, con hijos y marido. No explica que es lo que le sucedió, pero está claro que su muerte afectó a toda la aldea, incluida Agnes. Es lógico que por una parte se haya sentido culpable, pero ver estas almas en pena no es algo que ella pida y pueda controlar.
El arraigo de Agnes por Galicia es verdadero, grande y fuerte. Lo digo porque con todo lo que a vivido, sigue adorando su tierra. Incluso justifica a sus vecinos por haberla rechazado y juzgado. Yo que lo veo desde otros ojos, no los puedo justificar, por mucho miedo que se tenga no es justo rechazar a una niña de esa manera, tratarla así. Su propia madre se comportó mal con ella. Agnes los perdona, no se los toma en cuenta y desea volver allí, a pesar de haber sido rechazada y juzgada. El amor por su aldea le puede más, es mucho más poderoso que el dolor que sufrió a causa de sus vecinos y su madre. Los buenos momentos pueden más, imagino.
Debe ser un recuerdo extraño, doloroso y muy confuso. Es lógico que le cueste explicarlo y mucho más recordarlo, pues no es precisamente algo agradable. Aunque nosotros encantados, disfrutamos muchísimo con estas experiencias.
Por último decir que escribes maravillosamente bien. De verdad, es alucinante. Creo que eres capaz de crear frases y descripciones preciosas, impresionantes. Yo no sería capaz de llegar a ese nivel, creo que tienes un don extraordinario. Como siempre, ¡he disfrutado muchísimo!
Reflexionar sobre la muerte es un ejercicio triste pero que periódicamente realizamos, supongo que lo más habitual es que se piense en ella cada vez con más frecuencia a medida que nos hacemos mayores; según esta lógica, los niños son quienes menos piensan en ella, y, sin embargo, Agnes tuvo que enfrentarse a ella desde muy pequeña; supongo que eso es algo que forjó su carácter y su forma de ser. El primer golpe no fue suave, porque la muerte de su abuelo fue presentida por ella misma, qué rabia, un marinero de la Galicia interior; dolorosa pero sin comparación con la de su abuela, esas son las muertes próximas, las que le afectaron de un modo íntimo; pero luego está la Santa Compaña y las muertes que seguían a su visión, me llama la atención cómo Agnes se siente culpable, aunque sabe que desde luego no es responsable de esas muertes, pero esto no evita la sensación... creo que a todos nos pasa algo similar, más o menos, pero con cualquier muerte. Es en sentimiento de permanecer vivo mientras el otro no está, incluso aunque sea un desconocido, él no está y yo sí, pero algo nos dice que "podría ser al revés". No ha pasado así, hemos ganado a la fortuna, por así decir, y es como si siguiéramos vivos a costa de que ellos están muertos, por eso la culpabilidad, el devenir de la historia y de la vida exige un pago en forma de muertes y nosotros no pagamos, nos estamos escapando y otros son los que liquidan la cuenta, de ahí ese pesar molesto que sentimos al hablar de la muerte, porque siempre, siempre, es la muerte de otros. Agnes tiene todo esto muy en cuenta, es consciente a una edad que no le corresponde de que su vida se apoya en la muerte ajena, y eso le ensombrece el ánimo.
ResponderEliminarY siempre la eterna duda, ¿qué es la muerte? ¿es la nada? ¿o es como otra vida?
Tal vez la muerte de cada persona sea un mundo, como lo es la vida de cada uno de nosotros, y no podamos saber nunca qué es exactamente morir...
Así lo expresa Agnes, si ha visto a la Compaña ¿por qué estar triste? Después de todo es una esperanza de trascender, si hay ánimas en pena tal vez también hay muchas ánimas gozosas, entonces, ¿por qué la muerte es un horror? Pocas veces todo esto lo he leído y pensado con tanta lucidez y hermosura, es un capítulo profundamente sereno y hermoso.