viernes, 26 de enero de 2018

DIARIO DE AGNES: SÁBADO, 23 DE DICIEMBRE DE 2017

 Sábado, 23 de diciembre de 2017

Ayer, 22 de diciembre, fue el cumpleaños de mi Artemisiña. Es la tercera vez que lo celebro con ella desde que volvió, pero yo creo que fue la más especial de todas. El año pasado, el día del cumpleaños de Artemisa también fue un día muy bonito, pero apenas guardo recuerdos de esa época en la que intentaba renacer de la última recaída potente que tuve en mi vida. Además, hacía poco que había comenzado a trabajar en el lugar en el que estoy ahora y aún estaba adaptándome a esa nueva época. Recuerdo que el año pasado se mezclaban en un mismo día momentos muy desesperantes y otros en los que la vida quería brillar ante nosotras, pero debo reconocer que no fue fácil empezar a vivir aquí tal como lo hacemos ahora. Estábamos las dos nerviosas porque queríamos que todo saliese bien y las dos llevábamos aún demasiada pena en el corazón por la muerte de Gaya, sobre todo Artemisa, y también por los últimos momentos difíciles que habíamos vivido; pero también teníamos el alma llena de ilusión, aunque a mí siempre me costó mucho saber experimentar esa emoción. La ilusión es para mí como una especie de cosquilleo en el estómago que intenta hacerme sonreír, pero su apariencia efímera me disuade de la idea de aferrarme a la dulzura que irradia. Todo me parece fugaz siempre. Sin embargo, sí hubo una vez este año en la que sentí que esa emoción se volvía una sensación fortísima que apenas me creía capaz de soportar, que me anegó el alma toda y me hizo sentir de repente toda la felicidad que no había sentido en mi vida, toda esa felicidad concentrada en un único momento, en una única razón. Y eso me ocurrió cuando regresé a Ourense, al fin, este año. Atrasé ya mucho el momento de hablar de ese viaje que tan importante fue para mí, y lo atrasaba porque realmente no me siento capaz de rememorar todo lo que viví allí, ya que son recuerdos tan hermosos y a la vez tan intensos que no sé experimentar la potencia que desprenden, pero sí me gustaría dejarlos plasmados en alguna parte por si a mí me ocurriese algo y para que no se pierdan en el olvido. Artemisa fue testigo de todo lo que sentí esos días, pero las emociones que me anegaban el alma eran indescriptibles y sólo yo sabía qué sensaciones causaban en mi ser. Además, es imposible describir lo que otra persona siente, por mucho que nos digan qué significa cada momento, qué emoción nos llena el corazón. Y también pienso que muchas veces complicamos demasiado las cosas. Quizás todo sea tan fácil como dejarse llevar por lo que nos ocurre y vivir cada momento como mejor podamos, de la mejor forma que nos sea posible, sin enredar las emociones, sin exprimir cada razón, cada motivo que nos impulsa a ser quienes somos; pero yo soy completamente incapaz de detener el río de emociones que discurre por mi alma porque es mucho más fuerte que cualquier pensamiento lógico y que cualquier intención que yo tenga. Siempre pensé que mis emociones son indomables, que nunca podré aprender a gestionarlas, por mucho que lo intente (y de veras sí intenté aprender a hacerlo) y por mucho que quieran enseñarme a ser dueña de lo que siento. Parece que tengan una vida independiente de mí misma, como si ellas mismas pensasen con otra mentalidad, y por eso me siento tantas veces encerrada en ellas, en lo que son, y sobre todo arrastrada por su fuerza. Y fue precisamente lo que me ocurrió aquella semana en la que, también, sentía que era más yo misma que nunca, de lo que jamás lo fui, porque, yo que soy tan tímida, a mí que me cuesta tanto relacionarme con personas que no conozco (y a veces también con personas que conozco ya), allí, en mi tierra, hablaba con cualquier persona que se dirigiese a nosotras o con cualquier persona a la que tuviésemos que pedirle o preguntarle cualquier cosa. Hablaba sin sentir vergüenza ninguna, sobre todo cuando me daba cuenta de que con aquella persona podía hablar en mi lengua. Artemisa me dijo muchas veces que no me reconocía, que no reconocía en mí a la mujer que siempre es tan vergonzosa y a la que le cuesta tanto abrirse a los demás. Allí, sí sentía que podía ser yo, podía hablar sin notar que la vergüenza devoraba mi voz. Podía hablar sin temer que se riesen de mi acento o que me preguntasen cualquier cosa sobre mi vida. Además, me apetecía mucho hablar con los demás, algo que jamás me ocurre aquí. Aquí prefiero encerrarme en mi misma, prefiero que no me hable nadie, prefiero no hablar con nadie, salvo con Artemisa y a veces con Casandra, con quien a veces me cuesta tanto mantener una conversación, a pesar de lo unida que estoy a ella. Yo tampoco me reconocía en esa mujer que hablaba con tantas ganas, que sonreía tan fácilmente, que podía establecer conversaciones profundas con cualquier persona con la que nos encontrásemos y estuviese dispuesta a hablar con nosotras. Fueron muchas las personas amables y mágicas que nos encontramos en ese viaje. Fueron muchos los momentos que se convirtieron en inolvidables. Fueron muchos los lugares en los que sentí que crecía por dentro de mí una inmensa sensación de gratitud, de felicidad, de plenitud, sobre todo de plenitud: la primera tarde que paseamos por Ourense (y sobre todo la llegada, el precioso recibimiento que Ourense nos hizo con sus majestuosos puentes al llegar), la primera noche allí, tan hermosa, tan llena de ilusión. Ahí sí sentía muchísima ilusión, tanta que no me cabía en el alma, y después, al día siguiente, ese primer despertar allí, sabiendo que nos quedaba todavía una semana por delante para disfrutar de cada momento, de cada rincón de mi tierra que visitaríamos. Y la llegada al hotel en el que nos alojamos también la recordaré siempre como el momento en el que más ilusión sentí en mi vida. Me acuerdo perfectamente de lo que sentía en esos momentos, a pesar de que la llegada a Galicia fue también algo triste, pues una de las primeras cosas con las que nos encontramos fue un incendio; pero en esos momentos fue mucho más fuerte la felicidad que nacía de saber que había vuelto a mi tierra, que de nuevo estaba allí, después de casi treinta años deseando volver. Estaba allí, muy cerca del rincón en el que había empezado mi vida, esta vida. Y me acuerdo perfectamente de que, cuando entramos en la habitación que nos asignaron, me abracé muy fuerte a Artemisa diciéndole entre risas: por fin, por fin, por fin estou aquí, Artemisa. Y ella reía conmigo, creo que incluso se emocionó al verme así, tan feliz, y también me acuerdo de que la tomé con fuerza de las manos y le dije con mucha ilusión: Ourense é moi fermosa, artemisa, gustarache moito, xa verás. Y ella reía a la vez que se le llenaban los ojos de lágrimas de emoción y de felicidad. Fue un momento precioso. En esos instantes, la fuerza del atardecer entraba por la ventana que había en el techo de nuestra habitación. Era una habitación que parecía un ático, con el techo inclinado, muy curiosa. Son momentos que nunca podré olvidar, que me servirán siempre para saber que la felicidad plena sí existe; pero también me hacen preguntarme por qué, si de veras es posible sentir esa felicidad tan plena, me cuesta tanto recuperar esa sensación, por qué me parece incluso imposible pensar que mi alma está hecha para albergar ese sentimiento tan potente y tan hermoso, por qué me cuesta tanto confiar en que volverá a inundarme toda.

Podría relatar todos los momentos que vivimos en esos días, pero es que entonces tendría que escribir otra novela, ya no porque sean muchos los instantes hermosos y emotivos que quisiera rememorar, sino sobre todo porque cada uno de ellos está impregnado de muchísimas emociones y sensaciones que también quisiera describir con exactitud para que fuese sencillo comprenderlas, para que nadie dudase de que esas emociones y esas sensaciones existen. Para mí son la señal más evidente de que la vida puede ser muy bonita y muy mágica. Yo siempre pensé que lo era, aunque son pocas las personas que tienen el privilegio de creerlo siempre. Yo no lo creo siempre, pero, durante aquellos siete días, sí lo pensaba con mucha fuerza, con una convicción indestructible. No obstante, aquella fuerza y aquella convicción tan fuertes comenzaron a desvanecerse en cuanto se acercó el fin de nuestro viaje. Toda esa felicidad y esa interminable ilusión que sentía cuando llegamos a Ourense y durante los primeros seis días de nuestro viaje se trocaron en desesperación cuando llegó ese viernes por la noche y sobre todo ese sábado maldito que puedo describir como el peor día de mi vida, junto con el lunes siguiente; pero de esos momentos me cuesta demasiado hablar. Son para mí excesivamente fuertes y desgarradores y creo que no hay palabras que puedan describirlos bien.

Visitamos muchísimos rincones de mi tierra. Yo nunca dudé de que Galicia es el lugar más bonito del mundo, al menos para mí, pero jamás me imaginé que fuese tan y tan inmensamente bonita, tan hermosa, tan mágica. Yo conocía algunos de sus rincones, pero ese viaje me sirvió para descubrir que está llena de recovecos preciosos que más bien parecen el escenario de un sueño. Hubo momentos en los que me pregunté si de veras me hallaba en la realidad o me había adentrado en la dimensión mágica de los sueños. De veras dudé muchas veces de si aquellos lugares pertenecían a nuestro mundo o si, más bien, eran visiones de otra dimensión; pero son reales y pertenecen a mi tierra; al lugar en el que yo nací. Es inmenso el orgullo que siento cada vez que recuerdo que yo nací allí, en esa tierra tan verde, tan mágica, cuyas costas son tan hermosas y a la vez imponentes, en la que el mar ruge en vez de susurrar, en la que los bosques son tan densos... pero también he de decir que ahora mismo está viviendo una época horrible que quiere devastar su hermosura, pero sé que ella es fuerte y que resistirá, que llegará por fin la luz, que esto terminará. También tengo que contar que murió este octubre uno de los lugares más bellos de mi tierra; esa reserva natural tan antigua, la reserva Dos Ancares; un parque natural, una reserva de biosfera que era básicamente el pulmón de Galicia. Cada vez que me acuerdo de que todos esos árboles tan ancestrales murieron en las garras del fuego, se me revuelve el estómago y noto que el alma se me agrieta. Yo adoraba ese lugar, lo adoraba con toda mi alma, y algunas veces, cuando era pequeña, me llevaron allí y yo sentía que me encontraba en un lugar cargado de magia, aunque también he de reconocer que el bosque que rodeaba mi aldeíña también era tan denso como aquel rincón que murió este octubre. Yo siempre me hallé cerca de los árboles más antiguos, cuyos troncos eran tan gruesos, que siempre se desprendían de sus hojas cuando llegaba el otoño. Los castaños y los robles siempre estuvieron en mi vida siendo parte esencial de mis días. Por eso me duele tanto y tanto lo que ocurrió este octubre, también porque me cuesta mucho entender qué tipo de persona es capaz de destruir con tanta saña y odio un lugar tan bonito. Es muy curioso que se uniesen en tan poco tiempo unas experiencias tan contrarias. El viaje que hicimos Artemisa, Casandra y yo por mi tierra es lo más maravilloso que viví nunca, pero la semana posterior fue la cara opuesta a esos momentos, como si fuesen caras de una misma moneda, como si fuesen contrarios que se necesitan para que haya ese equilibrio necesario. Muchas veces pensé que nunca podemos experimentar sin más toda la felicidad de la vida, pues siempre tiene que venirnos después la desesperación más absoluta para que haya equilibrio siempre, pero me cuesta entender por qué fue tan desgarrador el descenso de ese cielo al que me ascendió mi propia tierra. En un mismo mes, pude experimentar lo que llamaré siempre el cielo y el infierno, a pesar de que yo sienta tanto rechazo hacia todo lo que provenga del Catolicismo, pero esas imágenes me sirven muy bien para describir lo que viví esos días.

Ayer, en el ritual de Yule, nos hablaron de esos momentos de absoluta oscuridad en los que nos preguntamos si seremos capaces de seguir adelante, en los que no nos encontramos, en los que no hallamos la fuerza que necesitamos para ser capaces de seguir viviendo. Yo viví exactamente eso hace dos meses, cuando veía que mi tierra ardía casi toda y cuando comprobaba que cada vez había más incendios. Sentía un terror inmenso cuando me preguntaba hasta dónde llegaría esa situación, cuando se declaraban incendios sin cesar, cuando vi que incluso Vigo ardía. No puedo describir el inmenso pánico que experimenté cuando me planteé la posibilidad de que mi tierra estuviese muriendo justo en esos momentos. Yo nunca vi algo igual, jamás. Fue horrible, fue lo más horrible que viví nunca, y puedo asegurar que, a lo largo de mi existencia, viví momentos verdaderamente espantosos que no quiero que nadie más viva, como cuando me arrancaron de mi tierra cuando tenía 14 años, como cuando me encerraron por segunda vez en el hospital, cuando Artemisa se fue y lo único que me quedaba en el mundo era mi propia vida, la que yo sentía tan vacía, tan oscura y fría, cuando, día tras día, tenía que esforzarme por ganarme ese mísero sueldo que apenas me permitía subsistir... pero el día que tuve que separarme de Galicia por tercera vez en mi vida y sobre todo ese domingo y ese lunes en los que mi tierra ardía fueron lo más horrible que viví nunca, siempre lo diré, siempre, porque en esos instantes me planteé de veras irme, irme para no volver nunca más, porque me creía absolutamente incapaz de seguir existiendo en un mundo así, seguir existiendo si lo que yo más amaba estaba muriendo. Sentí la muerte en mi ser con una desesperación terrible, como la puerta que podía separarme de ese indestructible dolor que sentía, ese dolor que era totalmente incapaz de soportar. No lo soportaba. Era una sensación que me desgarraba por dentro, que me hacía sentir tan pequeña para albergar tanta tristeza... Lo único que experimentaba eran ganas de gritar, de pedir por favor que dejasen en paz a mi tierra, pedir: ¡basta! ¡Basta!, pedirlo en cualquier idioma, no importaba, pero gritarlo con todas mis fuerzas. Preguntar: por que á miña terra, por que? Y desahogar con gritos todo ese dolor que estaba devastándome por dentro. Yo sé que hay momentos en la vida que nos perdemos en el sufrimiento, en los que ya no somos capaces de ser fuertes, en los que ya no podemos más, pero yo sé también que lo que yo experimenté en esos días fue una especie de insania que podría haberme destruido para siempre; pero también he de decir que en esos momentos hubo una lección muy fuerte que me llegó a través de la lluvia. Cuando al fin empezó a llover en mi tierra, ese dolor tan fuerte, ese pánico atroz a que Galicia ardiese y ardiese hasta desaparecer, comenzó a aquietarse, aunque la impotencia que sentía entonces nunca se me irá del alma, igual que tampoco se irá nunca la que sentí cuando ocurrió aquel horrible desastre del Prestige. Yo sé con toda certeza que fuimos nosotros, quienes nos volcamos en invocar la lluvia, quienes salvamos nuestra tierra, pero sobre todo fue la Diosa, a quien no dejaba de suplicarle que no permitiese que la incendiasen más, a quien no dejaba de implorarle ayuda. Sé que la Diosa no es responsable de los actos de los humanos, pero a ella me dirigía en aquel entonces como si de veras fuese la única que tenía en sus manos el destino de todo lo que existe en el mundo. Es una idea errónea, por supuesto, pero estaba tan desesperada en esos momentos que apenas escuchaba mis convicciones, mis creencias.

Puedo comparar esa situación con la que viviría alguien que está perdiendo a un ser querido por culpa de una enfermedad, a las emociones que alguien experimentaría al ver que esa persona tan amada está yéndose de la vida sin que nadie pueda hacer nada, sin que nadie pueda retener su existencia. Yo no sentía pánico sólo por lo que estaba ocurriendo, sino sobre todo por lo que podía ocurrir, porque no podía imaginarme qué podía sucederle a mi tierra si no dejaban de incendiarla.

No sé por qué no puedo hablar de ese viaje tan bonito sin recordar también estos momentos tan desesperantes. Quizás no pueda hacerlo porque los unos no son nada sin los otros, como dije antes. Ambos son parte de una misma moneda cuyas caras son indivisibles e inseparables; pero lo que realmente lamento es que Artemisa sintió mucho miedo al verme tan deshecha, tan desesperada. Apenas me acuerdo de lo que ocurrió ese lunes fatídico, Luns de Cinzas como lo llamaré siempre, en el que Artemisa fue a recibirme a la estación cuando volví del trabajo porque temía por mi vida. No me acuerdo apenas de lo que le dije en esos momentos, de lo que viví ese día, y creo que nunca podré recordarlo. Quizás tampoco me convenga saberlo. Lo que sí sé es que deseaba morir, con más fuerza que nunca. Ya no sólo lo deseaba, lo necesitaba, como puede necesitar el agua alguien que se halla en medio de un inmenso desierto o como puede necesitar el aire alguien que se hunde en el mar. Yo necesitaba la muerte porque para mí era lo único que podía salvarme de esa desgarradora emoción que tanto estaba destruyéndome. No me bastaba nada, ni el consuelo que me daba Artemisa, ni tampoco pensar en que aquello terminaría. Nada era suficiente, nada. Necesitaba la muerte porque me sentía incapaz de vivir esos momentos, pero también porque no me imaginaba viviendo en un mundo en el que Galicia ya nunca volviese a ser la misma, en el que habían arrasado con lo que yo más quería y quise siempre en la vida. No podía enfrentar los días que me vendrían después de esos momentos, no quería hacerlo tampoco, porque me sentía nada, me creía nada, como si me hubiese convertido yo también en cenizas. Y sobre todo necesitaba la muerte porque era totalmente incapaz de soportar las horribles emociones que sentía. Éstas me aniquilaban y me aterraba la posibilidad de que se volviesen cada vez más fuertes.

Es terrible desear la muerte, es lo más terrible de la vida. Incluso pienso que ya no es nuestra mente la que la desea, sino nuestra alma. Yo la deseaba con una fuerza que no era mía. Incluso me pregunto si lo que yo sentía nacía sólo en mi alma o también procedía de otra alma. Creo que, cuando nos fuimos de Galicia aquel sábado, sentí en mi ser la impotencia que yo misma experimentaba y la que irradiaba mi tierra. Yo sé que ella también siente este lazo que nos une. Lo sé porque entonces no sería comprensible que en un alma cupiese tanto y tanto amor y a la vez tanta desesperación al hallarnos lejos.

Y lo que me hundía también era sentir en mi alma la potente intuición de que estaba a punto de ocurrirle algo horrible a Galicia sin que yo pudiese hacer nada para evitarlo.

Nunca me sentí capaz de hablar con tanta franqueza de esos momentos tan terribles. Ahora, cuando los escribí, sé que alguien, si leyese estas líneas, se preguntaría entonces qué es Artemisa para mí, si a ella no la quiero tanto, si para mí ella no es suficiente para que yo sea feliz. Y, si alguien me formulase esas preguntas, muy segura podría decirle que por supuesto que lo es, que Artemisa es también la otra parte de mi alma, es quien le da luz a mis días y sentido a mis horas. Yo también me deshice sin ella, también me rendí cuando notaba que, por mucho que me esforzase, cada día que vivía carecía de sentido, de magia, cuando seguía viviendo arrastrando el peso de su ausencia, la inmensa tristeza que me causaba estar lejos de ella; pero en aquel entonces, cuando Artemisa se marchó, yo estaba habituada a vivir sin ella, a vivir sintiéndola lejos, aunque estuviésemos cerca, porque a Artemisa le costó muchísimo reconocer lo que sentía por mí. En aquel entonces, yo estaba totalmente convencida de que no me merecía ser feliz, de que jamás se cumplirían mis sueños. Y estaba convencida de esas ideas tan tristes porque, hasta entonces, nadie me había ofrecido la oportunidad de volver a Galicia, ni siquiera la misma vida, y entonces al final acabé convenciéndome sin remedio de que yo no me merecía nada, ni siquiera el derecho a estar triste. Nada me merecía, sólo una vida llena de ausencia, de soledad, de esfuerzos inútiles, de desequilibrios anímicos, de oscuridad, nada. Me merecía lo peor que existiese en el mundo, por eso nunca fui capaz de rechazar esos trabajos que tanto me destruían, que tan poco se avenían con mi forma de ser. Quería castigarme por ser así, porque en aquel entonces creía que era alguien completamente despreciable. Artemisa se había ido y aquello para mí sólo significaba que no me merecía nada bueno, que ni siquiera ella me quería en su vida. Y, si ella no me quería, si no quería estar conmigo, quería decir que ni siquiera la misma vida me respetaba ya. Si ella se había ido, ella, que era la persona que yo más quería y quiero en el mundo, se había alejado de mí, entonces ya ni tan sólo me merecía que yo misma me quisiese. Ni tan siquiera en aquellos oscuros meses pensaba en la muerte como la única forma de huir de esa miserable vida, pues me odiaba y creía que solamente me merecía sufrir una vida llena de momentos duros, horribles e insufribles. Incluso se me ocurrió, en muchas ocasiones, buscar modos de destruirme, de aniquilar lo que yo era. No sé por qué me odiaba tanto, pero me odiaba de veras. Nunca odié a nadie en mi vida, ni siquiera sentí odio por mi madre cuando ella me arrancó de Galicia. El único odio que sentí en mi vida me lo profesé a mí misma. Me odiaba con rabia. Si hubiese podido, me habría clavado mil puñales, me habría golpeado hasta volverme de polvo, me habría arrancado las entrañas. No me respetaba nada, ni siquiera me cuidaba. No comía prácticamente nada, pero no me importaba sentirme tan débil. Incluso me planteé la posibilidad de tomar cualquier sustancia que me destruyese poco a poco hasta alejarme de esa vida horrible a la que estaba condenada a vivir, porque yo sentía que aquella vida era una maldición; pero, por suerte, no estuve sola todo el tiempo. Casandra me vigilaba. Cuando llegaba de trabajar totalmente rendida y descubría que no había comido nada en todo el día, me obligaba a sentarme a la mesa y no se apartaba de mí hasta que me hubiese comido todo lo que ella me había puesto. También se esforzaba por convencerme de que tomase vitaminas, de que me tratase con medicinas naturales que ella misma me elaboraba para combatir la profunda tristeza que me llenaba el alma y también para entregarme esa energía vital de la que yo carecía sin saberlo. Más bien, yo me esforzaba por ignorar lo que me confesaba continuamente la parte física de mi ser. Ignoraba los avisos que mi cuerpo me lanzaba continuamente. Me daba igual si me mareaba sin cesar, si me cansaba hasta el límite, si me dolía la cabeza, la espalda, lo que fuese. Me daba igual que la comida no me sentase bien, que vomitase con tanta facilidad. Me daba igual todo, sinceramente. Lo único que quería era trabajar hasta reventarme, era que el mundo entero me demostrase que me despreciaba. Ni siquiera le pedía ayuda a Casandra, aunque ella sabía que la necesitaba, y mucho; pero ella también me dejaba sola durante unos meses y yo realmente era la que la impulsaba a que se fuese, a que viajase y se alejase de mí. Y no me costaba convencerla. Cuando se iba, sentía un alivio muy grande al saber que ya nadie estaría pendiente de mí, al saber que nadie me ayudaría ya. Yo no quería que nadie me ayudase. Pensaba que nadie tenía por qué perder el tiempo de su vida ayudándome. Cuando Gilbert me llamaba por teléfono para preguntarme cómo estaba, yo le mentía, le decía que estaba muy bien, que estaba contenta de poder trabajar y, cuando no tenía trabajo, lo engañaba diciéndole que estaba muy motivada buscando trabajo. No sé si él me creía, pero me demostraba que mis palabras lo convencían. Siempre intentaba disuadirlo de la idea de visitarme, pero él a veces me visitaba sin avisar. Entonces me costaba más esconderle que me encontraba mal, que estaba deshecha. Incluso, me esforzaba por disimular mi palidez con maquillaje o lo delgada que estaba quedándome poniéndome más ropa de la que necesitaba llevar. No sé por qué quería ocultarle cómo estaba. Lo único que sé es que no quería que nadie, absolutamente nadie, supiese que estaba tan triste, que me detestaba tanto y que la vida me resultaba insufrible. Yo sé que Gilbert se daba cuenta de que mis sonrisas no eran del todo sinceras, de que hablaba impulsada por la verborrea propia de quienes tienen la mente descontrolada por emociones indomables. Cuando visitábamos juntos a Gaya, yo encontraba en su enfermedad una excusa para llorar, para justificar mi tristeza. Sí me apenaba muchísimo su estado, pero también tengo que reconocer que en aquel entonces ni siquiera creía que Gaya pudiese morir. Yo pensaba que se recuperaría. Incluso me esforzaba por enviarle salud a través de rituales que me costaba mucho celebrar.

Creo que Gilbert nunca me preguntó si era sincera con él porque le preocupaba mucho más la salud de Gaya. Yo tampoco le permitía que indagase en mi vida. Cuando estábamos juntos, me esforzaba por lograr que hablase de sí mismo y se desahogase conmigo. Gilbert me confesó muchas veces que se arrepentía muchísimo de no haber luchado más por Gaya y por el amor que ambos se profesaban. Me hizo prometerle que yo sí lucharía por lo que yo sintiese si tenía la oportunidad de hacerlo. Yo ansiaba declararle a él cuánto extrañaba a Artemisa, cuánto la necesitaba, cuánto deseaba que ella volviese y cuán triste me sentía sin ella, pero jamás me creí capaz de liberar esos sentimientos y esas emociones que tanto me destruían. Callaba todo lo que experimentaba por miedo a que, si lo convertía en palabras, se hiciese más fuerte. Y así fueron pasando los meses. Los días se arrastraban, las estaciones se iban y llegaban otras y yo me sentía envuelta en brumas, encarcelada en una vida indescriptible de la que no sabía cómo huir; una vida que me había encerrado en sus garras. Cada amanecer pesaba sobre mí, se me acumulaba en el alma la tristeza de los atardeceres, la oscuridad de las noches y el vacío de cada momento que estaba obligada a afrontar. Nada tenía sentido para mí y ni siquiera encontraba alivio al saber que trabajar me facilitaba tener algo de dinero para subsistir. Yo no podía apenas ahorrar porque compartía el alquiler con Casandra y también la ayudaba en todo lo que estuviese en mis manos. Sin embargo, muchas veces me pregunté por qué ella aceptaba la mayor parte de mi sueldo sabiendo que yo deseaba ahorrar y después ella se iba de viaje para explorar nuevos rincones y aprender de otras culturas todo eso que luego ella quería aplicar en sus terapias, en su oficio de fitoterapeuta, pero nunca le pregunté nada, nunca le negué nada. Además, yo era la que le insistía en que aceptase la mitad de mi sueldo (que ya era suficiente bajo) y ella nunca me negaba nada, al contrario, aceptaba cualquier cosa que yo le ofrecía sabiendo que me sentiría muy mal si rechazaba mi forma de agradecerle todo lo que hacía por mí.

Los años que Artemisa vivió tan lejos de mí se convirtieron en una época de la que me cuesta mucho extraer recuerdos. De vez en cuando, sin esperarlo, emerge del turbio mar que es mi memoria el recuerdo de algún momento vivido durante ese tiempo tan oscuro y siento en mí la desesperación que entonces llenaba mi alma toda. No me gusta recordar esos meses, no me gusta saber que nos hicimos tanto daño apenas sin intuirlo. No obstante, los errores que cometemos en nuestra vida también son parte de las enseñanzas que la vida nos ofrece. Aprendemos de los errores más que de los aciertos, pues la mayoría de aciertos se olvida y, en cambio, los errores dejan en el alma una mella indeleble que siempre palpitará en nuestro ser cuando nos hallemos cerca de equivocarnos de nuevo. Y rectificar antes de que sea demasiado tarde nos hace más sabios.

 

2 comentarios:

  1. Terrible la entrada, extremadamente oscura y triste. Narra una de sus épocas más duras, con la autoestima y las ganas de vivir nulas.
    "La ilusión es para mí como una especie de cosquilleo en el estómago que intenta hacerme sonreír, pero su apariencia efímera me disuade de la idea de aferrarme a la dulzura que irradia", me siento bastante identificado con esa reflexión. Sientes esa ilusión, te invade el cuerpo, pero cuando piensas "pero se pasará, esto no durará mucho" o "no sé para que me ilusiono tanto" se va marchando o se diluye un poco. ¡Que complicados somos!

    Agnes pasa de estar en el cielo, como ella dice, feliz y radiante, al infierno, queriéndose morir. Su viaje a Galicia es una montaña rusa de sentimientos, un algodón de azúcar con alfileres en su interior. Es feliz visitando Galicia, pero al mismo tiempo sabe que se marchará, y vive esos días con miedo a que pasen, temiendo el momento de regresar a casa.

    Está claro que todo esto lo has vivido tú, es autobiográfico. Me consta (pues me lo has dicho muchas veces) que lo pasaste bien, siempre me cuentas anécdotas de Galicia, tantas que parece que has pasado allí un año jajaja. Has vivido esa ilusión, esa tristeza, llorando sin parar, desconsolada. Luego la tristeza por los incendios, aquello fue terrible.

    A mi por una parte me afecta que llegases a pensar en morir, pensando en cosas que uno jamás debería pensar ni desear. Te cegó el sentimiento por Galicia, reduciendo a todos los que te queremos, a todo lo que rodeaba a meras sombras en tu vida. Nada importaba, solamente que Galicia sufría los incendios. Entendía tu dolor, tu tristeza, pues tu conexión con esa tierra es mil veces mayor de lo que has sentido por la tierra en la que naciste y te criaste; te sientes de allí, pero que nada te valiese, que nada te consolase, que la vida te pareciese tan extremadamente dura como para querer morir, que ni nosotros te parecíamos suficiente motivo para vivir... eso lo siento, pero me destroza el alma, me entristece mucho. Eso mismo es lo que sintió Agnes, así que puedo comprenderlo. Así nos podemos sentir en muchos momentos en nuestra vida, tristes, que todo nos parezca negro, pero es triste ser consciente que alguien al que quieres con toda tu alma, se sienta de esa manera. Al menos la vida os dio una lección, tanto a Agnes como a ti, y es que hay gente buena, que todo el mundo se unió contra esos indeseables. Estaría bien que se encontrasen a los que provocaron los incendios, calcinados en el bosque, atrapados por la madre naturaleza y condenados al fuego por su crimen contra la vida y la naturaleza. ¿Se sabrá quienes fueron realmente lo culpables? Espero que así sea.

    Lo he dicho siempre, Agnes jamás será feliz si lo único que le da vida es Galicia. Sufrió mucho por esta causa, y quizás tenga que volver, dejar de pensar en los inconvenientes y marcharse. Yo creo que Artemisa lo comprendería y seguro que la acompañaría. Galicia no está en China, no es imposible vivir allí si se lo propone. No hay barreras, ni tiene que pagar un viaje carísimo. No sé hasta que punto lo que siente Agnes es lo que sientes tú, yo diría que en prácticamente todo es igual, a excepción de su enfermedad y algunas cosas, por eso tengo claro que tu vida pasa por ir a Galicia, en algún momento indeterminado en tu vida. Para ti y para Agnes pensar en Galicia, en vivir allí, es el motor que os da fuerzas para mantener viva la ilusión. Algún día se hará realidad, estoy seguro.

    Un entrada agridulce. Dulce por lo maravillosamente bien que escribes, por las cosas que describes, por ese viaje maravilloso, repleto de cosas mágicas que hacen amar a Galicia, por el amor a Artemisa...y agrio por lo que llegó a sentir Agnes, por lo triste de quererse morir, por los incendios, por la tristeza tan profunda...Aunque es verdad que me gusta lo agridulce, y que una cosa con la otra hacen muy buena combinación, y a mi me gusta. Es una entrada muy profunda, una de las más profundas que has escrito, pero también muy desgarradora.

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  2. Siempre descubres en tus escritos verdades que de puro sencillas damos por supuestas, pero que merecen una reflexión especial. Esto lo digo por cómo Agnes decide poner por escrito lo que siente al regresar a Galicia, ya hace algún tiempo de ello, y aunque seguro que nunca olvidará ese momento, es verdad que el tiempo y la memoria son muy traicioneros, y si no lo escribes de inmediato luego es difícil recuperar la pureza de lo que se siente en el momento justo en que pasó algo importante, porque lo vamos deformando sin querer, a medida que se van añadiendo hechos y experiencias relevantes.

    Sin duda regresar a Galicia con Artemisa fue algo impactante para Agnes, hasta el punto de que lo recuerda con lo que no puede ser sino una hipérbole... la llegada al hotel en el que nos alojamos también la recordaré siempre como el momento en el que más ilusión sentí en mi vida. No se trata de que no recuerde bien, sí que lo hace, es más, nos asegura que nunca podrá olvidar todo lo vivido esos días, pero lo que quizá le traiciona no es tanto el recuerdo de los hechos como el sentimiento que le despertaron. Sin duda sufrió lo indecible al regresar, pero, conociendo su vida, ¿cómo creerla cuando dice esto? ese sábado maldito que puedo describir como el peor día de mi vida, junto con el lunes siguiente... No, su vida ha tenido sin duda momentos mil veces peores, pero por otra parte está hablando con total sinceridad; esa es la complejidad del ser humano.

    La parte central del relato son los recuerdos de los momentos terribles de incendios en Galicia, y de cómo le afectaron el ánimo, la sensación de indefensión, de inutilidad de todo lo que se hace o se pueda concebir, porque la destrucción, el mal, parece invulnerable. Es ahí donde surge la muerte como única solución, porque con ella se aquietan todas las inquietudes, lo expresa Agnes perfectamente cuando dice que... No me bastaba nada, ni el consuelo que me daba Artemisa, ni tampoco pensar en que aquello terminaría. Nada era suficiente, nada. Necesitaba la muerte...

    Es un deseo de morir por el aluvión de la desgracia, que supera las barreras humanas de contención, la capacidad de sobreponerse. Creo que todos tenemos momentos así en la vida, en la que la corriente en contra es tan fuerte que nos invade la tentación de soltarnos del tronco que nos mantiene a flote para así dejar de remar trabajosamente y con nulos resultados. Algunos lo hacen. Pero Agnes, como la mayoría, tiene algo dentro que le incita a no rendirse, y con la perspectiva que nos da el tiempo terminamos por advertir que valía la pena quedarse. Galicia, finalmente, no quedó calcinada por completo, llovió, y se recuperará del daño, como lo hizo con el Prestige.

    Finalmente, la idea que Agnes me transmite es que difícilmente podemos caer en la desesperación total si no estamos solos; por eso fue tan dura la traición de Gaya, y las actitudes de Gilbert y Artemisa; y en cambio, tan beneficioso resultó su regreso, y tan importante el apoyo de Casandra. Agnes no se aprecia en lo que vale, y tiende a dar pábulo a ideas de autodestrucción; pero también aprecia el hecho de saber que tiene el amor verdadero de algunas personas, y solo con eso, la oscuridad no tiene el poder de anularla. Por eso decía al principio que exageraba cuando hablaba del peor momento de su vida, ya que la soledad del hospital sí me parece objetivamente mucho más desoladora y lacerante.

    Se nota que has escrito el capítulo como suele decirse "con las tripas en la mano", poniendo buena parte de ti en ello; por eso mismo entiendo que tiene parte de exorcismo, de alejar lo malo y conjurarlo, algo que haces de un modo delicioso, me ha encantado leer y releer este capítulo disfrutándolo frase a frase. Muy bueno.

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