Ayer
tuve un día muy intenso en el instituto, tanto que creo que marcó un antes y un
después para los alumnos de tercero y también para mí. Creo que, a partir de
ahora, su visión del mundo cambiará y recibirán mis clases con otra energía y
tal vez con algo más de interés. Ayer fue un día de ésos en los que de repente
explotas sin poder evitarlo y expulsas todo lo que piensas casi sin valorar las
palabras que componen tus frases. Estaba dando clase y, como suele ocurrir
habitualmente, muchos estaban hablando, sin prestarme el menor ápice de
atención, incluso dibujaban en las agendas y se pasaban notas los unos a los
otros. Algunos de ellos sí me escuchaban, los más inteligentes, pero la mayoría
andaba distraída, introducida en otro mundo muy distante al mío.
Faltaba
media hora para que la clase terminase y sentía que no había transmitido ni la
mitad de lo que ansiaba explicarles, así que me detuve enfrente de la pizarra y
me quedé en silencio durante unos largos minutos. Tenía la intención de que ese
silencio los avisase de que algo estaba ocurriendo y, poco a poco, se
percataron de que yo había dejado de hablar. Sorprendentemente todos se
callaron y me miraron intrigados, sin comprender lo que estaba pasando.
Entonces fue cuando yo empecé a hablar sin dominarme, con educación, pero
también con mucho sentimiento. Mis palabras salían de mis labios teñidas de una
gran impotencia. Empecé a decirles lo siguiente:
«Yo
comprendo que estáis en una edad malísima. Yo también fui adolescente, yo
también me perdía en mí misma. Yo tampoco me comprendía, yo tampoco sabía quién
era y el mundo me parecía insulso. Mi mundo interior era mucho mejor. Era mucho
mejor permanecer ajena a todo, encerrada en mí misma, pero también entendía que
el mundo es nuestro hogar, que la vida se basa en lo que somos, pero también en
lo que nos rodea, que debemos crecer apreciando lo que tenemos y lo que somos.»
Ninguno
de ellos hablaba, así que, alentada por una fuerza extraña, proseguí:
«Entiendo
que prefiráis pasar el tiempo jugando con vuestros móviles, saliendo, corriendo
por la calle, jugando a lo que sea, divirtiéndoos. Comprendo que para vosotros
sea un inmenso rollo tener que estar cien horas en el instituto, vale, lo
entiendo; pero también os pido que me entendáis a mí. Yo he estudiado para
enseñar, para transmitir conocimientos preciosos a los alumnos, no para
hablarles a las paredes, y lo que yo deseo es transmitiros mi amor a la
naturaleza, a los animales, a cualquier tipo de vida. Quiero que aprendáis a
respetar cualquier manifestación de vida. Los árboles, los animales, da igual
cómo sean, todo tipo de animales, todos tienen su vida, todos, las plantas
también están vivas, están vivas las hojas, están vivas las flores, la hierba,
todo lo que forma la naturaleza está vivo, todo, como vosotros, como yo. Y lo
que más deseo es que vosotros entendáis que este mundo se merece ser respetado,
que todo lo que forma este mundo es digno de ser amado y cuidado. Lo que yo
quiero es que de mis clases salgan personas que sepan amar los bosques, los ríos,
los mares, las montañas, todo, todo lo que es nuestro mundo.»
En
aquel momento, muchos me miraban sin comprenderme menos que nunca, pero sus
miradas no me acobardaban. Seguí, cada vez más emocionada:
«Lo
que yo quiero es que crezcáis sabiendo cuánto vale toda la vida que forma
nuestro planeta. Yo lo que no quiero es que os convirtáis en personas que
queman bosques, que destruyen el hogar de los animales, que matan animales
porque sí, porque simplemente parece algo divertido, que en absoluto lo es. Yo
no quiero que penséis que un árbol es un ser inerte que no siente, que no sirve
para nada.»
Y
en ese momento me dirigí hacia el ordenador que tengo en la mesa, abrí el
navegador de internet y busqué imágenes de la reserva de la biosfera de los
Ancares, de Galicia, antes de que se quemase prácticamente toda. Cuando
encontré una imagen preciosa que mostraba la belleza de ese maravilloso rincón
del mundo, entonces les dije:
«¿Sabéis
lo que es esto? Sí, sé que podéis leer el nombre de este lugar, pero ¿alguna
vez habíais oído hablar de este sitio? Era uno de los pulmones de Galicia e
incluso de gran parte de España. Y digo era porque ya no existe. Lo quemaron.»
Entonces
busqué imágenes de los incendios de octubre y les mostré una en la que se veía
cómo había quedado aquella reserva tan mágica. Entonces proseguí:
«Mirad
lo que ha quedado, mirad lo que hicieron con este lugar tan bonito. Lo
destruyeron. Yo no quiero que vosotros seáis así. Sé que ni siquiera os
plantearíais la posibilidad de destruir un bosque porque sé que sois buenas
personas, pero lo que ansío es que jamás olvidéis que un bosque es un lugar
cargado de muchísima vida, de tanta que sería imposible contar cuántos
corazones laten, cuánta vida discurre por la tierra, bajo el cielo. Lo que yo
quiero es que aprendáis a entender nuestro bonito mundo, nada más. Y, sí, para
eso, es necesario que hagáis exámenes, que me entreguéis trabajos, pero no
porque yo los necesite, sino porque es la forma de demostrarme que estáis
aprendiendo, que estas horas que compartimos vosotros y yo no son en balde.»
Entonces, se hizo la hora de irnos. El
timbre sonó, pero ninguno de ellos se movía. Me fijé más minuciosamente en
todos y me di cuenta de que muchos de ellos tenían los ojos húmedos; lo cual me
emocionó muchísimo más. Entonces, les pedí:
«Quiero
que, durante este fin de semana, reflexionéis sobre esto. No os pido gran cosa,
simplemente os solicito que, si sentís la necesidad de hacerlo, escribáis,
escribáis sobre lo que pensáis. Será un escrito para vosotros, pero, si alguien
lo desea, puede entregármelo. No contará para la nota, pero será una forma de
reflexionar sobre la biología, ¿de acuerdo? Ahora os deseo que tengáis un buen
fin de semana y que a partir de ahora me prestéis un poco más de atención. Mi
intención no es torturaros, es sólo enseñaros.»
Se
fueron en silencio, sin decir nada, y, cuando la clase se quedó vacía, me puse
a llorar como una tonta. En esos momentos me preguntaba por qué había
necesitado poner como ejemplo lo que había ocurrido en Galicia para reforzar
mis palabras, pero no me hizo falta pensar mucho. Supe enseguida que todo lo
que había dicho y la forma como había pronunciado todas esas palabras había
sido una protesta por todo lo que está ocurriéndole a nuestro planeta.
Ayer
Agnes y yo fuimos a Barcelona para quedar con unas amigas que tenemos. En el
tren, en el viaje de ida, le expliqué todo esto, todo lo que les había dicho a
mis alumnos y, cuando le conté que había puesto como ejemplo la reserva de los
Ancares, se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo ayer también estaba muy
sensible, pero también me sentía orgullosa de haberles removido los
sentimientos. Sabía que no se habían marchado sintiéndose indiferentes. Sabía
que les había llegado al corazón con mis palabras.
Incluso
Agnes me agradeció que les hubiese hablado así. Me dijo que hacía muchísima
falta que alguien intentase concienciar a los demás de cuánto vale nuestro
mundo y de que hay que cuidarlo mucho más de lo que lo cuidamos. También me
dijo que la base de ese respeto se conseguía en esos años, cuando la mente
crece y se desarrolla. Entonces me dijo que nosotras teníamos mucha suerte por
haber nacido y crecido en un lugar tan lleno de naturaleza y también por haber
vivido siempre en contacto con los árboles, con los animales. Me dijo que por
eso éramos así, por eso sabíamos respetar tanto cualquier forma de vida, porque
en nuestra vida habíamos interactuado con todo tipo de plantas, de animales,
con cualquier manifestación de vida, y aquello nos hacía diferentes y
especiales.
A
veces me pregunto cómo es posible que alguien tan valioso y especial como Agnes
se haya enamorado así de mí, pero entonces entiendo que las dos nos hallamos en
la misma sintonía, en la misma realidad, aunque ella tenga otros sentimientos
en el alma, aunque ella sea distinta a mí, pero las dos nos encontramos en una
misma dimensión y percibimos la vida de la misma manera, entendemos el mundo de
forma muy similar, por no decir idéntica, y eso es esencial para que dos
personas se comprendan y se quieran.
Y
sobre todo creemos las dos en la misma diosa, tenemos las mismas creencias, y
eso también nos une muchísimo. Ayer tuve que reprimirme mis ganas de decirles
que todo lo que existe tiene madre, pero jamás, jamás puedo hablarle a nadie
sobre mis creencias, a menos que sepa que se halla en mi misma dimensión o que
puede entenderme. Yo sí siento que la Diosa está continuamente con nosotras,
allí, dondequiera que vayamos, dondequiera que estemos, está conmigo siempre.
Ayer la sentía conmigo, en mí, hablando a través de mí, cuando les hablé tan
entregadamente de la naturaleza. Yo sentía que ella había detenido el tiempo,
aunque, lamentablemente, la media hora que quedaba para que se terminase la
clase pasó muy rápido; pero yo sentía que ella se expresaba a través de mi voz,
que en mi alma yo tenía su gran impotencia. Y sobre todo sé que está con
nosotras porque nos oye, porque incluso nos ayuda. Cuando Galicia ardía, Agnes
y yo rogamos por la lluvia tanto, tanto y tanto que de repente empezó a llover
sin que estuviese pronosticado. Esa lluvia no estaba prevista, no lo estaba. Sé
que fuimos todos los que nos volcamos en celebrar rituales para invocar la
lluvia los que conseguimos que lloviese allí y se apagasen todos los incendios.
Si no hubiese llovido en Galicia, posiblemente se habrían quemado muchos más
bosques, posiblemente habría sido todo muchísimo más horrible; pero esa lluvia
nos enseñó a todos que no hay que rendirse nunca, que siempre, siempre hay
alguien allí, detrás de esta materialidad, que nos escucha, que siempre queda
algo intangible que intercede, que de repente se manifiesta con una fuerza
interminable.
Y
por eso nunca hay que perder la fe porque, si no tuviésemos fe, posiblemente no
conseguiríamos ni la mitad de cosas que nos proponemos y deseamos. La fe nos
ayudó a conseguir que lloviese, la fe sobre todo ayudó a Agnes a no perderse
definitivamente, a no decaer de forma irrecuperable. Y fue esa fe la que nos
convenció de que merecía la pena hacer algo, intentar invocar la lluvia a
través de rituales y meditaciones. Si no hubiese fe en nuestra alma, habríamos
permitido que Galicia siguiese ardiendo sin hacer nada, sin plantearnos la
posibilidad de que nosotras podíamos hacer algo para luchar contra esa
injusticia tan horrible. La fe no lo soluciona todo, es cierto, pero lo que sí
es cierto es que, sin fe, no se sueña de la misma forma, no se cree en la magia
de la vida y nos resignamos, aceptando que no se puede hacer nada, que las
injusticias tienen mucha más fuerza que cualquier deseo o pensamiento, y eso no
es cierto y jamás lo será, jamás.
Debe dar una impotencia muy grande el querer enseñar, tener a alumnos sentados frente a tu y que no te hagan caso. Debe ser todavía más frustrante si has estudiado una carrera y tienes esa necesidad de transmitir lo que sabes y que aprendan valores importantes de la vida. Artemisa ha decidido hablar claramente, abrir su corazón y explicar con sabias palabras su situación, la de todos ellos.
ResponderEliminarHa dado un buen ejemplo, el de Galicia, que nos pilla más cerca y sentimos mucho más el dolor por esa catástrofe. Los ha dejado pensativos, emocionados y yo creo que mucho más motivados. Está claro que Artemisa está muy sensible, al igual que estabas tú en esos meses (y ahora también lo estás, según me dijiste), y eso se nota muchísimo en la forma de escribir y la entrada.
Menciona sus creencias. Es que la fe es algo importante para una persona, es quizás la columna que aguanta la estabilidad en su vida. Ella tiene la necesidad de compartir lo que cree, lo que siente, pero no se puede dejar llevar, no todo el mundo lo entendería...y es que hoy en día hay tantas creencias, dioses y complejas religiones que seguro que se tendría muchos conflictos, sobretodo con los padres de sus alumnos.
Una entrada preciosa, muy emotiva pero que también nos transmite algo muy positivo, si nos lo proponemos, podemos ayudar a cambiar este mundo, Artemisa lo hace a través de sus clases.
La mayor parte de las clases que se reciben quedan en la nada, en el olvido, no dejan huella en nosotros. Pero no creo que este sea el caso de la que Artemisa nos describe; un profesor suele hablarnos con la costumbre que le da repetir una y otra vez lo mismo, normalmente no pone mucha pasión en lo que explica, salvo excepciones, y esta es una de ellas. Lo que Artemisa siente y quiere transmitir va más allá de los conocimientos, de las palabras incluso, y aunque la coraza y la indiferencia de los alumnos pueda parecer impenetrable yo estoy seguro que la mayoría recordará siempre esta clase, y puede que de modo imperceptible más de uno se haya conmovido, aunque a ellos incluso se les escape este hecho, y que más adelante todo esto dé sus frutos.
ResponderEliminarEso conecta con la última reflexión de Artemisa acerca de la fe, hay que creer que todo esto tendrá su repercusión. En realidad el mundo vegetal es fe, leí que la razón por la que una pequeñísima semilla llega a transformarse en un gran árbol es justamente porque ella tiene fe en lo que va a ser, esto dicho así parece una tontería, pero no lo es tanto si entendemos tener fe en un sentido menos formal, la semilla no se plantea nada, no piensa en las dificultades, solo hace todo lo que puede, da pequeños pasos, transformaciones ínfimas que son ignoradas por su entorno y así, poco a poco, logra esa transformación que nadie podría sospechas. Con los alumnos de Artemisa, con nosotros, con quien lea y quiera entender, la cosa funciona del mismo modo, algo pequeño hecho por nosotros puede realmente ser fundamental. Esa es la gran lección del capítulo: Galicia, el planeta, nuestro mundo no estarán perdidos mientras alentemos las ganas de cuidarlo y permitir la vida en él. Emocionante e inspirador.