Quisiera hablarte de muchas cosas. Quisiera compartir contigo muchos
recuerdos que siguen en mi alma en forma de sensaciones. Quisiera poder abrirte
mi corazón de par en par. Quisiera que te asomases a mi alma y descubrieses qué
matices la tiñen y qué emociones la invaden, pero sólo me queda el lenguaje,
sólo me quedan las palabras y la voz de mis gestos y de mis miradas. Una
pequeña parte de mí puede escaparse a través de mis ojos y volar hasta tu alma
para posarse allí para ayudarte a imaginar breve y levemente lo que yo siento y
pienso y a convertir en imágenes esos recuerdos de los que te hablo. Mas,
muchas veces, el lenguaje no puede expresar ni la mitad de lo que llevamos por
dentro porque lo que sentimos no se forma solamente de hechos que pueden expresarse
con palabras, hechos que están enlazados a la parte terrenal de la vida, sino
también de sensaciones y emociones que no tienen nada equivalente en esta
realidad, que, más bien, están unidas a esa fracción de la vida que no tiene
explicación ni tampoco ninguna palabra que la defina con claridad. Sé que, si
me cuesta hablarte de mi infancia y de esos años que preceden al momento de
reencontrarnos en esta vida, no es porque me resulte difícil hallar las
palabras que puedan narrar esos recuerdos, sino porque a mí me parece casi
imposible poder exteriorizar esa parte de mi existencia de la que nunca le
hablé a nadie. Esos recuerdos están vigentes en mi alma sin que nunca hayan
volado libres, sin que nunca hayan conocido el mundo exterior en el que vivimos.
Son recuerdos que siempre moraron en mi alma sin que nadie más los conociese.
Además, cuesta mucho hablar de una vida yendo de minuto en minuto, de año en
año. Lo único que puedo hacer es evocar momentos concretos y hablarte de
algunas experiencias que nunca podré olvidar.
Yo puedo asegurarte que recuerdo mi infancia como una serie muy larga de
días que apenas se distinguen los unos de los otros. El recuerdo de mi infancia
no se compone por distintos momentos separados muy claramente por el paso del
tiempo, sino de una continua experiencia que se divide en horas y en
pensamientos que me marcaron y que me ayudaron a crecer. MI infancia es una
época de color dorado y de olor a lumbre. Es una época de unos años inconcretos
que nunca he sabido contar realmente. Puede que el recuerdo más antiguo que
conservo en mi memoria pertenezca a un momento en el que yo tenía solamente
tres años. Recuerdo que estaba sentada en la hierba de un parque en el que
siempre jugaba, en el que me pasaba las horas leyendo o mirando cómo jugaban
los demás niños. Estaba ojeando un libro muy bonito de hojas muy gruesas en las
que había dibujos preciosos de mariposas, de pajaritos, de árboles, de flores...
Era mi libro preferido. Me gustaba mucho sumergirme en los limpios y brillantes
colores de los dibujos y me fijaba mucho en los trazos que los componían para
aprender a dibujar yo también así.
Era una tarde primaveral en la que el sol brillaba con cuidado. Soplaba, de
vez en cuando, una brisa muy tibia que me hacía sentir protegida. Cuando
soplaba esa brisa, cerraba los ojos y aspiraba las fragancias que traía. Olía a
flores. De hecho, me rodeaba una ingente cantidad de margaritas y de otras
flores cuyo nombre todavía no me conocía. Yo sí conocía muy bien las margaritas
porque la margarita era y siempre fue mi flor preferida, porque la margarita
era la flor que me avisaba de que la primavera ya había llegado. Me encantaba
agacharme y oler profundamente su aroma a vida, a renacimiento.
Esa tarde estaba mirando distraída ese libro, concretamente una hoja en la
que se veía dibujada una preciosa mariposa posada en una flor amarilla, cuando
de repente noté que algo se movía a mi alrededor, muy sutilmente. Entonces alcé
los ojos y vi que una pequeña mariposa de alas vaporosas y de color verdoso se
había posado en una flor que yo tenía enfrente. Me quedé mirándola hipnotizada,
como si los colores de sus alas me hubiesen robado la noción del tiempo. Me
fijé en que su cuerpecito frágil brillaba sutilmente bajo la luz de la tarde.
Entonces me pregunté qué sentiría la mariposa en esos momentos. Fue la
primera vez en mi vida que me pregunté si los animales sentían como nosotros o
si se movían solamente por instinto, solamente guiados por su función en el
mundo y en la vida. Me pregunté si la mariposa había acudido a esa flor porque
le había gustado de entre todas las que había o porque realmente había una
fuerza que la dominaba y le ordenaba lo que tenía que hacer, como me pasaba a
mí con mis padres y con la profesora de la escuela. Yo también tenía que hacer
siempre lo que me ordenaban. Pocas veces podía hacer lo que quería, salvo
cuando me dejaban sola en mi habitación o en el parque. Entonces sí tenía
libertad para leer, para dibujar o para jugar sin que nadie cortase las alas de
mi imaginación y sin que tuviese que estar pendiente de si hacía algo que no
estaba bien. Yo no entendía que, dentro de un juego, hubiese cosas que no
estaban bien. Yo pensaba que, por ser niña, podía hacer cualquier cosa, pero mi
madre siempre estaba muy pendiente de mis juegos, cuando jugaba delante de ella
mientras ella tejía o limpiaba la casa. Me pedía que no dijese ciertas frases o
que no pensase en hadas ni en cualquier otro ser mágico por el que yo sentía
tanta curiosidad y admiración. A mí me encantaban las hadas. Me gustaban tanto
que creía firmemente que existían. Por eso me gustaban también tanto las
mariposas, porque para mí eran lo más parecido a un hada que existía en el
mundo.
Vi cómo la mariposa sacaba su lengua espiral y absorbía el néctar de la
flor en la que se había posado. Creí que la mariposa, en esos momentos, era el
ser más feliz del mundo. Yo todavía no sabía por qué las mariposas acudían a
las flores para absorberles el néctar. Sólo sabía que era algo que hacían
porque así estaba mandado por la naturaleza, pero en esos momentos me imaginé
que el sabor del néctar era el más delicioso que existía y que no había nada
que se pareciese al sabor dulce de ese líquido que la mariposa absorbía con
tanta calma.
Al cabo de unos pequeños instantes, la mariposa se separó de la flor y
voló, voló lejos de mí, no sin antes detenerse un instante en ese preciso lugar
en el que empezaba la luz de la tarde, que en esa tarde llovía con calma y
pausa del cielo, como si no quisiese intimidar a las flores con su presencia.
Lo que más me conmovió fue saber que yo no había inspirado miedo a la mariposa.
La mariposa se había acercado a esa flor sin sentir miedo al verme sentada
junto a ella. Y después había reemprendido el vuelo sin demostrarme que me
temía; al contrario, me miró durante unos efímeros instantes y después se fue.
Me pregunté si se había dado cuenta de que la observaba con tanto interés y
fascinación.
Nunca podré olvidar ese momento. Fue para mí uno de los momentos más
bonitos que vivía en mi vida, hasta entonces, y creo que es el primer momento
realmente hermoso de mi infancia.
Después, sin que me lo esperase, mi padre vino a buscarme y tuve que
regresar a casa todavía pensando en la mariposa y en lo bonito que era que
existiesen flores y mariposas. Yo pensaba que el mundo era bonito porque
existían flores y mariposas, porque había colores, porque el día podía hacerse
tarde y porque, cuando refrescaba, podía entrar en casa y cobijarme junto a la
lumbre mientras todavía sostenía en mis manos ese libro que tanto me hechizaba.
Le conté a mi padre, con mi lengua torpe (a mí me costó mucho aprender a
pronunciar bien las erres), que había visto una mariposa y que me había
parecido muy bonita. Le dije que quería dibujarla y mi padre me pidió que lo
hiciese al llegar a casa. Cuando llegamos, cogí mis lápices de madera y una
libretita que tenía, en la que había comenzado a hacer mis primeros dibujos, y,
sentada junto a la lumbre, empecé a dibujar con tranquilidad y a la vez
precisión la mariposa que había visto posarse en esa flor tan bonita.
MI madre cocinaba una sopa de hortalizas en la cocina y el olor me llegaba
como una manta cálida que me arropaba. Yo apenas me daba cuenta de que el
tiempo pasaba y de que ya habían muerto esos rayos de sol tan bonitos que a mí
tanto me habían amparado. La noche ya dominaba los campos y el pueblo y para mí
solamente existía el calor del fuego y los colores que brotaban de los
movimientos de mi mano al dibujar.
Y así fui creciendo, poco a poco, protegida en esa burbuja de terciopelo y
lumbre que tanto me arropaba. Los meses de verano eran lo más apasionante del
año para mí, ya que no tenía que ir a la escuela. Podía pasarme las horas en el
parque sin sentir que tenía que volver para hacer deberes. Yo era de las que
terminaba de hacer los cuadernos de vacaciones en cuanto éstas empezaban. Era
de las que se desocupaba cuando ni siquiera hacía un mes que habíamos terminado
la escuela. Y por eso podía vivir esos tres meses sin sentir ninguna
obligación.
Cuando mi padre llegaba de trabajar, siempre me buscaba en el parque y
entonces íbamos a pasear juntos por el bosque, donde apenas se acumulaba el
calor. Las sombras que hacían las copas de los árboles estaban hechas de
humedad y fresquito. Y en esos momentos de la tarde el calor parecía una ilusión.
En mi pueblo hacía mucho calor. Mi padre me decía que era habitual que hiciese
tanto calor, pero solamente sufríamos esas altas temperaturas en agosto. El
resto de los meses las noches eran muy frescas, aunque estuviésemos en verano.
Puedo hablarte de muchos momentos de mi infancia. Incluso puedo hablarte de
mi hermana, de esa niña con la que de vez en cuando jugaba en el parque y con
la que mi madre me prohibía estar, pero creo que esos momentos no tienen tanto
peso como los que viví al principio de mi adolescencia, cuando me di cuenta de
que crecía siendo diferente.
Y quiero contártelo a ti porque creo que ambas vivimos momentos parecidos y sentimos emociones semejantes cuando nuestra infancia ya comenzó a devenir en
adolescencia. Yo había sido una niña muy feliz. Creo que la infancia que viví
estuvo llena de amor, de calidez, de dibujos y de lecturas junto a la lumbre,
de comprensión y de aprendizaje... a pesar de que para mi madre yo era una niña
muy distraída que apenas respondía a lo que ella deseaba encontrar en mí; pero
mi madre me demostraba que me quería cuando por la mañana me despertaba con un
beso, cuando me preparaba el desayuno y cuando me despedía con otro beso y me
deseaba que me fuese bien en la escuela. MI madre solamente me demostró que la
había decepcionado cuando crecí, cuando pude desarrollar mi personalidad y
cuando se dio cuenta de que yo era mucho más distinta de lo que jamás pudo
haberse imaginado. Incluso creo que mi madre podía ver en mí la persona en la
que acabaría convirtiéndome. Yo creo que detectaba en mis ojos mis creencias
paganas. Yo creo que ella siempre supo que yo era pagana y eso la asustaba a la
vez que la decepcionaba.
Muchas veces, me pregunto cómo habría sido nuestra vida si tú y yo nos
hubiésemos conocido mucho antes, cuando ni siquiera la vida nos hubiese golpeado
tanto el alma. Me he imaginado cómo habría sido nuestra vida si nos hubiésemos
conocido siendo niñas y sé que, aunque tú hubieses sido siempre mayor que yo,
habríamos podido entendernos muy bien. Incluso pienso que tú me habrías
protegido y yo te habría entregado un cariño muy inocente que nadie más habría
sabido darte; pero de lo que no dudo es que, si te hubiese conocido teniendo yo
quince años y tú veinte, me habría enamorado profundamente de ti, habría
encontrado en ti el motivo por el cual tiene sentido creer en nuestra Diosa. Ya
sabes que yo creía en la Diosa sin saber que se llamaba así y, al enterarme de
que tú también creías en Ella, yo la habría encontrado en ti. Te imagino tan
hermosa siempre, tan altamente poderosa, tan imponente y a la vez dulce, tierna
y cariñosa, como lo es la gente de tu tierra.
No te rías de mí, Agnes, cuando leas esto. Muchas veces me he imaginado que
yo, teniendo siete u ocho años, veraneaba con mis padres precisamente en tu
aldea. Me imagino que tu madre y la mía son primas, por inventarme algún
vínculo, y que todos los veranos íbamos a Ourense, a tu aldea, a pasar esos
meses tan asfixiantes de calor. Entonces yo me reencontraba contigo año tras
año e intentaba seguirte y pasarme las horas contigo, pero tú siempre te
escondías de mí, hasta que por fin, cuando te dabas cuenta de que podía
entenderte, me tomabas de la mano y me llevabas a tu bosque querido y me
enseñabas a amar tus árboles, me mostrabas los rincones que más te gustaban y
más te acogían... Y que vivíamos el resto del año deseando que llegase por fin
el verano. Me imagino que nos escribíamos cartas en las que nos contábamos
cosas banales sobre la escuela, sobre los libros que nos gustaba leer... Y no
te enfades conmigo, pero en esas ensoñaciones tú te expresas siempre en un
castellano muy torpe lleno de galleguismos porque, claro, no tienes práctica
hablando castellano, ya que en la escuela no te hablan mi lengua y tampoco
tienes interés en aprenderla, pero por mí te esfuerzas e intentas hablarme en
castellano, sin conseguirlo realmente, lo cual a mí me hace siempre mucha
gracia. No puedo evitar corregirte y, siempre que lo hago, te quedas mirándome interesada
y a la vez demostrándome con tus ojos negros y grandes que te preguntas para
qué quieres saber cómo se dice en mi lengua si nunca vas a tener que usarla, o
eso es lo que tú quieres creer.
Y me imagino también que, cuando va faltando poco para que llegue el
verano, no dejo de preguntarles a mis padres cuándo vamos a ir a Galicia, y
para mí Galicia eres tú, tú eres Galicia, porque yo no sé imaginármela sin ti,
es decir, no puedo pensar en Galicia sin vincularla contigo. Lo que ahora me
ocurre, me habría ocurrido en esa imaginada infancia.
Me imagino también la primera vez que llegase a tu aldea; cuánto me habrían
fascinado los bosques que la rodean, cuánto me habría extrañado y conmovido que
existiese gente que hablaba otro idioma que, aunque se pareciese un poco al
mío, era muy distinto y melódico, y también cuánta curiosidad habría sentido al
saber que en ese lugar en el que yo pasaba solamente un mes vivían personas
todo el año, soportando los crudos y blancos inviernos, viviendo siempre allí,
los trescientos sesenta y cinco días del año, hiciese frío, calor, lloviese...
Yo vivía en un pueblo muy pequeño, es cierto, pero tu aldea me habría
impresionado mucho porque sería mucho más pequeña que mi pueblo, en el que
vivíamos al menos doscientas personas, cuando en tu aldea solamente viviríais
cincuenta como mucho... Y a mí todo eso me habría despertado una fascinación y
una curiosidad insoportables.
Me imagino bajando del coche y siguiendo a mis padres a través de las
calles arenosas e inclinadas de tu aldea hasta llegar a la casa que le
perteneciese a mi madre, que sería muy pequeñita, con una planta sólo, con una
gran y antigua cocina, con un pozo cerca... y yo habría observado con mucho
interés cada rincón de ese hogar, pero sobre todo me habría fijado en el
entorno, en los cercanos árboles, en el misterioso bosque que protegía aquel pequeño
lugar del mundo. Les habría pedido permiso a mis padres para recorrer la aldea
y para acercarme al bosque y me imagino que me lo habrían concedido con la
condición de que no me alejase mucho y de que estuviese allí cuando las
campanadas de la iglesia tocasen las siete de la tarde.
Sería verano, por lo que al sol le quedaría todavía mucho brillo por lanzar
a la tierra, y yo me imagino que las hojas de los árboles resplandecerían bajo
la intensa luz de la tarde. Habría caminado con curiosidad e interés por las
calles de la aldea hasta acabar en la linde del bosque. Me habría introducido
en esa naturaleza sintiendo que el alma se me encogía y me habría fijado en los
altos y poderosos árboles que la poblaban. Me habría detenido miles de veces
para escuchar el rumor del agua del río y para detectar qué animales podía oír.
Y entonces te veía por primera vez, caminando decidida entre los árboles,
resplandeciendo tu piel bajo la luz intensa de la tarde, pero también uniéndose
el color negro de tus largos cabellos a los oscuros troncos de los árboles. Te
habría seguido sin dudarlo. TE imagino llevando un vestido de verano de color
azul oscuro y unos zuecos de madera con tiras de cuero, atadas a los tobillos.
Te imagino caminando sin saber que alguien te observa. Yo solamente tenía siete
años y tú... tú ya estabas en la adolescencia, creciendo con tu singular
carácter, con ese amor a la soledad y a la naturaleza.
Te sigo sin dudarlo rogando que no te des cuenta de que alguien va tras de
ti. Te observo pidiendo que no sientas mi mirada, que no te apercibas de que
tienes tan cerca a alguien a quien has fascinado sin saberlo; pero de repente,
cuando estás a punto de llegar a la orilla del río, te detienes y te volteas
intuyendo que alguien te mira. Y me descubres entre los árboles, observándote
como si tú fueses una de esas hadas en las que yo tan cariñosamente creí
siempre.
Me imagino que te preguntas quién soy yo y por qué nunca me has visto. Te
imagino pensando que no soy de la aldea y preguntándote qué hago ahí, pero no
me dices nada. Solamente me miras, interesada y desconfiada, de arriba abajo,
fijándote en mi forma de vestir, en mi vestido azul y rosa, en mis sandalias
blancas, en mi pelo rizado y largo, en mis ojos marrones... Aunque ambas seamos
de aldea, sientes que entre tú y yo hay mucha distancia, como si yo fuese una
niña de la ciudad. Piensas que parezco de ciudad, que no soy de allí y que no
quieres que nadie vague por tus tierras porque tienes miedo a que alguien pueda
apartarte de esos bosques que quieres tanto; pero enseguida te das cuenta de
que te miro con cariño y de que en mis ojos no hay ni la menor sombra de
amenaza ni peligro; pero te quedas con la idea de que soy de ciudad porque mi
forma de vestir no es la propia de alguien de aldea y contrasta mucho con la
tuya, que es tosca y elegante, pero demuestra mucho que es de alguien de aldea.
En cambio, te fijas en que yo llevo unas sandalias muy bonitas como para que
las lleve alguien que esté acostumbrado a caminar por la naturaleza.
Eres alta y muy delgada, lo cual a mí me fascina, porque yo siempre creí
que las hadas del bosque eran tan altas y delgadas como tú. Además, me
intranquilizan un poco tus ojos grandes y tan negros, que me miran como si
quisiesen oír la voz de mi alma; pero al mismo tiempo tu mirada me protege. Sé
que a tu lado no va a ocurrirme nada malo.
Entonces me atrevo a hablarte. Me acerco a ti y te digo hola y te pregunto
si puedo estar contigo. Te aseguro que no te molestaré, que solamente quiero
estar en el bosque sin estar sola. Y entonces te sobresaltas porque lo último
que te esperabas era que no hablase tu lengua y que ni siquiera tuviese el
acento de tu tierra. No sabes qué decirme. Nunca has tenido que hablar en
castellano porque toda la gente que te rodea habla tu lengua y, aunque en la
escuela te han dado algunas nociones de esa lengua, sabes que no puedes
utilizarla con fluidez y te da vergüenza que yo no te entienda. Al mismo tiempo
piensas que hay palabras que son iguales en ambas lenguas, pero no tienes muy
claro cuáles son. Yo vuelvo a pedirte si puedo estar contigo y entonces
solamente afirmas con la cabeza y sigues andando, sin decirme nada. Yo pienso
que eres muy tímida, que eres en exceso tímida, y no entiendo por qué no sabes
hablar mi lengua. Es cierto que yo sabía que no hablaban allí la misma lengua
que yo, pero también pensaba que todas las personas del mundo sabían hablar
cualquier lengua. Ése es uno de los pensamientos más potentes de mi infancia y
es lo que más me decepcionó descubrir en el mundo cuando apenas tenía siete
años. Tú me demostraste que lo que yo pensaba era imposible.
Entonces sigues andando preguntándote qué puedes decirme, cómo podemos
entendernos, porque, aunque no me conozcas, tampoco quieres hacerme el vacío
porque sientes que soy muy educada y no quieres que piense que las chicas de
aldea son unas brutas. Sí, sé que piensas todo eso mientras andas con decisión
entre los árboles sabiendo que te sigo, que te seguiría al fin del mundo.
El río sigue cantando a nuestro lado, casi quedo. De repente a mí se me
ocurre preguntarte por qué el río no suena casi, por qué el agua apenas hace
ruido al pasar entre las piedras. Te detienes y vuelves a mirarme con
curiosidad y con inquietud. Te inquieta no saber contestarme en mi lengua. Lo
único que dices es: “O Miño é así, silencioso”, y sigues andando. Yo me quedo
pensando en lo del Miño, que es silencioso. Y de repente te giras otra vez y me
dices: “hai unha cantiga que di: río Miño, río Miño, pasa caladiño, non
espertes ao meu meniño”, y me preguntas: o entendes? Yo te digo que sí, que
ma´s o menos, y me explicas en tu lengua que esa cantiga es de una historia que
cuenta que la virgen María paseaba por estas tierras con su niño en brazos y
que el ruido del agua al pasar lo despertaba y entonces ella le pidió al río
que pasase calladiño para que el niño no se despertase.
Entonces me sonríes y dices: “ista terra está chea de lendas”, y seguidamente
me preguntas: de onde es ti? Yo me hago un lío en ese momento con el verbo es y
creo que estás preguntándome por alguien distinto a mí. Tú te das cuenta y me
preguntas: de onde vés? Entonces sí te entiendo y te digo que soy de un pueblo
de León y que he venido a veranear aquí con mis padres, que tu madre y la mía
son primas lejanas. Noto que te esfuerzas mucho por entenderme. Abres los ojos
y te quedas pensativa. Yo estoy convencida de que me preguntarías por cualquier
palabra que no entendieses, pero no me dices nada. Agachas los ojos y sigues
andando, aunque enseguida me preguntas si vendré todos los veranos y yo te digo
que sí, que a mí me encantaría porque este lugar es muy bonito, te digo, y me
gusta mucho más que mi casa. Y entonces me sonríes.
Y entonces me dices que vas a llevarme a un sitio que me gustará mucho,
pero me pides que no se lo diga a nadie, que a nadie le hable de ese rincón del
bosque porque no quieres que nadie sepa que existe. Y yo te prometo que no se
lo diré a nadie. Mágicamente, cada vez nos entendemos mejor, aunque tú hables
tu lengua y yo la mía, pero nos entendemos porque ambas nos hemos dado cuenta
de que formamos parte del mismo mundo; ambas adoramos la naturaleza y
preferimos pasarnos las horas vagando por el bosque antes que estar con otra
persona que no pueda entendernos. Y eso para ti pesa mucho más que ser de
distintos lugares y que hablemos diferentes idiomas.
Me llevas a ese valle tan bonito en el que las hojas caídas, las raíces
salidas y los troncos de los árboles crean una muralla que nos protege de
cualquier mirada, incluso de la del aire, y te sientas allí, en la hierba
adornada con cachitos de troncos y de hojas, y me pides que lo haga a tu lado y
entonces me hablas de que tú eres muy feliz allí y que no necesitas nada más
para serlo. Yo te escucho con muchísima atención y placer. Me hablas de que
dentro de poco serán las fiestas de agosto y entonces vendrá un “gaiteiro” a
tocar canciones preciosas y que resonarán los tambores, la zanfoña y la gaita
en una melodía muy poderosa que llega a todos los rincones del bosque, y me
dices que podemos bailar y bailar sin que nadie nos detenga, que podemos reír y
ser felices sin pensar en nada más, mientras los demás comen, beben y ríen
también, celebrando la vida, celebrando que podemos ser libres en este mundo
tan sólo por esas tardes brillantes que para ti son lo más bonito y vivo del
año, y sonríes con tanta luz, te brillan tanto los ojos al decirme eso... y a
mí se me contagia ese amor que tú sientes por las fiestas de tu tierra. me
cuentas que la excusa de esa fiesta es una romería en la que casi nadie piensa
y me revelas, bajando la voz, que hacen esa romería para que el cura os permita
celebrar esa fiesta que, según me explicas, tiene orígenes muy lejanos y que
proviene de cuando ni siquiera había curas en tu tierra. Me cuentas que esa
fiesta celebra que se puede recoger la cosecha de maíz y la abundancia dorada
que os da la siega. Me dices que tu pueblo aún conserva esas costumbres con las
que la Iglesia ha intentado acabar sin éxito y te ríes de un modo muy gracioso
porque te hace mucha gracia que se quiera acabar con costumbres tan antiguas. A
mí me sorprende muchísimo que sepas tanto. Yo nunca había conocido a nadie que
supiese tanto como tú. TE considero alguien muy sabio, posiblemente la persona
más sabia que he conocido en mi vida, pero no me atrevo a decírtelo, aunque de
repente sé que intuyes lo que pienso y te quedas mirándome fijamente. Enseguida
me pides que no le diga a nadie que te he hablado de todo eso, que son cosas
que no todo el mundo puede saber, y yo entonces sé con mucha certeza y me
convenzo totalmente de que eres alguien muy especial que está muy vinculado a
su tierra y que a la vez no forma parte de este mundo. Esos pensamientos me
asustan un poco y me hacen sentir pequeña, pero tú apenas me demuestras que soy
menos por no conocer tanto sobre tu tierra.
Y puedo hablarte de esa fiesta que a ti tanto te fascina, aunque me
aseguras varias veces que todas las fiestas de tu tierra son así, tan alegres.
Esa tarde en la que oigo por primera vez la gaita, los tambores y la zanfoña me
parece que nunca había visto ni conocido algo tan bonito. Me gusta ver cómo tus
ojos brillan y cómo sonríes al oír la gaita. Al empezar cada canción, me dices
el título de la muiñeira que suena y te ríes mientras me tomas de las manos y
me enseñas a bailarla. Yo soy torpe y no sigo tus movimientos ni tus pasos, me
tropiezo de repente y me equivoco todo el tiempo, pero no dejamos de reírnos.
Incluso mi torpeza nos hace reír más y más y más hasta que al final ambas
acabamos cogiéndonos de las manos y empezamos a saltar y a bailar como nos sale
del alma, sin seguir nada, aunque tú no dejas de bailar tal como lo haría
alguien de tu tierra, con esa precisión y esa alegría que parece contenida y
que en realidad solamente está dosificada para que no se termine tan pronto la
energía que la impulsa. Me dices que hay una muiñeira que te gusta mucho y que
es típica de un lugar de Lugo que se llama Chantada y de repente empiezan a
sonar esas notas que desvelan su llegada y ríes eufóricamente mientras te
brillan cada vez más los ojos. Los cierras porque de repente se te han llenado
de lágrimas y me aprietas las manos con mucha fuerza y emoción. Me dices que
esa muiñeira te recuerda mucho a tu avoíña y yo te pregunto qué es avoíña, pero
no me contestas. Me dices que es avoa y yo deduzco que es abuela. Yo no tenía
ya abuelita, pero te entendía perfectamente.
Y ese momento tan cargado de felicidad y a la vez emoción nos arrastra, nos
llena el alma, la música nos guía, nos hace felices, nos separa del resto de
instantes de nuestra vida, y solamente bailamos mientras la luz de la tarde nos
envuelve y llegan a nosotras los olores del bosque.
Yo habría comenzado a quererte sin esfuerzo porque enseguida me habría dado
cuenta de que eras una persona única, de que valías mucho y de que eras muy
especial. Te habría querido muchísimo enseguida porque habría descubierto sin
esfuerzo todas las virtudes que tienes y que siempre has tenido, porque me
habría costado muy poco entenderte. Enseguida me habría dado cuenta de que eras
solitaria y muy inteligente y que no te gustaba relacionarte con los demás y
que conmigo hacías una excepción porque nos parecíamos mucho. Te habría querido
con toda sinceridad porque habría descubierto enseguida cuán grande era tu
alma, cuánto amor tenías en tu corazón y cuán sola estabas, a pesar de que
amases la soledad. Me habría percatado al instante de que no te gustaba estar
con nadie porque nadie podía entenderte como necesitabas y por eso no me habría
separado de ti, porque yo sí podría entenderte, porque yo no te juzgaría e
incluso te habría ayudado a confesarme que eras distinta. Me habrías contado
que tienes facultades especiales, que puedes presentir la muerte de tus seres
queridos y que supiste que tu abuelo y tu abuela iban a morir mucho antes de
que lo hiciesen y que nadie te había creído. Me habrías confesado que no te
gusta ir a la iglesia y que tienes un alma muy poderosa que es capaz de
detectar los sentimientos de los demás. Yo no me habría asustado al descubrir
que eras una meiga, figura que tanto se temía en esos lugares y contra la que
la gente deseaba protegerse tanto, al contrario, me habría fascinado que lo
fueses.
Habrían sido los veranos más bonitos de mi vida si los hubiese vivido;
pero, no, mis veranos eran largos, aunque llenos de mucha inspiración, hasta
que me hice mujer, Agnes... de lo que te hablaré más adelante.
Eres especialista en crear entradas muy originales, sorprendentes y diferentes. Esta me ha sorprendido mucho, por muchas razones. Creas un mundo, unos personajes con sentimientos e ilusiones, y dentro de ese mundo, creas otro mundo imaginado por uno de ellos. Es fascinante. Haces realidad un sueño, una ilusión que nos haces vivir con la misma intensidad de siempre, pero sabiendo que es algo que no es verdad, aunque en realidad nada es real, hacernos vivir algo que piensa un personaje y pensar "pero es solamente una ilusión, no es verdad" y que creamos que el personaje y su realidad existe, es genial. Es una sensación maravillosa.
ResponderEliminarTodo lo que Artemisa imagina es genial, muy bonito. Dicho sea de paso, vuelves a demostrar tu amor por Galicia una vez más y ensalzas su belleza y lo mucho que te gusta y deseas vivir allí. Está claro que esa ilusión es también tuya, tiene mucho de ti. Es curioso, yo he pensado muchísimas veces esto mismo con Inma. Cuantas veces he imaginado que habría pasado si hubiésemos vivido en la misma ciudad, siendo amigos desde pequeños. Estoy seguro que habríamos sido uña y carne, pues somos iguales, tenemos las mismas inquietudes y hemos crecido sin perder la magia, como tú. Por eso, puedo comprender muy bien lo que siente Artemisa con este sueño tan especial. La vida no nos regalas según que cosas, pero tenemos la suerte que conforme vamos viviendo, podemos encontrar personas maravillosas como Artemisa con Agnes o yo con Inma. La vida da muchas vueltas y nunca sabemos que cosas nos puede deparar el destino. Siempre hay que mirar al frente con ilusión, nunca perder la esperanza.
Estoy con Artemisa, la infancia son momentos, recuerdos, olores...no es algo ordenado que puedas explicar con fechas concretas. Puedo recordarme barriendo junto a la yaya en la acera de la calle y dos niños burlándose de mi, la yaya contándome cuentos por las noches, jugando con mis juguetes en la terraza, merendando viendo Espinete, las cenas familiares junto a la lumbre...pero todo está desordenado.
Me gusta mucho la parte de la mariposa, es muy mágica. Me da un poco de rabia que su madre no le permitiese jugar a Hadas y cosas así. Menos mal que ella nunca perdió la magia.
Tu forma de escribir tiene algo único, y es que sabes transmitir todas las emociones y sentidos. Los olores, de una flor, de una comida o de la lumbre, las transmites con unas palabras que consigues que los podamos oler. Es algo único, muy tuyo, y me encanta.
Una entrada muy mágica, yo creo que más de lo habitual. Una lectura fascinante, Ntoch.
Coincido con Dani en que Artemisa tiene mucha magia, una luminosa y cálida que se contrapone en cierto modo a la de Agnes, pero que no por eso es menos maravillosa.
ResponderEliminarLa primera parte del capítulo es la historia de la mariposa, sin duda es uno de los pasajes más bonito e inspirados que has escrito nunca; la verdad es que no es justo que diga solo eso, lo que en realidad quiero decir es que es uno de los pasajes más inspirados que he leído nunca. Y lo continúas incrustando ese momento, casi onírico, en el mundo cotidiano de esa Artemisa pequeñita que tan encantadora resulta, con sus lapiceros de colores dibujando lo que ha visto, protegida y resguardada entre los fogones de su madre, mientras prepara ese caldo de hortalizas que casi se puede oler.
A esa infancia que entonces parecía tan inconmovible le falta, desde la perspectiva de la Artemisa adulta, solo algo para haber resultado perfecta: haber conocido a Agnes. Es verdad que las dos tenían muchísimo en común, lo más importante es que ambas ven las cosas desde un punto de vista que va más allá de la superficie, y que podrían posiblemente haber sido amigas inseparables, pero aunque es muy bonito hacer especulaciones, también podría haber pasado que nunca hubieran llegado a tener una convivencia adulta, ¡nunca lo vamos a saber con certeza!
De lo que no cabe duda es de que Artemisa sí ha pensado muchísimo en todo eso, me asombra cómo llega a planear con tanto detalle lo que podría haber pasado entre ambas, los malentendidos y pequeñas dificultades con el gallego son encantadoras, la verdad es que de rebote y supongo que sin proponértelo la lectura de este capítulo me deja con las ganas de volver a Galicia y mirar con ojos más abiertos todo, desde el paisaje hasta la comida y la gente, porque siempre hablas de Galicia como de algo positivo y vivo, por supuesto mágico, pero también al alcance de la mano, nos abres un paraíso, nos lo descubres, y la próxima vez que vaya no va a ser igual, fíjate que estando allí ya sabes que me acordaba siempre de ti (y entonces no te relacionaba con Galicia como ahora), pero en adelante ya tú y esta lectura estaréis presentes en esa tierra.
Esos veranos que Artemisa imagina como posibles recuerdos ¿realmente no han existido? Me quedo con esa duda, para ella son tan relevantes que de algún modo les ha dado existencia, aunque sea simplemente con su profundo deseo. Con esa reflexión me quedo: el deseo humano, la imaginación, idear y ansiar las cosas ¿no es algo que nos caracteriza? Es la fuente de todo lo bueno y todo lo malo, los avances, los crímenes, el sacrificio, el abuso... creo que todos se originan igual. Qué extraños somos. Y cuánto me hace sentir esa muchacha que escribe su diario para sí misma y tal vez Agnes, pero que gracias a ti conocemos y es casi como una amiga más. Hermoso relato, hermosa lectura.