martes, 8 de noviembre de 2016

EL FUEGO DE HÉCATE: CAPÍTULO 13. CAMINOS PERDIDOS


13

 

Caminos perdidos

 

Transcurrieron los días con pereza, lentitud y parsimonia, como si la misma naturaleza se hubiese cansado de vivir. La primavera se profundizaba, convirtiéndose en el preludio de un verano fresco y seco. La luz y el calor del sol apenas torturaron el corazón de quienes habitaban en aquellos lares, aunque los días eran brillantes, intensos y largos.

A Artemisa le costaba mucho encontrar razones para sonreír. Cada nuevo día era para ella una montaña que escalar, un profundo abismo que sortear. La extraña enfermedad que la atacaba parecía intensificarse a medida que la primavera avanzaba hasta convertirse en un verano más. Gaya trataba de animarla, tanto física como anímicamente, proporcionándole todo tipo de hierbas que pudiesen devolverle la energía que Artemisa había perdido tan injustamente, conversando también con ella para intentar provocarle esas sonrisas luminosas que a Gaya tanto le gustaban; pero Artemisa se había sumido en una apatía tan honda que parecía imposible extraerla de esas brumas que la habían rodeado tan irrevocablemente.

Artemisa no volvió a asistir a ninguno de los rituales que siguieron celebrándose en El fuego de Hécate. Gaya era quien le proporcionaba nociones sobre cómo habían sido. Le hablaba sobre todos los detalles que habían compuesto la apariencia de aquellas celebraciones, le refería las peticiones que todos le habían dedicado a la Diosa, le revelaba qué canciones se habían tocado y bailado... pero Gaya tenía la sensación de que Artemisa había perdido el interés por la Diosa y por todo lo que pudiese relacionarse con Ella. Sin embargo, lo que Gaya no podía intuir era que Artemisa no se había distanciado en absoluto de la Diosa. Permanecía dialogando silenciosamente con Ella prácticamente todo el día. Cuando perdía la mirada por el paisaje que rodeaba la morada de Gaya, alababa la grandeza de la Diosa. Captaba la presencia de aquella bondadosa divinidad en cada árbol, en el color del cielo, en los aromas que anegaban el bosque y el jardín de la suprema sacerdotisa.

Pasaba largas horas caminando por aquel cuidado y denso jardín. No se atrevía a internarse en el bosque que había formado parte de su hogar. Temía encontrarse de súbito con Agnes o con su misteriosa y sobrecogedora serpiente. Además, cada camino le recordaba a la hermosa cabaña que había perdido; la que había sido la morada más preciosa y acogedora que jamás la había protegido. Creía que nunca más podría encontrar una casa en la que se sintiese tan libre.

Y así fue transcurriendo el tiempo. Pese a todos los esfuerzos que Gaya realizaba para deshacer la inmensa tristeza que se había apoderado del alma de Artemisa, no consiguió que su amada hija adoptiva volviese a sonreír. A Artemisa se le había quebrado el alma y Gaya no conocía la forma de recomponérsela. Además, desde aquella noche en la que le había desvelado que creía que Gilbert y ella ansiaban que Agnes luchasen contra sus diferencias únicamente por el bien del aquelarre, Artemisa no había vuelto a mirarla con el amor con el que siempre impregnaba sus ojos cuando se hallaban juntas. Aquella realidad le destrozaba el corazón, pero era incapaz de preguntarle a Artemisa por qué se comportaba de ese modo con ella, qué tenía que hacer para recuperar el cariño y la confianza con los que siempre la había tratado.

Lo único que Artemisa podía hacer era agradecerle a Gaya todos los días que le permitiese vivir en su hogar. La tomaba de las manos y se las presionaba mientras le comunicaba que nunca podría devolverle todo lo que estaba haciendo por ella y que le gustaría compensarla de alguna manera cuando se encontrase realmente bien.

Artemisa creía que el verano le devolvería la salud que había perdido de aquella manera tan insólita e incomprensible, pero ocurrió lo contrario de lo que esperaba. Incluso Gaya había confiado en que, cuando llegase el otoño, Artemisa se encontraría totalmente restablecida, pero no fue así. Artemisa parecía cada vez más demacrada. Apenas podía comer y el poco alimento sólido que ingería lo vomitaba. Lo único que su cuerpo no expulsaba eran esas hierbas que le proporcionaban algo de energía y fuerzas.

Pocos fueron los que la visitaron durante aquel tiempo. Neftis no soportaba ver a Artemisa tan enferma. Se sentía impotente cuando la miraba y la percibía tan pálida y delgada. Esa impotencia y esa tristeza que le anegaban el alma cuando se hallaba cerca de Artemisa eran las que, en realidad, la distanciaron de la mujer más importante de su vida. Gilbert era el único que la acompañaba en aquellas largas tardes estivales. Gilbert trató, con ahínco e incluso desesperación, extraer del alma de Artemisa las razones que la impulsaban a comportarse tan fríamente con Gaya, quien se desvivía intensamente por ella; pero Artemisa se había vuelto tan hermética como una noche tormentosa. Además, pocos temas le interesaban. No consentía que pronunciasen el nombre de Agnes y tampoco deseaba dialogar acerca de la Diosa. Prefería permanecer en silencio, sumida en una quietud anímica que, sin embargo, no era sino el preludio de un destructivo huracán. Nadie podía intuir lo mal que se encontraba, ni siquiera aunque se hundiesen en sus nocturnos ojos; los que para todos habían perdido ese brillo sereno que tanto la caracterizaba.

Al fin, el verano se deshizo en el empiece de un otoño húmedo, lluvioso y melancólico cuyas frías temperaturas desvanecieron rápidamente los pocos ápices de calor que el estío había dejado caer por el bosque. Septiembre llegó, llegaron las tormentas, y en el alma de Artemisa se produjo un cambio irreversible.

Un día se despertó notando que había llegado el momento de enfrentarse a esa realidad de la que había permanecido huyendo durante tantos meses. La apatía que experimentaba no se había desvanecido, ni siquiera un ápice, pero le invadía el alma una ineludible necesidad de desprenderse de la cobardía que le había impedido actuar. Aún tenía el corazón anegado en ese rencor ilógico que le profesaba a Gaya, con quien no había mantenido una conversación profunda desde hacía muchísimos meses, a quien, sin embargo, estaba completamente agradecida. No obstante, sus extraños sentimientos le impedían confesarle a la suprema sacerdotisa lo que en verdad pensaba sobre ella. Confiaba en que llegaría un día en el que aquellas inquietantes emociones desaparecerían y le devolverían las ganas de vivir. Por el momento, debía moverse con cautela por la senda de su existencia.

La noche anterior a aquel importante día, Gaya había tratado de convencerla de que debía impedir que aquella honda negatividad siguiese devorando su entrañable personalidad. Gaya le había dirigido palabras que la habían sobrecogido profundamente, pero no había permitido que éstas mutasen la tristeza que le anegaba toda el alma. De forma inesperada, Artemisa se había revelado contra Gaya, pidiéndole con desesperación que la dejase en paz, que no siguiese tratando de cambiarla, suplicándole que no la presionase más y que le permitiese renacer a su ritmo. Ante aquellos ruegos tan gélidos y punzantes, Gaya había sido incapaz de seguir hablando.

Aquel día amaneció gris y triste como el alma de Artemisa. Eran las diez de la mañana y el sol todavía no se había atrevido a desvanecer todas las sombras de la noche. Aún se acumulaban entre los árboles algunas penumbras que se negaban a desvanecerse. Artemisa notaba, desde la protección de aquel lecho tan cómodo, que el cielo se hallaba totalmente invadido por unas nubes espesas que, dentro de muy poco, se desharían en una lluvia intensa que humedecería los bosques. No le apetecía comprobar qué colores teñían aquellas horas matinales porque se encontraba muy agotada tanto física como anímicamente, físicamente porque todavía le duraba ese malestar que la había debilitado tanto y anímicamente porque aún tenía el corazón anegado en desolación y frustración.

Gaya no se atrevía a llamar a la puerta de la habitación de Artemisa por si aún dormía. Sabía que Artemisa necesitaba descansar mucho y no quería interrumpir sus horas de sueño; pero, cuando se apercibió de que habían pasado ya cuatro horas desde que había amanecido y que Artemisa no había dado señales de vida, subió al segundo piso y golpeó muy suavemente la puerta de su alcoba.

Artemisa oyó perfectamente cómo Gaya llamaba con tanto primor a la puerta de su dormitorio, pero no contestó a aquel reclamo, sino que permaneció en silencio, sintiendo que tenía el cuerpo lleno de desgana. La debilidad emanada de la enfermedad y de la tristeza le impedía actuar y pensar con claridad. Gaya, sin embargo, no interpretó aquel silencio como una señal de que Artemisa todavía dormía, sino como lo que en realidad era: una falta absoluta de ganas de interactuar con el mundo y con los habitantes que lo poblaban. Así pues, entró con lentitud a la habitación y suspiró de alivio cuando reparó en que Artemisa tenía los ojos abiertos. No obstante, de su mirada no se desprendía ni el menor ápice de energía, al contrario, parecía una mirada vacía; la mirada de alguien a quien le quedan muy pocos instantes de vida.

     Artemisa, cariño, sé que puedes oírme —le dijo mientras se sentaba en el borde de la cama y le deslizaba una mano por sus negrísimos y rizados cabellos—. ¿Cómo te encuentras? —Artemisa no contestó. Carecía por completo de las fuerzas para hablar—. No tienes buen aspecto. Voy a prepararte algo de comer y una infusión con distintas hierbas que te ayudarán a recuperar el aliento. Espérame aquí.

Todos los días, se repetía la misma escena; pero Gaya también sentía que aquel día era distinto a los demás, por eso tal vez le dedicó aquella orden totalmente innecesaria, innecesaria porque hacía mucho tiempo que Artemisa carecía por completo del ímpetu suficiente para salir de aquella habitación y para expresar sus sentimientos; pero quizá Gaya hubiese intuido que, pese a lo débil que se encontraba, Artemisa aquella vez sí tendría energías para levantarse. Tal vez, al fin aquella triste situación comenzaría a cambiar.

No le gustaba verla así. Había llegado el momento de ser realistas, de actuar, de enfrentarse a la verdad; algo que a Gaya también le había costado hacer durante todo aquel tiempo. No había sido capaz de reconocer las causas de la enfermedad de Artemisa. Había creído que su amor y las hierbas con las que la trataba la curarían, pero aquella mañana aceptó que nada de lo que ella pudiese hacer por Artemisa podía devolverle su apreciada salud.

Deseaba que todo cambiase y había llegado el momento de intentarlo con las pocas fuerzas que le quedaban en el alma. Aunque a todos les resultase incomprensible, Gaya también estaba sumida en una tristeza que le impedía actuar con premeditación y razón. Aquella tristeza no tenía otro origen que el alma de Artemisa; un alma a la que estaba irrevocablemente conectada. Artemisa estaba en peligro. Debía afrontar aquella realidad de una vez por todas. Era plenamente consciente de que aquella enfermedad que la atacaba era responsabilidad de Agnes. Aquella mujer tan rencorosa y envidiosa estaba arrebatándole su energía y su ímpetu anímico a través de rituales nocivos que muy pocas personas sabían hacer, pero Agnes parecía muy ducha en aquella materia. En más de una ocasión, le había comentado a Gaya que se había vengado de mucha gente que la había despreciado y maltratado con una crueldad infinita apoderándose de su energía vital hasta que perdían incluso la vida. En muchísimas ocasiones, Gaya le había advertido de que desear hacer daño a alguien enviándole energía negativa a través de esa magia tan oscura podía provocarle incluso la muerte, pues el mal que ella deseaba infligir se le devolvería multiplicado por tres; pero, aunque Agnes supiese que Gaya tenía razón, a veces su frustración, su sufrimiento y su dolor eran muchísimo más potentes que aquella premisa tan esencial.

Sin embargo, a Gaya le costaba mucho aceptar que Agnes estuviese realizando rituales oscuros a través de los que le enviaba a Artemisa aquella enfermedad tan grave que estaba absorbiendo toda su vida. No la creía capaz de comportarse de ese modo tan triste y, a la vez, una vocecita en su interior la instaba a desconfiar de aquella mujer tan misteriosa y extraña que nunca había podido conocer bien.

Artemisa tenía la mente nublada. No sabía si soñaba o vivía en la vigilia. Le parecía haber oído la voz de Gaya después de unos golpes sutiles dados en la puerta de su alcoba, pero no sabía si aquellos detalles habían formado parte de un sueño o si pertenecían a la realidad más innegable. Fuese como fuere, lo cierto era que no le importaba en absoluto lo que pudiese ocurrir a su alrededor. La apatía que sentía hacia la vida le impedía interesarse por nada.

Gaya regresó a los pocos minutos portando una bandeja en la que había depositado una taza que contenía un líquido marrón del que se desprendía un exquisito aroma a hierbas y un plato con diferentes pedazos de frutas del tiempo. Artemisa no reaccionó cuando aquellos olores invadieron su habitación (rara vez reaccionaba positivamente ante la comida), así que Gaya se sentó a su lado y, tomándola de los hombros con mucha delicadeza, la ayudó a incorporarse mientras le decía:

     Sé que tienes muy poca energía, pero tienes que hacer un esfuerzo por beberte esta tisana que te ayudará a estar bien. —Artemisa no contestó verbalmente, pero Gaya detectó que la mirada se le llenaba de alivio—. Toma, cariño, come estos pedazos de kiwi y estas uvas tan ricas. Ya verás cómo te sientes mucho mejor.

Artemisa se esforzó mucho por ingerir todas aquellas frutas que Gaya le entregaba con tanta condescendencia y se bebió lentamente la infusión que supuestamente la ayudaría a recuperar la salud. Cuando terminó de desayunar, ciertamente, notó que se sentía mucho mejor. Tenía la mente menos nublada y era capaz de pensar con un poco más de claridad. Su memoria quería evocar los momentos que había vivido desde que había llegado al hogar de Gaya, pero su razón luchaba contra aquellas intenciones con ahínco y perseverancia. No obstante, aunque aquellos recuerdos no le hubiesen invadido el alma, podía notar la tristeza que éstos le provocaban; aunque se mantuvo fuerte. Necesitaba ignorar sus sentimientos para poder realizar todo lo que anhelaba hacer aquel día.

     Iré a hablar con Agnes —le confesó de pronto a Gaya, quien se sobresaltó profundamente al oír aquellas palabras y sobre todo el tono con el que Artemisa las había pronunciado—. Creo que ha llegado el momento de que converse con ella.

     ¿Estás segura, Artemisa, cariño? —le preguntó Gaya inquieta. Artemisa asintió con decisión—. ¿Quieres que te acompañe?

     No. Quiero enfrentarme a esto yo sola. Ya es hora de que reaccione. Estoy agotada de que Agnes haga con mi alma y mi vida lo que le venga en gana.

Sin esperar a que Gaya la aconsejase sobre cómo debía actuar, Artemisa salió de la cama y empezó a vestirse con cuidado. Aún se encontraba débil y cada movimiento le suponía un leve mareo. Gaya la observaba con culpabilidad y temor, pero no podía pedirle que no respondiese a sus deseos, pues se le había petrificado en la garganta un nudo que contenía las ganas de llorar más infinitamente intensas y devastadoras. Hacía mucho tiempo que esperaba detectar ese rayo de fortaleza en los ojos de Artemisa, que anhelaba que ella se enfrentase a su destino y que fuese fuerte. Aquél era el primer paso que debía dar para destruir al fin su triste situación, para superar la enfermedad que tan vilmente la atacaba y contra la cual nadie se había sentido capaz de luchar. Incluso Gaya se había planteado la posibilidad de llevar a Artemisa a algún médico que la tratase con medicinas químicas. En esos momentos, Gaya se preguntaba si ella era la única culpable de la desdicha de Artemisa. No había sabido curarla y aquél era el fracaso más lamentable de su existencia. No tenía motivos para rogarle a Artemisa que siguiese confiando en ella. Hasta dudaba de si debía continuar siendo la suprema sacerdotisa del aquelarre; mas era consciente de que aquellos pensamientos tan desalentadores eran fruto del hondo desánimo que la embargaba desde hacía mucho tiempo, también. Sin embargo, tenía la esperanza de que aquel presente tan hiriente comenzase a cambiar justo aquella mañana.

Artemisa se dirigió hacia el cuarto de baño para peinarse y lavarse los dientes. Gaya continuaba sentada en su cama cuando ella se asomó de nuevo a la habitación y le dedicó una mirada anegada en preguntas sin respuesta. Gaya luchaba continuamente contra las potentes ganas de llorar que se habían apoderado de ella. No quería que Artemisa acudiese sola al hogar de Agnes, pero al mismo tiempo ansiaba con desesperación que se marchase cuanto antes para poder desahogar todo ese llanto que se le aferraba con tanta fuerza al alma.

     Nos vemos después.

     Cuídate mucho, por favor —le pidió con un hilo de voz casi inaudible. Artemisa no le contestó—. Artemisa, por favor, espera un momento.

Mas Artemisa ya se hallaba bajando las escaleras que la separaban del primer piso de la casa de Gaya. No le contestó ni tampoco se detuvo cuando oyó la desesperada petición de la sacerdotisa.

Gaya no necesitaba formularle ninguna pregunta. Sabía que Artemisa le guardaba una especie de rencor incomprensible y una injusta desconfianza que le herían bestialmente en el corazón. Cuando oyó que se cerraba la puerta de su morada, comenzó a llorar con una profundidad y una desesperación que le hacían temblar brutalmente. Tuvo la tentación de correr en pos de Artemisa, pero estaba tan triste que se creía incapaz de realizar cualquier movimiento.

¿Por qué se sentía así? ¿Qué la impulsaba a llorar con tanta pena y miedo? ¿Por qué estaba tan triste desde hacía tanto tiempo? ¿Qué le ocurría, en realidad? Lo cierto era que no sabía qué le había producido exactamente esos sentimientos, pero no le costaba reconocer que todo lo que pudiese hacerle llorar había brotado de la energía que se desprendía de la mirada y de la voz de Artemisa. No era necesario que Artemisa se lo confesase. Gaya sabía acertadamente que el amor filial que Artemisa le había profesado siempre se había turbado e incluso quebrado como si de una rama fenecida y seca se tratase. Tal vez Artemisa se sintiese traicionada por Gilbert y Gaya; algo con lo que ni ella ni Gilbert habían contado en ningún momento. Lo único que habían deseado era ayudarla, sobre todo porque la querían, la querían como si fuese esa hija que nunca tuvieron ni tendrían.

Todos sus recuerdos dolorosos cayeron sobre ella como si de una lluvia de injusticia y tristeza se tratase. Gaya apenas podía respirar y había perdido la noción de su alrededor y de su propio cuerpo. Rememoraba todas esas veces que la Madre la había obsequiado con una nueva vida y cómo, siempre dos meses después, esa nueva vida que crecía en su interior se desvanecía, convertida en coágulos de sangre que se perdían en la inmensidad de los ríos. Gaya siempre había deseado ser madre, y nunca lo había conseguido, ya fuese porque no estaba en su destino o porque la Diosa no quería que se sintiese madre de una criatura nacida de sus entrañas, sino de todas esas personas que acudían al aquelarre buscando la tibia protección que el mundo jamás les había ofrecido.

Se había conformado con aquella certeza y de ese modo había querido a todas las mujeres que habían formado parte del aquelarre desde que Gilbert y ella lo fundasen hacía ya más de treinta años, aproximadamente. Lo cierto era que se había perdido en el tiempo. Le costaba mucho concretar las fechas más importantes de su vida, también recordar ciertos detalles del día a día y se desorientaba cuando caminaba por el bosque que tan bien se había conocido, pero era incapaz de confesarle a nadie lo que estaba ocurriéndole. Tal vez fuese su avanzada edad o todos esos sacrificios físicos que había tenido que hacer para poder construirse su vida lo que estuviese arrebatándole la nitidez de su mente; pero, si ese era su destino, nunca lucharía contra él. Lo aceptaría porque provenía de los designios de la Diosa.

No obstante, lo que se negaba a aceptar era que Artemisa sintiese hacia ella ese rencor y esa desconfianza tan hirientes. Decidió que hablaría con ella con una franqueza jamás utilizada antes. No le importaba si aquello era lo último que realizaba en su vida. Se esforzaría por conservar intacto ese puro amor de madre e hija con el que la Diosa las había unido.

 

2 comentarios:

  1. Es un capítulo muy triste. En primer lugar por la enfermedad de Artemisa, que está sin fuerzas para nada, y lo peor, desconectada del mundo que le rodea "ignorando" el sufrimiento de una de las personas que más le quiere, Gaya. La pobre Gaya...hay varias cosas que me han impactado y entristecido. Que sufra tanto por la frialdad de Artemisa hacia ella es normal, la quiere como a una hija y le duele no solo que sea fría, también que esté enferma. Luego eso de que nunca haya podido tener hijos...es triste. Aunque es cierto que tiene hijas adoptivas que la adoran, es una pena que no haya podido tener nunca hijos propios. Por otra parte, que se olvide de las cosas. Eso puede ser el inicio de una posible enfermedad...espero que no...otro capítulo en el que Gaya sale muy mal parada, me da pena.

    Por otra parte, miedo me da que Artemisa haya ido a hablar con Agnes.Si ha sido capaz de infligirle tanto dolor y hacerle enfermar de esa forma, no me puedo ni imaginar lo que será capaz de hacerle en persona...aunque a lo mejor su estilo es más atacar desde la oscuridad, no dar la cara y usar la magia. Aunque eso sea así, temo por Artemisa. Lo bueno, es que a salido de ese estado catatónico en el que estaba y ahora se enfrenta a ella con decisión, y afrontar los problemas siempre es bueno. ¡¡¡Deseando leer el próximo capítulo!!!

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  2. Se dice que si no se tiene cuidado los efectos de la magia que deseamos en otros finalmente regresan a nosotros y nos golpean (lo de tres veces más fuerte es nuevo para mí); si así es en este caso Agnes está jugando con fuego... si es que es ella, como parece, la responsable de la enfermedad anímica de Artemisa, pero ¿por qué tanta inquina? Me interesa especialmente del capítulo la compleja relación entre Gaya y Artemisa, donde el agradecimiento y el amor sincero no excluyen la desconfianza e incluso alguna forma larvada de odio, como nos pasa tantas veces con seres queridísimos que no obstante en ocasiones les daríamos un coscorrón y nos enrabietan. Y sorprende mucho que Artemisa, en su estado actual de debilidad, se vaya a atrever a enfrentarse con Agnes, aunque también a veces me río yo de la debilidad, muchas veces esos seres presuntamente débiles son los indestructibles, y los a priori fuertes de deshacen frente a ellos. Supongo que en el siguiente capítulo lo vamos a saber... ¡qué emoción!

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