lunes, 27 de febrero de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 6. ¿DÓNDE ESTÁS?


6

 

¿Dónde estás?

 

El alba llegó suave y silenciosamente. Artemisa notó que la oscuridad de la noche se quebraba en una lluvia de luz dorada y rosada que despertaba las calles, los bosques, el cielo incluso. Le pesaban los ojos y estaba tan cansada que se creía incapaz de enfrentarse a aquel día; pero intentó ignorar sus sensaciones físicas y anímicas porque, si no lo hacía, entonces las horas que la esperaban se le asemejarían a montañas de cumbres inalcanzables y desiertas que tendría que ascender sin poseer el menor rastro de energía vital.

Agnes dormía plácida y profundamente a su lado. El creciente y tierno resplandor del amanecer se colaba por las cortinas traslúcidas, dibujaba haces de luz en las paredes y acariciaba el rostro pálido y sereno de Agnes. Se dio la vuelta silenciosamente para mirarla y permaneció sumida en su quieta imagen durante unos instantes que quiso convertir en una eternidad. Se conformaba con que la vida fuese sólo ese momento de paz, quedo y quebradizo.

La respiración de Agnes era casi imperceptible. Artemisa sabía que inspiraba y espiraba porque veía que su pecho se movía muy sutilmente. Una tierna sensación de amparo la dominó al detectar a Agnes tan lejos de sí, tan sumida en ese sueño que la distanciaba de la triste realidad que debían vivir. Agnes se aferraba con una fuerza primorosa a la manta que la protegía del frío de la noche y tenía el rostro bañado por una serenidad que a Artemisa le acarició el alma.

Debía despertarla antes de que Gilbert se levantase. No deseaba que el que había sido el sumo sacerdote de El fuego de Hécate se apercibiese de que habían dormido juntas. No había nada de malo en ello, pero no le apetecía ofrecer explicaciones para negar suposiciones contra las que tampoco se creía capaz de luchar. En esos momentos, el amor que sentía por Agnes era para ella una fuerza que la absorbía y que podía destruir cualquier certeza poderosa, cualquier realidad o incluso cualquier convicción.

De repente, pensó en lo hermoso y tierno que sería despertar junto a Agnes todos los días, hasta que la misma vida se cansase de vivir y de brillar, hasta que llegase el momento de exhalar su último suspiro. Aquel pensamiento le llenó los ojos de lágrimas y se le clavó en el corazón como si fuese un puñal infinito. No podía soportar la nostalgia que se desprendía de las imágenes que habían llenado su imaginación. Era plenamente consciente de que éstas no podían corresponder a la realidad que definiría para siempre el camino de su vida. No obstante, saber que aquel dulce deseo jamás podría existir en su mundo también le perforaba el alma y se la agrietaba, de modo que todos sus anhelos y sus sentimientos más puros se escapaban de su ser, volando lejos en la inmensidad luminosa del alba.

     ¿Qué debo hacer, Diosa? —susurró con una voz quebrada—. Necesito que me guíes.

Entonces se preguntó si podría celebrar un íntimo ritual para comunicarse con la Diosa antes de que Agnes despertase, pero enseguida supo que no podría concentrarse, ya que tenía el alma demasiado inquieta, estaba tan triste que no soportaba sus propias emociones y llevaba sin descansar desde hacía tiempo. Todos los sentimientos y las tensiones que había experimentado durante los últimos días se le acumulaban en el corazón e incluso se le intensificaban, convirtiéndose en una voz que le gritaba con rabia, desesperación e impotencia.

Agnes se removió inquieta, pero no se despertó. Se acomodó más debajo de esa manta que la cubría y se aferró con fuerza a la almohada. Artemisa notó que Agnes temblaba y le colocó una mano en el hombro para tratar de serenarla, pero sabía que de su ser no podía emanar ni el menor ápice de calma. La respiración de Agnes se profundizó y se volvió trémula, como si alguien estuviese presionándole los pulmones. Aquella tensión que la atacaba no tardó en provocarle sutiles gemidos que indicaban que Agnes se hallaba inmersa en una terrible y asfixiante pesadilla.

Artemisa intentó despertarla meciéndole el hombro, susurrándole su nombre en el oído, acariciándole las mejillas y el cabello; pero el sueño que la había atrapado parecía aferrarla con una fuerza destructiva, impidiéndole regresar a la realidad.

     Agnes, despierta, despierta —le pidió con una voz más sonora—. Agnes, Agnes, Agnes...

Agnes gritó de repente con una desesperación punzante. Abrió rápidamente los ojos y hundió la cabeza en la almohada, de modo que Artemisa no pudo detectar qué sentimientos se le escapaban de la mirada.

     Agnes, Agnes —la llamó de nuevo, esta vez con una voz impregnada de ternura y comprensión, como si estuviese dirigiéndose a una niña asustada.

     Artemisa —la apeló Agnes asustada y triste.

     Ya ha pasado, Agnes. Era sólo un sueño.

     Artemisa, he vuelto a tener otra vez la misma pesadilla —se quejó Agnes con un susurro quebrado.

     Tranquilízate, Agnes. Estoy aquí contigo.

     Siempre la tengo, a la misma hora. Seguro que son las siete y media de la mañana —dijo para sí misma, todavía expresándose con una voz anegada en miedo y tristeza.

     Sí, son las siete y media —le confirmó Artemisa con delicadeza.

     No puedo más, Artemisa, no puedo más —lloró de repente escondiéndose nuevamente en la almohada—. Estoy muy cansada, Artemisa.

Artemisa no sabía qué decirle. Tampoco se atrevía a preguntarle qué le ocurría, pues parecía como si Agnes no fuese capaz de expresar sus sentimientos. Lo único que se limitó a hacer fue acariciarla y después abrazarla con mucho cariño. Al notar que Artemisa la rodeaba con sus amorosos brazos, Agnes se apretó contra ella llorando profunda y silenciosamente.

     Llévame lejos, Artemisa. Arráncame de este mundo. No puedo más. No puedo callar más —sollozaba Agnes desesperadamente—. No dejo de presentir su muerte. Continuamente la tengo aquí, aquí, en el corazón, en los sueños, y tu ausencia lo empeora todo. Tengo mucho miedo, Artemisa. Por favor, ayúdame. Estoy muy asustada. Por favor, ayúdame, ayúdame.

     Dime qué puedo hacer por ti, cielo.

     Es su muerte, su muerte...

     ¿A qué muerte te refieres, Agnes? —le preguntó intimidada. Podía imaginarse la respuesta que Agnes le ofrecería, pero no podía aceptarla.

     A la de Gaya, Artemisa. Gaya está muriéndose, Artemisa.

     Tengo que ir a verla.

     No te dará tiempo si no vas ya.

     Agnes...

     Nunca he sentido una premonición tan fuerte. He vuelto a soñar que una sombra se la llevaba, que la Diosa la llamaba a través del vacío de las edades y que de repente la tierra temblaba y yo me caía en una grieta hirviente llena de desesperación. Artemisa...

Artemisa no podía hablar. Las palabras de Agnes la habían aterrado profundamente y, además, no podía dudar de que sus premoniciones eran tan reales como la misma vida, como esos sentimientos que a ambas les destrozaban el alma.

     Vayamos a verla, por favor —le pidió a Agnes como si ella tuviese el poder de cambiar el lugar en el que se hallaban—. Tengo que despertar a Gilbert.

     Lo siento, Artemisa. Tengo que... —susurró con urgencia y vergüenza.

Entonces Agnes se separó de Artemisa y salió de la alcoba antes de que Artemisa pudiese imaginarse adónde iba. Oyó que se encerraba en el cuarto de baño y que empezaba a vomitar intentando no hacer ruido. Artemisa corrió hacia aquella estancia y entró antes de preguntarle a Agnes si necesitaba ayuda.

Se agachó al lado de Agnes y le sostuvo la cabeza. Agnes no la expulsó de su lado, ni siquiera le pidió con la mirada que la dejase sola. Tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía cesar de vomitar. Artemisa intentó que aquella escena no la abatiese, pero le resultó muy complicado soportarla. Notó que el estómago se le revolvía y que la desesperación que no le había permitido dormir se convertía en un incipiente ataque de nervios contra el que trató de luchar con una fuerza que ella no creía poseer.

Notaba que una bola de hierro le presionaba el pecho y que le costaba muchísimo respirar. Además, la atacaban unas intensísimas ganas de llorar que provocaban que de los ojos le brotasen unas lágrimas espesas y cálidas que le resbalaban velozmente por las mejillas.

Cuando al fin Agnes dejó de vomitar, se levantó y se lavó la cara con distracción. Se enjuagó la boca con un líquido verdoso que olía a eucalipto y menta y después se agachó junto a Artemisa, quien en esos momentos luchaba por controlar la fuerza del llanto que la dominaba.

     Perdóname —le pidió Agnes con una voz frágil—. Debería estar acostumbrada a que me acompañes en mis peores momentos, pero...

     Te he visto mucho peor que ahora, Agnes, así que, por favor, no te apures —le pidió con una profunda ternura, esforzándose lo indecible por expresarse con claridad.

Aquellas palabras instaron a Artemisa a recordar la dolorosa y complicada época que había vivido con Agnes en el hospital. Aquellos tres meses en los que Artemisa había cuidado a Agnes durante las veinticuatro horas del día habían sido excesivamente duros, aunque todas aquellas experiencias las habían unido irrevocablemente. Artemisa siempre había animado a Agnes a reponerse de su profundo desaliento (el que nacía de descubrir cuánto le costaría desprenderse completamente de la debilidad causada por haber permanecido durante un mes en coma), la había asistido en su aseo, la había ayudado a vestirse, a comer, a caminar... Así pues, no tenía sentido que Agnes experimentase aquella vergüenza tan extrema por haber vomitado delante de ella.

     Tal vez tendría que habértelo dicho antes —le adujo Agnes con mucha lástima.

     Agnes...

     No podemos perder más tiempo.

     ¿Qué es lo que tendrías que haberme dicho? —le preguntó intentando expresarse con calma, pero no podía ni siquiera susurrar nítidamente.

     Ahora eso no importa. Yo no importo ahora, Artemisa.

     Por supuesto que sí. Dime qué te ocurre, por favor.

     No estoy bien, Artemisa —le confesó cerrando con fuerza los ojos. Su voz sonaba frágil y llena de un miedo infinito y atroz.

     Es comprensible que ahora no nos encontremos bien. Estamos viviendo un momento horrible —trató de calmarla Artemisa, pero se sentía tan desfallecida y triste que no pudo lograr que de su voz se desprendiese ni el aliento más sutil.

     No te encuentras bien, ¿verdad? No te aguantes las ganas de llorar. Libera el llanto que vaya atacándote, pues me temo que, si te reprimes lo que sientes, acabarás estallando de desesperación. Hoy llorarás mucho —le aconsejó ignorando sus potentes sentimientos.

     Agnes, no me siento capaz de vivir este momento —le confesó arrancando a llorar profunda y muy tristemente. Agnes la abrazó con mucha fuerza.

     Yo tampoco, Artemisa, yo tampoco. Y lo peor es que llevo intuyendo que llegaría durante mucho tiempo.

No era la primera vez que Artemisa se hallaba ante la marcha eterna de un ser querido. Cuando había perdido a su padre, había creído que no volvería a sentir un dolor tan grande ni tan destructor; pero en esos momentos, en los que lloraba desconsoladamente entre los brazos de Agnes, supo que había estado muy equivocada, que sí podía existir una tristeza muchísimo más potente y devastadora; la causada por la muerte de una madre. La muerte de Gaya le dolía mucho más que la de su padre y la de Neftis unidas en una única sensación. Ni siquiera con Neftis había experimentado una desesperación tan fuerte.

Era cierto que Gaya todavía no se había ido, pero Artemisa también podía sentir esa premonición que tanto torturaba y había torturado a Agnes. De repente la culpa más interminable le apuñaló el corazón cuando dedujo que Agnes había vivido aquel sufrimiento sumida en la soledad más triste y perjudicial. Se preguntó por qué no había podido contactar antes con ella, por qué la Diosa no le había permitido guiarla y apoyarla en unos momentos que Agnes no debía vivir sola bajo ninguna circunstancia. Artemisa nunca había dejado de tener presente que Agnes era una persona muy frágil a quien cualquier experiencia dolorosa podía golpearle el alma hasta destruírsela, que podía perderse en un mundo de sombras y desconsuelo si la lástima más honda la impelía hacia la desesperación y a quien le había costado muchísimo renacer de una enfermedad que había estado a punto de deshacerla para siempre. Aunque todavía estuviese convencida de que el coma que la había acercado a la muerte había sanado su atormentada mente, sabía que Agnes no había dejado de ser esa mujer sensible que lloraba por el motivo más sutil, a quien era tan sencillo herir y empequeñecer con una palabra pronunciada con rabia, con alguna acusación injusta o con alguna mirada cargada de desconfianza.

Artemisa evocó aquella mañana gris y lluviosa en la que había visitado a Agnes después de permanecer prácticamente tres meses estivales sumida en una depresión que había estado a punto de arrebatarle la vida. Se acordó de aquel momento en el que, guiada por lo que Gaya creía, había acusado a Agnes de destruir su energía vital y de provocarle aquella extraña enfermedad. Recordó cómo aquellas palabras habían herido a Agnes como si de una espada se tratase, cómo Agnes le había revelado con la mirada y con su voz cuánto daño le había causado su actitud y cómo, más tarde, tras haber plañido desesperadamente, Agnes había recuperado esa fortaleza que a Artemisa tanto la intimidaba y le había ordenado a Némesis que la atacase. Aquellos recuerdos la confundieron muchísimo más de lo que ya lo estaba, pues no entendía por qué los rescataba justamente en aquellos momentos.

A esas alturas de su vida, todavía no estaba segura de si en realidad Agnes le había provocado aquella enfermedad con su energía poderosa y negativa ni de si era completamente inocente. No podía afirmar sin dudar que Agnes nunca hubiese querido hacerle daño. Agnes había llegado a confesarle que sí había sentido rencor y rabia por ella, pero no por las razones que Gaya y Gilbert habían imaginado, sino por otras causadas por un sentimiento que era mucho más puro y vigoroso que la envidia o el odio.

     Deberíamos salir ya —le anunció de repente, extrayéndola de sus tristes y confusos recuerdos—. Gilbert está en la cocina preparando el desayuno.

Ni siquiera había oído los sonidos que a Agnes le habían desvelado que Gilbert ya se había levantado. Estaba tan confundida y desconcertada que no podía centrarse en lo que sucedía a su alrededor, pero se esforzó por vestirse y ordenar sus pensamientos.

Tras vestirse, ambas se dirigieron hacia la cocina, donde, en efecto, Gilbert se hallaba preparando una bandeja con fruta, tostadas y zumos. Agnes no comió absolutamente nada. Alegó que no podía ingerir ni el sorbo más sutil de agua porque lo vomitaría, ya que tenía el alma anegada en emociones y sensaciones demasiado fuertes. Artemisa se esforzó por comer una manzana y una tostada untada con mermelada de melocotón, pero también le resultó muy complicado desayunar con calma.

     Yo no iré con vosotros —les comunicó Agnes mientras fregaba las tazas y los cubiertos—. Lo siento.

     ¿Por qué? —le preguntó Gilbert extrañado.

     Porque no puedo, no puedo. No me siento capaz —contestó arrancando a llorar de nuevo—. No puedo ir. Lo lamento mucho, de veras.

     Agnes, no me dejes sola —le pidió Artemisa con un hilo de voz—. Agnes, por favor, ven conmigo. Te necesito.

     No puedo, Artemisa. No quiero despedirme de ella, no quiero, no quiero —sollozaba cada vez más desesperadamente—. Sólo te ruego que lo entiendas y que la abraces por mí. Yo no puedo hacerlo. No lo soportaré.

     Agnes, entiendo perfectamente cómo te sientes, de veras, y no voy a forzarte a que vengas —le aseguró Gilbert—. Sólo te sugiero que pienses bien lo que quieres hacer. Ahora estás desesperadamente triste y lo comprendo. Yo también lo estoy; pero puede que te arrepientas de no haberte despedido de Gaya como en verdad deseas.

     ¡No puedo ir! —exclamó Agnes perdiendo la poca calma de la que hasta entonces había gozado. Artemisa la miró con muchísima lástima y con los ojos anegados en súplicas—. ¡No me mires así, Artemisa!

     Agnes, no me dejes sola, por favor. Necesito que estés conmigo ahora, por favor —le suplicó Artemisa acercándose a ella.

     No voy a ir, Artemisa. Id vosotros. Yo no puedo, no puedo. Lo siento. Lamento ser tan cobarde, pero no quiero verla partir. ¡No quiero verla morir!

Al pronunciar aquellas palabras tan duras, Agnes se separó de Gilbert y de Artemisa y se dirigió hacia el salón para luego desaparecer por el pasillo en el que se hallaba su alcoba. Antes de que se encerrase allí, Artemisa, descontrolada por la tristeza y la frustración, exclamó:

     ¡No puedes ser tan egoísta, Agnes! ¡No puedes dejarnos solos ahora cuando nosotros hemos estado siempre a tu lado apoyándote en todo y ayudándote a estar bien! ¿Cómo es posible que seas tan ingrata?

     Artemisa, no sigas hablando así —le pidió Gilbert susurrando con tensión.

     ¡No, Gilbert! ¡Nos deja solos ahora, cuando más la necesitamos!

     Pero no le conviene que le digas todo eso, Artemisa —la avisó Gilbert con culpabilidad.

     ¡No soporto que nos deje solos ahora, que se comporte tan egoístamente! —insistió Artemisa descontrolada por la impotencia y el terror que aquella situación le causaba.

     Pero ¿qué dices, Artemisa? ¿Eres tú quien me tilda de ser egoísta, precisamente tú, quien se marchó cuando Gaya estaba pidiendo a gritos que la ayudasen, cuando yo más te necesitaba también? —le chilló Agnes regresando de pronto a la cocina—. ¡No tienes ningún derecho a acusarme de egoísta ni de abandonaros!

     Agnes, Artemisa, calmaos, por favor —les solicitó Gilbert intentando parecer sereno, pero estaba cada vez más nervioso y tenso—. No es el mejor momento para que discutamos. Artemisa, Agnes está muy sensible y susceptible. No es conveniente que viva unos instantes tan tristes, de veras. Hará bien si se queda aquí. No podemos forzarla a que presencie algo que la dañará tanto.

     ¡A mí también me duele muchísimo lo que está ocurriendo, pero no huiré! —declaró Artemisa con rabia—. ¡Y en cambio ella...! ¿Podrás dejar partir a Gaya sin despedirte de ella, de nuestra madre? ¿Así demuestras lo que te importa? ¡No querer despedirte de Gaya es como renunciar a creer en la Diosa!

     Pero ¿qué estás diciendo, Artemisa? —la desafió Agnes acercándose más a ella—. ¿Cómo es posible que me acuses de algo así? ¡No tienes ni idea de nada, así que lo mejor será que te calles! ¡Maldita sea, Artemisa! ¡No puedes venir aquí a tratarme así! ¡Tendrías que haberte quedado en tu queridísimo templo si tan feliz eras allí!

     Agnes, Agnes —la apeló Gilbert tomándola del brazo.

     ¡Precisamente me acusas de egoísta tú, quien ni siquiera es capaz de escuchar lo que siente! ¡Y quien ha renunciado a despedirse de Gaya has sido tú al irte tan lejos! ¡Si estás aquí, es porque la Diosa se ha compadecido de ti y te ha ofrecido la oportunidad de decirle adiós a la única mujer que te ha querido como una madre!

     Agnes, ya basta —susurró Gilbert, incapaz de dominar los nervios—. Vayámonos, Artemisa. No es conveniente que la alteremos tanto.

     No puedes acusarme de haberme ido cuando tú, que vives cerca de ella, ni siquiera te has esmerado en intentar curarla a través de esa magia que tanto tienes, la que supuestamente es tan poderosa. Si yo me hubiese hallado a su lado, habría celebrado cien rituales para tratar de sanarla.

     ¿Cómo te atreves, Artemisa? —le preguntó Agnes con una voz susurrante. Cuando Agnes se expresaba de ese modo, significaba que tenía el alma completamente destrozada—. No tienes ni idea de lo que hemos vivido durante estos dos años en los que tú has sido tan feliz. No tienes ni idea de lo que hemos sufrido, de todo lo que hemos intentado, de lo que hemos hecho por tratar de sanar a Gaya. ¡Tú no has hecho nada, nada, nada, nada para curarla!

     ¡Pues ya veo cuánto ha funcionado tu absurda magia!

     Artemisa —intervino Gilbert con tensión—, Artemisa, Artemisa, por favor, cálmate.

     ¡Parece como si lo único que lograses con tu magia fuese hacer daño a quienes te quieren, a quienes deseaban quererte y ayudarte!

Aquellas palabras fueron para Agnes un puñal afilado que se le clavó honda y agresivamente en el alma. Durante unos tensos segundos, no fue capaz de decir nada ni de moverse. Como si las acusaciones de Artemisa hubiesen estado impregnadas de un veneno gélido y violento, Agnes se quedó totalmente paralizada. Su temblorosa respiración se había silenciado también y sus nocturnos ojos irradiaban incredulidad y un asombro que no tenía principio ni fin. Tanto Gilbert como Artemisa creyeron que Agnes no volvería a hablar aquel día, pero, de pronto, como si aquellos momentos de quietud le hubiesen ofrecido la valentía y la capacidad de expresarse que ya había empezado a perder, exclamó casi sin poder evitar que su voz sonase trémula:

     ¡No puedo creerme que me hayas acusado de algo así! ¡No me lo esperaba de ti, Artemisa! ¿Cómo es posible? Pero ¿qué te has creído, malnacida? —gritó Agnes lanzándose a Artemisa totalmente descontrolada por una furia indomable. Gilbert intentó agarrarla de la cintura para detenerla, pero Agnes se había vuelto fuerte y ágil. Le golpeó en las manos y después se aferró desesperadamente a los brazos de Artemisa mientras chillaba—: ¡Eres la persona que más quiero y la que más me ha lacerado! ¡No pienso permitir que me hagas daño! ¡Yo no quiero atacar a nadie! ¡Yo no quiero herir a nadie! ¡Lo que dices no es cierto! ¡No me arrancarás de aquí, te lo juro, lo juro por la Diosa! ¡No me llevarás a ese sitio de nuevo, no lo lograrás! ¡Déjame en paz! ¡Déjame libre!

     Agnes, intenta serenarte, cielo —le pidió Gilbert con cariño mientras la tomaba de los brazos—. Agnes, tranquila. Suelta a Artemisa y respira.

Agnes se desasió de los brazos de Artemisa y se quedó paralizada mirándola con muchísimo pánico, impotencia y desesperación. Tenía la respiración agitada, temblaba brutalmente y no podía dejar de llorar. De repente, Artemisa advirtió que a Agnes se le llenaban los ojos de una furia que la estremeció profundamente. Vio entonces cómo Agnes enlazaba sus propios dedos y cómo se clavaba las uñas a sí misma en las manos, desfogando así la inmensa ira que sentía.

     ¡Si tú me odias, entonces ya no merece la pena que nadie me quiera! ¡Si de veras no confías en mí, es absurdo que viva! ¡Maldita sea para siempre mi vida!

     Agnes... —musitó Artemisa estremecida y asustada mientras la tomaba de la cintura.

     Has venido para destruirme —musitó Agnes casi sin poder hablar.

     Eso no es cierto —intentó decirle Artemisa, pero sabía que Agnes no podía oírla ni comprender sus palabras.

     Ya basta, por favor. Agnes, ven conmigo.

Gilbert consiguió conducir a Agnes hacia el salón. Artemisa se quedó detenida en la cocina, todavía llorando profundamente y respirando con dificultad. A través de las densas lágrimas que le inundaban los ojos, vio cómo Gilbert ayudaba a Agnes a sentarse en el sofá, cómo ella se lanzaba a los brazos del sacerdote y cómo sollozaba con una desesperación que podría derribar cualquier muro infranqueable.

     Cálmate, Agnes. Artemisa no desea hacerte daño. Ella te quiere muchísimo, de veras. Tranquilízate. Todo va a estar bien. Llora si lo necesitas, pero no tengas miedo. Nunca te apartaremos de nosotros, te lo prometo.

Artemisa oía lejanamente las suaves palabras con las que Gilbert trataba de consolar a Agnes. Agnes apenas podía oír su profunda y sabia voz, pero, poco a poco, la intensa tristeza y el destructivo miedo que le anegaban el alma fueron atenuándose hasta que, al fin, Agnes se aquietó entre los brazos de aquel hombre que era para ella el padre más fiel y cariñoso.

Artemisa observaba lo que sucedía a su alrededor como si fuesen imágenes provenientes de otra realidad. Su entorno se había cubierto de brumas, se había llenado de confusión y oscuridad. Le pareció que de repente surgía una esfera en torno suyo que la rodeaba y la distanciaba del resto del mundo. No obstante, supo que aquellas sensaciones eran producto de la misma ansiedad que le hacía llorar y llorar sin cesar, que le presionaba el pecho hasta provocarle un dolor agudo en el corazón que la instaba a creer que el momento de su muerte se hallaba cerca y que la había vuelto tan trémula e insignificante como un pétalo perdido en una inmensa y devastadora tormenta.

Gilbert se dirigió rápidamente hacia la cocina y extrajo de un armario un pequeño bote de cristal que abrió con presteza para después volver junto a Agnes. Agnes ingirió un trago de aquel líquido verdoso contenido en aquel recipiente cuya etiqueta Artemisa no pudo leer y se recostó en el sofá cerrando los ojos mientras trataba de controlar el ritmo acelerado de su respiración.

Agnes se quedó dormida suavemente. Gilbert, entonces, se dirigió hacia la cocina y se situó junto a Artemisa, quien todavía no había podido dejar de llorar ni de respirar agitadamente. La ansiedad no la abandonaba y cada vez se encontraba peor.

     Tal vez tú también tengas que tomar un trago del jarabe —le indicó mientras la abrazaba con mucha ternura—. Intenta dominar el ritmo de tu respiración. Puedes hacerlo, Artemisa.

     Lo siento, lo siento, lo siento muchísimo —se disculpó entre sollozos y suspiros—. Perdóname, Gilbert.

     ¿Qué es lo que lamentas, Artemisa? A mí no tienes que pedirme perdón; a mí ni a nadie.

     Lamento muchísimo haberme comportado así con Agnes. No sabía que de nuevo estaba tan mal —declaró casi sin poder hablar.

     Cálmate, cielo. En el coche hablaremos tranquilamente.

     No podemos dejarla sola —susurró mirando a Agnes con culpabilidad—. Tenemos que despertarla y...

     No, Artemisa. Agnes estará mejor aquí. Créeme, por favor. Cuando se despierte, el brote ya se le habrá pasado y se habrá tranquilizado.

     Lo lamento tanto, Gilbert... Me siento culpable por todo, por todo lo que he hecho —le confesó desconsoladamente.

     Artemisa, lo único que has hecho en tu vida ha sido seguir tu destino, nada más, y nadie tiene que pedir perdón por eso. Venga, no te fustigues más. Lo que te ha ocurrido ha sido que la tristeza y la desesperación te han descontrolado y Agnes lo entenderá.

     La he acusado de cosas muy horribles. No sé por qué lo he hecho. En realidad no pienso nada de lo que le he dicho.

     Agnes lo sabe, créeme. Venga, vayámonos ya.

Artemisa se esforzó lo indecible por serenarse y salió del hogar de Agnes sintiendo que abandonaba allí una gran parte de su ser. Lo que más la sobrecogía era recordar todo lo que le había dicho a Agnes y esa discusión que tanto daño les había ocasionado a las dos. Se preguntó si, después de esa mañana, podrían tratarse y mirarse con calma y amor, tal como lo habían hecho desde que juntas se habían internado en la vida que las había unido tanto.

Durante los primeros minutos que duró el trayecto hacia el hogar de Gaya, Artemisa no fue capaz de decir nada y Gilbert tampoco la forzó a hablar. No obstante, cuando transcurrió al menos un cuarto de hora desde que habían partido de la casa de Agnes, Gilbert, intentando que su voz sonase nítida, le comunicó a Artemisa, quien todavía no había dejado de llorar:

     El único error que has cometido es acusar a Agnes de que no ha celebrado ningún ritual para tratar de sanar a Gaya. Todas las noches preparaba una ceremonia en la que depositaba gran parte de su energía vital para enviársela a Gaya. Desde que descubrió que estaba tan enferma, no ha dejado en paz a la Diosa —sonrió con ternura—; pero Ella sólo le aseguraba que Gaya había vivido todo lo que debía vivir y que no podía alargar más el momento de recibirla en su regazo. No obstante, Agnes no se conformaba con esa certeza y se ha desgastado noche tras noche, ritual tras ritual, implorándole a Hécate, a Isis, a Deméter, a Áditi, a Ceridwen, a Gea, a Semia y a un sinfín de diosas más que curasen a Gaya. Ha utilizado todos los medios mágicos que conoce para proporcionarle salud a nuestra Gaya. De veras, Artemisa, nunca he visto algo parecido en nadie. Nunca he presenciado un esfuerzo tan grande por curar a alguien, nunca. Jamás he visto que alguien se empeñe tanto y tanto en devolverle la vida a un ser que la pierde porque en su destino se halla escrito. Agnes es muy poderosa, sí, es cierto; pero ya no es la misma. Debemos cuidarla mucho porque está frágil tanto física como anímicamente. No te imaginas de cuánta energía se ha desprendido para intentar convertirla en salud y fortaleza para Gaya. Creo que habría dado la vida por ella si se lo hubiesen pedido, si le hubiesen asegurado que ése era el único modo de salvarla.

Artemisa no pudo decir nada. No fue capaz de hablar, ni siquiera de suspirar ni de dejar de llorar. La confesión de Gilbert la sumió en un desconsuelo que parecía interminable e invencible. Ni tan sólo podía imaginarse lo que ocurriría después de esos momentos tan difíciles. La vida le parecía un camino intransitable que se hundía en las sombras más impenetrables y absorbentes.

Deseaba pedir perdón, disculparse ante Gilbert por haber sido tan egoísta e irracional al haber acusado a Agnes de aquella forma tan terrible y triste; pero era incapaz de hablar. No podía aceptar que Agnes hubiese sufrido tanto por Gaya y tampoco podía imaginársela desviviéndose tanto por sanarla a través de su poderosa magia, pues el corazón se le partía en mil pedazos y no soportaba la pena que le presionaba tanto el alma.

     Lo único que soy capaz de pedirle a la Diosa es que me permita ser fuerte —susurró con una voz quebrada al cabo de unos largos y tristes instantes—, que me ayude a vivir estos momentos tan horribles. Yo nunca me imaginé que Gaya se iría. Yo la creía invencible.

     No lo es, Artemisa, y lo peor es que dejó de serlo sin que nos diésemos cuenta.

     ¿Por qué nunca le dijo a nadie que estaba enferma?

     Porque Gaya tiene muchísimas virtudes, es cierto; pero también tiene un defecto muy grave y es que es tan orgullosa que ni siquiera, hallándose al borde del precipicio más amenazante, sería capaz de pedir ayuda.

     ¡No es justo! ¡Ella siempre nos ha ayudado a todos! ¿Por qué no ha permitido que ahora la ayudemos nosotros?

     Jamás me ha pedido ayuda para nada, jamás.

Artemisa siempre había adorado a Gaya con toda la fuerza de su alma, pero en esos momentos le pareció que todos esos sentimientos hermosos que le había profesado a aquella mujer tan afable, sabia y buena eran una nimiedad comparados con el que acababa de inundarle el corazón y que siempre, siempre, hasta el fin de sus días, gritaría en su interior cada vez que rememorase a Gaya.

Al fin, llegaron a Gandela. Cuando llamaron a la puerta del piso en el que vivía Gaya, Artemisa se esforzó por controlar sus sentimientos. Estaba tan nerviosa que ni tan sólo podía captar nítidamente lo que la rodeaba. Incluso creyó que Mónica se hallaba en otra realidad cuando notó que la tomaba de la mano, le daba un beso en cada mejilla y la invitaba a pasar dándole una bienvenida anegada en tristeza y emoción.

Al entrar en aquella casa, Artemisa recordó todas aquellas horas que había vivido junto a Gaya allí, tomando té, comiendo galletas, conversando sobre la vida, sobre sus recuerdos... Incluso rememoró aquella tarde de domingo en la que Agnes había perdido la razón y había intentado marcharse al mundo de la muerte.

     ¿Cómo está? —oyó que le preguntaba Gilbert a Mónica.

     Muy mal. Habéis llegado a tiempo para decirle adiós. Tenemos suerte de que nos permitan tenerla en casa. Gaya me suplicó que no la dejase morir en un hospital.

Aquellas palabras fueron para Artemisa como unas manos que la empujaron de repente a la realidad. Regresó a aquel momento, fue consciente de su significado y creyó que se le habían agotado todas las lágrimas que podía llorar y toda la fuerza anímica que podía sostenerla.

     Artemisa, cielo —susurró Mónica acercándose a ella para abrazarla—. Sé que esto es muy duro para ti. Sé cuánto quieres a Gaya, sé cuánto la has querido siempre. Lo siento, Artemisa, de veras, lo siento mucho.

Hasta entonces Artemisa no se había percatado de que de nuevo el llanto se había apoderado de ella. Se abrazó a Mónica llorando desconsoladamente, sintiendo una punzada infinita que le atravesaba el alma y que le destrozaba la vida. Mónica la acogió en sus brazos como si pudiese protegerla de ese inmenso dolor que la atacaba. Era la primera vez que aquellas dos mujeres tan distintas se abrazaban y a Artemisa, realmente, aquel abrazo le ofreció la entereza que necesitaba para poder acudir junto a Gaya y mirarla por última vez a los ojos.

     Venid conmigo —les pidió Mónica separándose de Artemisa. Los guió hasta la habitación en la que se hallaba Gaya y, antes de adentrarse allí, les comunicó—: Lo mejor será que no entréis juntos para que no se confunda más de lo que ya lo está.

     De acuerdo —accedió Gilbert con calma—. Entra tú, Artemisa.

     ¿por qué? —quiso saber ella con tensión. No se atrevía a vivir ese momento tan horrible y quería retrasar su llegada lo máximo posible.

     Porque yo ya la he visto muchas veces y, realmente, le quedan muy pocos instantes de vida. No quiero que se marche sin que la hayas abrazado por última vez.

Artemisa se armó de valor (de un valor muy efímero y frágil sin embargo) y entró en aquella habitación en la que la muerte ya se había acomodado. La luz que la alumbraba era muy tenue. Procedía de una pequeña lámpara y de la ventana entreabierta, por la que también se introducía el fresco aire de aquella triste mañana de otoño.

Gaya estaba levemente sentada en la cama, cubierta con una manta muy fina y con una flor blanca entre las manos. Artemisa vio que Gaya acariciaba los pétalos de la flor con muchísima lentitud y delicadeza. La miró a los ojos y descubrió que los tenía anegados en unas brumas indisipables, en lejanía, en vacío... pero supo también que Gaya se hallaba en ese instante, junto a ella; quizá por última vez. La sobrecogió de ternura descubrir que, incluso en esos momentos en los que su vida se deshacía, Gaya conservaba la hermosura que la había caracterizado siempre. Gaya seguía siendo tan bonita como lo había sido a lo largo de su vida. Su bello rostro no había perdido la beldad que lo teñía y, en esos instantes, Gaya no parecía alguien terrenal, sino un ser procedente de un mundo dulce y mágico que moraría en la Tierra durante un tiempo completamente efímero y evanescente.

     Gaya —la llamó con mucha delicadeza y tristeza mientras se sentaba en la silla que había junto a su cama—. Hola, Gaya.

Gaya la miró lentamente. Durante unos largos momentos, Artemisa no pudo saber si realmente la veía o no; pero entonces Gaya agachó la cabeza y volvió a perder los ojos por la apariencia pura y tierna de la flor que sostenía.

     Gaya, soy Artemisa. ¿Puedes oírme? —le preguntó con un susurro cargado de lástima e impotencia—. Gaya, Gaya —volvió a apelarla mientras le acariciaba los cabellos.

     Sabía que ibas a venir —musitó Gaya con fragilidad—. No podías dejarme sola ahora.

     Gaya, cariño... Perdóname por no haber venido antes.

     He guardado esta flor para ti —le comunicó mientras se la ofrecía. Artemisa la tomó con mucho cuidado entre sus temblorosos dedos—. A ti te gustaban muchísimo los claveles blancos.

Aquellas palabras desconcertaron mucho a Artemisa, pues, aunque no le disgustaban aquellas flores, no recordaba haberle confesado a Gaya que las adoraba. Sin embargo, no le preguntó nada, sino que le sonrió con mucha luz mientras le decía:

     Gracias, Gaya. La guardaré con mucho cariño.

     No he podido conseguir más. Me duele la cabeza, me duele mucho —se quejó de repente acostándose en la cama—. Ayúdame, por favor.

     ¿Qué puedo hacer por ti?

     Ayúdame, madre.

Artemisa se quedó paralizada. En esos momentos no sabía si Gaya llamaba a la Madre Diosa o a la mujer que le había dado la vida, de quien nunca le había hablado en todos esos años que habían compartido.

     Madre...

     Gaya...

     Madre, temo irme sin pedirle perdón ni darle las gracias por haberme dado la vida, a usted y a padre, que siempre... Mire qué frágiles somos todos, sin excepción. Todos nos vamos.

     Gaya, soy Artemisa —le recordó con mucha tristeza, sabiendo que Gaya no la escuchaba.

     Es usted muy hermosa. No sabía que de joven fuese usted así, madre.

     Gaya, por favor... Di mi nombre por última vez. Por favor, recuérdame —le suplicó Artemisa con una voz quebrada, empezando a llorar sin poder evitarlo.

Gaya empezó a retirarle las lágrimas que le resbalaban por las mejillas con la misma dulzura con la que siempre se las había limpiado. Aquel gesto la desconsoló mucho más. Apoyó la cabeza en el pecho de Gaya mientras intentaba que los suspiros de dolor que le agitaban el alma no se convirtiesen en unos descontrolados sollozos de impotencia y muchísima tristeza, sobre todo tristeza.

     Lo siento. No sé quién eres —le confesó Gaya con una repentina y frágil lucidez—. Me duele mucho la cabeza.

La voz de Gaya sonaba cada vez más lejana, como si alguien estuviese dedicándose a desvanecerla. Artemisa alzó la cabeza y miró a Gaya con muchísimo cariño. Entonces descubrió que la sacerdotisa tenía los ojos entornados e intuyó que los párpados cada vez le pesaban más.

     Gaya... por favor, di mi nombre. Necesito escucharlo una última vez en tus labios...

     La Diosa me acoge ya en su abrazo. Me voy en paz. Dame la mano... sí... sí... eres tú. Dame la mano y ayúdame a partir, Artemisa. Despídeme con tu magia. Ya sabes lo que tienes que decir.

Artemisa estaba dominada enteramente por un llanto inconsolable, pero se esforzó por serenarse para poder satisfacer el último deseo que Gaya le pedía en la vida. Que la hubiese apelado con tanto amor le había acariciado el alma, pero también había ahondado las heridas que aquella situación tan triste le había horadado.

     Perdóname, Hécate, reina de las almas fenecidas, si celebro este ritual de una forma tan sencilla. Escucha mis palabras porque a ti vuelan portando mis más profundos deseos. Invoco a los elementos: a ti, aire, te invoco para que le ofrezcas a mi amada Gaya el último suspiro de vida; a ti, fuego, para que temples su postrera sonrisa; a ti, agua, para que la lleves a un nuevo nacer, a un mágico renacimiento; y a ti, tierra, para que la acojas en tu seno, para que hagas de tus raíces un lecho en el que duerma en paz hasta que la vida la reclame; y a ti, éter eterno, espíritu incansable que portas toda la fuerza, para que mantengas prendida la llama de su alma a través del olvido y del tiempo; a ti, Dios Cernunos, para que le enseñes a morar en la muerte y a regresar a la vida cuando le corresponda; y a ti, Diosa... —susurró con una voz quebrada—, a ti, Gran madre, Diosa... Diosa... a ti, para que seas su guía en este paso... Ay, Diosa... llévatela en calma, mi Diosa... Facilítale, Diosa, este tránsito... y dame fuerza, por favor, para soportar esta inmensa tristeza, Diosa, Hécate...

Artemisa no pudo continuar hablando. Tenía entre las suyas la mano de Gaya y, de repente, había notado que la leve presión con la que Gaya la había aferrado se desvanecía, se convertía en un sutil soplo de aire que se perdía en la muerte, en la última estela de vida que aquel cuerpo albergaba.

Artemisa supo que Gaya ya se había ido.

Y detectar su marcha la paralizó.

Mas tenía que seguir hablando para concluir ese ritual con el que se despedía de Gaya, de su amada madre, de su respetable y afable maestra, de la mujer que más puramente la había querido y posiblemente la querría en la vida.

     Llevadla con vosotros al mundo sereno en el que moran las almas que aguardan otra vida. Tomad su espíritu, pero no me arranquéis del último suspiro de su vida, no la apartéis para siempre de mí. Diosa, te ruego que le mantengas vivo en su alma mi recuerdo porque entonces no sabré cómo vivir mi destino. Y ahora os despido a todos, a vosotros, los elementos, a ti, Dios Cernunos, y a ti, mi amada Diosa... Gracias por... venir. —Tras aquellas palabras, luchó de nuevo contra la fuerza de su llanto. Cuando transcurrieron unos efímeros segundos, dijo—: Adiós, Gaya. Te quiero mucho, te he querido muchísimo, muchísimo. Gracias por todo lo que me has enseñado y dado, gracias. Te recordaré siempre, hasta el último suspiro de vida que quede en mí. Te quiero, Gaya. TE quiero, mamá.

Artemisa sabía que no debía ni podía reprimir ni una sola de las lágrimas que le brotarían del alma, pues el dolor que se las causaba era el más fuerte y destructivo que jamás había experimentado y, además, Gaya se merecía que la llorase de ese modo tan sentido.

Era consciente de que la desesperación y la tristeza que sentía no sólo se las causaba que Gaya hubiese fenecido, sino sobre todo saber que, en esa vida, nunca más volverían a abrazarse, jamás volverían a hablar ni tampoco compartirían la fe que tanto las inspiraba. La muerte era para Artemisa un paso más, una etapa más de la existencia, tan ineludible y esencial como la respiración; pero aquellos conocimientos no la calmaban, en absoluto, y en esos momentos creía que perdería la noción de sí misma para siempre por culpa de ese inmenso dolor que la destruía.

A través de sus hondos sollozos, Artemisa oyó que Gilbert entraba en la habitación de Gaya y que le acariciaba la cabeza con un cariño paternal y muy tierno que la emocionó mucho más. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se había despedido de Gaya, pues había perdido por completo la noción del tiempo y de sí misma; pero de repente fue consciente de que Gilbert no había podido decirle adiós a Gaya, a su único amor. Aquella certeza le hizo sentir inmensamente culpable, pero apenas podía distinguir las emociones que le anegaban el alma.

     Lo mejor será que nos vayamos, Artemisa. No creo que quieras ver lo que van a hacer con ella. Tienen que llevársela.

     ¿Cómo? —le preguntó Artemisa asustada.

     Ven, salgamos ya de aquí, por favor.

     Gilbert, no te has despedido de ella.

     Permíteme que lo haga a solas, por favor; aunque no nos queda mucho tiempo.

Artemisa se levantó de donde estaba sentada y salió de la alcoba de Gaya mientras se limpiaba las lágrimas con un pañuelo de tela. Mónica la esperaba en el salón, mirando por la ventana cómo la mañana se aquietaba y la luz del día se detenía en un fulgor deslumbrante que se le reflejaba en las lágrimas.

     Ya ha ocurrido, ¿verdad? —le preguntó a Artemisa sin mirarla.

     Sí —respondió ella con un hilo de voz.

     Artemisa, puede que ésta sea la última vez que nos veamos. Ahora ya no tienes ningún motivo para acudir a esta casa; pero me gustaría pedirte un favor.

     Sí, el que desees.

     Se trata de Lili, mi hija. Lili es muy especial. No es como las otras niñas y sé que aquí no va a ser feliz nunca. No te pido que te encargues de ella, en absoluto. Sólo quiero que me digas lo que tengo que hacer. No puedo entender las cosas que me dice y los profesores están preocupados por ella. Piensan que tiene problemas psicológicos y...

     No, no, no. No pueden cometer con ella el mismo error que a Agnes le destrozó la vida. ¿Cuántos años tiene Lili?

     Tiene catorce años. Está a punto de cumplir quince.

     Cuando cumpla dieciocho años, pregúntale si desea ser sacerdotisa de la Diosa. No importa si ahora no entiendes estas palabras. Sólo pregúntaselo. Si te contesta que sí, entonces permítele que viaje a la dirección que ahora te daré. —Entonces Artemisa sacó de su bolso de tela una libretita y un lápiz. Escribió la dirección de El templo de Hécate junto con algunas indicaciones para llegar sin problemas allí, arrancó la pequeña hoja y se la extendió a Mónica mientras le decía—: Si de veras la quieres y deseas que sea feliz, hazme caso, por favor.

Mónica no le preguntó nada a Artemisa. Aunque aquella mujer tuviese una personalidad y una forma de pensar muy distintas a las suyas, Artemisa supo que no desconocía el mundo que se escondía en la vida de Gaya; ese mismo mundo que componía su existencia y la mayor parte del sentido de su destino.

     Gracias, Artemisa —le dijo con un hilo de voz—. Supongo que no querrás asistir al entierro de Gaya.

     ¿Cómo? ¿Vais a encerrarla en un ataúd?

     Sí, por supuesto. Daremos una misa en su honor antes de...

     ¿Qué? —exclamó Artemisa escandalizada y a punto de estallar de impotencia.

     Quienes la queremos lo necesitamos.

     ¿Y qué ocurre con sus creencias, con su fe, con sus deseos? —le cuestionó incapaz de evitar que la rabia se apoderase de sus sentimientos—. ¡Gaya jamás habría querido que le hicieseis algo así!

     Artemisa, yo no creo en lo mismo que tú. No puedes obligarme a que no la despida como es debido.

     ¡No podéis hacerle eso! ¡No podéis enterrarla y permitir que se pudra en un ataúd! ¡No podéis obligarla a que escuche unas palabras que para nada tienen sentido!

     Artemisa, Artemisa —la apeló de pronto Gilbert con paciencia—, escúchame, cariño. Mónica tiene razón. A mí tampoco me gusta la idea de que encierren a Gaya en una caja de madera en la que desaparecerá para siempre; pero son ellos quienes han pagado su sepelio, quienes se han ocupado de los gastos de la funeraria y de todos esos procedimientos que...

     ¡Esos procedimientos insensibles e inhumanos! —gritó Artemisa descontrolada por la impotencia.

     ¿Y qué pretendes que hagamos con su cuerpo, maldita bruja? —le preguntó Mónica también perdiendo la paciencia—. ¿Quieres que la quememos o que la enterremos en el bosque como ella no cesó de pedirme que hiciésemos cuando se muriese?

     ¿Y por qué no escuchaste sus últimos deseos? ¡Aún estamos a tiempo de rectificar!

     Artemisa, no, cielo. Escúchame, por favor —le rogó Gilbert tomándola de los hombros—. Artemisa, tú y yo la despediremos como necesitamos, expresaremos nuestro dolor como nos lo pida el alma. Mónica y los demás familiares de Gaya tienen todo el derecho del mundo a celebrar la ceremonia que deseen para decirle adiós, para honorarla, ¿entiendes? Somos wiccanos y ellos son católicos —le susurró confidencialmente—. No actúes con la misma falta de respeto con la que ellos nos han atacado siempre. Cada persona es libre de celebrar una despedida a un ser querido como más le llene. No hay nada de malo en aceptar su fe ni sus procedimientos. Sin embargo, sé que no es falta de respeto ni de incomprensión lo que te hace comportarte así, sino la inmensa tristeza que sientes. Perdónala, Mónica. Está tan dolida que no puede controlar lo que dice.

     Será mejor que te la lleves de aquí cuanto antes. ¡Ah, y no pienso permitir que mi hija sea como tú! —le declaró mientras rompía la hoja que le había entregado.

Gilbert impidió que Artemisa volviese a protestar. La tomó de la mano y, con esfuerzo, la llevó hacia la salida de aquel edificio en el que se había apagado la vida que más luz y amor les había ofrecido a los dos.

Cuando se hallaron en el coche de Gilbert, Artemisa estalló en un llanto inconsolable. Sollozaba desesperadamente mientras se tiraba de los cabellos y se golpeaba en los muslos con rabia, impotencia y muchísimo dolor. Gilbert nunca la había visto llorar así. Deseaba pedirle que se calmase, pero sabía que Artemisa no podría escuchar ni la palabra más potente.

     ¡maldita sea! ¡Por la Diosa! ¡No pueden hacerle esto! ¿Por qué, por qué?

     Artemisa, cielo...

     ¿Por qué ha tenido que irse? ¡No lo entiendo! ¿Por qué Gaya, por qué? ¡Aún no le correspondía morir!

     Sí, Artemisa, sí había llegado el momento de su muerte, cariño.

     ¡No, no! ¡Ni siquiera sé de qué ha muerto!

     Tenía Alzheimer y sufrió un infarto cerebral que...

     ¡No, no, no y no! ¡No lo aceptaré jamás!

Entonces Artemisa salió rápidamente del coche de Gilbert sin que él pudiese detenerla.

     ¡Artemisa! ¿Adónde vas? —le preguntó siguiéndola.

     ¡No quiero estar aquí! —chilló desesperada deteniéndose en medio de la carretera.

     Artemisa, vuelve, cielo. Te llevaré a casa de Agnes.

     ¡Tampoco quiero ir allí!

     Te llevaré a donde me digas, pero vuelve aquí, por favor.

Artemisa obedeció a Gilbert. Se acomodó en el asiento del copiloto tras cerrar la puerta y, con una voz anegada en tristeza, le pidió:

     Quiero regresar al lugar donde la conocí. Deseo que celebremos allí un ritual para ella.

     Tú eres la única que conoce en qué rincón del mundo ella te encontró, así que tendrás que guiarme.

El trayecto hacia aquel bosque que había sido para todos un hogar sagrado fue largo y muy triste. La mañana se deslizaba lentamente por el cielo, acercando la luz del día a la del principio de la tarde. Llegaron cuando el resplandor del mediodía comenzaba a morir, pues aquel lugar se hallaba muy retirado de Gandela.

Se internaron en aquella naturaleza tan densa que, a aquellas horas de la tarde, parecía el lugar más acogedor de la Tierra. Artemisa guió a Gilbert, a través de los árboles, por caminos escondidos, hasta el rincón del bosque en el que se había encontrado con Gaya aquella mañana primaveral tan hermosa; justo aquel día en el que había empezado su verdadera vida.

     No ha cambiado nada —susurró Artemisa complacida mientras se arrodillaba en el suelo y miraba hacia el cielo—. No lo han destruido todavía. Sigue siendo el bosque más bonito que he visto en mi vida. Aquí, en esta senda que casi se ha borrado ya, junto a este prado, fue donde vi a Gaya por primera vez, donde comenzó mi verdadero destino, Gilbert. Siempre he pensado que fue la Diosa quien, en realidad, se presentó ante mí aquella mañana. Es aquí donde quiero que le dediquemos nuestro último adiós.

Gilbert se arrodilló junto a Artemisa y la miró con profundidad, indicándole con los ojos que debía ser ella quien iniciase ese ritual de despedida.

     No tenemos ningún objeto a nuestro alcance que nos ayude a concentrar nuestra energía; pero nos rodea la mayor fuente de poder y magia que existe. Tenemos a nuestro lado estos árboles tan vigorosos, nos envuelve el viento, cerca de nosotros se halla el río, nos encontramos sobre la tierra, bajo la cual arde el ígneo aliento de la Madre. Levantémonos, Gilbert, e invoquemos a los cinco elementos.

Cuando lo hubieron hecho, entonces Artemisa, como si nunca hubiese llorado desesperadamente, declaró con solemnidad y serenidad:

     Aire, que moras en el este; fuego, que vives en el sur; agua, que permaneces en el oeste; tierra, que forjas el norte; éter central, que formas todo aliento de vida; Dios Cernunos, que estás en el sol y en la fuerza de la masculinidad; y Diosa Madre, que estás en todas partes, en la tierra, en el cielo, en los mares, en los ríos y en el vuelo de las aves, a vosotros nos encomendamos para entregaros nuestra vigorosa energía y hagáis de ella unas alas que le permitan a Gaya volar hasta el mundo de la muerte; para que nos ayudéis a desprendernos de la debilidad y la inmensa tristeza que nos invaden el alma y nos impiden apreciar el brillo de la vida, para que nos permitáis seguir caminando en esta senda que tú, Madre, has creado para nosotros. Ahora, tomemos una potente inspiración y dejemos ir con la exhalación más fuerte que podamos soltar toda esa energía negativa que nos pesa...

El atardecer se hundía en las brumas de un ocaso creciente, gélido y otoñal mientras Gilbert y Artemisa, a través de ese sencillo y solemne ritual, se deshacían de toda esa tristeza que tanto les oprimía el alma; la que les impedía confiar en que, algún día, podrían reencontrarse con Gaya en otra vida, en otro mundo e incluso en la misma existencia en la que debían respirar.

4 comentarios:

  1. Es un final muy triste para Gaya. Un personaje muy importante, una columna importante en la vida de todos y a la que todos querían con locura. Su muerte no puede dejar indiferente a nadie, ni a los personajes ni a todo el que lea la historia. Es un personaje entrañable y se le echará de menos (tengo al menos el consuelo de que en el mundo click sigue viva).

    Yo dividiría el capítulo en dos partes: La discusión y la despedida de Gaya. Las dos muy distintas, con emociones muy dispares.

    Voy con la despedida de Gaya. Ha sido muy emotiva, muy triste. Sabía que moriría pero pensaba que sería en el próximo capítulo, así que me ha pillado un poco de sopetón. Artemsia puede sentirse muy afortunada, porque aunque el dolor de encontrarla en ese estado es muy grande y descubrir que te confunde con su madre y delira, al final la ha reconocido, ha pronunciado su nombre. Ha conseguido despedirse de ella, además de una forma mágica. Se ha ido yo creo que en paz consigo misma, tranquila e incluso me atrevería a decir que feliz. Su muerte es triste, pero es un final al que muchos les gustaría llegar así. El ritual muy bonito y así han honrado su memoria, haciendo algo que ella deseaba y en lo que realmente creía. Es la parte positiva de todo el capítulo. Me he sentido muy triste por su muerte, que encima coincide con lo mal que está Pacita (ojalá se recupere, es una persona maravillosa a la que es imposible no querer y admirar) y el fallecimiento del amigo de Joan Albert...estas cosas te hacen pensar mucho y te planteas muchas cosas.

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  2. Me has hecho sentir mucha tristeza, y al mismo tiempo me has hecho pensar en la vida y la muerte. Aunque también he vivido momentos de indignación y rabia.

    Me dijiste que puse a Artemisa verde, ains, y la verdad es que no es lo que quiero transmitir. Artemisa es un personaje que me gusta, de siempre. Como todo ser vivo, se equivoca y a veces hace las cosas bien y otras mal, no pasa nada. Lo que pasa es que me da rabia que no reaccione, quiero que el personaje sea feliz.

    Aunque no quiero que parezca que la voy a seguir poniendo verde, no sería justo que te mintiese a la hora de opinar o comentar sobre lo ocurrido. Me a impactado muchísimo el comportamiento de Artemisa en dos ocasiones: Con Agnes cuando le dijo que no iría a despedirse y cuando habla con Mónica.

    Agnes: ¡¡No es justo todo lo que le dice!! Es que encima, en su caso se cumple el dicho "habla el que más tiene que callar", y es verdad. Artemisa se fue, buscando un futuro diferente en otra parte. No se le puede reprochar nada, es su vida y sería injusto, debe buscar la felicidad y la paz consigo misma allá dónde crea que la encontrará. Eso lógicamente tiene sus consecuencias, dejas a tus seres queridos, con sus problemas, con sus vidas, con sus enfermedades. Se fue cuando Gaya estaba enferma (ella no se lo imaginaba) y cuando regresa, se atreve a reprochar a Agnes un montón de cosas injustamente. Precisamente a Agnes, que no le reprocha en ningún momento nada, que se comporta muy bien con ella, que le invita a su casa, que se acuesta en su cama y la rechaza de nuevo, pero no se lo toma en cuenta. Se despierta con una pesadilla, le avisa que debe ir a ver a Gaya, está vomitando enferma, le dice que no se encuentra bien y ella, le salta con esos reproches, chillando de esa manera como una lunática, ¡¡pero esto que es!! (Como diría el del telediario jajaja). Cada palabra que salía de su boca era una puñalada. Sabiendo como está Agnes...¿Regresa y se comporta así? Vale, comprendo que el dolor por la muerte de Gaya le haga perder un poco la cabeza, pero...¿tanto? ¡¡Está poseída por el ser ese que la persigue!! No encuentro otra explicación. Se mete tanto con ella (parece mentira que no conozca el estado de Agnes y lo que le conviene o no) que consigue que pierda la cabeza...ya le vale. Veo más con los pies en la tierra y sabia a Agnes que a ella.

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  3. Mónica: Loquísima hablando así a la hija de Gaya. Ojo, que le paga el viaje que debe valer una pasta, le da el pésame diciendo que lo siente mucho (cuando ella es la hija, pero entiende que se querían mucho), la deja despedirse de ella, dejando que viva sus últimos segundos de vida, a solas. Mónica que es su hija no está presente, se queda a parte...¡¡Se porta muy bien!! Pero nada, que aunque sepa que ese no era su deseo, que ella quería ser enterrada en el bosque, es de cajón que eso no lo haría Mónica (si ella misma se opuso a enterrar a Neftis en el bosque, que le parecía una locura), ahora se vuelve loca y grita a la hija de la fallecida, en su casa, después de todo lo que hace por ella. Además que le pide ayuda para Lili, busca en ella un apoyo y parecía dispuesta a aceptar su consejo. En un segundo, lo tira todo por la borda. Mónica también está un poco tocada, lógicamente, le paga el viaje, le dice lo siento pero luego le dice bruja y rechaza su ayuda...en fin, están todos mal con la muerte de Gaya, pero esperaba en Artemisa un comportamiento más...sabio, o racional, no sé.

    Luego sale como loca del coche, que no quiere ir a ningún lado y el pobre de Gilbert, que lo deben coronar santo o entregarle el premio a la persona más paciente e inteligente de la tierra. Para mi es el que pone cordura, el que realmente maneja la situación, y eso que debe estar sumido en un dolor inmenso.

    En fin, que he alucinado en colores con Artemisa. Vale, que entiendo que está mal por la muerte de Gaya y eso la exculpa un poco de lo que dice y hace, pero me sorprende. En un momento así de tanto dolor uno puede reaccionar de mil maneras, y ella ha reaccionado así, perdiendo un poco la cabeza, o al menos esa es mi impresión.

    En fin, me he emocionado con el capítulo, por su fuerte carga emocional (también me dolía ver a Gaya así, en ese estado...es muy duro), y me parece sublime la forma en la que lo describes todo. Has conseguido meter un montón de emociones en un solo capítulo y creo que es magistral, me encanta. Estoy deseandísimo de saber que ocurre a continuación!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

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  4. Me ha llegado muchísimo este capítulo, ya sabes que ahora la muerte de alguien querido, como es Gaya para Artemisa, pues en muchos sentidos es su madre, me afecta de un modo muy especial. Tienes mucha sensibilidad y un modo muy delicado de escribir para describir cosas que son tan hondas y tan misteriosas. En primer lugar, es muy importante ver cómo la muerte lo cambia todo; venimos de un capítulo presidido por la tensión entre Agnes y Artemisa, y aquí empezamos también con esa misma tensión, pero transformada totalmente, y lo que antes era eros ahora es thanatos. Artemisa, en primer lugar, ha juzgado muy mal a Agnes; ha sido mucho más sencillo para ella desaparecer y regresar ahora que estar al pie del cañón, y de ningún modo tiene ningún derecho a reprochar nada a Agnes, al contrario, en todo caso ella misma tendría que admitir que sí se le pueden echar con mucha razón bastantes cosas en cara. Me sorprende, desde luego, que Agnes no tenga las fuerzas de dar un último adiós a Gaya, pero si lo pienso tampoco es tan sorprendente, porque en realidad durante dos años, es lo que ha hecho, tanto en el día a día como incluso a través de los sueños, y vivir un último momento de agonía no es más apurar el último trago de un cáliz que ella ha bebido y en cambio Artemisa no ha probado.

    El encuentro con Gaya es precioso, dentro de la tristeza y el declive se nota que la magia es tan intensa en ella que cada gesto final es maravilloso, desde esa flor blanca hasta el que reconozca a Artemisa y le dé ese último adiós que tanto necesita, de verdad que es imposible leer eso sin emocionarse, yo lo hice, y mucho.

    Y lo cierras todo sin dejarte llevar por la magia de ese momento, haciéndonos regresar a lo terrenal con la terrible discusión con Mónica. Gilbert intenta suavizar las cosas, pero al final el choque se produce con toda su crudeza, y a mí lo que me duele más no es que vayan a enterrar a Gaya teniendo en cuenta no sus deseos, sino los de sus familiares, pues eso al fin y al cabo se comprende al menos en parte, y por otro lado no creo que perjudique a Gaya y en cambio sí puede consolar a sus familiares; lo que me parece mucho peor es que para Lili se puede abrir un infierno a partir de ahora, espero que de alguna manera se puedan poner en contacto con ella para decirle que no está sola y que solo ha de esperar un poco siendo fuerte.

    Finalmente Artemisa puede descargar un poco toda su frustración rememorando a Gaya de un modo que le parece más adecuado, es triste y hermoso a la vez que busque los lugares del pasado. El último párrafo es maravilloso, lo he leído varias veces, creo que es de los más bonito que has escrito... El atardecer se hundía en las brumas de un ocaso creciente, gélido y otoñal mientras Gilbert y Artemisa, a través de ese sencillo y solemne ritual, se deshacían de toda esa tristeza que tanto les oprimía el alma; la que les impedía confiar en que, algún día, podrían reencontrarse con Gaya en otra vida, en otro mundo e incluso en la misma existencia en la que debían respirar.

    No se puede escribir nada después de eso.

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