lunes, 15 de enero de 2018

DIARIO DE AGNES: SÁBADO, 25 DE NOVIEMBRE DE 2017

Sábado, 25 de noviembre de 2017

Siguiendo con la iniciativa de contarnos cosas de las que nunca nos hablamos, quisiera explicarte dos de las experiencias que más me impresionaron en mi vida. Serás la primera persona en conocerlas plenamente. Antes ya te hablé de ellas, de forma vaga e imprecisa, porque la situación así lo requería y porque tu curiosidad es mucho más fuerte que mi recelo y mis temores. Yo también tengo miedo a la muerte y a los seres que del Más allá provienen, aunque te cueste creerlo, aunque pienses que a mí no me asusta tener el don de percibir la presencia de almas que ya no forman parte de este mundo; pero sí temo su aparición. Sin embargo, el miedo que pueden hacerme sentir no se asemeja en absoluto a ese miedo profundo e intenso que nos paraliza y nos impide pensar con claridad. Es otra emoción muy distinta que nace de saber que nos hallamos frente a una situación que no forma parte del mundo de los sentidos físicos y, por lo tanto, de la realidad en la que todos vivimos y en la que más o menos nos sentimos protegidos. Se trata de una sensación que brota en cuanto te das cuenta de que, en ese justo momento, está ocurriéndote algo que te convierte en un ser especial, casi que en alguien privilegiado que tiene la suerte de vivir algo así; algo que no le ocurre casi a nadie o a muy pocas personas escogidas. Yo creo que somos personas escogidas por algún motivo que todavía no pude dilucidar las que tenemos esas experiencias que forman parte del mundo de las leyendas, en las que muchos creen y que otros niegan con intensidad, quizás porque se sientan incapaces de creer que eso pueda ocurrir o sea real, quizás por miedo a que lo sea o a que pueda serlo si creen en ello.

Yo tenía solamente seis años. Ya sabes que yo me escapaba por las noches y corría hacia el bosque, donde me sentía mucho más protegida que en cualquier otra parte. Me calmaba hallarme rodeada por los poderosos robles y los antiguos castaños y cualquier temor o tristeza desaparecía en cuanto escuchaba con atención el canto de la noche. Siempre preferí la voz de la noche a cualquier otra. Cuando oía el viento soplando quedamente entre las ramas, el eco del reclamo del búho, el canto triste del cárabo, el silbido agresivo de la lechuza y el incansable trino de los grillos, creía que me hallaba ya en mi mundo; en ese del que no quería escapar nunca, porque yo desde siempre creí que mi realidad no era la misma que habitaban las demás personas. Puede que esto te resulte presuntuoso, pero son sensaciones que nunca pude controlar ni tampoco explicar, que vivieron en mí, siempre conmigo, desde que tengo uso de razón, que tampoco sé asegurar cuándo empecé realmente a tenerlo, ya que, según me aseguró mi avoíña, el recuerdo más antiguo que guardo en mi memoria pertenece a un momento en el que yo solamente tenía ocho meses e incluso a ella, quien era tan mágica y sabia, le costaba creer que pudiese acordarme de ese instante... pero te contaré ya lo que quise explicarte desde el principio... No entiendo por qué me cuesta tanto centrarme... o tal vez divague tanto porque no me atrevo a hablarte de estos recuerdos. Para mí son experiencias muy potentes que me cuesta guardar en mi memoria y evocar sin que todo mi ser se estremezca. No puedo evitar sentir un escalofrío cada vez que rememoro esos momentos e incluso yo misma los rechazo cuando éstos tratan de emerger de mi memoria, porque no puedo evocarlos sin más, como si fuesen cualquier otro instante de mi vida.

Tenía seis años, solamente, como te dije, y era una de esas noches en las que, guiada por el instinto antiguo que vive en mí, corrí hacia el bosque sin que nadie presintiese mi huida. Salí de mi habitación sin hacer ruido y me deslicé casi volando por las escaleras, sujeta a la barandilla, casi sin tocar los peldaños con mis pies, y cuando llegué a la puerta de mi casa entonces me calcé mis zuecos y salí al encuentro de la noche sintiendo que gritaba en mí una asfixiante sensación de libertad. Empecé a correr veloz, casi sin fijarme en nada, por las inclinadas calles de mi aldea y no me detuve hasta que noté que me rodeaban los antiguos robles que poblaban mi bosque amado. Sentía ya la presencia de sus poderosos troncos y sus ramas me cubrían, protegiéndome de la mirada de las lejanas estrellas; las que esa noche estaban escondidas tras una fina capa de nubes que habían envuelto la luna en una red plateada.

La luz de la luna era insistente, pero muy tenue, y podía verla derramándose tamizada entre los troncos e iluminando con mucha cautela las hojas caídas. Era otoño, era una noche hallada en lo más profundo del otoño; una de esas noches en las que casi no queda ningún vestigio del calor del verano; ése que apenas nos asfixiaba antaño, cuando las noches de agosto eran tan frescas como las mañanas de primavera... Y en esos momentos, en los que ya me protegían mis queridos árboles, la calma palpitaba en mí, ralentizando los acelerados latidos de mi corazón. Fui recuperando la cadencia lenta de mi respiración a medida que la voz de la noche me arrullaba y me acunaba la oscuridad.

Estaba a punto de cumplir siete años, pero ya entendía muchas cosas, Artemisa. Entendía el porqué de muchos hechos y podía intuir la explicación de muchas de las emociones que me llenaban de repente el alma. Y esa noche yo notaba que había en mí una sensación extraña que me alertaba de algo, por eso no me quedé quieta allí en ese rincón en el que siempre conseguía reencontrarme con la parte más intangible de la vida, sino que seguí caminando lentamente, hacia un monte que ya había ascendido demasiadas veces; un monte cuyas laderas estaban pobladas de castaños altísimos. Ya pudiste conocer los bosques de Ourense, ya percibiste lo densos y profundos que son. Pues imagina un monte no muy alto, todo lleno de árboles, cuya cumbre se esconde entre las poderosas y gruesas ramas, en aquel entonces adornadas todas con una espesa fronda que ya amarilleaba. En la noche, los dorados tonos de las hojas caducas no eran más que un tenue resplandor que se mezclaba con el luar que llovía suavemente del cielo, tamizado por esa red plateada en la que las nubes habían encerrado la luna.

Yo me dirigía hacia allí porque adoraba ese lugar. Nunca te hablé de ese monte, me parece. Para mí era el lugar más bonito de aquel bosque junto con el valle del que sí ya te di bastantes nociones; pero era más difícil llegar a esa pequeña colina que tanto me protegía, pues había que atravesar unos trechos de bosque llenos de maleza que dificultaba el paso; pero yo esa noche no sentía miedo. Iba retirando las plantas y los arbustos y caminaba con calma, sintiendo en mi piel la compañía del viento y de la luz de la luna, que aparecía y desaparecía tras las ramas de los árboles.

Era absoluto el silencio que me rodeaba. Parecía como si el mundo se hubiese quedado sin voz y como si no existiese la certeza de que podía amanecer. La noche era reina de todo, de la Tierra toda, y yo me había olvidado de que me esperaban en alguna parte, de que podían preguntarse a dónde había ido.

Estaba a punto de llegar cuando de repente noté que algo había cambiado a mi alrededor. Ya había comenzado a ascender la ladera del monte, me rodeaban los poderosos castaños tan antiguos... y el viento, el cielo y las estrellas se habían quedado quietos y quedos, como si no existiesen. Entonces, sin entender por qué, sentí un profundísimo escalofrío recorriéndome todo el cuerpo, desde la espalda hasta las manos. Era muy pequeña, muy menuda y delgada, y los árboles que me rodeaban a mí me parecían los más altos y enormes del mundo, por eso no tenía miedo, porque sabía que ellos me protegían; pero en esos instantes dudé de que ellos pudiesen resguardarme de todo lo que existía en la vida. Yo sabía que había cosas de las que era muy complicado protegerse o huir y en esos momentos presentí que estaba acercándose a mí algo que no tenía materia, algo de lo que yo no podría escapar; pero no podía adivinar de qué se trataba. Solamente me quedé quieta, aguardando aquello que debía llegar, que dentro de poco llegaría hasta mí. La sensación que experimentaba en ese momento se parece a la que te invade toda el alma cuando ves un relámpago y esperas la llegada de la voz imperiosa del trueno. Sabía que tenía que llegar algo porque la naturaleza toda así me lo había comunicado a través de la quietud del viento y del hondo silencio de la noche.

Entonces oí un rumor muy tenue que se acercaba, que se hacía fuerte poco a poco, cada vez más fuerte; un rumor entre las hojas ya moribundas que fenecían en el suelo. Era un rumor parecido al que provoca el viento cuando se desliza entre las hojas de los árboles sin llegar a moverlas. Era un rumor que se oía sobre todo porque el silencio de la noche era demasiado intenso. En cualquier otro momento del día, en el que cantasen los pájaros y la voz del río fuese más poderosa, habría sido imposible percibirlo; pero en aquellos silentes instantes lo captaba con tanta nitidez que parecía que pudiese ensordecerme si se hacía más potente.

Y se aceleraba, se hacía fuerte, venía hacia mí, silencioso y a la vez demasiado intenso. Y ese escalofrío que antes me había recorrido todo el cuerpo volvió a estremecerme, esta vez con mucho más vigor que antes. Y, asustada, miré a mi alrededor casi sin mover los ojos, con miedo a que aquel rumor desapareciese y se desvaneciese la sensación de espera.

Entonces vi que algo brillaba sutilmente entre los árboles, entre los arbustos. Descendiendo del monte, una luz muy tenue, después otra y después más aparecieron ante mí, rompiendo la densa oscuridad de la noche. No se detenían, se hacían cada vez más fuertes, se acercaban a mí todos esos esplendores que parecían estrellas caídas desde el firmamento. Y entonces, te juro por lo que más quieras que todo esto es cierto, sentí un intensísimo olor a flores, a savia e incluso a hierbas, como si alguien estuviese triturando tomillo y ruda ante mí. Era un olor tan intenso que experimenté un picor en la garganta y estuve a punto de toser, pero apenas podía ser consciente de lo que vivía en esos instantes, pues toda mi voluntad se había quedado pendiendo de todos esos detalles que tanto me asustaban y me sobrecogían, porque, sí, en esos instantes estaba completamente asustada. Sentía el miedo latiendo en mi corazón, sobre todo porque no me había costado nada entender qué estaba ocurriendo, qué era lo que estaba captando y qué era lo que se acercaba a mí.

MI mente toda se llenó de un recuerdo que se hizo muy fuerte en mí y que me dominó por completo, despertando en lo más hondo de mi alma una sensación que nunca había experimentado antes; una sensación que no puedo explicar porque no se parece a nada, no puede ser comparada con nada que exista. Mezclaba la angustia más honda (derivada del significado de esos instantes), el miedo al futuro y el miedo a lo que pudiese sucederme a partir de entonces, porque de pronto fui consciente de que aquel hecho me hacía diferente, me convertía en alguien mucho más especial de lo que ya lo era.

Las luciñas se acercaban a mí lentamente, pero sin detenerse. El olor a flores y a hierbas se volvía cada vez más intenso e incluso asfixiante y el rumor que antes me había parecido tan delicado se había tornado innegable. Puedo asegurarte que invadía el bosque como si de la voz de la noche se tratase.

El recuerdo que me había inundado la mente era el de una tarde de invierno en la que, junto a la lareira, mi avoíña me había hablado, temerosa y seria, de la Santa compaña. Me había advertido de que era muy probable que yo la viese algún día, pues me aseguraba que yo tenía poderes especiales que había heredado de ella misma y que, así como ella se había encontrado con esa procesión de ánimas en varios momentos de su vida, yo también la encontraría alguna vez, y que, si así ocurría, lo que debía hacer era tirarme al suelo y permanecer bocabajo, con los ojos cerrados, hasta que hubiese desaparecido el rumor que esas ánimas causaban al deslizarse sobre el suelo. Entonces podía levantarme con mucho sigilo y abrir los ojos, pero debía permanecer con los párpados cerrados si notaba que cerca de mí había una brisa que no manaba del viento, sino de otra presencia que no formaba parte de este mundo. También me dijo que era eficaz dibujar un círculo y una estrella de cinco puntas en el aire con la mano izquierda en cuanto viese la luz que esas ánimas portan, pero también me contó que ese remedio casi nadie lo conocía y en él muy pocas personas creían. Me advirtió de que no creyese en los remedios que daban la mayoría de personas, esto es, hacer un círculo en el suelo y situarme en el medio o colocarme con los brazos abiertos en cruz y decir: porto a cruz... porque no eran eficaces, eran solamente falsas supersticiones. También me explicó que la iglesia había sido quien llamó a esa procesión de ánimas la Santa Compaña, pero que en realidad en nada se relacionaba con esa religión, que en realidad esas almas eran portadoras de antiguos secretos y de antiguas rencillas que deseaban traspasarle a la persona que las veía. También me contó que esas almas llevaban penas con las que no querían cargar y ansiaban pasárselas a quienes se encontrase con ellas. Entonces, por eso era adecuado y muy recomendado tumbarse en el suelo al percibir la cercanía de la procesión de ánimas, porque la tierra protege contra lo que sea intangible y además también se creía que las penas y los pesares del alma entraban por los ojos y se instalaban en el espíritu de quien veía las ánimas ya tan antiguas. Mi avoíña creía que había personas que estaban siempre tristes porque no se habían protegido de la Santa Compaña (la llamaré así, por costumbre). Ella sabía que yo era muy propensa a entristecerme y por eso me advirtió tantas veces de que la obedeciese si veía la fantasmal procesión. También, evidentemente, me previno contra ella porque de todos es sabido y fue siempre sabido que ver la santa Compaña significaba muerte, simbolizaba la cercanía de la muerte de un ser querido o conocido.

Ese recuerdo me hizo reaccionar, me arrancó el miedo del alma y me obligó a tumbarme en el suelo, entre los troncos de los árboles, sobre las hojas ya muertas y crujientes, mientras todo mi ser aguardaba el momento en el que el intenso rumor hubiese desaparecido, en el que la oscuridad de la noche se hiciese de nuevo densa, en el que ya no quedase ni siquiera el vestigio de ese intenso olor que me rodeaba con tanta ferocidad. Escondí el rostro tras las manos y cerré los ojos con todas mis fuerzas. Casi que ni respiraba.

El olor a hierbas y a flores secas se hizo tan fuerte que casi sentí que me asfixiaba... y de repente el rumor me ensordeció hasta hacerme creer que el silencio de la noche había desaparecido para siempre. Sentía en mí un miedo devastador que al mismo tiempo me sobrecogía ya no por lo que estaba ocurriendo, sino por lo que aquello significaría para todos. Yo ya sabía que alguien moriría, que aquellas apariciones no se irían sin más, sino que habían venido para llevarse otra alma.

Entre el rumor, de repente, oí un canto muy quedo que pude distinguir con mucha claridad, sin embargo. Era un canto que no se componía de palabras, sino de una melodía muy, muy triste, tanto que me conmovió hasta llenarme los ojos de lágrimas; pero nunca pude retener en mi memoria esa canción, esa tristísima canción que entonaban aquellas ánimas. Entonces entendí por qué mi avoíña me había contado que se decía que esas almas querían deshacerse de las penas que llevaban en el corazón. Entendí por qué se creía que eran portadoras de tristezas inmensurables que querían traspasarle a esa persona que las viese.

Entonces pensé: que soíñas están, que tristura levan no corazone... Y no quise que nadie me contagiase esa inmensa pena. Yo ya tenía en mi alma mucha tristeza por cosas que ni siquiera habían ocurrido y que posiblemente todavía ni tan sólo pudiese intuir.

Entonces las voces poco a poco fueron atenuándose y el rumor que causaban las ánimas al deslizarse sobre las hojas fue tornándose en un silencio quedo, que fue alzando su voz lenta, pero intensamente. El olor a hierbas desapareció sin dejar rastro. Intuí que todo había pasado, pero no quería levantarme ni abrir los ojos. Creí que estaba encerrada en un sueño y que aquel momento solamente era una pesadilla, pero no. Era mucho más real que cualquier otro que hubiese vivido antes. Tenía que reaccionar, debía abrir los ojos y mirar a mi alrededor con mucha cautela, por si acaso se había quedado rezagada alguna ánima que no pudiese desplazarse tan veloz como las que la precedían, por cargar con una pena demasiado honda y pesada.

Todo estaba en silencio y a mi alrededor el viento ni siquiera suspiraba. Ya podía levantarme y abrir los ojos. Ya se habían ido.

Me levanté poquiño a poco, todavía notando que el miedo palpitaba en mí con demasiada fuerza, pero fui serenándome a medida que me aseguraba de que ya no había nada que pudiese amenazarme. Sin embargo, en esos momentos algo cambió en mí para siempre, Artemisa. Yo creo que fue la primera vez que me pregunté si seguía siendo una niña. Entendía ya demasiadas cosas... mucho más que nunca, incluso mucho más que cuando comprendí que había presentido la muerte de mi avoíño.

Me levanté del suelo y empecé a correr hacia mi casa. Por primera y última vez en mi vida, sí sentí que en mi hogar podía protegerme mucho más que en cualquier otra parte del mundo. No obstante, no fui hacia mi casa. Cuando llegué a la aldea, me dirigí directamente hacia la casa de mi avoíña. Aunque fuese tan tarde, aunque quedase mucho todavía para la llegada del alba, yo sabía que ella me recibiría. Llamé con mucho cuidado a la puerta de su casa y enseguida me abrió, intuyendo posiblemente que era yo quien había llamado. Y entonces le conté todo lo que me había ocurrido, queda y nerviosamente. Me escuchó con muchísima atención sin interrumpirme, allí, junto al fuego, mientras las llamas crepitaban e iluminaban aquel momento en el que gritaba la complicidad que nos unía.

Mi avoíña era la única persona que podía entenderme, era la única persona a la que yo podía contarle lo que me había ocurrido y era la única persona que no negaría nada de lo que yo le explicase.

En esos momentos me sentí tan comprendida y arropada que incluso me dio vergüenza saber que había pasado tanto miedo. MI avoíña me aseguró que no debía temer la Santa Compaña porque yo era mucho más mágica y poderosa de lo que creía y a mí no me harían daño; pero que igualmente, si volvía a verla, tenía que protegerme tal como lo había hecho aquella noche.

Mas no fue la primera vez que la vi, Artemisa. Cuando tenía doce años, volví a encontrarme con esa procesión de almas antiguas, de almas que vagan en pena por este mundo sin encontrar consuelo, que se confundieron de camino y se perdieron entre las dimensiones en busca de un lugar que pudiese acogerlas hasta la siguiente vida. Me pregunté siempre si esas almas podrían renacer... porque demasiada vida tenían ya en su ser, en su forma y en su luz. Su luz declaraba su poder.

Ahora sé que mi avoíña no era la única persona que podía entenderme y escucharme sin juzgarme.

También lo haces tú, continuamente, siempre.

          Quérote con todo o meu corazón, miña vida.


 

2 comentarios:

  1. Hay una doble lectura en esta entrada, una experiencia que se cierra en otra: por una parte la visión de la procesión de las ánimas, y por otra cómo contar eso de modo que se pueda compartir sin tener que soportar la incredulidad, es decir, la primera experiencia fue lo que Agnes sintió ahí, tirada en el suelo, y la segunda es posterior, digamos que es algo que va a acompañarla siempre, y me gusta cómo resuelve al final que ha podido sentir la comprensión tanto de su abuela como de Artemisa, y eso sin duda debe ser algo muy bueno para ella.

    Me ha encantado la descripción de la procesión, empezando por el marco mismo, el bosque gallego, y me pregunto qué pasaría si no hubiera bosques, pues sin duda entonces la procesión no podría darse, y entonces ¿qué ocurriría con esas penas, con esa expresión de energías o lo que quiera que sean? Y más allá de eso ¿qué ocurre con las equivalentes procesiones, o fenómenos que ni imaginamos y que no tienen cabida en nuestro mundo tan desnaturalizado? No es de extrañar que se vaya creando un ambiente enrarecido y contrario al ser humano. Pero me desvío. Tras situar a Agnes en la naturaleza llega la procesión ante ella, y como siempre usas nuestros sentidos como lectores para hacer vívida la narración, además de las imágenes potentes llegan los sonidos, y sobre todo esos olores, además de pensar en el suelo mismo, la postura... es un pasaje sobrecogedor. Imagino que la primera vez fue la más impactante para ella, dice casi de pasada con unos años después la cosa se repitió, pero me imagino que entonces la experiencia le resultó menos terrorífica, porque ya sabía que se iba a pasar sin mayores problemas.

    La idea misma de las ánimas en procesión hace reflexionar, cuántas veces los vivos cargamos con afrentas y obsesiones que no nos corresponden, no son nuestras, pero nos las colocan otros, sean patrias, razas, religiones, ideologías... son de otros, de gente muerta, y hay que tirarse al suelo, palpar la realidad y la naturaleza (eso es el suelo) y dejarlo pasar todo... porque pasa, y retornamos a la abuela y a Artemisa, a la familia y quien elegimos y nos eligen para amar... eso es para mí lo que resume el capítulo.

    Somos mágicos, igual que Agnes, y si queremos podemos protegernos de todo lo que nos quieren endilgar. Y no estamos solos.

    Todo esto me ha venido después de la lectura, mientras la hice disfruté muchísimo lo que Agnes me decía, pero luego pensé que, como toda buena literatura, siempre hay múltiples lecturas. Muchas gracias por escribir tan bien.

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  2. Cada entrada tiene un registro distinto, es sorprendente. No esperaba para nada encontrarme una entrada así y mucho menos que me transmitiese estas sensaciones. Agnes es una caja de sorpresas, siempre consigue sorprendernos. Creo que es una persona que se guarda muchos secretos que no revela si no es con la persona indicada o el momento adecuado. Estoy seguro que a Artemisa se le habrán puesto los pelos de punta por la impresión.

    Es como un cuento, uno de esos de terror con toques mágicos y sobrenaturales. Incluso esto mismo podría leerse de forma individual, sin saber quién es Agnes o Artemisa y parecer un cuento corto de terror. La verdad es que me ha sorprendido, ¡me ha dado miedo! He empezado a leer y me he dejado llevar por la magia del momento, Agnes caminando en la noche, viviendo ese momento maravilloso de soledad y libertad absoluta. No esperaba que ese momento de tranquilidad se convertiría en una experiencia tan tenebrosa. ¡Yo me habría muerto de terror!

    He de decir que me he imaginado cada instante a la perfección. Primero el silencio de la noche, el movimiento de Agnes caminando entre la maleza, la oscuridad, la luz entre los árboles...has conseguido que lo viva como si hubiese estado allí. El momento en el que aparecen esas luces, de ese rumor que se acerca decidido hacia ella...pufff. Yo soy mucho más miedoso que Agnes (las miles de películas y libros que he leído de terror quizás tengan la culpa, ella está libre de toda influencia), y no sé si habría sido capaz de quedarme quieto en el suelo, creo que habría salido corriendo como un loco jajaja. La santa compaña da miedo, mucho miedo. Encima, anuncian la muerte de alguien cercano...¡que mal rollo!

    Agnes confiesa que sentía que solamente su avoíña era capaz de comprenderla, de creerla y de no juzgarla. Desde que conoció a Artemisa, ya no se siente sola e incomprendida, pues confía tanto en Artemisa como lo hacía con su abuela. Es un final feliz, una confesión muy bonita que te quita un poquito el miedo del cuerpo tras haber leído su aterradora experiencia. ¡Estás que te sales! ¡Me encanta!

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