3
El
aprendizaje
Gaya se convirtió en una apreciada maestra para Mila. Además de
transmitirle muchos conocimientos místicos y espirituales, le enseñó a
distinguir las plantas que crecían en aquellas preciosas tierras. Le mostró sus
propiedades, la advirtió de que algunas podían llegar a ser venenosas y también
la adoctrinó acerca de cómo usarlas en diferentes casos. Aquellas lecciones
duraron más de un año, puesto que cada estación tenía sus características y
todas daban plantas distintas a las que podía sacárseles un provecho infinito;
aunque Gaya le advirtió de que nunca debía cerrar las puertas del conocimiento,
pues la sabiduría era algo que jamás se alcanzaba plenamente y la naturaleza
siempre sería un misterio inquebrantable.
Así pues, el tiempo se volvió otro maestro para Mila. Cada nuevo día era
una lección distinta llena de sabiduría y detalles importantes que Mila
memorizaba con placer e interés. Aquel período también la ayudó a descubrir
quién era, a conocerse plenamente y a conectar con la naturaleza como nunca lo
había hecho antes. Gracias a Gaya, aprendió a vivir a merced de los cambios de
estación, a diferenciar cada solsticio y cada equinoccio, a comprender a la
Madre en cada fase de la Luna y a encontrarla en cada piedra, en cada hoja, en
cada tallo de hierba, en cada amanecer, en cada noche, en el sonido del viento,
en el murmullo del agua, en la dureza de la tierra y en el aliento ígneo del
fuego.
—
Antes de conocer nuestras festividades, que son
uno de los aspectos más importantes de nuestra religión, debes aceptar que la
divinidad es dual, es decir, es femenina y masculina, y que de la relación que
existe entre los dos, entre el Sol y la Tierra, nace el cambio de las estaciones,
dependen muchos factores naturales. El Dios y la Diosa son consortes, pero
también madre e hijo, pues Ella lo alumbra en Yule; el solsticio de invierno. El
Dios se halla en el sol, en los bosques más inhóspitos, en los animales
salvajes... La Diosa está en todas partes, también: en la luna, el mar, la
tierra, los ríos, los árboles... Nosotros los amamos a los dos como parte del
alma de la naturaleza.
—
Sí, lo entiendo.
—
Nuestro calendario se rige precisamente por la
relación entre el Dios y la Diosa. Tenemos veintiuna festividades anuales; ocho
Sabbats y trece Esbats. Los Sabbats son celebraciones relacionadas con las
estaciones, y los Esbats, con la Luna llena —le explicó Gaya con paciencia—.
Para nosotros es muy importante cada solsticio, cada equinoccio y cada plenilunio.
Además, el año finaliza el treinta y uno de octubre, cuando festejamos Samhain,
y empieza el uno de noviembre.
—
¿Y en qué consisten esos ocho Sabbats? —le
preguntó Mila muy interesada.
—
Todos tienen sus orígenes en las religiones más
antiguas, en aquella época en la que las personas que vivían de lo que la
naturaleza podía ofrecerles tenían que conocer plenamente el transcurso de los
meses y el cambio de las estaciones. Nuestros Sabbats son: Samhain, Yule, Imbolc,
Ostara, Beltane, Litha, Lughnasadh, Mabon y de nuevo Samhain. Samhain se
celebra la noche del treinta y uno de octubre. El Dios ha muerto, la oscuridad
ha llegado y se difumina el velo que separa el mundo de la muerte y el de la
vida. Es un tiempo en el que es posible comunicarse con nuestros ancestros y
también para recordarlos. —Tras una pausa meditabunda, la sacerdotisa
prosiguió—: Yule es el solsticio de invierno y, como cada año la fecha de los
solsticios cambia, lo celebramos entre el veinte y el veintitrés de diciembre.
Creo que tú cumples años precisamente el veintidós de diciembre, así que te
resultará sencillo acordarte de este Sabbat.
—
Sí, así es —sonrió Mila con mucha luz.
—
El Dios nace en el solsticio de invierno.
Festejamos su advenimiento y también la llegada de la luz, pues, a partir de
Yule, los días se vuelven más largos. Después viene Imbolc. Lo celebramos el
dos de febrero. La primavera se halla cerca y bendecimos las semillas. Además,
la Diosa, tras haber alumbrado al Dios, se convierte en doncella para recibirlo
en Beltane; pero antes tenemos Ostara; el equinoccio de primavera. Celebramos
el renacer de la naturaleza. Los campos se llenan de vida, también nuestra alma
recibe esas bendiciones hermosas que la Diosa envía a la tierra. Conmemoramos la
fertilidad creciente de la naturaleza. El Dios y la Diosa se enamoran y por
doquier podemos detectar la fuerza de la renovación de la vida.
—
Qué bonito —susurró Mila sobrecogida.
—
Después tenemos Beltane, celebrado el uno de
mayo. La Diosa y el Dios al fin se unen. Se respira fertilidad por todas
partes. Encendemos hogueras sagradas en la noche en representación de la luz de
la vida. Es una festividad que ha ido cambiando con el paso del tiempo, pero ya
te hablaré de eso en otro momento —resolvió tras un largo silencio—. Tras
Beltane, llega el solsticio de verano, llamado Litha. También lo festejamos
durante tres días: entre el veinte y el veintitrés de junio. Es una festividad
preciosa. No hay oscuridad en la noche, las hogueras danzan al son de nuestros
cantos, el Dios se vuelve más fuerte y se percibe vigor en todos los rincones
del bosque. Hay paz y muchísima alegría en nuestra alma y es una noche muy
propicia para lanzar hechizos mágicos y para conectar con quienes se marcharon,
pero esta vez con felicidad y no con tristeza como en Samhain.
—
En realidad son fiestas que siempre he celebrado
de otra manera —observó Mila pensativa.
—
Es evidente. Hace muchos años, se adaptaron
nuestras festividades al calendario de otras religiones para que la gente
pudiese seguir celebrándolas creyendo en... pero no nos desviemos del tema.
—
Sí, perdón.
—
Después de Litha llega Lughnasadh. Es un Sabbat
muy hermoso, pero también algo triste, pues, además de celebrar la primera cosecha,
también se conmemora el debilitamiento del Dios. Los días ya no son tan largos
y se acerca el equinoccio de otoño; celebrado en Mabon, entre el veinte y el veintitrés
de septiembre. Mabon es un Sabbat precioso también. Ya hemos recolectado lo
cultivado, el Dios se halla cada vez más pronto a abandonar este mundo y la
Diosa llora la proximidad de su muerte. Después, de nuevo, llega Samhain. ¿Lo
has entendido bien?
—
Sí, por supuesto que sí —le contestó ilusionada.
Además, Gaya también le enseñó a interpretar escrituras ancestrales, le
mostró el camino para llegar al alma de la Diosa y poder extraer de su silente
expresión todo lo que necesitaba conocer acerca de su propio destino y el de
las personas que formaban su vida. Le desveló cómo podía comunicarse con la
Diosa con plenitud en cada ritual, la instó a explorar los dones con los que la
Madre la había obsequiado y a desarrollarlos nítidamente.
Mila siempre había sido una mujer muy intuitiva; pero, hasta que Gaya la
ayudó a prestarle una atención verdadera a aquel sentido tan útil, no supo
escuchar con exactitud ni comprensión sus propios sentimientos y pensamientos.
Gaya la convenció de que era posible que sus habilidades mágicas la definiesen
y la convirtiesen en alguien muy especial que incluso podía asistir
anímicamente a quienes se hallaban perdidos en su vida.
Le enseñó a interpretar los mensajes de los arcanos, a leer el aura de la
persona que tenía delante, a hundirse plenamente en los silencios que le
dedicaban y extraer de aquella falta de palabras sonoras el significado de cada
momento... Podía ver más allá de cada instante, de cualquier mirada o de
cualquier recuerdo. Sabía introducirse en el alma de quienes la miraban y podía
desvelarles así los detalles que ellos quisiesen conocer sobre su hado.
Gracias a Gaya, a Mila comenzaron a acudir personas que necesitaban
conversar con alguien que poseyese esas habilidades especiales. Mila recibía a
aquellas personas en la casa de Gaya. Lentamente, se convirtió en una mujer muy
sabia a la que muchos acudían para consultarle acerca de su vida. Además,
preparaba medicamentos para quienes deseaban confiar en la Madre Tierra para
curarse en lugar de recurrir a métodos artificiales. Muchas personas se
volvieron fieles a sus ideas y a sus dones.
Gaya siempre estuvo a su lado, asistiéndola cuando se sentía
desorientada, ayudándola en todo lo que necesitaba e incluso aconsejándole
cuando sus pensamientos se enredaban en una maraña de sensaciones confusas.
Cuando transcurrieron dos semanas del inicio de su aprendizaje, Mila supo
que debía encontrar su verdadero nombre. Buscó entre las estrellas el modo de
descubrirlo y encontró, en la inspiración de la Madre, la forma en que éste
sonaría. En su mente resonaban todos esos nombres con los que se había apelado
a la Diosa a lo largo de la Historia. Siempre había adorado estudiar los
distintos panteones místicos de los que quedaban nociones. Muchas formas de la
Diosa la habían atraído irrevocablemente, pero sobre todo lo habían hecho aquellas
diosas que habían vivido sumidas en la soledad más protectora.
Permaneció cavilando acerca de cuál debía ser el nombre que la definiría
a partir de entonces. Sentía que debía encontrarlo cuanto antes, pues no podía
concentrarse plenamente sabiendo que la forma en que los demás la apelaban
todavía era Mila.
De repente, una noche de plenilunio en la que la luna brillaba con una
fuerza esplendente, mientras observaba el titilar de las estrellas y el viento
mecía con mucha suavidad sus negros, rizados y largos cabellos, le pareció que
la Diosa le comunicaba su verdadero nombre a través de las voces que susurraban
en aquellas horas oscuras y mágicas.
Artemisa: su nombre era Artemisa. No dudó ni un momento de que aquélla
era la forma en que su existencia debía sonar. Artemisa se identificaba tanto
con su manera de ser, de pensar y de sentir que se preguntó cómo era posible
que la Diosa no se lo hubiese revelado antes. Fue el nombre que la Diosa le
entregó a través de las estrellas, del viento, de la inmensa y plateada luna
llena que presidía aquella noche, del musitar del agua, del silencio y de la
oscuridad. Artemisa era su verdadero nombre; el que la definía desde mucho
antes de que ella naciese. Para la Diosa ella siempre había sido Artemisa; un
nombre que destilaba fortaleza, valentía y sabiduría; que se relacionaba con la
diosa griega de los animales, de los bosques, de la luna, de la noche, de la
castidad. Estaba segura de que lo llevaba escrito en el alma, en el destino,
incluso en su reflejo o en su sombra.
Artemisa no sentía que hubiese adoptado un nuevo nombre. Le parecía que,
en realidad, lo había recuperado y que éste llevaba aguardando el momento en
que al fin ella lo rescatase del silencio desde hacía muchísimas vidas. Desde
que su existencia empezó a relacionarse nítida y profundamente con aquel
nombre, Artemisa notó que le costaba muchísimo menos sonreír y captar el brillo
de la vida en cada instante. Incluso tenía la sensación de que se había
reencontrado con una parte de sí misma que hasta entonces había permanecido
dormida. Era como si hubiese renacido, como si los años previos a esa noche en
la que empezó de veras su verdadero camino se hubiese mantenido flotando en el
olvido, en una nada intangible que sin embargo se formaba de detalles mundanos.
Notaba que su alma había cambiado, que incluso le resultaba menos
complicado desarrollar sus dones y aprovecharse plenamente de ellos. Gaya
percibió el cambio que se había operado en la vida y en la forma de ser de
Artemisa y se alegraba de veras de que al fin aquella mujer tan dulce y mágica
se hubiese reencontrado con su verdadera identidad.
Aunque fuesen muchas las personas que acudían a Artemisa para consultarle
todo aquello que para ellas era un misterio, Artemisa sólo se relacionó
profundamente con Gaya durante aquel tiempo. Gaya le había ofrecido la
oportunidad de presentarles a más miembros del aquelarre del cual ella era su
suprema sacerdotisa, pero Artemisa había rehusado aquella proposición alegando
que prefería encontrarse por primera vez con aquellas personas cuando realmente
hubiese finalizado su período de iniciación.
—
Podría presentarte al supremo sacerdote del
aquelarre y a más mujeres que se iniciaron hace ya muchos años para que no te
sientas tan sola —le ofreció Gaya en infinidad de ocasiones.
—
No —le negaba Artemisa con educación.
—
¿Por qué quieres esperar tanto?
—
Porque me sentiré intimidada ante ellos si nos
encontramos antes de que concluya mi aprendizaje. Son mucho más sabios que yo
y, hasta que me inicie, no me creo con el derecho de introducirme en sus vidas.
—
No me opondré a la decisión que has tomado, pero
me gustaría que supieses que no hay nada de malo en que conozcas a algunas de
las mujeres que se convertirán en tus hermanas. Al supremo sacerdote puedes
verlo por primera vez la noche de tu iniciación. Eso sí creo que es lo más
conveniente.
—
Soy consciente de que es sólo la Diosa quien
puede propiciar ese encuentro.
Y la Diosa, de hecho, fue quien lo provocó. Cuando apenas quedaba un mes
para que se cumpliese un año y un día del momento en que Gaya se había
convertido en su maestra, Artemisa conoció, casi accidentalmente, a tres de las
mujeres que formaban parte del aquelarre. Sus nombres eran Agnes, Neftis y
Penélope.
Artemisa experimentó una inmensa vergüenza cuando las vio aparecer por el
camino que conducía a la casa de Gaya. Ninguna de las tres sabía que Artemisa
se hallaba allí y tampoco lamentaron haber llegado en ese preciso momento.
No obstante, en especial Neftis y Penélope intentaron que Artemisa se
sintiese cómoda entre ellas. Artemisa enseguida se percató de que eran muy
sabias, pacientes y mágicas. Sobre todo pudo sumergirse con plenitud en la
mirada de Neftis y de Penélope. Agnes le pareció muy inaccesible y, además, la
primera vez que la una se hundió en los ojos de la otra, Artemisa notó que
Agnes la analizaba profundamente, como si pudiese intuir los sentimientos que
le anegaban el alma. La apariencia de Agnes la intimidó en exceso, pero no pudo
saber por qué experimentaba aquellas emociones tan extrañas. Agnes era alta,
delgada y muy bella. Tenía los cabellos negros, lisos y largos y unos ojos
nocturnos que parecían el reflejo de la noche.
Trató, en varias ocasiones, de iniciar alguna conversación con ella o de
introducirla a través de sus palabras en las que mantenía con Neftis, Gaya y
Penélope; pero parecía como si a Agnes no le interesase lo que pudiese ocurrir
a su alrededor. Artemisa intuyó que estaba inmensamente hundida en sí misma y
que costaría muchísimo conocerla plenamente. Apenas les dirigió la palabra y se
mantuvo rezagada y distraída mientras las cuatro mujeres hablaban cada vez con
más calma y seguridad.
No le costó empezar a apreciar a Neftis y a Penélope, pues las dos la
trataron con una dulzura muy hermosa, como si siempre hubiesen sido hijas de
una misma madre. Artemisa notó que Neftis la observaba de una forma especial
con la que nadie la había mirado antes. Podía afirmar sin equivocarse que tanto
Neftis como Penélope tenían una mirada transparente que desvelaba que las dos
eran bondadosas, sinceras y comprensivas.
En cambio, apenas pudo intuir la forma de ser de Agnes y los sentimientos
que se escondían tras esa mirada tan profunda y expresiva; la cual, sin
embargo, susurraba de un modo que Artemisa no sabía interpretar. Además, la
miró muy pocas veces y no se atrevió a intercambiar con ella más de dos frases.
Parecía como si su presencia la intimidase; algo que a Artemisa le costaba
comprender, pues Agnes era imponente y muy hermosa y creía que su aspecto debía
ofrecerle esa seguridad de la que parecía carecer.
Sin embargo, apenas les otorgó importancia a esos detalles. Prefirió
prestarle atención a la hermosa unión que de repente nació entre ella y Neftis,
con quien conectó al instante, pues eran muy parecidas en el modo de pensar y
de sentir. Neftis era sensible y muy ingenua. Además, Neftis también incitaba a
Artemisa a que liberase toda la magia que se encerraba en su alma y de ese modo
ella logró aprender mucho más rápido todos los pasos de los rituales que
formaban parte de las celebraciones de aquel aquelarre.
A partir de la mañana en la que se habían conocido, Neftis y Artemisa
comenzaron a compartir muchísimos momentos, cada vez más hermosos. La vida le
parecía más brillante y hermosa a Artemisa gracias a la amistad que había
nacido entre ella y Neftis. Era la primera amiga verdadera que tenía en su
vida. Gaya y ella también habían intimado mucho, pero Artemisa la quería más
como a una madre o una maestra amada que como a una íntima amiga.
Neftis la visitaba prácticamente todos los días, le desveló muchos
conocimientos preciosos y útiles y la animaba cuando Artemisa se desalentaba
por creer que no era capaz de adoptar esa sabiduría que a todas les embellecía
el alma.
Fue Neftis quien le reveló los detalles más importantes que definían la
apariencia y el significado del aquelarre al cual estaba a punto de pertenecer.
Lo hizo una mañana mientras caminaban por el bosque que ya se había convertido
en el hogar más precioso y protector que Artemisa jamás había tenido y también
en otro maestro para ella. Con solemnidad y confianza, Neftis le confesó:
—
Sé que Gaya no te ha revelado todavía el nombre
de nuestro aquelarre. Se llama El fuego de Hécate.
—
Hécate —sonrió Artemisa satisfecha—. Sé que
Hécate es la diosa de la magia, de la hechicería y de la luna y también la
reina de las almas fenecidas; pero ¿por qué se llama precisamente así?
—
Fue Gaya quien lo escogió. Hécate siempre se ha
comunicado con nosotras a través del fuego. Hécate puede crear y destruir, como
ese ígneo elemento que tanto apreciamos. Además, es posible sentirla en las
llamas de las velas, en las hogueras sagradas... Nos caracteriza el fuego a
todas porque el fuego es a la vez la creación y la destrucción. Del fuego
proviene tanto la luz como el calor que alumbran una vida y también en el fuego
se encuentra la muerte, pues sus llamas pueden derretir cualquier ápice de
vida. Estamos seguras de que Gaya llevó el nombre del aquelarre grabado en el
alma y de que éste se le comunicó a través del fuego. Algún día, Gaya tiene que
hablarte sobre su vida. Es apasionante y muy interesante, pero lo hará cuando
note que la confianza que deposita en ti es infinita.
Neftis, como Gaya, hablaba de una forma más bien enigmática, usando
palabras que a Artemisa la sobrecogían mucho. Gaya se refería siempre a la
naturaleza como la Madre y Neftis hablaba de Hécate como si en verdad fuese un
miembro de su familia. Artemisa no tardó en interiorizar esos sentimientos y
esos vínculos que para todas eran tan reales. Nunca se había sentido tan
protegida como desde ese momento en el que adoptó como su madre a la Diosa a la
que todas rendían culto. Era muy sencillo quererla si se les prestaba atención
a los detalles que la rodeaban y que formaban su entorno, si se aprendían los
secretos de las plantas y de los árboles, si se sabía interpretar el lenguaje
del fuego, del agua y del viento y si se sabía leer en la tierra el destino de
los elementos y de las vidas. Era muy fácil adorar a aquella diosa que había materializado
en los bosques, las montañas, mares y ríos todo el esplendor de su mística
alma. Cuando anochecía, la admiración que Artemisa sentía hacia ese ser supremo
que es nuestra madre se acrecía, sobre todo cuando perdía los ojos por la
inmensidad del Universo y adivinaba que el número de estrellas titilantes que
quedaba ante ella era infinito o cuando fijaba la mirada en la plateada
luminiscencia de la luna; la que se esparcía libre por los bosques, cubriendo
de luz las montañas. Estaba cada vez más enamorada de aquel lugar que sentía ya
como su hogar, de la vida que había comenzado para ella desde el momento que
había conocido a Gaya y sobre todo de la interminable cantidad de conocimiento
que estaba llegando a ella gracias a esa mujer sabia que la trataba como si
fuese su hija. Artemisa nunca había notado un amor tan grande. Pensaba,
continuamente, que nunca la habían querido así, tan honda, sincera,
incondicional y tiernamente. No podía evitar emocionarse siempre que miraba
hacia las montañas y adivinaba el matiz dorado del atardecer rodeada por las
personas que formaban su vida de un modo tan sencillo y franco.
Es sorprendente este capítulo, que introduce todo el sistema de creencias de Mila, ahora ya Artemisa. Me parece muy interesante el giro, al tiempo que se introducen nuevos personajes, y singularmente el de Agnes... impresionante.
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