Nunca
olvidaré aquella primera noche que Agnes y yo compartimos después de más de
cuatro años sin vernos. Cenamos con Gilbert intentando que la tristeza que a
ambos nos llenaba el alma no se reflejase continuamente en nuestra voz,
luchando contra ese denso silencio que se había apoderado de todas las conversaciones
que nos esforzábamos por mantener. Yo les hablé a Agnes y a Gilbert, durante
bastante rato, de lo que había vivido en aquella lejana isla. Les conté cómo
era la vida que había llevado allí, les referí los momentos más bonitos que
recordaba, les describí a las personas con las que mejor me avenía, les
expliqué cómo celebrábamos los rituales, cómo cosechábamos nuestra comida, cómo
después la vendíamos en mercados y en otros lugares... Ellos me escuchaban con
una atención y un interés indestructibles. Después, cuando terminamos de cenar
y hubimos limpiado los platos y los cubiertos que utilizamos en la cena,
Gilbert se marchó a dormir y Agnes y yo nos quedamos solas en el comedor,
sentadas las dos en el sofá intentando encontrar la forma de romper aquel suave
silencio que nos impedía pensar con claridad. Las dos teníamos demasiadas cosas
que decirnos, pero ninguna de las dos sabía cómo iniciar aquella conversación
tan importante. No obstante, yo podía oír perfectamente la voz del alma de
Agnes, pues ésta se expresaba a través de sus preciosos ojos negros; los que en
esos momentos aparecían llenos de timidez, de nervios, incluso de unas
incipientes lágrimas que Agnes se esforzaba por retener en su mirada. Fue
entonces cuando me percaté de que Agnes no me guardaba ni el menor ápice de
rencor. Yo había creído que ella no sería capaz de perdonarme que me hubiese
ido y la hubiese abandonado de ese modo, pero Agnes ni tan sólo necesitaba que
yo le pidiese perdón. Aún así, intentando que mi voz sonase nítida y dulce, le
supliqué, rompiendo al fin ese silencio que había devorado nuestra voz, que me
perdonase, le rogué que no me guardase rencor y le aseguré, poniendo mi alma en
cada palabra, que me arrepentía profundamente de haberla dejado tan sola.
Exactamente no me acuerdo de todas las palabras que le dirigí, pero sé que le
repetí varias veces que me arrepentía muchísimo de haberme ido, aunque hubiese
vivido momentos maravillosos en aquella preciosa isla y aunque aquel tiempo me
hubiese enseñado muchísimo. Le confesé que la había echado de menos siempre,
que continuamente la extrañaba y soñaba con ella todas las noches. Sabía que
aquellas confesiones estaban abriendo el cofre donde yo había intentado
esconder el amor que sentía por Agnes. Sabía que, ya pronunciadas esas
palabras, no había vuelta atrás. Éstas iniciaban ese camino que yo ansiaba
recorrer junto a Agnes y cerraban para siempre esa etapa en la que tanto me
había asustado el intenso modo como la había amado siempre. En aquellos
momentos, todavía la amaba, la amaba más que nunca, y ansiaba que ella lo
supiese. Tenía miedo a que Agnes dudase de que yo la quería con toda mi alma.
Mientras
le hablaba, intentaba mirarla a los ojos, pero tan sólo notar la dulce atención
que ella me prestaba me emocionaba tanto que no podía soportarlo. Y su imagen
hermosísima, su profunda mirada nocturna y sus gestos suaves, tranquilos,
aparecían tras mis lágrimas convertidos en tenues esplendores. En aquellos
momentos necesitaba llorar entre sus brazos, llorar mientras la apretaba contra
mí para que sintiese en aquel inmenso abrazo todo lo que la había añorado, pero
ni siquiera me atrevía a tomarla de las manos. No sé cuánto tiempo duró mi
confesión, pero, por mucho que le pidiese perdón y le asegurase que nunca más
volvería a abandonarla, yo no sentía que el alma se me vaciase de toda la
desesperación que había experimentado desde que me había ido dejándola tan
sola. Al fin, Agnes se acercó a mí y me abrazó tan dulcemente que no pude
evitar que ese llanto que trataba de reprimirme se derramase por todo mi ser,
deshaciéndome al fin, por primera vez desde que había vuelto. Lloré cada vez
más desconsolada junto a ella, mientras me asía con fuerza a su cuerpo, a ella,
a mi Agnes, mientras le pedía que me perdonase, mientras le prometía una y otra
vez que nunca más volvería a dejarla tan sola, mientras, por fin, entre
suspiros de dolor, le declaraba el intenso e indestructible amor que sentía por
ella. Sabía que Agnes todavía me amaba, pues sus ojos me lo habían revelado a
gritos, por eso no sentí vergüenza ni miedo cuando le confesé que la amaba, que
la amaba con todas mis fuerzas. Nunca olvidaré la forma desesperada como le
aseguré: “te amo, Agnes, te amo con todo mi corazón, te amo como jamás creí que
amaría y nunca más me separaré de ti, vida mía; te lo prometo”.
Al
oírme hablarle así, con tanto sentimiento, Agnes también comenzó a llorar
silenciosamente, intentando que yo no advirtiese que los ojos se le habían
llenado de lágrimas; pero su llanto me consoló, me hizo sentir acogida y,
extrañamente, feliz, feliz de poder llorar junto a ella, deshaciendo ese dolor
que me había impedido respirar con serenidad desde que me marché.
Entonces,
cuando al fin me quedé en silencio, todavía suspirando de pena, de
desesperación y de alivio también, Agnes me miró fijamente y entonces, con una
voz llena de amor, como jamás nadie me había hablado antes, me pidió que nunca
más creyese que ella me guardaba rencor, me dijo que no debía pedirle perdón
por nada porque lo único que había hecho había sido construir mi vida, vivir,
simplemente, y que ella nunca, nunca había dejado de quererme. Me lo dijo así:
“jamás dejé de amarte, Artemisa, y te esperé siempre, porque yo sabía que algún
día volverías”. Entonces, las dos supimos que ya no era necesario decirnos nada
más.
Sin
embargo, aunque ambas sintiésemos que se había cerrado al fin esa época tan dolorosa
en la que apenas habíamos sabido cómo respirar, aún nos quedaba mucha tristeza
en el alma. Gaya estaba yéndose y las dos sabíamos que al día siguiente la
veríamos irse para siempre. No era necesario que nadie nos dijese que la vida
de Gaya estaba apagándose. Al día siguiente, iríamos a verla, a despedirnos de
ella, y después nunca más, nunca más, podríamos volver a mirarla a los ojos.
Aquella certeza era demasiado horrible. Yo no la soportaba. Esa certeza
fortalecía la culpa que yo ya llevaba en mi alma; esa culpa que aún grita en mí
de repente, sin esperarlo, sin que pueda evitarlo.
Mas
aquella noche tan extraña, tan llena de emociones intensas, fue una de las más
bonitas que vivía en mi vida. Agnes y yo nos fuimos hacia la habitación que me
había asignado Gilbert y allí nos protegimos, sabiendo que aquélla sería la
primera de un sinfín de noches que compartiríamos. Fue la primera vez que
estuvimos tan unidas... pero creo que de eso hablaré en otra ocasión, pues son
momentos tan hermosos e íntimos que me costará mucho explicarlos con palabras.
Las cosas nunca son fáciles, el amor es muy complicado. No es enamorarse y ya está, hay tantísimos caminos a seguir, obstáculos y complicaciones que siempre es difícil.
ResponderEliminarNos ocurre a todos, no es querer y la vida es de color de rosa. Eso mismo les ocurre a Agnes y Artemisa, sobretodo en esa etapa tan complicada que relata Artemisa. Se marchó, falló a Agnes, se encomendó a la Diosa, luchando en su interior por averiguar que es lo que quería y que es lo que más podía, si su amor por Agnes o vivir exclusivamente para la Diosa.
Nosotros lo pasamos mal, cuanto más la pobre Agnes. Artemisa sufrió al estar lejos de ella, pero su estancia en esa isla casi fue un regalo. Nosotros quizás lo veamos un fallo imperdonable y nos costaría perdonarlo, pero el amor es así, y quizás la perdonásemos sin dudarlo al volver a verla. Hemos perdonado errores a nuestra pareja, a nuestros amigos, a nuestra familia...al igual que ellos a nosotros.
Agnes tiene un gran corazón. Es grande, pero no cabe odio o rencor en su interior. Está plena de amor, amor de verdad por Artemisa. Se aman, un amor verdadero, de esos para toda la vida. En ese momento tan complicado, dónde lo fácil habría sido reprocharse todos los errores y pelear, apartaron todo eso, que en realidad no vale para nada y se dejaron llevar por lo que de verdad importa, su amor.
Ha sido bonito recordar este momento en la vida de Artemisa. Una entrada cortita, pero intensa.
Lo que más me gusta de esta entrada es cómo resulta un ejemplo de lo diferentes que son las palabras y los sentimientos, lo que se piensa y lo que se siente. Desde la lógica los hechos de Artemisa deberían haberla separado de Agnes de un modo irremediable, porque lo que hizo fue muy grave, se vea como se vea, es decir, Agnes no debería pasar por alto su comportamiento, y sin embargo su reconciliación es perfectamente creíble; más aún, ni siquiera la palabra reconciliación sirve para calificar lo que pasa entre ellas, porque lo que se ve es que Agnes no está molesta. No es porque no le importe lo que ha pasado, claro que le importa, pero supongo que estando al lado de Artemisa, en ese momento exacto, siente que desea estar con ella, que la ama y nada más, no tiene sentido ajustar cuentas, se trata solo de sentir. Artemisa, en cambio, se ve en el la necesidad de pedir perdón, es como si su cerebro le dijera que ha obrado mal y que lo lógico es disculparse, cuando yo creo que Agnes no lo necesita, no hace falta que lo verbalice. Curiosamente, aunque Artemisa habla de ello, tampoco lo recuerda exactamente, y creo que eso es porque también ella siente que las palabras no eran necesarias ni importantes, lo que cuenta es que finalmente la situación se resuelve entre ellas de un modo que la lógica no puede comprender, pero el corazón sí. Ambas son lo suficientemente sabias como para dar a los sentimientos la oportunidad que necesitan, y así pueden salir de un trance que desde la cabeza no era fácil de solventar.
ResponderEliminarAl comienzo del capítulo son dos, al final ya se han convertido en solo una, con sus problemas, con el dolor de sentir las pérdidas y los daños, pero unidas de un modo inequívoco. Un pasaje muy sensible y lleno de sabiduría.