viernes, 19 de enero de 2018

DIARIO DE AGNES: DOMINGO, 26 DE NOVIEMBRE DE 2017

Domingo, 26 de noviembre de 2017

Tal como te prometí, volví para seguir narrándote esos momentos tan sublimes y sobrecogedores de mi vida. Vuelvo a pedirte, por favor, que no le hables de esto a nadie, ni siquiera insinúes que yo guardo estos recuerdos en mi mente. Me preguntas por qué no quiero que nadie sepa que yo vi la Santa Compaña y en realidad no sé qué contestarte. Se mezcla en mí el miedo a hablar de ello y también el saber que después de que yo viese esas apariciones murieron personas que yo conocía. Mi alma se siente culpable de esas muertes, es como si yo las hubiese deseado, como si hubiese movido los hilos del destino de esas personas que fallecieron al día siguiente de aquellas noches... Sé que es inútil que piense así y que no hay ningún motivo para culparme de esas muertes, pero así lo siente mi corazón y es que cuando te ocurre algo tan especial que en nada se relaciona con la realidad física en la que todos vivimos te sientes como si no formases parte de este mundo. Y bastante rara me sentí y me creí siempre. No es necesario que nadie más conozca estas experiencias. Incluso yo pensaba que nunca te hablaría de ellas. Cuando te decía que lo conocías todo de mí, ni siquiera pensaba en estos recuerdos. Mi mente me engañaba a mí también, por eso yo no sentía que te mentía.

Me gustaría poder abrirte plenamente mi alma para que a ella te asomases y pudieses sentir y percibir todos mis recuerdos, pero lo único que tenemos son las palabras y a veces son tan inexactas... pero intentaré explicarte plenamente lo que sentí aquella segunda vez. Ese recuerdo es mucho más nítido para mí, ya que era mayor cuando viví esos momentos y ya conocía el rostro más triste de la vida, aunque todavía me quedaban demasiadas experiencias dolorosas que me harían llorar. La muerte de mi avoíña es el primer acontecimiento de mi vida que realmente me agrietó el alma. Cuando murió mi avó, sí sentí mucho su muerte, sobre todo porque yo la predije, sin que nadie me creyese, sobre todo porque yo lo vi morir antes que nadie, porque yo vi como su barquiña se hundía en la mar embravecida. Cuando soñé que él se hundía en el mar, me desperté sintiendo que alguien me arrancaba una pequeña parte de mi alma y durante unos largos momentos no pude respirar. Sentía que me ahogaba y tenía mucho miedo, muchísimo. Empecé a llamar a mi nai todo desesperada, a gritos, apenas sin saber por qué la llamaba, y cuando ella vino a mí, cuando me preguntó qué me ocurría, yo lo único que podía decirle: o avó, o avó... Vai morrer, vai morrer... pero mi madre lo único que me decía era que solamente había sido una pesadilla... y, cuando al día siguiente nos enteramos de que él había muerto... empalideció como nunca lo hizo delante de mí y sé que en esos momentos pensó que yo le envié la muerte con aquella pesadilla, sin ser capaz de aceptar que precisamente fue aquella pesadilla la que me había avisado de su muerte. Y quizá te preguntes por qué él, que vivía en Ourense, iba a la mar, cuando tan lejos nos quedaba... pero él era uno de los poquitos de la aldea que nos traía el pulpo y todo aquello que en la costa apenas se quería, porque no sé si sabes que el pulpo era lo que menos se consumía entonces en los pueblos de costa, donde se apreciaba más el marisco y cualquier otro pez que pudiese alimentar más... pero de eso te hablaré en otro momento, cuando realmente sea importante.

Aquella noche, cuando vi la Santa Compaña por segunda vez, supe que moriría de nuevo otra persona, por eso me asusté mucho más que la primera vez que la vi. Recuerdo perfectamente que estaba caminando por el bosque cuando a la tarde apenas le quedaban rayos de luz, en ese momento que en mi lengua llamamos “entre lusco e fusco”, cuando la noche ya casi que ya se apoderó del cielo y prende ya las primeras estrellas... Quedaba atrás un día en el que el viento había rugido con mucha fuerza, amenazando con derribar los árboles más jóvenes, pero no había ocurrido nada que debiésemos lamentar. Lo único que recuerdo es que había soplado tan fuerte que apenas nos habíamos atrevido a salir de casa. Nos habría arrastrado consigo; pero en esos momentos ya había amainado y yo salí para reencontrarme con todas las hojas que les había arrancado a las ramas de los árboles.

Era otoño, de nuevo. No entiendo por qué siempre la vi en otoño. El caso es que esta vez quedaba más lejos la llegada del invierno, pero ya los árboles apenas guardaban hojas en sus ramas. El otoño se había apresurado a desnudarlas y parecía como si en vez de finales de septiembre fuese principios de diciembre. El bosque tenía un aspecto muy triste y, bajo aquellos rayos tan débiles, parecía como si en él viviesen sombras, sólo sombras. Incluso el río fluía mucho más quedo que nunca.

Yo ese día estaba muy triste, pero no sé qué pena me oprimía el corazón. Quizás discutiese con mi mai por algún motivo que ahora no recuerdo. Sólo sé que algo me apretaba el pecho como si de veras tuviese allí una esfera de hierro que deseaba arrebatarme la respiración y sabía que el bosque era el único lugar donde podría encontrar la calma.

Y cuando me sentí rodeada por los árboles entonces empecé a llorar, sabiendo que aquel llanto me limpiaría el alma. Me acordaba mucho de mi avoíña en esos momentos. La echaba tanto de menos que no podía respirar. Necesitaba hablar con ella para explicarle lo que me había ocurrido, para confesarle que me sentía muy sola sin ella y que nadie me comprendía, que nunca me sentiría comprendida por ninguna de las personas que me conocían; al contrario, toda la aldea me rechazaba, creía que yo era malvada y que con mi mirada podía lanzarles el mal de ojo. Yo sé que esas personas no eran malas. Solamente tenían miedo, mucho miedo, y el miedo fue siempre la peor enfermedad que padeció la humanidad. Eran todos tan humildes que ni siquiera podían plantearse la posibilidad de que su miedo no tuviese fundamentos. Yo no los culpo... pero en esos momentos me dolía muchísimo que me rechazasen de ese modo porque yo no quería irme de allí nunca, yo quería vivir allí siempre, para siempre, y ellos me hacían entender que no me merecía habitar en aquel lugar que yo amaba tanto. Yo también tenía mucho miedo.

Lloré durante horas, te lo aseguro, durante horas, y sé que fueron horas porque de repente me di cuenta de que ya no quedaba en el cielo ni un solo haz de luz. El atardecer ya se había ido definitivamente y solamente brillaban las estrellas. Me quedé paralizada cuando descubrí que había anochecido. Yo ni siquiera había sentido el fluir del tiempo. Debía regresar a casa antes de que me buscasen. Sabía que ese día no podía retrasarme como hacía siempre. Así pues, me levanté dispuesta a marcharme de allí, pero algo me tiraba del alma, como si desde la tierra surgiese una mano que me apresaba y me impedía moverme. Entonces noté que soplaba de nuevo el viento, pero sin hacer ruido. El viento llenó de nubes el cielo. No sé realmente de dónde las trajo, pero de pronto las estrellas desaparecieron tras esas nubes y la oscuridad se tornó mucho más impenetrable. Esa oscuridad profundizó la sensación de soledad que me apretaba el corazón.

Y entonces, de súbito, de nuevo, después de seis años, percibí el olor a flores marchitas y secas y a tomillo. Hasta entonces yo no había pensado en ese olor. Puedo asegurarte que ni tan siquiera me acordaba de que existía; pero, en cuanto me rodeó con esa suavidad tan insinuante, noté que mi memoria se abría como si un terremoto la hubiese agrietado y el recuerdo de aquella lejana noche resurgió por dentro de mí con una fuerza que me paralizó mucho más de lo que ya lo estaba.

Ese olor inconfundible me hizo sentir escalofríos y trajo a mí el sonido suave y casi imperceptible de ese rumor que parecía el viento rozando las hojas caídas. Lo único que pude pensar fue: non, non, por favor, outra vez non... pero sabía que, por mucho que desease que aquel momento no fuese real, no podía huir, no podía hacer desaparecer aquel instante, aquella situación que me robaba el aliento. Sabía que debía vivirla como hacía seis años y que nadie podría ayudarme, ni siquiera yo misma. Y lo que más me aterró fue saber que esa vez no podría contarle a nadie lo que viviría. MI avoíña ya no estaba y no me convenía compartir con nadie esa experiencia. Si algún vecino de la aldea se enteraba de que yo había visto la Santa Compaña por segunda vez en mi vida, entonces... ni siquiera podía imaginarme lo que me ocurriría.

Estaba muy asustada, pero, sin embargo, sentía por dentro de mí un potente deseo de mirar a los ojos a aquellas ánimas que vagaban con tanta lástima, con tanta sublimidad. Deseaba conocerlas bien, saber cómo eran; pero recordaba con demasiada nitidez las advertencias de mi avoíña e incluso puedo asegurarte que su voz resonaba en mi alma, pidiéndome que no los mirase, rogándome que me tirase al suelo y cerrase los ojos.

Y oí de nuevo la suave y tristísima canción que aquellas almas entonaban. Sentí que la pena que me había hecho llorar con tanta profundidad resurgía por dentro de mí con mucha más fuerza que nunca. Tal vez ya estaba contagiándoseme la lástima y el pesar que aquellas almas arrastraban... Fue ese pensamiento el que realmente me obligó a tenderme en el suelo, aovillándome en mí misma como si de repente sólo sintiese frío, y cerré los ojos con mucha fuerza, casi hasta ver luceciñas tras mis párpados, y rogué, con toda la potencia de mi ser, que esa vez no muriese nadie.

Y lo que ahora te contaré, Artemisa, es uno de los recuerdos que más me aterran, algo de lo que jamás seré capaz de hablar. No puedo convertir en palabras ese momento. No puedo hablar de ese instante porque tengo la sensación de que, si lo hago, el miedo que me inspira se volverá tan agudo que no podré soportarlo... Te ruego que no me preguntes nada más, que te conformes con lo que aquí leerás, porque soy totalmente incapaz de evocar este recuerdo y analizarlo hasta lo más hondo de su apariencia...

Yo tenía los ojos cerrados, estaba tendida en el suelo y había escondido el rostro tras las manos tal como mi avoíña me dijo que debía hacer, pero sentía que no era suficiente, que estaba demasiado expuesta a la visión de esas ánimas (si es que podían ver lo que las rodeaba) y tenía la sensación de que los árboles, esta vez, no querían ampararme porque estaban tan asustados como yo tras un día tan horrible en el que el viento casi los había derribado... Estaba temblando, pero ni siquiera yo quería reconocerlo, y el miedo me latía en las entrañas, me palpitaba en los oídos y me había enfriado las manos como si me rodease el invierno más profundo; pero aquel temor no era sino el preludio de lo que sentiría aquella noche.

Las voces se acercaban, la melodía triste que entonaban se tornaba cada vez más fuerte, se intensificaba el olor a hierbas, aunque yo retuviese la respiración, y el rumor que causaban al desplazarse me ensordecía, como si fuese el único sonido de la tierra. Y entonces percibí que las tenía cada vez más cerca, cada vez más cerca. Podía atisbar su brillo tras mis párpados.

En esos momentos me quedé tan paralizada que, en lugar de desear que se marchasen, lo único que podía hacer era analizar todos los detalles de mi entorno y todas las percepciones que captaban mis sentidos físicos y... los que no son tan físicos, que esos estaban mucho más despiertos que cualquier otro.

La luz que desprendían aquellas ánimas me rodeaba y me cubría como si hubiese amanecido sobre mí. Yo no me preguntaba nada, sólo sentía y analizaba. Sabía que me rodeaban todas aquellas ánimas, pues notaba con demasiada viveza el olor a hierbas y a flores ya marchitas y sobre todo podía oír, con una claridad asombrosa, la voz de cada una de ellas. Eran muy dulces, pero exhalaban tanta tristeza, tanta que no pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas. Pude sentir en mi alma todos los pesares de aquellas ánimas, de aquellos seres que se habían quedado en ese mundo sin saber adónde ir. Supe que, dondequiera que fuesen, dondequiera que estuviesen, siempre experimentarían esa inmensa lástima por la que cantaban, esa lástima que las obligaba a cantar y a vagar sin rumbo por el mundo de los vivos sin encontrar ningún hogar donde descansar. Sentí tanta pena por ellas en ese momento, Artemisa... y sobre todo me pregunté por qué teníamos que rechazarlas de ese modo cuando lo único que buscaban era consuelo. Me sentí identificada con ellas, con esos seres sin hogar, sin rumbo... Yo sí tenía un hogar; un hogar que nunca deseaba abandonar, pero era rara, alguien realmente sin rincón entre las personas, sin acougo, como decimos en mi lengua, entre los de mi misma especie; alguien extraño que nunca sería comprendido... Deseaba entregarles un poco de consuelo, pero no me atrevía a alzar la cabeza y mucho menos a mirarlas. Lo único que podía hacer era llorar con ellas, aunque todavía sentía muchísimo miedo, tanto que ni siquiera sé si era plenamente consciente de lo que estaba viviendo en esos momentos.

Entonces, de pronto, noté que alguien me rozaba los cabellos y una voz dejaba caer unas palabras silenciosas en mi oído derecho. Una voz lejana, inmaterial, me habló en mi lengua y me pidió que no tuviese miedo. Y entonces todo comenzó a desaparecer, como si fuese un sueño, como si solamente hubiese sido un sueño, y el bosque se quedó en silencio de nuevo, sin rastro en el aire del olor que aquellas ánimas traían, sin vestigio en el cielo de la luz que se desprendía de su intangible materia y sin nada, nada, a mi alrededor, que pudiese asegurarme que ellas habían estado junto a mí.

Sin embargo, yo nunca podría dudar de que las había visto, de que había sentido su magia, su presencia. Había visto su luz, había percibido su presencia, había oído la canción triste que entonaban y me había ensordecido el rumor que causaban al desplazarse.

Mas, aunque pareciese que todo hubiese acabado, yo sabía que, si miraba a mi alrededor, podría detectar en la lejanía el eco de su presencia. Así pues, cuando me levanté del suelo, miré tras de mí y entonces sí, las vi desaparecer entre las sombras de la noche. Yo no sé si aquello era peligroso. En esos momentos solamente supe que había visto de nuevo la Santa compaña y que esta vez jamás nadie podría saberlo.

Esas luces tan tenues que más bien parecían estrellas caídas a la Tierra se desvanecieron lentamente, como si se adentrasen en unas brumas densas, y de nuevo anocheció en aquel mágico bosque, por segunda vez aquel día.

Yo tenía el corazón acelerado. Me palpitaba tan rápido que pensaba que de un momento a otro se me detendría, pero, aún así, corrí veloz hacia mi casa, casi sin fijarme en nada, y esta vez no podía ir a la casa de mi avoíña para contarle lo que acababa de vivir. Sin embargo, yo sabía que ella lo había visto también, que ella conocía todo lo que me sucedía, y por eso en esos momentos no me sentí tan sola; al contrario, haber visto de nuevo aquella procesión tan sublime había destruido la imperiosa sensación de soledad que me oprimía el pecho.

No dejaba de repetirme que era mucho más especial de lo que yo creía, que aquellas experiencias solamente las vivían personas escogidas... y también recordaba las palabras de mi avoíña; aquéllas con las que me aseguraba que yo tenía muchos dones especiales. Me asustaba ser así, supuestamente tan poderosa, y por eso apenas aceptaba esas cualidades que podía haber desarrollado mucho más si les hubiese prestado la atención que se merecían.

Esa noche no pude cenar y mi mai atribuyó esa falta de apetito a la discusión que habíamos tenido y seguramente nunca podrá saber la verdad.

Cuando toda la casa dormía, entonces sí lloré, lloré quedamente escondiendo la cabeza en la almohada para que nadie oyese mis suspiros ni captase la fluidez acelerada de las lágrimas que me brotaban sin cesar de los ojos. Ni siquiera sabía por qué lloraba, pero recuerdo esa noche con una pena muy profunda. A veces pienso que aquélla fue la primera vez que lloré de veras por saber que dentro de poco me arrancarían de mi hogar. Sentía que la conexión que siempre me unió a Galicia se hacía cada vez más fuerte, hasta casi asfixiarme. Yo amaba esa tierra, lo sentía con tanto vigor por dentro de mí... La amaba por lo mágica que era, pues sabía que aquellas experiencias tan sublimes que había vivido solamente podrían tener lugar allí. También creía que mis dones y mis facultades (ésos que había heredado de mi avoíña) solamente tenían sentido allí, en mi tierra.

Esa noche no pude dormir. Me parecía oír, en la distancia, el canto tristísimo de aquellas ánimas y el rumor que provocaba su deslizar por la tierra. Esa noche pensé, pensé en tantas cosas, hasta sentir que la mente deseaba estallarme... Pensé hasta que todos esos pensamientos se mezclaron en mí confundiéndome como nunca nada me confundiese antes. Pensaba en la vida, en la muerte, en las ánimas que vagaban entre los mundos, pensaba en las distintas dimensiones que existían... Pensaba en mi futuro, en ese presente que después yo recordaría como los años más felices de mi vida, aunque sufriese tanto por ser diferente... Yo era feliz a mi manera, era feliz conmigo misma. No necesitaba a nadie para sentirme bien ni querida porque tenía el amor de mi tierra, pero, sin embargo, me afectaba y me dolía muchísimo que me rechazasen, que pensasen que yo podía hacer daño con tanta facilidad... Y también me pregunté, una y otra vez, quién moriría aquella vez, porque estaba totalmente segura de que alguien fenecería al día siguiente, inesperadamente. Yo era la única que sentía la presencia de la muerte y la sentía como si tuviese materia, la sentía deambular por la aldea, a la espera de ese preciso instante en el que debía llevarse al alma de la que deseaba apoderarse. La sentía muy cerca e incluso me pregunté si sería yo la que abandonaría la vida... Ese pensamiento me instó a despedirme de todo lo que conocía. Me pregunté cómo sería la muerte. Alguien me había dicho que la muerte no era nada, que todo desaparecía cuando se apagaba nuestra vida y que era como dormir, un sueño en el que ni tan sólo había sueños ni imágenes... un estado en el que ni tan siquiera somos conscientes de que dormimos ni de que tenemos que despertar; un estado del que nunca saldremos... pero yo me negaba a creer en algo tan triste y desesperante. Incluso pensé que prefería vagar en pena como esas almas tristes, entre los mundos, para al menos estar con mi tierra, estar en mi tierra. Yo sabía que no podría desaparecer tan fácilmente si me ataba un lazo tan fuerte a Galicia...

Pero yo no morí... Evidentemente. Amaneció cuando más sumida estaba en esos tristes y extraños pensamientos. Amaneció un día gris, tristísimo, pero tan hermoso... un día de los que solamente mi tierra sabe crear... o sabía.

Era sábado. Había mercado en la aldea vecina y mi madre siempre me pedía que la acompañase, pero esa vez no quise ir a ninguna parte. Estaba agotada y muy triste. Creí incluso que, aunque me hubiese protegido de la santa Compaña, se me había contagiado la pena de esas ánimas. Me quedé en casa, leyendo, viendo cómo el otoño caía sobre los bosques.

Y, cuando la tarde se hizo brillante, entonces me enteré de que había muerto una mujer de la aldea. Era una mujer muy joven. Solamente tenía treinta y cinco años y todos la considerábamos muy fuerte y trabajadora. Era una mujer cuyo aspecto denotaba salud, solamente salud, y por eso su muerte nos impactó tanto a todos... No supimos afrontarla y permanecimos en silencio durante días, casi sin ser capaces de hablar de nada. En mí el silencio era algo habitual, como ya sabes, pues a mí me costaba mucho hablar con los demás; pero yo notaba que se había apoderado de todos ellos un silencio que les oprimía la mirada, las palabras, la voz... y, durante días, flotó por las calles de la aldea una atmósfera pesada que a todos nos apretaba el corazón. Ni siquiera mi madre era capaz de hablarme de la muerte de esa mujer. Se llamaba Carmiña. La enterraron en silencio, también, con lágrimas contenidas.

Y yo permanecí tres noches sin poder dormir apenas porque continuamente veía, en la oscuridad, la imagen de esa procesión de almas, llevando también a Carmiña de las manos. Y yo veía que ella brillaba más que nadie y cantaba con muchísima más lástima que cualquiera de aquellas ánimas, porque su pesar sería el más profundo y desgarrador. Ella se había ido y no tendría la oportunidad de ver crecer a sus hijos. Era una familia muy unida. Yo les tenía una cierta envidia cuando los veía juntos. Era un matrimonio que se quería mucho y tenían dos hijos, un niño y una niña a quien se les había quebrado el corazón para siempre. Qué pena sentía cuando me encontraba con ellos. Deseaba decirles alguna palabra que pudiese consolar su honda lástima, pero yo sabía que no existía ninguna palabra que pudiese acariciar un alma tan destrozada. Yo veía su alma destruida a través de sus bonitos ojos. Eran los niños más buenos de la aldea.

Y desde entonces ya no puedo saber con certeza qué es la muerte. Quizá, Artemisa, la muerte tenga tantos matices como cualquier vida. Tal vez la muerte de cada persona sea un mundo, como lo es la vida de cada uno de nosotros, y no podamos saber nunca qué es exactamente morir... Quizá ni siquiera esas ánimas que yo vi hubiesen pertenecido a un ser corpóreo, un ser de carne y hueso. Tal vez solamente fuesen los destellos de una energía que mora en nosotros, que existe en todas partes. Acaso fuesen todos la representación de la tristeza y de los pesares de la vida. No lo sé, Artemisa. Lo único que puedo asegurarte es que hay muchísimas cosas en este mundo y en el resto de dimensiones que jamás podremos conocer plenamente, ni siquiera imaginarnos. Es imposible.

2 comentarios:

  1. Tenías razón, esta es una perfecta continuación a la anterior entrada de Agnes. Esta vez, sin embargo, no he sentido ese miedo que me transmitió la primera parte, si no tristeza e intriga.

    Hay momentos terroríficos, como cuando le susurra al oído, aunque sean esas palabras que la intentan tranquilizar. Da miedo, saber que se acercan y que tu única y más potente arma es tirarte al suelo y esperar que pasen. Espero no ser testigo de algo así nunca. Aunque si ves algo así, te puedes plantear muchas cosas que damos por sentado.

    Me da pena la muerte de esa pobre mujer, con hijos y marido. No explica que es lo que le sucedió, pero está claro que su muerte afectó a toda la aldea, incluida Agnes. Es lógico que por una parte se haya sentido culpable, pero ver estas almas en pena no es algo que ella pida y pueda controlar.

    El arraigo de Agnes por Galicia es verdadero, grande y fuerte. Lo digo porque con todo lo que a vivido, sigue adorando su tierra. Incluso justifica a sus vecinos por haberla rechazado y juzgado. Yo que lo veo desde otros ojos, no los puedo justificar, por mucho miedo que se tenga no es justo rechazar a una niña de esa manera, tratarla así. Su propia madre se comportó mal con ella. Agnes los perdona, no se los toma en cuenta y desea volver allí, a pesar de haber sido rechazada y juzgada. El amor por su aldea le puede más, es mucho más poderoso que el dolor que sufrió a causa de sus vecinos y su madre. Los buenos momentos pueden más, imagino.

    Debe ser un recuerdo extraño, doloroso y muy confuso. Es lógico que le cueste explicarlo y mucho más recordarlo, pues no es precisamente algo agradable. Aunque nosotros encantados, disfrutamos muchísimo con estas experiencias.

    Por último decir que escribes maravillosamente bien. De verdad, es alucinante. Creo que eres capaz de crear frases y descripciones preciosas, impresionantes. Yo no sería capaz de llegar a ese nivel, creo que tienes un don extraordinario. Como siempre, ¡he disfrutado muchísimo!

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  2. Reflexionar sobre la muerte es un ejercicio triste pero que periódicamente realizamos, supongo que lo más habitual es que se piense en ella cada vez con más frecuencia a medida que nos hacemos mayores; según esta lógica, los niños son quienes menos piensan en ella, y, sin embargo, Agnes tuvo que enfrentarse a ella desde muy pequeña; supongo que eso es algo que forjó su carácter y su forma de ser. El primer golpe no fue suave, porque la muerte de su abuelo fue presentida por ella misma, qué rabia, un marinero de la Galicia interior; dolorosa pero sin comparación con la de su abuela, esas son las muertes próximas, las que le afectaron de un modo íntimo; pero luego está la Santa Compaña y las muertes que seguían a su visión, me llama la atención cómo Agnes se siente culpable, aunque sabe que desde luego no es responsable de esas muertes, pero esto no evita la sensación... creo que a todos nos pasa algo similar, más o menos, pero con cualquier muerte. Es en sentimiento de permanecer vivo mientras el otro no está, incluso aunque sea un desconocido, él no está y yo sí, pero algo nos dice que "podría ser al revés". No ha pasado así, hemos ganado a la fortuna, por así decir, y es como si siguiéramos vivos a costa de que ellos están muertos, por eso la culpabilidad, el devenir de la historia y de la vida exige un pago en forma de muertes y nosotros no pagamos, nos estamos escapando y otros son los que liquidan la cuenta, de ahí ese pesar molesto que sentimos al hablar de la muerte, porque siempre, siempre, es la muerte de otros. Agnes tiene todo esto muy en cuenta, es consciente a una edad que no le corresponde de que su vida se apoya en la muerte ajena, y eso le ensombrece el ánimo.

    Y siempre la eterna duda, ¿qué es la muerte? ¿es la nada? ¿o es como otra vida?

    Tal vez la muerte de cada persona sea un mundo, como lo es la vida de cada uno de nosotros, y no podamos saber nunca qué es exactamente morir...

    Así lo expresa Agnes, si ha visto a la Compaña ¿por qué estar triste? Después de todo es una esperanza de trascender, si hay ánimas en pena tal vez también hay muchas ánimas gozosas, entonces, ¿por qué la muerte es un horror? Pocas veces todo esto lo he leído y pensado con tanta lucidez y hermosura, es un capítulo profundamente sereno y hermoso.

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