17
Perdones
inolvidables
Poco a poco, el
tiempo fue devolviéndole a Artemisa aquella luz que la locura de Agnes le había
arrebatado. Gaya y Gilbert la cuidaron como si en realidad fuesen sus padres;
los únicos padres que ella había tenido, y se preocuparon de entregarle todo lo
que necesitaba para recuperarse.
Su curación fue lenta, dura e intensa, pero, al cabo de tres meses, Artemisa fue capaz de levantarse
sin necesitar ayuda y pudo caminar lentamente entre los árboles, respirando el
aire de la mañana sintiéndose tiernamente sola. Se encontraba muy débil, pero
esperanzada. Haber creído que jamás recuperaría la movilidad de su cuerpo la
había sumido en una profunda depresión de la que creían todos que nunca saldría
(una depresión que no era sino la continuación de aquélla que ya la atacaba
desde que había perdido su hogar en un incendio). Incluso había intentado
quitarse la vida en más de una ocasión. Había llegado a envenenar su propia
comida cuando creía que nadie la miraba; pero Gaya siempre descubría sus
intenciones, sobre todo cuando captaba en ella los síntomas de una
intoxicación. Artemisa tenía a su lado la mejor protectora; alguien que habría
dado años de su vida para salvarla, para alargar su destino. Desde la primera
vez que Artemisa había tratado de envenenarse a sí misma, Gaya había estado muy
pendiente de lo que comía, de cómo se preparaba sus platos...
Gaya y Gilbert
oían que, muchas veces, Artemisa le rogaba a la Diosa que la arrancase de ese
mundo en el que ella nunca había querido vivir y que la llevase lejos de esa
vida que tan triste le parecía. Las noches de luna llena se asomaba a la
ventana de su alcoba sin pedirle a nadie que la ayudase a acomodarse en la
silla en la que se sentaba y después volvía a su lecho arrastrándose sin
importarle que el suelo estuviese frío. Poco a poco, había recobrado la
capacidad de mover los brazos y, cuando pudo andar al fin, el alma se le llenó
de alivio e ilusión.
No obstante, no
podía desprenderse por completo del terror que la había dominado durante tanto
tiempo desde que le había ocurrido aquella mala experiencia en casa de Agnes.
Agnes y Némesis aparecían en todos sus sueños, convirtiéndolos por lo tanto en
pesadillas horribles, y casi todas las noches se despertaba gritando y llorando
desesperadamente. Agnes la atacaba con su ferocidad mientras Némesis le mordía
en varias partes de su cuerpo. Gaya era quien la extraía de aquellos malditos
sueños.
Artemisa no
solamente necesitaba aprender a caminar de nuevo, sino también tenía que
recuperar la forma de su cuerpo y el saludable aspecto que siempre la había
caracterizado. Se había quedado muy delgada y demacrada tras esos meses de puro
sufrimiento. Estaba pálida y exangüe.
Sin embargo,
nunca se había sentido sola. Gaya y Gilbert siempre habían estado muy
pendientes de ella y todos los días Neftis iba a visitarla, permaneciendo a su
lado casi toda la tarde y una pequeña parte de la noche. Cenaban juntas (aunque
Artemisa apenas comía) y conversaban sobre temas que la ayudaban a distraerse
un poco y olvidarse de vez en cuando de sus dolencias.
Nadie creía que
Agnes hubiese sido capaz de hacerle tanto daño. Agnes era respetada por todos
los miembros del aquelarre, pero, cuando cometió aquel infame error, aquel
respeto que le profesaban se convirtió en rabia e indiferencia. Nadie deseaba
verla e incluso algunos creían que lo mejor sería llevarla a un hospital para
que la tratasen. Aunque Gilbert se esforzase mucho por guardar en secreto el
estado anímico de Agnes, la mayoría de los que formaban El fuego de Hécate se
enteraron de cuál era la enfermedad mental que la atacaba. Al conocer su
situación, muchos la rechazaron, pero otros (especialmente las mujeres más
maduras) se acercaron a ella con la intención de ayudarla. No obstante, todos
(incluidos Gaya y Gilbert) creían que Agnes era peligrosa (tanto para los demás
como para sí misma) y que no era conveniente que viviese fuera de un control
médico; pero también pensaban que, si encerraban a Agnes, ella se marchitaría y
se perdería en una locura de la que sería muy difícil que pudiese escapar. Si
la abandonaban en un lugar tan artificial y enfermizo, estarían colaborando en
su muerte.
—
Lleva viviendo contigo más de tres meses, y todavía no
se ha recuperado —le comunicó Gaya a Gilbert una mañana fría y tersa—. Artemisa
no se atreve a caminar sola durante mucho tiempo por miedo a encontrársela.
Cree verla en cualquier rincón, entre los árboles e incluso tiene la sensación
de que la observa desde las nubes. También teme hallarse de repente con
Némesis. Cualquier sonido que oye lo identifica con ese animal maldito. Creo
que hemos sido nosotros quienes hemos propiciado esta situación, Gilbert. Yo no
era tan consciente del estado mental de Agnes, pero pensaba que nunca llegaría
hasta este extremo. Confiaba en ella, la quería... y ha estado a punto de matar
a la mujer que más he amado a lo largo de toda mi vida.
La voz de Gaya
sonaba trémula, propensa a quebrarse en cualquier momento. Gilbert se percató
de que tenía los ojos cerrados con fuerza, como si quisiese evitar que de ellos
se le desprendiesen esas lágrimas que ella deseaba contener en su interior;
pero todo su rostro lloraba sin que ella sollozase, sin que sus mejillas
estuviesen húmedas.
—
Sé que no es tu intención, pero, cada vez que hablas
de esa manera, me haces sentir culpable —le confesó Gilbert con una voz
susurrante.
—
Somos mayores, Gilbert, pero cometemos errores
horribles. Creo que lo mejor sería llevar a Agnes a un psiquiatra para que la
visitase... No podemos mantenerla apartada del mundo por más tiempo o acabará
volviéndose completamente loca.
—
Dime, Gaya, ¿cuánto hace que no hablas con ella?
—
No puedo mirarla a los ojos —contestó de forma
evasiva—. Siento que no la hemos cuidado bien, que está así por culpa nuestra.
Ni siquiera le permitimos asistir a los pocos rituales que todavía realizamos.
Ni tan sólo me apetece seguir celebrándolos. La ausencia de Artemisa, además,
le resta valor a todo, a todo, y no soy capaz de cantar, ni de bailar ni de
dirigirme a la Diosa si Artemisa no está entre nosotros en los momentos
místicos, en el bosque sagrado.
Gaya había arrancado
a llorar débilmente, pero Gilbert conocía sus sentimientos y sabía que en breve
ese llanto que parecía frágil se convertiría en una desesperación punzante, así
que se levantó de donde estaba sentado y se situó a su lado para consolarla
acariciándole los cabellos.
—
Creo que todo se nos ha ido de las manos.
—
¿A qué te refieres? Sé que no hablas solamente por
Agnes y Artemisa.
—
No, efectivamente —confirmó Gilbert suspirando—. Me
refiero a vivir solos, tan apartados de la humanidad, a mantener en secreto la
existencia de nuestro aquelarre, a actuar por nuestra cuenta, a creernos
médicos capaces de curar cualquier dolencia. No somos tan poderosos como
pensamos, Gaya.
—
No estoy de
acuerdo contigo. Artemisa se ha recuperado gracias a nuestra ayuda.
—
Pero no podemos
curar a Agnes.
—
¿Tú eres consciente de que, si se conoce la existencia
de nuestro aquelarre, nos separarán a todos e incluso puede que corramos
riesgos legales?
—
No estamos ya en esos años en los que se perseguía una
forma distinta de creer, Gaya. Hay más respeto entre las personas.
—
¡No me lo creo! —exclamó Gaya con rabia e impotencia—.
El ser humano nunca aprenderá a respetar, por mucho que la Historia avance.
Siempre habrá rechazo, intolerancia, prejuicios, maldad, siempre... Y nuestro
aquelarre puede ser una víctima perfecta de esas personas que piensan que el
mal se halla en lo que es distinto y especial.
—
Serénate, Gaya, cariño.
Hacía mucho
tiempo que Gilbert no la apelaba de ese modo. Gaya entonces recordó todas esas
noches que habían compartido con la excusa de que la Diosa se alojaba en su
cuerpo. Gilbert había sido el único hombre que Gaya había amado de verdad y
pensar que estaba consagrada a la Diosa para siempre le había impedido pedirle
que formasen una vida juntos y tal vez una familia. Y en esos momentos se
preguntó si había merecido la pena renunciar al deseo más fuerte que había
sentido en toda su existencia. Gilbert y ella, estando tan unidos, ¿se hallaban
destinados a morir solos? De repente tuvo la impetuosa necesidad de pedirle que
ambos destruyesen esa soledad que ellos mismos se habían impuesto, pero
enseguida comprendió que aquella desesperación no brotaba sino de la profunda
tristeza que le invadía el alma.
—
Qué fácil sería si todo hubiese sido distinto —susurró
ella con miedo.
—
¿A qué te refieres?
—
No tiene importancia. Gilbert, tenemos que tomar una
decisión, aunque ésta sea dolorosa.
—
¿Qué propones?
Gaya no contestó,
sino que se mantuvo en silencio durante un tiempo que Gilbert creyó una
eternidad. Ambos perdían los ojos por la imagen invernal que se extendía ante
ellos, gélida, vacía y distante como la visión del paisaje de un planeta
lejano. Los árboles sin hojas, el cielo opaco, la luz grisácea, la nieve que
cubría las cumbres de las montañas, los ríos casi paralizados por el frío...
todo parecía ajeno a ellos, a sus vidas, a su pasado e incluso a la naturaleza
que tanto amaban.
—
Tenemos que preguntarle a Artemisa qué desea hacer con
su vida, si quiere irse, si quiere seguir a nuestro lado. Creo que ansía volar
lejos de aquí —musitó Gaya incapaz de pronunciar con firmeza aquellas palabras.
—
¿Crees que anhela algo así?
—
Sí, lo desea. Y Agnes...
—
No quiero separarme de ella. Está muy enferma, Gaya.
Artemisa no es la única que necesita mimos y cuidados. Agnes tiene una
enfermedad mucho más grave. Artemisa está recuperándose, cada vez está mejor;
pero Agnes ni siquiera quiere salir de casa.
—
Tú no puedes curarla, Gilbert. Tienes que afrontar esa
realidad.
Gilbert no le
contestó. Gaya supo que no lo había hecho porque sus palabras gozaban de toda
la lógica de la vida y, además, la pena que le causaba reconocer que ella tenía
razón le oprimía tanto el corazón que era incapaz de hablar.
De pronto, oyeron
que Artemisa caminaba lentamente hasta donde ellos se encontraban. Gaya se
esforzó por limpiarse las lágrimas, pero no consiguió disimular la tristeza que
se le desprendía de la mirada. Artemisa, cuando se halló a su lado, la miró con
los ojos llenos de preguntas, pero nadie fue capaz de decirle nada.
Ella también se
unió a la observación de aquel paisaje invernal tan triste. La nieve estaba a
punto de llorar del cielo como si fuesen lágrimas ancestrales que la naturaleza
necesitaba expulsar porque no cabían ya en su aterida alma. Las nubes que
resguardaban la luz del sol y la convertían en un resplandor tan débil se
movían lentamente, arrastradas por un viento que no podía mecer las hojas de
los árboles, pues el otoño las había arrancado de su cuna y las había lanzado
al suelo como si nunca hubiesen tenido vida. Artemisa pensó que la naturaleza
podía llegar a ser muy cruel consigo misma, como también podían serlo las personas
con sus propias vidas. Ella había querido quitarse la vida en más de una
ocasión. Si no hubiese sido por Gaya, ella posiblemente no estaría allí,
viviendo aquel lastimoso momento; el que, sin embargo, le hizo sentir una
repentina gratitud que le llenó los ojos de lágrimas. Gaya notó que Artemisa se
hallaba pronta a emocionarse y le colocó una mano en el hombro para invitarla a
que se desahogase si lo necesitaba.
—
Creo que debo pediros perdón por todo el dolor que os
he provocado, por haberme comportado tan ingratamente con vosotros —habló con
una voz queda, propensa a quebrarse.
—
No tenemos nada que perdonarte, Artemisa. No
controlabas tus sentimientos.
—
No es verdad, Gaya. Gaya, contigo no me he portado
bien —lloró Artemisa con un profundo arrepentimiento—. Perdóname, por favor,
Gaya. Te quiero con locura y no soporto saber que te he herido con mi actitud.
Perdóname, por favor, perdóname, mi Gaya.
—
Artemisa, cielo —musitó Gaya mientras la abrazaba con
mucha ternura—. Ya ha quedado todo atrás, de veras. No te preocupes por nada.
—
Te quiero muchísimo, Gaya. Te quiero tanto, tanto, Gaya...
No sé qué habría hecho sin ti. Gracias, Gaya, por todo. Sí, debo daros las
gracias con todo el corazón. Si no hubiese sido por vosotros, yo...
—
En realidad, fue la misma Agnes quien te salvó la
vida, aunque incluso a ella misma le cueste reconocerlo —aportó Gilbert con
suavidad y cariño—. Ella fue quien te ayudó por primera vez, quien fue consciente
de que podías morir si no reaccionaba.
—
¿Dónde está? Nunca me he atrevido a preguntar por ella
—indicó Artemisa con una voz débil.
—
Ahora mismo está en mi casa, vigilada por Neftis —le
contestó Gilbert esperanzado.
—
¿Y cómo se encuentra?
—
Muy mal, Artemisa. Agnes está muy enferma y necesita una
atención constante. Ni siquiera desea seguir viviendo.
—
¿Podría verla?
—
Quizá le haga bien que la visites. Está sumida en una
tristeza tan intensa y honda que apenas reacciona cuando le hablamos. Ser
consciente de que está muy enferma la destruye cada vez más y le impide luchar
por su vida.
—
Pobrecita —se compadeció Artemisa sintiéndose
inmensamente culpable y sobrecogida—. Quiero ir a verla.
—
¿Estás segura, Artemisa? —le cuestionó Gaya
impresionada.
—
Sí. Creo que nos irá bien que hablemos.
Aunque aquel
deseo fuese ilógico e incomprensible, Gilbert había anhelado con todas las
fuerzas de su alma que Artemisa pronunciase precisamente aquellas palabras.
Cuando las oyó, sonrió con sinceridad después de mucho tiempo sin hacerlo.
—
Puedo acompañarte ahora a mi casa si lo deseas.
—
Creo que no es conveniente que se vean —protestó Gaya
indefensa.
—
Gaya, sí lo es, y lo sabes.
Gaya no se opuso.
Sabía que, cuando Gilbert tomaba una decisión (y además impulsado por otra
persona), no había manera factible de disuadirlo. Así pues, cuando salieron de
su hogar, no dudó en seguirlos. Sabía que no podía dejar sola a Artemisa,
aunque no desconfiaba de que Gilbert la cuidaría bien y la vigilaría, pero era
incapaz de separarse de ella siendo consciente de que se hallaba pronta a
enfrentarse a la causa de sus males más profundos y destructivos.
Neftis los
recibió con extrañeza y algo de miedo en los ojos; pero no se negó a que
Artemisa se adentrase en la habitación en la que se hallaba Agnes, quien
solamente salía de allí para bañarse y comer algo, aunque muy pocas veces era
capaz de ingerir nada.
Agnes estaba
distraída, no parecía hallarse en este mundo, sino en otro mucho más
incomprensible y lejano a esa realidad tan extraña. Estaba sentada al lado de
la ventana, sintiendo el frío aire de la mañana acariciándole la piel. Tenía la
mirada anegada en brumas, pero, cuando oyó que alguien entraba en su refugio,
se le llenó de una súbita comprensión que les hizo saber a todos que había
regresado de aquella tierra tan remota en la que se protegía.
Agnes miró a
Artemisa con incredulidad, aunque durante unos efímeros instantes Artemisa tuvo
la sensación de que de sus ojos se desprendía incomprensión e incluso habría
sido capaz de afirmar que Agnes no la reconocía. Artemisa sintió un profundo
escalofrío cuando captó todo lo que había cambiado. Aún seguía poseyendo esa
fuerza hipnótica en la mirada, pero tenía el rostro pálido y apagado, como si
no tuviese vida, y no sonreía nunca, aunque antes tampoco era asidua a realizar
aquel efímero gesto.
Observaba lo que
la rodeaba como si no formase parte de su realidad. Estaba delgada y parecía
que hubiesen caído sobre ella un sinfín de años. Artemisa sintió por ella una
pena que no pudo controlar. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se preguntó
por qué habían tenido que llegar hasta esa situación. El aspecto terrible de
Agnes le hizo saber que, aunque hubiese vivido unos meses horribles
y su recuperación hubiese sido muy dura y complicada, no le guardaba a aquella
mujer ni el menor ápice de rencor. Ella también había recibido su castigo.
—
Némesis ha muerto.
Fue lo primero
que Agnes dijo. Su voz sonó trémula, pero contenía una infinita impotencia que
a Artemisa le agrietó el corazón. Tuvo que cerrar los ojos para que de ellos no
se le escapasen todas esas lágrimas que se los habían humedecido, pero provocó
con aquel gesto todo lo contrario a lo que deseaba. Las lágrimas comenzaron a
resbalarle por las mejillas de forma veloz y espesa.
—
Ah, no, no llores, cariño —le pidió Agnes
distraídamente, pero Artemisa supo que en sus palabras se encerraba toda esa
tristeza que a ella le presionaba el corazón—. Seguramente estará en un mundo
muy hermoso junto a otras serpientes. ¿Sabes una cosa? Ella era muy buena y te
apreciaba, pero yo la obligaba a que te odiase y le enseñé a atacarte cuando yo
se lo ordenase, pero ella te quería, como yo. Yo también te quiero. Ven,
siéntate conmigo, por favor —le pidió señalándole una silla que tenía
enfrente—. Tengo que contarte algo, Artemisa. —Cuando Artemisa la obedeció,
Agnes prosiguió mirando hacia la ventana—: Estuve pensando mucho tiempo en cómo
sería la vida si yo no hubiese nacido nunca. Tal vez ahora fueses una persona
maravillosa que podría luchar por la naturaleza, pero yo te he destruido.
Cuando yo era pequeña, soñaba con convertirme en un hada protectora de la Madre
y asustar a esas personas que destrozan nuestro planeta, pero no podía volar y
siempre he creído que la condición necesaria para ser un hada mágica es poder
volar a través del cielo. ¿Te imaginas cómo sería atravesar las nubes del
invierno? Sentiríamos frío y humedad, pero podríamos jugar con la nieve antes
de que ésta cayese, antes de que el cielo la llorase. Te aseguro que no hay
nada en el mundo que pudiese detenernos si fuésemos hadas. Tú todavía puedes
serlo si mueres, pero tienes que esperar a que sea la Diosa quien te aparte
de este mundo. No serás un hada de luz si tú misma te das muerte, como he
intentado hacerlo yo en muchas ocasiones. —Artemisa sintió que Gaya, Gilbert y
Neftis se estremecían tras ella—. Gilbert es mi padre, Artemisa, mi verdadero
padre, el único que me ha cuidado realmente. Me gustaría que me enterrasen
junto a él. Sé que todos anhelamos que nos entierren bajo la tierra para volver
a la Madre; pero nunca desees que te quemen y esparzan tus cenizas en el mar o en
algún río porque el agua es renacimiento, sí, pero para siempre te perderías en
el olvido, ¿lo sabías? dime, ¿qué crees que sucedería si nuestras cenizas
vuelan con el viento? No podríamos resurgir nunca más, ni tampoco seríamos
parte de la naturaleza ni nos encontraríamos en otra vida. Cuando era niña, me
imaginaba que era una pequeña brisa y que acariciaba las hojas cuando soplaba.
El tacto que tenían era suave y me gustaba creer que yo podía arrancarlas de
las ramas si quería, pero no me atrevía a hacerlo porque sabía que aquélla
sería una forma de matar. Y ahora casi te mato a ti. No sé cuánto hace ya,
pero... Quiero pedirte perdón, Artemisa —le confesó mirándola al fin a los
ojos. A través de sus lágrimas, Agnes parecía envuelta en unas brumas que la
protegían del frío—. Perdóname, por favor, Artemisa. Artemisa, perdóname,
perdóname, por favor —le suplicó intentando no ponerse a llorar—. Si me
perdonas, entonces ya nada más me retendrá aquí —musitó quedamente.
—
Agnes, cálmate, por favor. No tengo nada que perdonarte.
—
¡No es cierto!
—la contradijo llorando amargamente—. ¡No seas tan indulgente conmigo, pues no
me lo merezco! ¡Nunca me he merecido que me quieran y me respeten, nunca!
—
No digas eso, por favor, Agnes —le rogó Gilbert
sobrecogido. Artemisa también deseaba pedirle que no se maltratase tanto a sí
misma, pero estaba tan impresionada que no podía hablar—. Ahora todos te
ayudaremos a curarte.
—
Mi única cura es la muerte.
—
No es verdad, Agnes. Yo te ayudaré —le prometió
Artemisa con mucha dulzura.
—
Eres un ángel, Artemisa. Sí, sí se puede ser un ángel,
aunque no nos hayamos muerto, porque tú lo eres.
—
Pero nosotros no creemos en los ángeles, Agnes —le
advirtió Artemisa confundida.
—
Te equivocas, Artemisa. Los ángeles existían mucho
antes que cualquier religión. ¿Nunca has sentido que alguien te cuida desde un
lugar inconcreto? —Artemisa asintió débilmente con la cabeza—. Los ángeles son
pedacitos de almas puras, son espíritus bondadosos, son mágicas hadas de luz.
Llámalos como quieras, como más te guste. Tú eres un ángel, aunque la gente
quiera hacerte creer que eres alguien peligroso, aunque piensen que tienen el
derecho de despreciarte por ser diferente. Las personas especiales y distintas
son ángeles. Yo no puedo serlo porque estoy atacada por fuerzas oscuras.
—
No es cierto —musitó Artemisa con un hilo de voz. Las
ganas de llorar le dificultaban expresarse con claridad—. Lo único que te
ocurre es que estás enferma.
—
Lo sé. ¿Y no crees que la enfermedad es una fuerza
oscura? Solamente estaba esperando a que vinieses a verme.
—
¿Qué quieres decir?
—
Ahora ya puedo marcharme en paz.
—
¿Adónde?
—
Me gustaría que mi próximo destino fuese la muerte;
pero sé que no me dejaréis partir de la vida y que aún creéis que todavía me
quedan muchos motivos por los que vivir. No es verdad, pero no os lastimaré
de ese modo. Soy consciente de que necesito ayuda; una ayuda que mi padre no
puede ofrecerme. Necesito una ayuda más potente, más artificial... aunque
también sé que nunca podré curarme; pero es preciso que me traten. Encerrarme
en ese lugar es una forma de matarme y esperaré mi fin con paciencia.
Todos los que se
hallaban en aquella sala se sobrecogieron al oír las palabras de Agnes y sobre
todo al captar la seguridad con las que ella las había pronunciado. En
especial, Gilbert se estremeció al intuir los hechos que las sucederían.
—
No temas, Artemisa. Nadie permitirá que se destruya a
sí misma —le aseguró Gilbert al captar el pánico que le anegaba la mirada a
Artemisa. Artemisa no creía en las palabras de Gilbert, pero no se lo comunicó.
Con ternura, le dijo a Agnes—: Agnes, me alegra que reconozcas que necesitas
ayuda y que consientas en que te llevemos a ese lugar donde pueden curarte.
Ahora, la medicina ha avanzado mucho y además esos hospitales no se asemejan en
absoluto a los que conociste cuando eras tan joven.
—
La medicina no ha avanzado nada en este sentido
—aportó Gaya con un susurro casi imperceptible—; pero, Agnes, sobre todo tienes
que confiar en ti. Tú puedes curarte si luchas contra esta enfermedad. Créeme,
eres fuerte. Podrás vencerla.
—
Gracias, Gaya —musitó Agnes sobrecogida—. Soy
consciente de que, al declararme enferma, al acudir a ese lugar en el que me
tratarán, os desvelaré a todos, desvelaré la existencia de El fuego de Hécate,
pero no puedo hacer otra cosa. Lo siento mucho. Lo siento con toda mi alma.
—
No te preocupes, Agnes —la tranquilizó Gaya acercándose
a ella—. De todas formas...
—
¿Qué ocurre, Gaya? —le preguntó Neftis inquieta.
—
El fuego de Hécate debe desaparecer. Debe disolverse.
—
¿Por qué? —exclamó Artemisa con miedo.
—
Porque es lo mejor para todos —respondió Gaya
escuetamente.
—
Siento que... Por favor, Gilbert, sácame de aquí
cuanto antes —le rogó Agnes empezando a hiperventilar—. Llévame lejos antes de
que vuelva a perder la razón. Estoy tan cerca, tan cerca del fin...
—
¿Qué te ocurre, Agnes? —le preguntó Artemisa
acercándose a ella y tomándola de las manos. Agnes se había levantado desesperada
de donde estaba sentada y miraba aterrada hacia la ventana—. ¿Qué sucede?
—
Viene ya a arrancarme de vuestra vera.
—
Pero ¿a quién te refieres, Agnes? —le preguntó
Artemisa sobrecogida.
—
No se refiere a nadie en concreto, sino a la locura.
Está a punto de perderse de nuevo —le explicó Gilbert con mucha lástima.
—
Por favor, Artemisa, no olvides cuidar tus alas. Hay
algo en ti que volará antes de tu muerte y serás libre de las ataduras de esta
superficialidad, pero nunca debes perder tus alas. No dejes que te las
agrieten. Hay un ser que pide por ti en el Universo y la Diosa te reserva un puesto
en su regazo, junto al alma de los poderosos elementos. Encontrarás un camino
entre las estrellas que te llevará al mismo corazón de la creación. Y allí te
esperaré, porque te quiero, te quise siempre, te quiero con todo mi corazón, te
amo de verdad, Artemisa, como nunca he querido antes; pero mi enfermedad no me
permite querer a las personas ni tampoco confiar en nadie, sólo creo que todos
quieren hacerme daño. Y ahora entiendo que la única que puede hacerme daño soy
yo misma. Estoy maldita, estoy maldita, estoy maldita —sollozaba
desesperadamente—. Por favor, no dejes que te maldigan a ti también. Van a
encerrarme y voy a enloquecer entre paredes blancas, entre tratamientos
destructivos. Nadie me entenderá allí y veré visiones que a nadie podré
revelar, pero es mi destino. No sé por qué he tenido que nacer, no sé por qué
tengo que estar aquí. ¡Qué maldita vida! —gritaba totalmente descontrolada por
el miedo y la tristeza—. Habéis sido mi familia y me gustaría morirme ahora
mismo rodeada por todos vosotros. Por favor, matadme, matadme, matadme ahora
mismo. No quiero ir allí otra vez. No quiero oír esas voces, no quiero sentirme
presa de una locura infame. Quiero ser libre, quiero ser libre de la insania,
no quiero volver, no quiero, no quiero. Por favor, Gaya, haz que la Diosa entre
en ti y llévame lejos de aquí, lejos, lejos, lejos.
—
Cálmate, Agnes —le pidió Gilbert tomándola de los
hombros y rodeándola después con sus paternales brazos. Artemisa deseaba actuar
como Gilbert, pero era incapaz de reaccionar, pues la confesión que Agnes
acababa de hacerle la había paralizado irrevocablemente—. Tranquilízate, hija.
Nadie te hará daño, al contrario, todos querrán ayudarte. Saben lo que hacen,
de veras.
—
No es verdad, no es verdad. Cuando yo era pequeña...
—
Pero ahora todo es distinto. Ha pasado el tiempo y la
ciencia ha avanzado mucho.
—
La maldita ciencia materialista y distante —indicó
Gaya con una voz trémula. Aquella escena los había paralizado a todos.
—
Vayamos antes de que sea más tarde —la avisó Gilbert.
—
El sol, las estrellas y la luna son libres de toda
locura, son libres de la insania que ataca el mundo, y yo tengo que sufrir
esto. No quiero volver allí. Prefiero morirme, prefiero estar muerta, no sentir
ni respirar, no dormir ni despertar. Quiero estar muerta. Por favor, por favor,
dame esa tisana que...
—
No voy a darte nada, Agnes. Créeme, te pondrás bien.
Dentro de poco volveremos a vivir juntos.
Gilbert quería
calmar a Agnes dedicándole aquellas palabras tan cargadas de amor, pero de su
voz se desprendía una impotencia y una tristeza tan grandes que sus intenciones
quedaban hechas añicos en un mar de desolación y mentiras que cada vez hundía
más a Agnes en unas profundidades a las que no llegaba la luz de la vida.
Gaya también se
hallaba a su lado acariciándole el cabello, intentando sosegarla, pero la
locura que la atacaba cada vez se volvía más intensa y la alejaba cada vez más
de la vera anímica de esos seres que deseaban protegerla.
Gilbert tomó
entre sus dedos un tarro que acercó a la nariz de Agnes. Al aspirar
accidentalmente el aroma que emanaba de aquel pequeño bote, Agnes empezó a
tranquilizarse, pero entonces se percataron de que lo único que Gilbert había
conseguido era que Agnes se sumiese en una especie de inconsciencia que les permitiría
a todos llevarla hacia donde tenía que estar sin que ella gritase ni llorase
más.
—
Adiós, Agnes —susurró Artemisa acariciando a Agnes en
el pelo y los hombros. Al notar lo delgada que estaba, se sobrecogió—. Deseo
que estés bien.
—
Recuerda que siempre serás un ángel —musitó Agnes
antes de cerrar los ojos. Gaya le limpió las lágrimas que maculaban la palidez
de su piel demacrada—. Mi hada de luz.
Se la llevaron
entre Neftis, Gaya y Gilbert. Cuando hubieron tumbado a Agnes en los asientos
traseros del coche de Gilbert (un vehículo eléctrico que solamente utilizaba
para los asuntos más urgentes), Neftis entró en la casa de Gilbert y se acercó
a Artemisa, quien se hallaba mirando por la ventana cómo aquel coche se alejaba
portando en su interior una parte de su vida. Pensó que todo habría podido
durar mucho más y que, sin embargo, los meses habían transcurrido con una
velocidad propia de la tristeza y la desesperación. Agnes estaba enferma, ella
también lo había estado; pero a ambas las diferenciaba algo muy importante:
Artemisa estaba cuerda; Agnes, no. Agnes nunca podría disfrutar plenamente de
la vida. Artemisa pensó que no había enfermedad más terrible que aquélla.
—
Este momento es el fin de una época. ¿Donde irás
ahora?
La voz de Neftis
no parecía aquélla que tanto se había mezclado con sus momentos. Sonaba
distante y triste.
—
No lo sé. ¿Qué harás tú?
—
Yo soy profesora de música. Seguiré trabajando en la
enseñanza, pero ¿tú?
—
Lo cierto es que no me importa mucho mi vida física
—respondió Artemisa perdiendo los ojos por el horizonte invernal que las
cercaba—. No quisiera perder la magia de mi vida, pero sé que de ella no puedo
vivir.
—
¿No? Yo creo que sí, cariño. Ven conmigo. Juntas
construiremos una nueva vida.
—
¿Y qué ocurrirá con la Diosa?
—
La Diosa está en ti, vida mía, en mí, en todo lo que
nos rodea y en cada instante. La Diosa entenderá que no podamos dedicarle
rituales como lo hemos hecho hasta ahora. Bueno, aunque en realidad hace mucho
tiempo que no celebramos ninguno bajo la luz de las estrellas. Desde que
enfermaste... pero sé que algún día podremos crear un hogar para todos aquéllos
que quieran...
—
¿Tú y yo?
—
Hemos aprendido mucho. Gaya nos ha enseñado tantas
cosas... No podemos olvidarlas.
—
Por el momento creo que no me siento capaz de formar
parte de otro aquelarre. El fuego de Hécate ha sido mi familia.
—
Y la mía también, Artemisa.
—
Y Agnes...
—
Agnes está
irrevocablemente perdida, Artemisa. No creo que consiga curarse.
—
Quiero ayudarla.
—
Podemos visitarla
todos los meses si lo deseas, pero me parece que nada la rescatará de esa enfermedad
tan terrible que la ha destruido.
—
Podemos
intentarlo. Siento... siento muchísima pena por ella.
—
A mí también me
inspira mucha lástima.
—
Me ha confesado
que siempre me ha querido —susurró estremecida.
—
No podemos estar
seguras de que sus palabras sean ciertas, pero quédate con que se arrepiente profundamente
de lo que te ha hecho. Creo que eso es lo más importante. Allá donde vayamos,
siempre podremos encontrar un momento para ayudarla.
—
No la abandonemos
—le pidió con una voz queda—. ¿Y qué será de Gaya y de Gilbert?
—
No lo sé, pero creo que ellos pueden seguir viviendo
como lo han hecho hasta ahora. No hay nada que se lo impida.
—
¿De qué vivirán?
—
De lo que han vivido hasta ahora. Tienen ahorros, una
pensión, dinero. Tienen dinero…
—
Pero no tienen ilusiones. Creo que, para poder
construirnos una nueva vida, más que el dinero, es necesaria la ilusión. La
ilusión nos lleva a cualquier parte a la que deseemos llegar.
—
Sinceramente, yo tampoco tengo ilusión por nada,
Artemisa.
Artemisa miró a
Neftis con una pena muy honda reflejada en sus oscuros ojos. Entonces se dio
cuenta de que aquella mujer que tan misteriosa y hermosa le había parecido
siempre estaba envuelta en un halo de desaliento que apagaba el brillo que
siempre había irradiado su fina piel. Tenía el flequillo cubriéndole una
pequeña parte de los ojos y una mueca de tristeza le cruzaba el rostro.
—
¿Crees que tendrías ilusión si yo voy contigo a donde
quieras llegar?
—
¿Por quién lo harías, por ti o por mí?
—
Por las dos. Yo tampoco quiero estar sola.
Y, entonces,
justo en ese momento empezó a nevar.
Este parece un capítulo que pone punto y final a una etapa en la vida de Artemisa y todo el aquelarre. La confesión de Agnes y perdón a Artemisa es muy sincero y desgarrador. Artemisa es buena, de eso no cabe duda. Yo no sé si sería capaz de perdonar así, e incluso de sentir pena y querer ayudar a quién me quiso matar. No he vivido nunca una situación tan límite (y espero que no ocurra nunca jajaja), pero no sé si podría reaccionar así. Artemisa tiene un gran corazón y desde luego su decisión es la más sabia. El odio y el rencor no nos llevan a ningún sitio. Me da pena que Agnes termine allí, aunque sea para su bien. Es verdad que si los años que ha convivido con el aquelarre y especialmente con Gilbert no le han ayudado en nada...es que de verdad necesita ayuda profesional. Está aterrada, los fantasmas del pasado nunca se marcha, se quedan ahí a la espera y cuando encuentran el momento, te asaltan para atemorizarte. Ojalá se recupere y pueda salir de ese lugar tan...deprimente, por decir algo suave. Ahora ya no la odio tanto, pero me sigue dando algo de "miedo",imagino que sigo impresionado por su enfermedad y hasta que no la vea recuperada, no puedo confiar en ella al 100%. Como dice Neftis, no te puedes fiar de todo lo que diga...
ResponderEliminarMe da pena que el aquelarre desaparezca. Al principio pensaba que no sucedería, pero me he dado de morros al ver que sí. Tengo la sensación que Gaya y Gilbert intentarán recuperar un tiempo perdido que se merecen, pero estar lejos de todos sus seres queridos quizás no sea la decisión más correcta. Aunque entiendo que a veces es necesario romper y empezar de nuevo.
Neftis sigue enamoradísima de Artemisa. Aunque ella no le corresponda de la misma forma, yo creo que juntas pueden ser felices y ayudarse mutuamente. Se necesitan y les hará bien vivir juntas. Has puesto un punto y a parte en la historia y estoy muy intrigado por saber que ocurrirá a continuación. ¡¡Está geniaaaaal!!
El fin de El Fuego de Hécate... no me lo esperaba en absoluto. En realidad, mirándolo con perspectiva, observo dos cosas: que lo sorprendente es que haya durado tantos años sin desestabilizarse, y que la causante real de este fin es Artemisa. Por cierto, no puedo evitar sentir que Neftis no termina de caerme bien, la veo como un poco aprovechada, dando la vuelta a las cosas para al final salirse con la suya y construir una relación con Artemisa sin contar con su consentimiento pleno, pero bueno... mala tampoco eso, ya lo sé, al final cada uno trata de ser feliz como puede. Pero me intriga mucho saber cómo van a encarar su futuro Gaya, Gilbert y Agnes, a quien todos tienen por incurable ¿realmente lo será?
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