Capítulo 5
Un último impulso
A Agnes le costaba medir el tiempo que
llevaba viviendo en aquel hospital en el que tanto la despreciaban. Ella se
sentía continuamente rechazada, a pesar de que los enfermeros se esmerasen en
convencerla, a través de sus atenciones, de que siempre se preocupaban por su
bienestar anímico y físico. Agnes sabía que a aquellas personas no les
interesaba en absoluto su vida. Sólo actuaban guiadas por la obligación, por
las normas a las que debían responder para seguir trabajando en aquel lugar. A
Agnes le parecía que allí nadie tenía sentimientos. Se imaginaba que el pecho
de aquellos seres estaba completamente vacío. No encontraba vida en sus ojos,
únicamente severidad. No detectaba calor en esas manos que la agarraban de los
brazos para arrastrarla hacia los sitios en los que ella debía estar. Éstas
eran gélidas como el hielo y agresivas como las garras de una fiera indomable.
Agnes notaba que su materia se convertía en polvo cuando alguno de aquellos
enfermeros se acercaba a ella para arrancarla de su habitación. Creía que aquellas
manos que la obligaban a acudir a los rincones más temibles del hospital podían
desfigurar completamente su vida, su alma, su corazón y su cuerpo.
Siguió pasando el tiempo. La soledad se
convirtió en un hogar para Agnes. Vivía en ella como habita la lluvia en las
nubes, como moran las estrellas en el firmamento; de forma perenne, inmutable,
sempiterna. La soledad se había vuelto tangible y visible, se había
corporeizado para acompañarla siempre. Agnes intentaba encontrar paz en los
brazos de aquella soledad, pero ésta siempre deshacía cualquier haz de calor
que pudiese ampararla, destruía las ilusiones que todavía se negaban a
marcharse de su corazón y silenciaba la voz de sus sueños. Poco a poco, Agnes
fue sumiéndose en una apatía profunda y desgarradora que apenas se
resquebrajaba, que la mantenía lejos de las palabras con las que los demás
trataban de llamar su atención, de los hechos que ocurrían a su alrededor e
incluso de los susurros a través de los que su alma intentaba expresarse.
Y así empezó a fenecer su capacidad de
soñar, de ilusionarse, de seguir siendo ella misma pese a las tristes
experiencias con las que la vida la golpeaba. Agnes comprendió que debía
conformarse con aquel presente tan frío, tan vacío y asfixiante. Empezó a creer
que aquellos momentos eran el preludio de su muerte. Ella sentía que su alma
estaba apagándose como lo hace la luz de las estrellas cuando llega el
amanecer. Y lo que más la entristecía era no conocer el modo de retener en sí
misma su voz, sus pensamientos y sus recuerdos; los que también habían comenzado
a alejarse de ella. Notaba que su ser se había tornado un remolino de polvo que
se mezclaba con el olvido. En la vigilia, en el mundo de los sueños y en cada
instante que vivía la esperaban la locura y la infinita lástima que se había
esparcido por todo su mundo. La locura la amenazaba desde cualquier rincón,
desde los ojos de los que la miraban, desde las palabras que oía, desde
cualquier ápice de luz o de sombras que invadiese las estancias de aquel
horrible hospital en el que parecía no existir el aliento, en el que no era
posible encontrar ni el menor soplo de libertad y amor.
Agnes nunca había experimentado antes la
sensación de asfixia que provoca el encierro, la falta de libertad y de aire
para respirar. Ella siempre había corrido por el bosque, a través de los
árboles, por las calles de su aldea y por los campos sin que nadie la
detuviese, ni tan sólo su madre, quien siempre se preocupaba en exceso por lo
frágil que ella parecía. Lo único que Agnes había conocido hasta entonces era
el impulso de la libertad, el soplo del viento impeliéndola a saltar las
piedras, el abrazo de la tierra, el lagrimear de la lluvia, la humedad de los
ríos y el sonido de las ramas al ser mecidas por brisas frescas. Cuando era
libre en su mágica tierra, jamás se había planteado la posibilidad de que la
arrancasen de allí para apresarla, para cortarle tan impiadosa e injustamente
sus alas vaporosas e intangibles.
Y la sensación de asfixia le llegó mucho
antes de lo que ella habría podido imaginarse. Ni siquiera sabía que existía.
La descubrió allí, en aquel hospital en el que nadie parecía tener corazón, en
donde las palabras se ahogaban, donde el silencio agrio de la incomprensión se
alzaba muy alto, acallando cualquier caricia, cualquier sonrisa y destruyendo
toda mirada amable. La conoció entre aquellos enfermeros y doctores que
supuestamente querían ayudarla a curarse de una enfermedad que, bien lo sabía
ella, nunca había padecido ni padecía y entre los demás internos, con quienes no
podía ni tan sólo intercambiar una mirada bondadosa, quienes solamente la
observaban para juzgarla, para espiar o reprobar todos sus gestos y
movimientos, para detener cualquier sensación agradable que pudiese invadirle
el alma.
El doctor Martín le había pedido que le
escribiese todo lo que ella sentía, pensaba y recordaba para poder entenderla
mejor, pero enseguida Agnes entendió que aquellas confesiones solamente servían
para ahondar la idea que todos tenían de ella, para profundizar la certeza de
que ella estaba enferma, irrevocable y gravemente enferma. No merecía la pena
que se esforzase por defenderse, por asegurar que se encontraba bien, que lo
único que experimentaba era una inmensa nostalgia por su hogar. No merecía la
pena que le hablase a aquel hombre de sus recuerdos más tiernos, pues él sólo
se fijaba en los sentimientos que la impulsaban a narrar aquellos momentos.
Cuando la miraba a los ojos, Agnes se estremecía, puesto que tenía la impresión
de que ese hombre, con su mirada penetrante, podía descubrir todos los
pensamientos y las emociones que le impregnaban el corazón.
Así pues, llegó un momento en el que
decidió que no volvería a entregarle a Martín ni una sola palabra más. Se quedó
en silencio tanto por dentro como por fuera de ella misma. No deseaba compartir
con nadie sus profundos pensamientos ni sus cambiantes sentimientos. Tenía la impresión
de que, cuanto mejor la conocían, peor la trataban. Empezó a creer firmemente
que habían comenzado a aplicarle tratamientos tan horribles por culpa de la
sinceridad con la que ella anhelaba describir sus recuerdos, sus emociones, sus
deseos.
No obstante, durante unas semanas, Elena no
volvió a tratarla con aquella terapia que destruía tanto su memoria y su
consciencia. Agnes creyó que nunca más tendría que enfrentarse a la agresiva
mirada de aquella despiadada mujer. Cada vez que recordaba el modo como la
agarraba de los brazos y le inyectaba aquellas medicinas que desvanecían su
consciencia, se estremecía tan profundamente que no podía evitar que su razón
comenzase a temblar hasta casi apagarse. No podía controlar el pánico que se
apoderaba de ella cuando rememoraba aquellos espantosos momentos.
Sin embargo, su situación cambió
enseguida, cuando ella estaba empezando a acostumbrarse a aquel abandono al que
todos la habían lanzado. El doctor Martín acudió una mañana a su habitación y,
tras saludarla con distancia, la tomó del hombro y la instó a caminar por el
pasillo estrecho y oscuro que comunicaba algunas de las alcobas del hospital.
Agnes deseaba preguntarle adónde se dirigían, pero se mantuvo en silencio hasta
que llegaron a la consulta de aquel hombre que fingía preocuparse tanto por
ella y para el que en realidad su vida era un caso más sin carácter ni importancia.
Cuando se adentraron en la consulta del
doctor, Agnes se sobrecogió profundamente al descubrir que, allí, la aguardaba,
de nuevo, la imponente y violenta figura de Elena. Elena le dedicaba a Agnes
una mirada triunfante, como si intuyese las sensaciones que habían comenzado a
esparcirse por el alma de aquella chica tan asustadiza y entristecida.
El pánico más desgarrador se apoderó de su
alma y de sus pensamientos. Agnes notó que el corazón empezaba a latirle con
una velocidad vertiginosa. Cada palpitación le golpeaba en el pecho hasta
hacerle temblar. La imagen de Elena la atemorizaba tanto que se creía incapaz
de actuar.
—
Hola de nuevo, Agnes —la saludó sonriéndole con
frialdad. Aquella sonrisa le pareció tan malévola, tan despiadada, tan
sarcástica incluso...
—
Elena, Agnes está muy deprimida. Es necesario
que termines con ella el tratamiento que empezaste hace unas semanas, y esta
vez no debemos interrumpirlo.
—
Nunca tuvimos que interrumpirlo —le aseguró ella
con firmeza—. ¿No has notado ninguna mejoría en su enfermedad?
—
Al contrario, me parece que se encuentra mucho
más deprimida.
—
Yo te sacaré de esa tristeza absurda que sientes
—le susurró a Agnes mientras la tomaba violentamente del brazo—. Ven conmigo.
Agnes deseaba pedirles que la dejasen en
paz, que no la torturasen más, que le permitiesen marcharse de allí; pero no
sabía cómo debía utilizar su voz. No había olvidado la promesa que se había
hecho a sí misma de no romper aquel profundo silencio en el que deseaba
encerrar todas sus palabras y pensamientos, pero tampoco recordaba cómo podía
emplear su facultad de expresarse. Estaba tan aterrada que no controlaba ni sus
sentimientos ni sus reacciones.
Cuando notó que Elena la asía con tanta
fuerza, Agnes empezó a removerse inquieta, intentando que aquellas garras frías
y gélidas la soltasen; pero Elena cada vez le apretaba más agresivamente el
brazo, provocándole a Agnes un dolor punzante que se le repartía
estremecedoramente por todo el cuerpo. Entonces Agnes, sin poder evitarlo,
comenzó a gritar despavorida mientras se esforzaba por aferrarse a la puerta de
la consulta.
—
¡Estate quieta, maldita! —le chilló Elena mientras
la golpeaba en la cabeza con su otra mano.
El doctor Martín, enseguida, acudió junto
a Agnes y la asió con firmeza de la cintura para evitar que se moviese. Agnes
cada vez se hallaba más lejos de sí misma, más dominada por ese inmenso terror
que había destruido su quietud inmutable. Al notar que otras manos restringían
sus movimientos, intentó lanzarse al suelo para conseguir liberarse de aquellas
garras; pero éstas eran mucho más fuertes que su voluntad y que sus deseos.
—
¡Duérmela! —le ordenó Elena a Martín con una
furia desgarradora—. ¡Haz algo para que se calme!
—
Agárrala bien y no permitas que se mueva. Iré a
prepararle una inyección.
Al oír aquellas palabras, el terror que se
había apoderado tan irreversiblemente de Agnes se volvió muchísimo más potente.
Agnes apenas recordaría aquellos momentos cuando aquella crisis hubiese pasado.
Lo único que sabría sería que, una vez más, aquel médico que supuestamente la
cuidaba y la enfermera que le aplicaba aquellas terapias tan estremecedoras con
las que deseaba curarla de una enfermedad que ella no padecía habían vuelto a
maltratarla, habían vuelto a destruir su consciencia y su alma.
—
¡Estate quieta, maldita meiga! —oyó que gritaba
otra voz. Enseguida reconoció a Berta tras aquellas palabras.
—
Berta, ayúdame a dominarla —le pidió Elena con
rabia y repugnancia, como si tener a Agnes entre sus manos le resultase
incómodo y desagradable.
—
Estás portándote muy mal, Agnes —le recriminó
Berta asiéndola de los hombros y mirándola profundamente a los ojos—. Si sigues
actuando con tanta violencia y agresividad, nos veremos obligados a encerrarte de
nuevo en el sótano, así que lo mejor será que intentes calmarte. ¿Me has
entendido?
Sin embargo, las palabras de Berta, en
lugar de estremecer a Agnes hasta desvanecer el terror que se había adueñado de
ella, profundizaron irrevocablemente su desesperación. Agnes empujó a Berta con
sus trémulas manos mientras, de nuevo, pugnaba por huir de las garras de Elena.
Entonces, sin que ni siquiera Berta lo previese, Elena comenzó a golpear a
Agnes en la cabeza, en la espalda y en el rostro con una violencia que incluso
a Berta le rasgó el corazón.
—
¡Esto es lo único que te mereces, despreciable
bruja! —le gritaba Elena mientras le pegaba cada vez con más saña.
—
Elena, ya basta, por favor —le pidió Berta
sobrecogida, expresándose con un susurro trémulo.
—
Pero ¿qué te ocurre, Berta? ¡No la sueltes,
maldita sea! —le ordenó al notar que Berta disminuía la fuerza con la que
retenía a Agnes, quien en esos momentos lloraba silenciosa y profundamente y
temblaba con una brutalidad estremecedora—. ¡Agárrala con más potencia o se nos
escapará!
—
No le pegues más, Elena —le pidió Berta con
lágrimas en los ojos—. ¿No te das cuenta de que está muy asustada?
—
Berta, no estarás encariñándote con la meiga,
¿verdad? —le preguntó Martín con ironía y burla mientras se acercaba a ellas
portando una jeringuilla en la mano.
—
Simplemente no creo que sea necesario que la
tratéis de este modo.
—
Por supuesto que sí —la contradijo Elena dándole
una bofetada a Agnes—. Las locas como ella no se merecen otro trato.
Agnes estaba tan inmensamente asustada y
desolada que no oía las palabras que intercambiaban las personas que la
rodeaban. Lo único que sentía era el dolor que le provocaban los golpes de
Elena y la desazón que se le clavaba en el alma sin cesar, como si ésta tuviese
materia y fuese una espada afilada que le rasgaba las entrañas. Experimentaba
unas terribles ganas de llorar que no podía controlar. Ni siquiera sabía si
estaba llorando, pues hacía varios instantes que había perdido la noción de sí
misma, de lo que le revelaba su cuerpo y su alma y de lo que sucedía a su
alrededor.
Si Agnes hubiese oído las palabras con las
que Berta trataba de defenderla, habría empezado a confiar en que en aquel
lugar no estaba tan sola como creía; pero Agnes jamás conocería la actitud de
Berta. Agnes siempre creería que aquella enfermera era tan cruel y despiadada
como las demás personas que formaban parte de ese mundo horrible en el que
estaba obligada a habitar.
De pronto, percibió que alguien le clavaba
un objeto punzante en el brazo. En breve, su consciencia comenzó a silenciarse.
Unas brumas densas inundaron su alrededor y un sopor profundo y espeso se
cernió sobre su despavorida alma. Perdió el conocimiento mucho antes de lo que
nadie preveía y cayó dormida entre los brazos de Berta, quien en esos momentos
sentía por Agnes una infinita compasión que debía esconder bajo la máscara
hecha de severidad y agresividad con la que tenía que revestirse.
—
Ahora sí puedo llevármela a mi consulta —declaró
Elena con seriedad—. Martín, quiero que, la próxima vez, me traigas a Agnes ya
dormida. ¿Me has entendido? Yo no tengo por qué tolerar estas escenas. Me
repugnan infinitamente.
—
Sí, de acuerdo. Así lo haré —le prometió Martín
también con distancia y frialdad.
Berta se alejó de allí notando que el
corazón se le había llenado de desconsuelo. No podía negar que Agnes estaba
enferma y que incluso podía ser peligrosa, pero no entendía por qué la trataban
de ese modo, por qué ni siquiera se planteaban la posibilidad de comprender de
dónde provenía la inmensa depresión que se había adueñado de ella. No obstante,
se esforzó por silenciar las emociones que le inspiraba la situación de Agnes,
puesto que tenía rotundamente prohibido encariñarse y apiadarse de algún interno.
Los pacientes debían ser solamente personas enfermas, nada más, y así se lo
habían enseñado hacía ya muchísimos años, desde que había empezado a trabajar
en aquel horrible lugar.
Agnes perdía la calma irrevocablemente
cada vez que presentía que el doctor Martín se dirigía hacia su habitación para
llevarla junto a Elena; la mujer que más terror le inspiraba y le inspiraría a
lo largo de toda su vida. Además, nunca podía evitar que Martín la durmiese
inyectándole medicinas contra las que su cuerpo no podía luchar. En algunas
ocasiones, Agnes había intentado escaparse de su alcoba antes de que alguien la
buscase, pero apenas conseguía abrir aquella fuerte puerta que la separaba de
la libertad. Entonces se encerraba en el cuarto de baño, rogando que nadie descubriese
dónde se había escondido.
El pánico más feroz se apoderaba de ella
cuando oía que alguien abría la puerta de su habitación y la buscaba por todos
sus rincones. Entonces, desesperada por el terror, Agnes se apoyaba en la
puerta del cuarto de baño y la presionaba con sus trémulas y delgadas manos
creyendo que su débil fuerza conseguiría liberarla de las garras de quienes tan
triste y violentamente la trataban. Prácticamente siempre era Elena quien
acudía en su búsqueda, quien abría agresivamente la puerta de aquella pequeña
estancia, quien la agarraba con mucha furia de los brazos y empezaba a
arrastrarla por el suelo mientras le daba patadas en la cabeza o la golpeaba en
la espalda. Elena era una mujer muy robusta que poseía un vigor estremecedor
contra el que Agnes era incapaz de pugnar. Cuando advertía que no podía huir de
las manos de Elena, entonces el pavor que se había esparcido por su alma se
volvía inquebrantable y ensordecedor. Aquel inmenso miedo destruía su
consciencia. Agnes perdía el conocimiento mucho antes de que el doctor Martín o
Elena le aplicasen aquellas inyecciones que tan irreversiblemente la
distanciaban de la realidad.
La horrible terapia con la que Elena
trataba de curarla estaba destruyéndola irrevocablemente, estaba provocándole
heridas que nunca se le curarían, heridas hechas de miedo, de tristeza, de
desconsuelo y desconfianza. Agnes cada vez se sentía más desvalida, más
desolada y desanimada, más inestable anímicamente. Además, notaba que le
costaba mucho recordar. Evocar los momentos más bonitos de su pasado le resultaba
casi imposible. Debía releer lo que ella misma había escrito hacía unas semanas
para asegurarse de que su vida no estaba vacía, para cerciorarse de que había
vivido de veras, de que todavía tenía pasado y de que no había permanecido
siempre flotando en aquella extraña nada que tanto la absorbía.
Poco a poco, fue perdiendo el aliento, el ímpetu
de caminar, de abrir los ojos todos los días. Se levantaba porque la obligaban
a abandonar el lecho en el que tanto se protegía. Le servían comida que ella prácticamente
no probaba, sólo se atrevía a ingerir algunos pedacitos de verdura o fruta que
enseguida le hacían sentir náuseas.
Agnes notaba que poco a poco estaba
perdiendo la capacidad de soñar, de recordar con amor, de confiar en la vida.
Una mañana, al abrir los ojos, se descubrió anhelando que aquélla fuese la
última vez que se despertaba. Llevaba ya demasiados meses encerrada en aquel
lugar, viviendo una muerte prematura y gélida que continuamente apagaba su voz
anímica. Agnes notaba que apenas le quedaban ya pedacitos de su alma. Estaba
perdiéndose irrevocablemente en el abismo de la tristeza sin que nadie se
esmerase en rescatarla.
«Se a miña vida será sempre isto, se todos os días vou espertar neste
horrible lugar, se nunca máis poderei regresar á miña terra, ao meu verdadeiro
fogar, entón non merece a pena que viva. Non quero vivir se vou podrecerme aquí,
neste maldito hospital», se decía cuando el sueño la abandonaba y la
vigilia la arrancaba del único sitio en el que podía sentirse más o menos protegida.
Sin embargo, Agnes no deseaba rendirse tan
fácilmente. La libertad no podía ser tan inalcanzable. No era posible que fuese
tan inconcebible la idea de huir de allí. Así pues, una noche, reunió en su
alma la poca valentía que le quedaba y, cuando notó que nadie respiraba cerca
de su habitación, se acercó a la ventana triste y pequeña por la que apenas se
adentraba La Luz del día y, a través del cristal traslúcido que le impedía
respirar el aliento de la noche, miró al exterior preguntándose cómo podría escapar
de allí. Siempre que se asomaba a aquella ventana, se sobrecogía al ver que el
hospital en el que la habían encerrado estaba rodeado por una muralla de piedra
que parecía inquebrantable. Desde que había llegado allí, Agnes nunca había estado
en el jardín mustio y lastimoso que trataba de embellecer aquel horrible lugar,
pues siempre le habían prohibido abandonar la quietud y la protección gélida de
su dormitorio.
La oscuridad de la noche era absoluta, era
mucho más profunda que su tristeza, pero no permitió que aquella desalentadora
visión tan nebulosa la desencantase ni la acobardase. Recordó todas aquellas
ocasiones en las que había abandonado el amparo de su hogar para acudir al
bosque. Rememoró todas aquellas noches que, sigilosamente, se escapaba del
silencio que invadía su morada y corría a través de las calles empinadas y
arenosas de su aldea, en busca de la libertad, hasta internarse en aquella
naturaleza que tanto la protegía y la comprendía.
Aquellos recuerdos parecían formar parte
de otra vida muy distinta a la suya; una existencia que había respirado incluso
en otra dimensión muy remota a la que albergaba sus días. Sin embargo, la
hermosa nostalgia que los impregnaba le llenó el alma de fortaleza y valentía.
Casi sin pensar en lo que hacía, tomó
entre sus débiles manos la silla en la que siempre se sentaba para escribir y
la estrelló contra la ventana de su habitación. El cristal que la distanciaba
del aire de la noche estalló en mil pedazos y el aliento de la libertad se
adentró tímidamente en aquella alcoba en la que tan difícil era respirar.
El frescor de aquella noche veraniega le
acarició el rostro con mucha premura, como si estuviese dándole la bienvenida a
la vida. Agnes sonrió encantada por primera vez después de mucho tiempo sin
hacerlo e incluso notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Su alcoba se hallaba en la planta baja del
hospital, por lo que apenas la separaban unos metros del suelo. Agnes se apoyó
en el alféizar de la ventana y se impulsó hacia afuera intentando no preguntarse
cómo sería su caída. Notó que el oscuro aire de la noche la envolvía y se le esparcía
por el cuerpo una poderosa sensación de euforia.
Cayó delicadamente al suelo y entonces, al
sentirse libre al fin de la pesada atmósfera que se encerraba en su habitación,
empezó a correr sin conocerse apenas el lugar por el que se desplazaba, pero
aún no había olvidado cómo debía moverse a través de la noche. Enseguida sus ojos
expresivos y profundos se acostumbraron a la oscuridad que rodeaba aquel
horrible edificio y así pudo descubrir dónde se hallaba la puerta que podía
liberarla de aquella absorbente prisión.
No podía creerse que al fin fuese libre.
Le costaba aceptar que aquel momento perteneciese a la vigilia que inundaba sus
instantes. Antes de empezar a caminar, se volteó ligeramente y le dedicó a
aquel horrible edificio que la había encerrado con tanta impiedad una última
mirada anegada en desprecio, pero también en esperanza. Sin embargo, intentó
que la euforia que había empezado a crecer por dentro de ella no la despistase.
Debía apresurarse a salir de allí antes de que alguien advirtiese su ausencia.
Respiró profundamente, captando que por su
ser se expandía el olor de la libertad, de la vida, de la ilusión. Lo que más
adoraba de aquel momento era el intenso aroma a rocío que flotaba por el aire.
Los árboles que trataban de sobrevivir en aquel jardín pedregoso y artificial
exhalaban un revitalizante aroma a savia y a hojas secas, acariciadas por la
fuerza del estío. A Agnes aquellas percepciones le recordaron a cuando el
atardecer cubría los campos, refrescando con su suave llegada las plantas que
el sol tanto había templado. Se acordó de que, algunos crepúsculos, por la
aldea se repartía un acogedor olor a lumbre, a hojas quemadas, y aquel recuerdo
se le clavó en el corazón como si fuese tangible y tuviese la capacidad de
rasgarle el alma.
No obstante, aquellos recuerdos también la
impulsaron a ser fuerte. Caminó rápidamente hacia la puerta cuya sombra había
adivinado en medio de la oscuridad y, cuando al fin la tuvo ante sí, la tocó
con sus manos trémulas. Se sobrecogió profundamente al descubrir que aquella
puerta estaba hecha de hierro forjado y que estaba protegida por una gran y
gruesa cadena que solamente se abría con una llave que, evidentemente, ella no
poseía.
El desaliento más hondo y agresivo se
apoderó de su alma, pero Agnes no deseaba rendirse todavía. Se aferró a los
barrotes que formaban aquella puerta tan agresiva e intentó escalarla empleando
una energía de la que prácticamente no gozaba. Apenas comía, por lo que carecía
del ímpetu necesario para realizar cualquier esfuerzo; pero las ansias de
libertad la impelían con una potencia devastadora.
De repente, cuando creía que conseguiría
llegar a la cima de aquella horrible puerta que la retenía, alguien interrumpió
bruscamente el silencio de la noche; aquél que hasta entonces la había
`protegido. El miedo la detuvo y atenuó la fuerza con la que se aferraba a
aquellos barrotes fríos que olían a óxido.
—
¿Quién hay ahí? —preguntó una voz violenta.
Agnes reconoció a Berta en aquellas palabras anegadas en severidad—. ¿Eres tú,
Agnes? ¿Se puede saber qué haces? ¿Por qué no eres capaz de obedecernos,
maldita sea?
Agnes experimentó unas devastadoras ganas
de llorar cuando notó que Berta la aferraba de los pies y la impulsaba hacia el
suelo sin el menor rastro de cariño ni de humanidad. Las lágrimas ya le
resbalaban por las mejillas cuando se halló totalmente al alcance de las
gruesas manos de aquella mujer tan despiadada e incomprensiva, quien la había
asido con un vigor sobrecogedor de los brazos y la arrastraba hacia el interior
de aquel lugar que tanto estaba destruyendo su aterida alma.
Quiso gritar, quiso pedirle que le
permitiese volver a su hogar, quiso advertirle de que jamás conseguirían
curarla porque ella no estaba enferma, pero de pronto se acordó de que se había
prohibido a sí misma hablar en aquel lugar.
—
Has hecho algo muy grave, Agnes. Te has
equivocado, Agnes. Has intentado escaparte. Ése es el peor error que podías
haber cometido. Me temo que tendré que reprenderte por tu comportamiento. No
puedo permitir que tu falta quede impune. Como Martín o Elena se enteren de lo
que has hecho, te aplicarán el peor de los castigos, así que seré yo quien te
dé el escarmiento que te mereces. Permanecerás encerrada en el sótano durante
un día y, después, te asignaremos otra habitación, esta vez sin ventana, de la
que no podrás salir a menos que alguien de nosotros te abra.
Las palabras de Berta eran puñales que se
le hundían incesantemente en el alma. Agnes apenas podía comprender el
significado que encerraban, pues la forma como Berta las pronunciaba la
asustaba tanto que no era capaz de pensar con claridad.
—
No sentiremos por ti ni el menor rastro de
consideración —la amenazó mientras intensificaba la fuerza con la que la
aferraba de los brazos—. Hasta entonces, he sido piadosa y delicada contigo e
incluso te he defendido ante Martín y Elena; pero me has hecho comprender que
no merece la pena que sea amable contigo. Te has aprovechado de mi bondad,
maldita meiga. Ya no seguiré siendo tan indulgente contigo. Mañana le contaré
al doctor Martín lo que has hecho para que entienda cuán peligrosa eres, para
que te apliquen una terapia mucho más agresiva que la que estás recibiendo.
Agnes intuía que Berta le dedicaba
aquellas horribles palabras impulsada por la severidad con la que siempre debía
actuar. Le costaba creerse que alguien pudiese expresarse con tanto desprecio
sin sentir el menor ápice de remordimiento. Se hundió en los ojos de Berta
tratando de encontrar compasión o cariño, pero aquella mirada solamente
destilaba rabia, frustración y agresividad; lo cual la aterró profunda e
irreversiblemente. No obstante, esta vez intentó que aquel pánico no se
apoderase sin remedio de sus gestos, ni de su mente ni de su alma. Sabía que, si
perdía la calma de ese modo tan lamentable, la golpearían hasta destruir su
consciencia y le inyectarían aquellas medicinas que tanto la atontaban y
confundían. Por eso se mantuvo quieta, notando que de los ojos empezaban a
manarle unas lágrimas densas y cálidas que arrastraban al exterior todo su
desconsuelo y su tristeza.
Berta había comenzado a caminar de regreso
al hospital sin preocuparse de si Agnes podría seguirla. Agnes estaba tan
asustada y desconsolada que ni siquiera podía mantener firme su equilibrio.
Cuando Berta se percató de que a Agnes le costaba mucho andar, se detuvo y,
agarrándola con mucha más fuerza de los brazos, le gritó:
—
¡Haz el favor de obedecerme! ¡Y no llores,
maldita y asquerosa bruja!
Mientras Berta le dedicaba aquellas
palabras tan faltas de comprensión y tibieza, le presionaba el brazo con una
fuerza invencible. Agnes notaba que se le esparcía por el cuerpo un dolor agudo
que le provocaba escalofríos. No pudo evitar que se le escapase un alarido de
terror que cruzó el vacío oscuro de aquella noche que se había vuelto tan
gélida para ella. Su voz se chocó contra los muros pétreos y fríos del
hospital, se perdió entre las densas brumas que se habían cernido
irreversiblemente sobre su vida y se hundió sin remedio en la desesperanza y la
tristeza.
—
¡No grites, loca del infierno! —le exigió Berta
con violencia deteniendo su paso—. ¡Como vuelvas a chillar de ese modo, te
trasladaremos al área de los más peligrosos y vivirás encerrada en una celda
mugrienta y fría llena de podredumbre, junto a los psicópatas, y entonces
extrañarás todo lo que te ofrecíamos! Estás a punto de ganarte que te llevemos
allí, así que compórtate.
Agnes no podía dominar la fuerza del
llanto que se había apoderado tan irrevocablemente de ella y parecía como si
sus sollozos y sus lágrimas enfureciesen mucho más a Berta, quien la miraba cada
vez con más odio y desprecio. Agnes deseaba convencerse de que Berta se
comportaba de aquel modo tan horrible con ella porque no quería que nadie
percibiese el pequeño haz de piedad que le había dedicado en algunas ocasiones.
Berta solamente fingía. Se creía incapaz de aceptar que alguien pudiese ser tan
cruel y tan poco humano.
De repente Berta reemprendió su agresivo
paso y descendió aquellas húmedas y estrechas escaleras que conducían al
sótano. Lanzó a Agnes al interior de aquella horrible estancia y, antes de
marcharse, le espetó con severidad:
—
Te has comportado pésimamente, Agnes, y tu error
tendrá drásticas consecuencias. ¿Cómo has creído que podrías huir de aquí sin
que nos diésemos cuenta, estúpida meiga? Permanecerás aquí encerrada hasta
mañana por la noche. Aprovecha estas horas para meditar sobre lo que has hecho.
Recuerda lo que te ocurrirá si vuelves a actuar de un modo tan reprobable.
Entonces Berta la encerró en aquel
pequeño, pétreo y maloliente sótano sin que a Agnes le diese tiempo a reaccionar.
Las palabras que Berta acababa de dirigirle la asustaron de un modo
inmensurable. Imaginarse encerrada durante prácticamente un día en aquel lugar
la estremecía profundamente e intensificaba el poderoso pánico que se había
expandido por todo su ser. Además, no podía dejar de recordar las
estremecedoras amenazas que Berta le había espetado de una forma tan maligna.
Aquella estancia tan fría y húmeda estaba
anegada en la oscuridad más densa e inquebrantable. Agnes se percibía tan
frágil e insignificante en aquel lugar... Incluso le costaba creer que aquellos
momentos perteneciesen a su vida; la que, aunque siempre hubiese sido solitaria
y nostálgica, le había parecido tan hermosa cuando había sido libre entre los
árboles de su tierra, bajo el cielo siempre nublado que cubría su aldea y los
montes que amparaban aquellos mágicos bosques.
Se recostó en el suelo intentando dominar
el acelerado ritmo de su respiración. El pánico más feroz se le había aferrado
al corazón y en esos momentos solamente deseaba huir de allí. La aterraba
inmensamente saber que no podría salir de aquel sótano hasta la noche siguiente.
El olor que se acumulaba en los rincones le provocaba náuseas y el aire que por
allí flotaba le parecía irrespirable.
Se esforzó por desprenderse de los
terribles pensamientos que le anegaban la mente. Si no conseguía deshacerse de
su tortuosa voz, entonces perdería la calma definitivamente. Trató de
imaginarse que, en vez de hallarse en un lugar tan horrible, tan carente de
calor y amor, se encontraba en su amada aldea, rodeada por la magia antigua de
sus calles, junto a su querida abuelita, bajo el cielo otoñal de una grisácea
tarde lluviosa. Poco a poco, la negrura que se había cernido sobre su alma fue
disipándose y en su lugar fue acomodándose una incipiente calma que le permitió
empezar a serenarse.
Fue perdiendo la estela de los latidos de
su corazón, dejó de percibir el ritmo acelerado de su respiración y,
lentamente, se separó de la parte física de su ser. Comenzó a flotar en un
vacío tibio y acogedor que la arropó como si de un manto de terciopelo se
tratase. La consciencia que la ataba a aquel momento fue convirtiéndose, con
pausa, en un mágico sueño que, en realidad, estaba compuesto por el recuerdo de
uno de los momentos más bonitos de su vida.
La claridad de la tarde se derramaba sobre
los bosques, se deslizaba por las calles empinadas de su aldea y jugaba con las
sombras que ya habían comenzado a envolver los árboles. Agnes podía aspirar el
dulce olor de las hojas ya caducas, el de las lejanas lumbres y el de la tierra
húmeda.
Se hallaba en la plaza de su pueblo, junto
a su abuela y los demás vecinos de la aldea, formando parte de una de las
fiestas más hermosas del año. La gaita, la zanfoña y los tambores rompían
suavemente el silencio del atardecer, entonando canciones que incitaban a
bailar olvidando la tristeza y la nostalgia. A Agnes la voz de la gaita siempre
le había hecho sonreír, siempre la había instado a creer que la vida solamente
se componía de armonía, de risa y de amor.
Agnes solamente podía sentir felicidad;
una felicidad intensa que había acelerado los ritmos de su tranquilo corazón.
Bailaba junto a los demás alrededor de un roble muy antiguo y poderoso. Agnes
creía que en el interior de aquel tronco tan grueso e inexpugnable vivían
criaturas mágicas que, como todos ellos, también danzarían al ritmo y melodía
de aquellas canciones tan alegres que a ella le hacían esbozar sonrisas llenas
de sinceridad y gratitud.
Una lluvia de camelias caía a su
alrededor, convirtiendo los últimos destellos de la tarde en esplendentes
suspiros de luz que se perdían en las sombras de la cercana noche. Olía a
flores, a hierba húmeda, a dulces recién hechos...
Agnes bailaba sin saber muy bien quién la
tomaba de la mano, solamente sintiendo que la música se introducía en su cuerpo
y la instaba a danzar olvidándose del cansancio y del calor que le había
sonrojado las mejillas. Rosiña disfrutaba muchísimo al ver a su nieta tan
feliz, tan despreocupadamente alegre. El brillo de sus ojos negros y mágicos le
hacía creer que aquel momento nunca tendría fin, que éste se alargaría y se
alargaría en el tiempo sin que nadie pudiese quebrarlo jamás.
—
Avoíña, avoíña! —la llamó su nieta de repente
mientras la tomaba con fuerza de la mano—. Gustaríame moito saber tocar a gaitiña! Eu quero aprender a facela soar!
—
Pois
pídelle a Xosé que che ensine, queridiña miña!
Sin embargo, Agnes nunca podría pedirle a
aquel amable hombre que le enseñase a tañer aquel instrumento que para ella era
la voz de tantos bellos momentos, de los bosques que tanta sabiduría le habían
transmitido con su inquebrantable hermosura y de la tierra que la había visto
aprender a caminar, a hablar y a amar, pues su abuela partió de la vida mucho
antes de que ella pudiese tocar la nota más sutil. Y, cuando ella se marchó
para siempre, Agnes perdió la ilusión de saber crear las canciones más bellas
con la gaita, puesto que pensaba que, si su abuela no podía oírlas, no merecía
la pena que se esforzase por hacerla sonar.
Mas en aquel momento Agnes ni siquiera se
planteaba la posibilidad de que la compañía de su abuela fuese finita. Ella
pensaba que siempre estarían juntas, que siempre podrían compartir los momentos
más bonitos de la vida y también los más melancólicos. En aquellos instantes en
los que la felicidad era tangible, Agnes no podía acordarse de que la vida no
era eterna, de que la muerte siempre se hallaba acechando tras las sombras del
ocaso. Era otoño, Agnes estaba a punto de cumplir siete años y sería en el
próximo invierno cuando su abuela cerraría sus bellos ojos para siempre.
—
Avoíña,
son tan feliz agora... —le confesó Agnes riendo de alegría, notando que
le ardían las mejillas y que los ojos se le habían llenado de lágrimas; de unas
lágrimas que solamente manaban de la emoción más tierna—. Gustaríame que o tempo se detivese agora e que
para sempre nos atopásemos aquí, neste instante tan máxico.
—
Eu
tamén o desexo, a miña nena.
Y entonces Agnes se abrazó con mucha
fuerza a Rosiña sintiendo que no podía luchar contra las tibias y entrañables
ganas de llorar de alegría que se le habían aferrado al alma. Notó que su abuela
le retiraba las lágrimas que le rodaban por las mejillas y entonces creyó que
llorar de felicidad era una de las cosas más bonitas de la vida.
De pronto, la alegre voz de la gaita
comenzó a entonar una melodía melancólica y lenta que a Agnes le arañó el
corazón. La gaita lloraba con una tristeza que de pronto le hizo sentir a Agnes
que el brillante cielo otoñal que cubría su aldea albergaba los últimos haces
de luz de la vida.
—
Esta
cantiga é de Miro Casabella. É tan bonitiña... —le susurró su abuela con
admiración.
Agnes apenas oía las palabras que su
abuela le dirigía. Se había quedado pendiendo de esa melodía tan nostálgica e
invernal. Se apartó de Rosiña y, alejándose un poco de ella, se quedó
paralizada escuchando aquellas notas que tanta añoranza contenían. Una mujer,
con la voz muy poderosa y dulce, empezó a cantar unos versos que Agnes jamás
podría olvidar; unos versos que le hicieron descubrir el significado de la
palabra lejanía, que llenaron su inocente corazón de imágenes que convirtieron
en morriña la tierna felicidad que latía con tanta fuerza en su interior.
Aquellos versos se le quedarían para siempre grabados en el alma. Nunca podría
olvidarlos. Siempre los recordaría con la misma nitidez con la que los había
escuchado aquella tarde. A pesar de que desde entonces no los hubiese recuperado,
en su sueño sonaron claros y potentes, como si no hubiese pasado el tiempo.
Aquellos versos fueron una puñalada en su
inocente y tierno corazón; el que apenas había albergado todavía las tristezas
más desgarradoras de la vida. Aquellos versos le desvelaron que su tierra,
aunque fuese para ella lo más grande y lo más hermoso de todo el Universo, siempre
había sentido latir en su alma la impotencia nacida de no ser querida y
respetada. En aquellos instantes de su corta vida, Agnes supo cuán unida
estaría siempre a Galicia, cuánto de ella llevaría consigo eternamente, cuánto
la extrañaría cuando se hallase lejos de sus bosques, de sus aldeas, de su
magia.
Agnes apenas comprendía por qué de repente
había comenzado a estar tan segura de que llegaría un día en el que la
apartarían de su pequeño mundo, pero aquella certeza le destruyó brutalmente el
alma y le llenó los ojos de unas lágrimas ardientes que abrasaron la dulce
felicidad que hasta entonces le había hecho creer que era la persona más
dichosa de toda la Tierra.
Durante los melancólicos instantes que
duró aquella canción, para Agnes sólo existieron aquellos versos entonados con
tanto amor y tanta pena; los que exhalaban un potente olor a lumbre, a invierno
acogedor y a entrañables rincones. Eran unos versos que llevaban en su sonar la
voz del bravo mar de Galicia, de sus más hondos silencios, de sus más
aromáticos bosques.
«O meu país
é verde e neboento
É saudoso e antergo,
é unha terra e un chan.
O meu país
labrego e mariñeiro
É un recuncho sin tempo
que durme nugallán.
Que quece na lareira,
alo na carballeira
Bota a rir.
É unha folla no vento
alento e desalento,
O meu país.
é verde e neboento
É saudoso e antergo,
é unha terra e un chan.
O meu país
labrego e mariñeiro
É un recuncho sin tempo
que durme nugallán.
Que quece na lareira,
alo na carballeira
Bota a rir.
É unha folla no vento
alento e desalento,
O meu país.
O meu país
tecendo a sua historia,
Muiñeira e corredoira
agocha a súa verdá.
O meu país
saúda ao mar aberto
Escoita o barlovento
e ponse a camiñar
Cara metas sin nome
van ringleiras de homes
E sin fin.
tristes eidos de algures,
vieiros para ningures,
tecendo a sua historia,
Muiñeira e corredoira
agocha a súa verdá.
O meu país
saúda ao mar aberto
Escoita o barlovento
e ponse a camiñar
Cara metas sin nome
van ringleiras de homes
E sin fin.
tristes eidos de algures,
vieiros para ningures,
O meu país.
O meu país
nas noites de invernía
Dibuxa a súa agonía
nun vello en un rapaz.
O meu país
de lenda e maruxias
Agarda novos días
marchando de vagar.
Polas corgas i herdanzas
Nasce e morre unha espranza
no porvir.
É unha folla no vento
alento e desalento
O meu país.»[1]
O meu país
nas noites de invernía
Dibuxa a súa agonía
nun vello en un rapaz.
O meu país
de lenda e maruxias
Agarda novos días
marchando de vagar.
Polas corgas i herdanzas
Nasce e morre unha espranza
no porvir.
É unha folla no vento
alento e desalento
O meu país.»[1]
La tristeza que exhalaban aquellos versos
y sobre todo la forma como aquella mujer los cantaba junto a la gaita fue una
mano que le apretó el corazón a Agnes hasta que sintió que le faltaba la
respiración. Le pareció que nunca había vivido un momento tan lacrimoso como
aquél, en el que aquella nostálgica trova se esparcía por las calles de la
entrañable aldea en la que tan feliz siempre era y llegaba hasta el bosque para
acariciar las hojas murientes que caían a la tierra impulsadas por su
amarillenta finitud. El atardecer se había vuelto mucho más gris y húmedo y
Agnes notó que el viento que soplaba tiernamente a su alrededor traía recuerdos
de instantes que ella todavía no había vivido.
No pudo evitar que las lágrimas que antes
le habían emanado de los ojos nacidas de la felicidad más tierna se
convirtiesen en lágrimas de tristeza. Sin poder controlar sus pensamientos, empezó
a imaginarse que, de repente, un día la alejaban de Galicia para siempre y que
entre su tierra y ella surgía una horrible distancia que nadie podría
quebrantar jamás. Entonces le pareció que el corazón se le detenía y que el
alma se le anegaba en desesperación. Se cubrió el rostro con las manos para
ocultarles sus lágrimas a todos los que se hallaban a su lado. No deseaba que
nadie percibiese su profunda tristeza.
Mas su abuela había advertido que Agnes se
había hundido en una lástima muy densa que apenas le permitía respirar. Se
acercó a ella y le acarició los cabellos con muchísima ternura mientras, con
una voz muy dulce, le preguntaba:
—
Que
che ocorre, pequena miña? Esta canción púxoche triste??
Agnes entonces se lanzó a los brazos de su
abuela llorando con un desconsuelo punzante, pero también muy dulce que a
Rosiña la conmovió infinitamente. La acogió en aquel abrazo como si de repente
Agnes se hubiese convertido en el ser más frágil de la Tierra.
—
Queres
que vaiamos á miña casa? —le preguntó mientras le acariciaba los
cabellos.
—
Si,
por favor —le contestó ella con una voz débil y casi inaudible.
Rosiña tomó de la mano a Agnes y la
condujo con presteza y ternura hacia su casa. La voz de la gaita se perdía en
la inmensidad del atardecer, mezclándose con el silencio que se había acomodado
ya en las calles. El ocaso se apagaba entre las antiguas casas de piedra que
poblaban aquella entrañable aldea y en la cima de los montes ya se habían
derramado las primeras brumas de la noche. Aunque Agnes se sintiese
inmensamente triste, pensó que aquél era uno de los anocheceres más bonitos que
jamás había vivido.
Cuando llegaron al hogar de su abuela,
entonces se sentaron juntas cabe la lumbre; la que ardía tímida y suavemente.
Las llamas del fuego acariciaban la oscuridad creciente de la cercana noche e
incitaban a revelar secretos antiguos, a compartir sentimientos profundos que
nadie más debía escuchar.
Sin embargo, aunque la paz más dulce la rodease,
Agnes no podía dejar de llorar. Aún oía en su interior la tristísima melodía de
aquella canción que le había evocado recuerdos que no le pertenecían todavía,
recuerdos que nacerían cuando aquellos instantes ya se hallasen muy lejos de su
vida, de su hermoso presente.
—
Que é
o que tanto che aflixe, coitadiña? —le preguntó Rosiña mientras la
peinaba con sus gruesos y expertos dedos.
—
Non
quero que me afasten de ti nunca. Non quero que me arrinquen de Galicia nin que
me separen destes bosques nin de nosa aldeíña —le confesó confusa y
desconsoladamente mientras se refugiaba entre sus brazos. Rosiña la acunó
contra su pecho como si Agnes fuese quebradiza y delicada como una amapola.
—
Por
que che preocupas agora por iso, corazón?
—
Porque
sei que algún día afastaranme de Galicia sen que ninguén poida evitalo e ti non
estarás alí para defenderme, para impedir que me aparten do meu fogar.
—
Agnes,
escóitame, queridiña miña, a ti nunca deben afastarche desta terra, enténdesme?
Ti pertences a esta terra e esta terra é o teu único fogar. Se algunha vez
decides irche de Galicia, faino porque de verdade sentes que outro lugar pode
ser a túa morada.
—
Pero
poden afastarme de aquí sen que eu pídao, sen que eu poida protestar.
—
Non o
permitas, vida miña.
—
Esa
cantiga fíxome descubrir o triste que é que esteamos lonxe da nosa terra. Eu
morreríame de pena se me apartasen de aquí.
—
Es
moi pequeniña aínda, Agnes. Non es máis que unha doce rapaciña que non coñece
aínda o rostro máis duro da vida. Agora non te preocupes por cousas tan
tristes; pero sei perfectamente como che sentes. Agnes, eu sempre fun moi
pobre. Cando apenas tiña dez anos, había de levantarme todos os días antes de
que saíse o sol para traballar a terra. Nós viviamos do que conseguiamos
cultivar; pero eu nunca protestaba, e sabes por que? —Agnes
entonces negó débilmente con la cabeza—. Non protestaba porque sabía que, para vivir, había que loitar. Por iso
quero pedirche que sempre pugnes pola túa vida, que venzas calquera obstáculo
que che impida avanzar. Agnes, ti es moi forte e valente, creme. Nunca o
esquezas, por favor. Es moito máis valente e poderosa do que se imaxinan todos.
Ninguén che coñecerá mellor que ti mesma. Non permitas que silencien a túa voz,
Agnesiña. Es moi máxica e iso xamais cambiará, por moito que pasen os anos, por
moi lonxe que esteas da túa terra. Galicia fíxoche máxica, deuche o seu
lendario corazón para que o leves na alma sempre, e nunca poderás esquecer as
túas orixes, aínda que che atopes no confín do mundo.
Agnes se separó del pecho de su abuela y
la miró con mucho amor a los ojos. Comprendía perfectamente el significado de
las palabras que ella acababa de dirigirle y sentía que éstas eran totalmente
innegables.
—
O teu
avó tamén era moi pobre, pero tiña un tío moi rico que vivía en Portugal e,
cando el morreu, herdou un pequeno anaco da súa fortuna. Entón puidemos viaxar
moito. Eu vin moitos lugares do mundo, Agnesiña. Estiven en Francia, en Italia,
en Portugal, en Grecia...pero asegúroche que ningún sitio é tan belo e pode
acollerche mellor que a terra que che viu nacer.
—
Si,
seino —le sonrió Agnes encantada—. Eu nunca quero irme de aquí. Ningún lugar da Terra poderá acollerme tanto
como este lugar. Ademais, desexo que me enterren aquí, nestes bosques, xunto a
estes poderosos montes.
—
Agnes,
é demasiado cedo para que penses na túa morte —se rió Rosiña sobrecogida
mientras trenzaba el largo, liso y nocturno cabello de su nieta—. Aínda has de vivir tantas cousiñas,
tantas...
—
Avoíña,
por que son tan feliz sempre que estou contigo? Por que todos os momentos que
vivimos son tan bonitiños? —le preguntó
emocionándose de nuevo.
—
Porque
somos iguais, Agnes. Eu era como ti cando tiña a túa idade e sei que ti serás
como eu cando chegues aos meus anos.
—
Oxalá —anheló ella sonriendo ampliamente—. Quérote moitísimo, avoíña.
—
Eu
tamén quérote moitísimo, miña nena —le correspondió ella feliz.
—
Avoíña,
es a persoa máis boa e sabia do mundo. Avoíña, ti ensináchesme a querer, a
valorar a vida, a descubrir os matices máis bonitos de cada instante. Sei
querer porque ti mostráchesme como facelo. Sei rir porque ti incítasme a
sorrir. Sei amar esta terra porque ti estás en cada árbore, en cada graíña que
crobe nosa terra, en cada murmurio que lanza o vento, en cada suspiro da auga e
da choiva. Nunca poderei odiar porque ti explicáchesme moitas veces que ese
sentimento soamente destrúenos a alma. Gustaríame ser como ti cando fose xa
maior, pois, se o son, significa que vivín plenamente, que a miña vida tivo
sentido. Que ti existas, sendo como es, é a proba máis evidente de que merece a
pena chegar a este mundo.
—
Ay, Agnesiña —suspiró su abuela profundamente
conmovida, con muchísima nostalgia y cariño—. Nunca me dixeron algo tan bonito.
—
E eu
nunca lle dixen nada tan bonito a ninguén —se rió ella avergonzada.
—
Ai,
non quero que che vaias, pero creo que xa deberías volver á túa casa. Ven,
acompañareiche antes de que se faga máis tarde.
—
Non,
avoíña. Apetéceme moito camiñar soa pola aldea. Prométoche que non me
entreterei moito.
—
Está
ben —le sonrió ella. Después de darle un cariñoso beso en la frente, le
pidió—: Lembra que mañá, cando saias
da escola, iremos a buscar castañas.
—
Si, é
verdade! —se rió Agnes feliz y encantada.
Cuando Agnes salió del hogar de su abuela,
entonces se reencontró con la calma que se esparcía por las calles de su aldea
siempre que caía la noche. La voz de la gaita ya se había acallado y en esos
momentos su sonar parecía una lejana ilusión, un bonito sueño tenido en otra
era.
El viento dulce y cuidadoso que se
deslizaba entre las antiguas casas traía el distante aroma de las lumbres, de
la tierra mojada, del otoño y de la quietud de la noche. Agnes caminó
serenamente aspirando con calma aquellos aromas que tanto la sosegaban, que
tanto le acariciaban el alma. Adoraba la fragancia de las hogueras que los
hortelanos encendían para quemar las hierbas que entorpecían el crecimiento de
sus frutos y de sus verduras, el de la tierra que la lluvia acariciaba en la
distancia, el de la soledad, el de la paz más inquebrantable.
El fin quedo y sereno del atardecer
llenaba de sombras las calles, oscurecía el matiz de los muros de las casas.
Agnes se detuvo un instante para observar cómo la imagen del bosque se
recortaba, brumoso y misterioso, bajo los postreros rayos del ocaso; los que
eran esplendentes y vigorosos, como si quisiesen protestar por la llegada de la
noche.
El atardecer era fresco y húmedo e incitaba
a vagar durante horas por las antiguas y empinadas calles de la aldea, pensando
en el valor de cada instante, en lo hermosa que era la vida. A Agnes le parecía
que en esos momentos ni siquiera la tristeza podría inquietarla ni quebrar
aquel inmenso bienestar que le anegaba el alma, pues la tristeza era un
sentimiento muy bello que podía instar a expresar las emociones y los
pensamientos más íntimos y entrañables.
Ansiaba correr hacia el bosque para
disfrutar de la solemne calma que se habría acomodado ya entre los árboles,
para oír el canto de las aves nocturnas y para sentir la soledad vuelta un
instante, para acariciarla con el alma; pero sabía que no podía retrasar el
momento de llegar a su casa. Su madre estaría aguardándola para cenar y no deseaba
que su impaciencia turbase la felicidad y el bienestar que le invadían el
corazón.
Así pues, recordando la bella tarde que
había vivido y la preciosa conversación que había mantenido con su abuela,
corrió hacia su hogar, atravesando las silenciosas calles, sintiéndose libre,
muy libre, tanto que incluso tuvo la sensación de que se había desprendido de
su materia y que su existencia solamente se formaba de aire, de vuelo, de amor
y paz.
Cuando más lejos se encontraba de su
triste realidad, cuando más sumida se hallaba en aquellos mágicos y entrañables
recuerdos, un sonido estruendoso la extrajo de aquel sueño en el que tan feliz
se sentía, en el que tan libre se creía. Berta irrumpió en aquella fría
estancia trayendo consigo el frío que invadía los estrechos corredores de aquel
hospital. Su voz se mezcló desconsideradamente con el suave matiz de aquel
atardecer húmedo y lejano que con tanto cariño Agnes recordaba.
A Agnes le costó muchísimo comprender qué
estaba ocurriendo y acordarse de dónde se encontraba. La oscuridad gélida y
pétrea que la rodeaba destruyó por completo las buenas sensaciones que le
habían anegado el alma mientras había durado aquel bonito sueño que no había
sido más que un viaje a unos de los recuerdos más hermosos de su existencia.
Cuando abrió los ojos, notó que de aquel sueño se había traído la nostalgia con
la que se había expresado la gaita y que había teñido la conversación que había
mantenido con su abuela. Aquella emoción le apretaba el corazón y le hacía
sentir unas inmensas ganas de llorar que le golpeaban la garganta y le oprimían
la cabeza; pero se las reprimió por miedo a que Berta pudiese reprenderla por
llorar siempre, por ser tan débil. Además, de repente se acordó de que se
hallaba en aquella horrible habitación porque había cometido un error muy
grave, porque había intentado huir de aquella prisión en la que el alma estaba
deshaciéndosele.
Berta le hablaba con agresividad y con una
falta muy triste de compasión; pero Agnes apenas oía sus palabras. Solamente
percibía el tono violento y áspero de su voz; la que siempre le había parecido
afilada como unas garras que podían agrietar cualquier corazón y cualquier
sentimiento, hasta el más fuerte e indestructible.
—
Levántate —oyó que le ordenaba mientras la
aferraba con brutalidad del brazo—. ¡Maldita meiga! ¿Es que no me escuchas
cuando te hablo? —le gritó.
Agnes entonces se levantó del suelo e
intentó mirar a Berta, pero de repente se percató de que se encontraba muy
débil y que estaba temblando brutalmente. No obstante, Berta ni siquiera
advirtió que Agnes estaba a punto de perder el equilibrio. Empezó a arrastrarla
hacia el exterior de aquella sobria estancia. Agnes trataba de caminar al ritmo
rápido al que Berta la obligaba a moverse, pero el miedo que experimentaba y el
malestar que se había apoderado de su ser le impedían concentrarse y dominar
sus movimientos.
—
Escúchame, maldita meiga, lo que has hecho es
muy grave, es algo que ningún paciente debería intentar bajo ninguna
circunstancia. Tu castigo se ha terminado antes de tiempo, pero nos has
obligado a que te cambiemos de habitación, como ya te dije ayer. Ahora tendrás
otra mucho más pequeña, sin ventana y con una puerta más segura. Nos has
demostrado que no podemos confiar en ti, meiga del infierno. Además,
permanecerás sin cenar durante una semana y ni siquiera te permitiremos leer o
escribir. Espero que este tiempo te sirva para reflexionar y aceptar de una vez
por todas que éste es tu único hogar. Nunca más vas a regresar a Galicia, ¿me
oyes? Jamás volverás a esa tierra que tanto extrañas porque estás loca, loca de
remate, estás enferma y una turbada como tú solamente se merece habitar en un
hospital de locos, de gente despreciable.
Las crueles palabras de Berta fueron para
Agnes un inmenso puñal que se le hundió profundamente en el alma, destruyendo
cualquier ápice de ilusión, destruyendo todas sus esperanzas, todos sus sueños.
No pudo evitar que las ganas de llorar que se le habían aferrado al corazón al
despertar de aquel hermoso sueño se intensificasen hasta volverse
insoportables. Los ojos ya se le habían llenado de lágrimas y lo único que
ansiaba era estallar en sollozos; pero luchó contra aquel llanto para que Berta
no se diese cuenta de que su actitud la había herido tanto. Cuando se hallase a
solas, cuando nadie la viese, entonces liberaría aquella desesperación, aquella
tristeza y aquella inmensa nostalgia que la asfixiaba.
Berta de repente la lanzó al interior de
una habitación pequeña que solamente tenía una cama dura y muy poco acogedora. No
había ni un solo hueco por el que pudiese adentrarse la luz del día en aquel
lugar en el que nada respiraba, ni siquiera el silencio. Agnes se estremeció
profundamente cuando percibió la horrible apariencia de la estancia en la que
estaban a punto de encerrarla. Quiso suplicar que no la dejasen sola allí, pero
entonces recordó la promesa que se había hecho a sí misma de no desvelarles a
aquellas despiadadas personas su entrañable forma de hablar.
—
Ésta será tu habitación a partir de ahora. No
podrás salir a menos que uno de nosotros te lo permita. Te abriremos dos veces
por hora por si necesitas ir al aseo o cualquier otra cosa. Puedes ducharte
todos los días a las ocho de la tarde. Vendremos a buscarte a la hora de comer
y cuando te corresponda recibir alguna de las sesiones de tus tratamientos. ¿Me
has entendido?
Agnes asintió débilmente con la cabeza;
pero para Berta fue suficiente. Agnes era incapaz de aceptar que las brutales
palabras que tanto la herían emanasen de un alma humana, de una persona con
sentimientos y pensamientos entrañables. A ella le parecía que Berta era la
materialización de todos sus miedos y de sus más terribles pesadillas.
—
Si necesitas cualquier cosa, entonces golpea con
fuerza la puerta con tus nudillos. Sin embargo, no te aseguro que siempre
puedan oírte.
Entonces Berta se marchó, dejándola
completamente sola y abandonada en un lugar que en absoluto la acogía. Agnes
oyó cómo Berta giraba rápidamente una llave y entonces supo que su libertad se
había desvanecido para siempre. Aquella certeza le arrebató la respiración.
Agnes empezó a llorar sintiendo que se ahogaba, que la inmensa tristeza que le
apretaba el alma se convertía en unas desgarradoras manos de hierro que la
asfixiaban. Se sentó en el suelo notando que cada vez temblaba con más
brutalidad. También le dolían mucho las piernas, los brazos y la cabeza; pero
en esos momentos lo que más la estremecía era percibir que le faltaba el aire,
que algo se le clavaba en el corazón y que no podía ni siquiera pensar con
claridad.
Nunca había sentido una tristeza tan
destructiva, tan intensa, tan poderosa. Hasta entonces había llorado en
muchísimas ocasiones notando que su entorno desaparecía y que solamente existía
para ella esa inmensa desolación. Jamás había experimentado un desconsuelo tan
grande, tan impetuoso. Creyó que aquella vigorosa desesperación la destruiría
para siempre y que la convertiría en una nube de polvo que la oscuridad de la
noche arrastraría hacia el olvido. Se creyó tan frágil, tan volátil, tan
moldeable en esos instantes... Incluso dudó de que la parte física de su ser
todavía tuviese vida. Le parecía que aquella insoportable aflicción había
deshecho su destino.
Se encontraba tan inestable física y
anímicamente que apenas podía mantener el equilibrio. Así pues, se levantó del
suelo y se acostó en aquella cama que tan dura le parecía, que tan poco podría
arroparla en las noches más frías y oscuras. Agnes sabía que jamás volvería a
sentirse protegida en ninguna parte. Solamente podía resguardarse de la
tristeza y del miedo en su amada tierra, pero bien le habían asegurado que nunca
permitirían que regresase a Galicia. Aquella certeza le golpeaba el corazón con
una fuerza que la estremecía, que le hacía temblar cada vez con más intensidad.
Se preguntó por qué se encontraba tan
profundamente mal, por qué le dolía tanto el cuerpo, por qué temblaba tanto.
Entonces se percató de que todo su ser ardía como si su sangre se hubiese
convertido en lava. No le costó adivinar que tenía muchísima fiebre. Saber que
estaba enferma la serenó levemente. Creyó que el fin de su vida se hallaba cada
vez más cerca y que aquel sufrimiento tan destructivo que tanto estaba
desvaneciéndola se terminaría para siempre.
Con las densas ganas de llorar que no se
silenciaban por mucho que plañese se mezclaba un sopor que, lentamente, fue
acomodándose entre sus pensamientos, en su alma y en su corazón. Agnes deseaba
rendirse a los brazos de aquella somnolencia que podía alejarla no sólo de
aquel horrible momento que tan incapaz se sentía de vivir, sino sobre todo de
la misma vida. No quería seguir existiendo si para siempre su destino estaría
tan anegado en desolación y oscuridad. Además, creía que, si se sumergía en el
mundo de los sueños, volvería a viajar a su amado pasado, hacia los instantes
más hermosos de su vida.
Las horas de aquel día transcurrieron sin
que Agnes apenas percibiese su paso. La fiebre que se había apoderado de su
cuerpo no dejaba de intensificarse y cada vez se encontraba más débil. Le
costaba muchísimo percibir los detalles de su entorno y ni tan sólo podía
recordar los últimos momentos que había vivido. Solamente le apetecía
permanecer sumida en el sueño más profundo y denso; un sueño sin pesadillas ni
sensaciones, únicamente compuesto de oscuridad y silencio.
De pronto, cuando más sumergida se hallaba
en aquel mundo tan vacío, alguien la despertó brusca y desconsideradamente.
Agnes no había acudido al comedor al mediodía, pues nadie se había preocupado
de buscarla. Así pues, Berta, extrañada por su ausencia, había decidido que
iría a su alcoba para reprocharle estúpidamente su terrible comportamiento,
quizá ignorando que Agnes no podía salir de su habitación si no se lo permitían
y olvidando que Agnes estaba castigada sin cenar durante una semana.
—
Pero ¿se puede saber qué haces durmiendo ahora?
¿Acaso no sabes que a las ocho y media tienes la obligación de acudir al
comedor? ¿Qué ocurre? ¿No me oyes?
Agnes la miraba confusa y brumosamente; lo
cual desesperaba cada vez más a Berta, quien no dejaba de agitar a Agnes de los
hombros con una brusquedad propia de una persona sin corazón ni sentimientos; mas
entonces se percató de que la piel de Agnes ardía y que tenía los ojos
cristalinos. Enseguida dedujo que Agnes tenía muchísima fiebre.
—
No te encuentras bien, ¿verdad? —le preguntó sin
el menor ápice de ternura. Agnes negó levemente con la cabeza, incapaz de
comprender lo que estaba ocurriéndole—. Iré a buscarte unas medicinas que te
bajen la fiebre.
Berta regresó portando un vaso de agua y
unas medicinas que Agnes ingirió casi sin pensar en lo que hacía; pero, cuando
notó el frescor del agua, se percató de que estaba increíblemente sedienta.
Agnes le dedicó una mirada suplicante a Berta cuando se terminó el agua que ella
le había traído.
—
¿Quieres más? —le cuestionó incrédula. Agnes le
afirmó en silencio.
Agnes se bebió al menos cuatro vasos de
agua y después se recostó en su cama sin dejar de mirar a Berta. Entonces,
Berta detectó que de los ojos de Agnes se desprendía una inmensa gratitud con
la que ella la arropaba.
De repente, Berta notó que la terrible
coraza que encerraba su verdadera forma de ser comenzaba a agrietarse. Agnes
siempre le había inspirado muchísima tristeza y ternura, pero tenía
rotundamente prohibido encariñarse con los pacientes que estaban internos en
aquel hospital. Cuando empezó a trabajar en aquel lugar, trataba con más
dulzura y cercanía a cada persona, pero enseguida le advirtieron de que quienes
se hallaban encerrados allí no se merecían que los comprendiesen, pues eran
personas que habían obrado de forma errónea y lamentable con la sociedad. No
obstante, Berta siempre había sabido que Agnes nunca le había hecho daño a
nadie. Enseguida se había dado cuenta de que Agnes era una niña muy noble,
bondadosa, pacífica y buena que sufría inmensamente por encontrarse tan lejos
de su hogar.
Y en aquellos momentos, en los que Agnes
la miraba con tantas súplicas emanándole de los ojos, percibió que la tenue
ternura que siempre le había inspirado su existencia se acrecía imparablemente,
resurgiendo de nuevo, venciendo la muralla hecha de frialdad que encerraba sus
verdaderos sentimientos. Se acercó a ella y, mientras le acariciaba los
cabellos, le dijo:
—
Ya verás cómo la fiebre comenzará a bajarte.
Mañana te encontrarás mucho mejor.
En aquellos instantes, nadie la miraba,
nadie podría recriminarle que tratase a Agnes con la dulzura que se merecía
recibir. Sabía que Agnes le agradecía profundamente aquel cariño con el que
ella la arropaba. Agnes también había querido entregarle consuelo y comprensión
cuando se habían conocido, en aquel momento en el que la había tomado de la
mano para indicarle que comprendía perfectamente el lenguaje de su mirada y los
sentimientos que le anegaban el alma.
Agnes, en esos momentos, estaba totalmente
confundida y apenas podía pensar con claridad. Ni siquiera era consciente de
que quien se hallaba a su lado era Berta; la mujer que tanto temor le
inspiraba. Solamente notaba su cercanía y las tenues caricias que ella le daba
en los cabellos. Creyó que en realidad era su querida abuelita quien la
arropaba y la calmaba. Entonces, la nostalgia más inmensa se apoderó de su
corazón.
Olvidando la promesa que se había hecho a
sí misma de no hablar mientras la mantuviesen encerrada en aquel lugar, comenzó
a llamar a su abuela con una ternura que a Berta le agrietó el alma y le llenó
el corazón de añoranza y tristeza. Berta se sobrecogió al oír hablar a Agnes.
Le pareció que su voz era una de las más bonitas que había conocido en su vida.
Aunque no comprendiese nítidamente lo que Agnes le decía (pues se expresaba en
gallego), notaba que de sus palabras emanaba muchísimo amor y nostalgia. Se
prometió a sí misma que no le confesaría a nadie que Agnes no era muda. Nadie
se merecía saber que Agnes tenía voz; una voz tan dulce e incluso imponente.
—
Avoíña,
avoíña, ao fin estou contigo. Botábache moito de menos, a miña querida avoíña. Por
favor, lévame contigo onde queira que vaias. Non volvas deixarme soa, por
favor. Non podo vivir se ti non estás ao meu lado. Por favor, axúdame a
regresar a Galicia. Quero volver á nosa terra, avoíña. Non podo vivir lonxe dos
nosos bosques, da nosa amada aldeíña. Por favor, lévame contigo a Galicia. Aquí
morro de tristura, avoíña. Avoíña, quérote moitísimo, querereite sempre. Sei
que estás comigo sempre, coidándome e enviándome o teu amor. Avoíña, ti es a
persoa que máis quero e que máis quixen na miña vida. Por favor, non me deixes
soíña. Lévame a Galicia contigo, avoíña. Lévame á nosa terra e non permitas que
ninguén volva afastarme de alí nunca máis, nunca máis.
Agnes se expresaba con muchísima tristeza.
Berta nunca había oído hablar a alguien con tanta pena y a la vez con tanto
amor y esperanza. Además, le brillaban tanto los ojos cuando la miraba que
creía que aquel resplandor tan anegado en calidez y cariño la desharía.
Por primera vez desde que había conocido a
Agnes, la compasión que sentía por ella le hizo experimentar unas repentinas y
potentes ganas de llorar contra las que apenas pudo luchar. Sin que pudiese
evitarlo, las lágrimas comenzaron a resbalarle rápida y densamente por las mejillas.
Agnes enseguida se percató de que Berta estaba llorando y, todavía creyendo que
era su abuela quien se hallaba a su lado, le pidió con muchísima dulzura:
—
Non
chores, avoíña. Xamais me esquecerei de ti, aínda que non podamos vernos nunca
máis. Sempre che levarei no meu corazonciño. Sempre me acordarei de todo o que
me ensinaches, de todo o que aprendín contigo. Non chores, querida avoíña.
Agnes le rozó las mejillas a Berta casi
con timidez y temor, como si le diese miedo que aquellas lágrimas pudiesen
quemarle los dedos.
—
Avoíña,
quérote, quérote moitísimo, e iso nunca cambiará, prométocho.
Berta no pudo soportar por más tiempo la
tristeza que teñía aquel momento y se alejó de Agnes antes de que ella
descubriese en realidad quién era la persona que se hallaba a su lado. La dejó
sola mientras Agnes seguía llorando de felicidad y miedo a la vez. La encerró
en su habitación sin preguntarse si a Agnes le convenía estar sola en aquel
momento en el que la fiebre le hacía delirar tan confusamente.
La profunda tristeza que había irradiado
la voz de Agnes le había despertado demasiados sentimientos que llevaban
silenciados en su alma desde hacía muchísimo tiempo. Berta se percató de que
las palabras que Agnes le había dirigido creyendo que en realidad hablaba con
su abuela le habían hecho evocar recuerdos demasiado antiguos en los que se
percibía feliz junto a su familia. Berta había tenido que huir del pueblo en el
que había nacido porque la terrible guerra que había agitado aquel país les
había arrebatado la comida, la vida incluso. Tuvo que marcharse de allí porque
en aquellos lares no tenía futuro, no podría subsistir.
Y desde entonces no había vuelto a aquel
lugar en el que el mar acariciaba la tierra con una ternura tan dorada y
azulada, en el que el calor musitaba siempre queda y espesamente. Agnes la
había instado a rememorar aquellos lares y entonces Berta se percató de que los
extrañaba con una fuerza indomable. Deseaba regresar, sí, al fin regresaría.
Llevaba demasiado tiempo lejos de su tierra, del lugar en el que había
aprendido a vivir.
Mientras caminaba por los pasillos de
aquel hospital en el que se había desempeñado la mayor parte de su vida,
pensaba en su propia existencia. Sentía que se arrepentía de haber vivido
siempre tan apartada de los demás, siempre sumida en aquella soledad tan
inquebrantable. Se había volcado en el cuidado de personas para las que ella
nunca significó ni significaría nada. Había renunciado al amor de los demás por
creer que no se merecía ser feliz. Y en aquellos momentos había descubierto que
anhelaba conocer qué sabor tenía el amor de una nieta, de una hija o de una
hermana; pero ya era demasiado tarde para remediar sus errores. Tenía casi
setenta años y el tiempo se le agotaba.
De pronto, sin esperárselo, se encontró con
el doctor Martín, quien la miró profundamente a los ojos en cuanto se tuvieron
uno enfrente del otro.
—
¿Te ocurre algo, Berta? —le preguntó el doctor
Martín en cuanto percibió la tristeza que se desprendía de sus ojos.
—
Martín, ¿sabes qué significa la palabra
"avoíña"?
—
Avoa es abuela en gallego, así que supongo que
avoíña significa abuelita. ¿Dónde has oído esa palabra?
—
La he leído en unos escritos que Agnes tenía.
Por cierto, Agnes está muy enferma —le comunicó casi sin pensar en las palabras
que pronunciaría.
—
Eso ya lo sabemos, Berta —se rió el doctor con
extrañeza.
—
Tiene muchísima fiebre, Martín. Está delirando
y...
—
No te preocupes por ella. Será una simple gripe.
Dale algunas medicinas que le bajen la fiebre y la duerman. Solamente necesita
descansar.
—
No es cierto, Martín. No creo que sea una gripe
lo que la ataca.
—
¿Por qué te preocupas tanto por ella ahora?
—
Creo que deberíamos preocuparnos por todos los
enfermos que están bajo nuestra responsabilidad.
—
Pero antes el bienestar de Agnes no te
interesaba en absoluto. —Berta no le contestó, así que él se apresuró a
preguntarle—: Y, entonces, ¿por qué crees que está enferma?
—
Creo que su malestar anímico está reflejándose
en una enfermedad física.
—
¿Y qué propones que hagamos con ella?
—
Creo que deberíamos devolverla a Galicia —le
confesó con un deje de esperanza tiñendo su potente voz.
—
No, Agnes no puede volver a Galicia, al menos
por el momento. nadie la quiere allí.
—
La quiere la misma tierra. Si permanece aquí, su
depresión se volverá irreversible. No podemos mantenerla encerrada en este
lugar. Ella necesita regresar a su hogar. Retornar a Galicia es su única cura.
—
No, Berta. Estás muy equivocada. Agnes no puede
regresar a Galicia hasta que se cure. Sufre una profunda depresión que nosotros
tenemos que sanarle. Agnes siempre ha sido una niña muy especial y su carácter ahora
está ensombrecido por la enfermedad que la ataca.
—
Agnes no está enferma —insistió Berta con rabia.
—
Berta, si conocieses todo lo que la madre de
Agnes me ha contado, comprenderías por qué Agnes no puede volver a Galicia.
—
¿Y qué es lo que su madre te ha explicado de
ella? Creo que su madre nunca ha sabido entenderla ni quererla.
—
Es muy complicado querer y comprender a una niña
como Agnes, Berta. Quizá, si hubiese sido tu hija, tú tampoco habrías podido entenderla.
—Aquellas palabras hirieron profundamente a Berta en el corazón, pero el doctor
Martín continuó hablando como si los sentimientos de aquella mujer tan fuerte
no existiesen—: Ánxela, la madre de Agnes, me ha explicado que su hija siempre
fue una niña muy inteligente y excesivamente sensible. Cualquier estímulo le
hacía llorar o gritar de terror. Su madre nunca supo cómo podía dominar los
intensos sentimientos de su hija. Además, me ha contado que aprendió a hablar
cuando ni siquiera tenía un año. Ese hecho la instaba a creer que su hija no
era totalmente humana y en la aldea en la que vivía la temían, pues los ojos de
Agnes siempre desasosegaban a quienes la mirasen.
—
Eso no son más que supersticiones y estupideces.
Hay niños que tienen capacidades especiales, simplemente, y es lo que le ocurre
a Agnes.
—
Agnes prefería estar sola y únicamente se
relacionaba con su abuela; una mujer que se parecía muchísimo a ella; pero,
cuando su abuela murió, Agnes se volvió mucho más solitaria e inaccesible. No
hablaba con nadie y pasaba las tardes fuera de su casa, vagando por el bosque,
leyendo muy lejos de cualquier persona que pudiese mirarla. Sin embargo, nadie
ha dudado nunca de que Agnes ha sido y es muy inteligente. Era la mejor alumna
de la escuela; pero los maestros notaban que ella se aburría en las clases.
Agnes siempre fue una niña muy distraída que parecía ignorar lo que ocurría a
su alrededor, pero después demostraba que se acordaba nítidamente de todos los
detalles de los hechos que vivía y de las cosas que percibía. Debido a que no
han sabido diagnosticar su enfermedad, Agnes ha crecido embrutecida, sin
comprenderse a sí misma, sin saber qué debe hacer en cada momento, sin poder
dominar sus emociones.
—
No tiene que aprender a hacerlo. Siente más
intensa y profundamente que nadie, piensa como nadie, es tan inteligente que ni
siquiera un médico tan culto como tú puede entenderla —aseveró Berta con rencor—.
Agnes es un tesoro, es un regalo que la vida le ha hecho a su madre sin que
ella pueda apreciarlo, y me apena muchísimo que haya ocurrido algo así, que
esté tan sola, que no la quieran, cuando se merece recibir todo el amor del
mundo.
—
Pero ¿se puede saber qué te pasa? —estalló en
risas el doctor Martín—. Sí, definitivamente Agnes te ha hechizado.
—
¿Qué quieres decir?
—
¿No aseguráis todos que es una meiga?
—
Por supuesto que no —le negó sobrecogida.
—
No me mientas, Berta. Sé que todos la llamáis
meiga y la acusáis de que tiene poderes mágicos y dañinos con los que puede
destruir a cualquier persona que la mire a los ojos.
—
¿Cómo es posible que seas capaz de afirmar algo
tan ilógico?
—
Vamos, Berta. Todos estáis seguros de que Agnes
es peligrosa.
—
¡No, no lo es!
—
Escúchame, Berta, por favor. Agnes está muy
enferma. Tiene que recibir tratamientos especiales que atenúen su intensa forma
de sentir, que la ayuden a no pensar tanto.
—
La destruiréis para siempre si le aplicáis esas
terapias, si la obligáis a tomarse esas medicinas tan dañinas —susurró
estremecida—. Agnes no se merece que la maltratéis de ese modo.
—
Lamento tener que interrumpir esta
interesantísima conversación, pero debo marcharme. Se me ha hecho tarde. Hasta
mañana, Berta.
—
No creo que volvamos a vernos nunca más, Martín.
—
¿Cómo? —le preguntó riéndose incrédulo.
—
Deseo regresar a mi pueblo. Ya es hora de que me
jubile.
—
Sí, lo cierto es que sí. Me apena despedirme de
ti para siempre, pero deseo que seas muy feliz. Habla con Susana y ella te
preparará todos los documentos necesarios.
Berta había descubierto que ella tampoco
podía permanecer en aquel lugar durante más tiempo. Le había entregado a aquel
hospital los mejores años de su vida y no deseaba que el tiempo de su
existencia continuase fluyendo entre personas que no la apreciaban, entre
enfermeros que en realidad no se preocupaban en absoluto por la salud ni física
ni mental de las personas que vivían en aquel horrible sanatorio en el que no
existía ni la compasión ni la ternura.
Lo único que la detenía era abandonar a
Agnes en aquel hospital en el que su vida estaba marchitándose, en el que jamás
podría encontrar la paz que necesitaba. Sin embargo, no podía quedarse
solamente porque se hubiese encariñado con aquella chica cuya alma estaba
muriendo tan presto, pues mantenerse a su lado sabiendo que no podía
demostrarle que su salud le importaba le destrozaría el corazón.
Después de hablar con Susana, quien le
aseguró que enseguida le entregarían todos los documentos necesarios para
tramitar su jubilación, se dirigió hacia la alcoba de Agnes. Aunque era
consciente de que Agnes no podría percibir ni las palabras ni los gestos que
ella le entregaría, no deseaba partir de aquel lugar sin ofrecerle un adiós
tierno y lleno de compasión.
Cuando se adentró en aquella habitación
tan pequeña y fría, notó que el alma se le llenaba de desconsuelo e impotencia.
Se creía incapaz de aceptar que Agnes tuviese que vivir allí siempre, encerrada
en aquel lugar en el que sería imposible que se sintiese protegida.
Agnes estaba profundamente dormida cuando
Berta se acercó a ella. Parecía tan frágil, tan vulnerable y delicada... Berta
permaneció mirándola durante unos largos instantes. Aunque jamás fuese capaz de
reconocerlo, siempre había creído que Agnes era tiernamente bella. Además, sus
ojos eran los más bonitos que había visto en su vida y el poder que dimanaban
siempre la había sobrecogido.
—
Sé que no puedes oírme, Agnes, pero necesito
pedirte que no te rindas, que luches por tu vida y tu felicidad. Tu felicidad y
tu bienestar no están en este lugar. Batalla contra todos los que desean
destruirte para escapar de aquí y regresa a Galicia en cuanto tengas la
oportunidad de hacerlo. Yo me marcho para siempre. No volveremos a vernos nunca
más, pero, antes de irme, quiero pedirte perdón por lo mal que siempre me he
comportado contigo, por lo violenta que he sido contigo, por haberte tratado
con tanta desconsideración. Yo no soy así, Agnes; pero en este hospital me
obligan a actuar con frialdad y agresividad. Espero que algún día seas capaz de
perdonarme.
Entonces Agnes abrió los ojos, pero Berta
supo que Agnes no podía entender lo que estaba ocurriendo. Sus ojos aparecían
anegados en brumas que la distanciaban de aquel momento y la mirada que le
dedicó a Berta era tan lejana, tan confusa... No obstante, Berta guardaría en
lo más profundo de su corazón aquella última mirada que Agnes le había dirigido
para recordarla cuando anhelase asegurarse de que incluso en la enfermedad más
oscura siempre queda un rayo de luz tibia y acogedora.
Cuando se alejó de Agnes, se percató de
que sentía muchísimas ganas de llorar; pero se las reprimió, pues no deseaba
que nadie percibiese su nostalgia y su tristeza. Creía que había desperdiciado
su vida, que no había luchado por sus más tiernos sueños, que no había sabido
vivir, no había aprendido a sonreír ni a percibir los matices más entrañables
de cada instante. Ya era demasiado mayor para remediar los inmensos e
irreversibles errores que había cometido a lo largo de toda su existencia. Sin
embargo, creyó que su estancia en aquel hospital había merecido la pena si
había podido consolar a Agnes en unos momentos tan confusos. No le importaba
que ella la hubiese confundido con su abuela, pues aquel hecho le había
acariciado el alma a aquella chica que tan triste estaba, que tan sola siempre
se hallaría.
Antes de salir del hospital, Berta se
encontró con Elena; la enfermera más fuerte e imperturbable que trabajaba en
aquel lugar. Elena siempre le había parecido una mujer demasiado dura e
inflexible. En la mayoría de ocasiones, había estado en desacuerdo con su forma
de comportarse con los pacientes. Creía que sus terapias no los ayudaban en
absoluto; al contrario, todos empeoraban cuando Elena comenzaba a aplicarles
aquellos tratamientos tan inhumanos y dolorosos. No obstante, jamás se lo había
confesado. Elena había sido la única amiga que Berta había tenido en la vida.
Elena siempre había sabido comprenderla y consolarla cuando más desolada se
sentía.
—
¿Qué te pasa, Berta? —le preguntó en cuanto detectó
lo desconsolada que se sentía su amiga.
—
Me voy de aquí para siempre, Elena —le reveló
con nostalgia y a la vez alivio.
—
¿Y por qué? ¿Qué ha sucedido?
—
Ha llegado el momento de que me jubile.
—
Qué rápido pasa el tiempo, Berta. Me resulta
difícil creer que hayan transcurrido ya más de cuarenta años de tu llegada.
—
Me entristece separarme de vosotros.
—
Y a mí también me apena saber que no volveré a
verte ya nunca más por aquí.
—
Puedes venir a visitarme siempre que lo desees.
—
Lo haré.
—
Elena, necesito pedirte un favor —le solicitó
retirándole la mirada.
—
¿De qué favor se trata? —le preguntó al captar la
inseguridad que se había apoderado de su fortaleza.
—
Necesito que cuides a Agnes. Agnes está muy
enferma. Tiene muchísima fiebre. Ya sabes que Agnes estaba bajo mi
responsabilidad. Yo tenía que ocuparme de ella, pero, al marcharme...
—
¿Quieres que cuide yo de la meiga? —le cuestionó
incrédula.
—
Así es. Escúchame, Elena. Agnes jamás podrá
curarse si sigue viviendo en este hospital. Ella necesita volver a Galicia.
Nadie puede obligarla a estar lejos del único lugar del mundo que puede
acogerla.
—
Te equivocas, Berta. Agnes debe permanecer aquí
hasta que se cure. Además, todavía no ha cumplido dieciocho años. En Galicia
nadie la espera, no tiene a nadie que pueda cuidar de ella.
—
Agnes nunca se curará, Elena. Está tan triste
porque no soporta hallarse lejos de su hogar.
—
Su hogar ahora es éste, Berta, y eso no cambiará
hasta que se haya recuperado.
—
¿Por qué nadie es capaz de comprenderla?
—
Agnes está loca, Berta.
—
Agnes no está loca —la contradijo Berta
sintiendo que el alma se le llenaba de rencor y rabia.
—
Por supuesto que está loca y, si todavía no ha
perdido la cordura, no tardará en hacerlo. Todos los enfermos que viven aquí
sufren problemas mentales que no tienen cura, pero nuestra obligación es
intentar mantenerlos estables.
—
¡Estáis destrozando el alma de Agnes!
—
Agnes ya tenía el alma destrozada cuando la
trajeron aquí. Su madre nos contó que siempre había sido una niña muy extraña a
la que le resultaba imposible comprender lo que ocurría. Agnes siempre ha sido
diferente y especial y además ha sufrido, en muchísimas ocasiones, ataques de
violencia que ponían en peligro la vida de quienes se hallasen a su lado.
—
¡No me lo creo!
—
Berta, por favor, no sigas negando la realidad.
Agnes está loca y es muy peligrosa. Lo más conveniente es que pase el resto de
su vida encerrada aquí. No puede vivir fuera de este hospital. No está
preparada para hacerlo y jamás podrá ser libre.
—
Estáis matándola, Elena —le recriminó Berta a
punto de estallar en un llanto inconsolable.
—
¿Se puede saber qué te ocurre? —se rió su amiga
burlona, tal como lo había hecho el doctor Martín. Berta pensó que todos los
que trabajaban allí estaban compuestos de la misma materia horrible—. ¿Acaso te
ha hechizado con sus ojos malignos?
—
Los ojos de Agnes no son malignos. Son los ojos
más expresivos que he visto nunca. Os parecen amenazantes y peligrosos porque
sois incapaces de comprender el lenguaje en el que hablan.
—
Vaya, Berta. No conocía esa faceta poética tuya
—seguía riéndose Elena cada vez más sarcásticamente.
—
Agnes no puede usar su voz para hablar, por eso
se expresa a través de sus miradas, pero vosotros no la oís, no le prestáis la
atención que ella se merece, y me apena profundamente que alguien tan joven
pierda las ganas de vivir tan pronto.
—
Venga, Berta, no seas tan débil. Será mejor que te
marches antes de que esa meiga profundice el hechizo que te ha lanzado.
—
No me seas estúpida.
—
Fuiste tú quien nos enseñaste a llamarla de ese
modo.
Berta se alejó de Elena antes de que sus
hirientes palabras pudiesen seguir destrozándole el alma. Cuando ya se halló
lejos de aquel lugar, lejos de aquellas personas que habían perdido para
siempre la capacidad de sentir amor o compasión, entonces arrancó a llorar,
notando que cada lágrima que le resbalaba por las mejillas arrastraba la
soledad que siempre la había acompañado en aquel hospital en el que había
conocido las faces más oscuras de la vida y los entresijos más estremecedores
de la mente humana. Deseó no volver allí nunca más. Incluso anheló que todos
los recuerdos que había creado en aquel centro se desvaneciesen; pero sabía que
jamás podría desvincularse de su pasado ni de todas las experiencias que había
vivido en aquellos lares. Éstas siempre la acompañarían, advirtiéndole que
había destruido su propia vida y que jamás recuperaría esos años que ella había
podido llenar de luz y que, sin embargo, tan tristes y tenebrosos habían sido.
Agnes nunca podría recordar las palabras
que Berta le había dedicado con tanto cariño y nostalgia. Nunca podría saber
que Berta se había compadecido de ella ni tampoco que su verdadera forma de ser
había resurgido al percibir la inmensa añoranza que vivía en su voz, en su modo
de expresarse, en sus ojos nocturnos. Agnes sólo podría experimentar miedo
cuando pensase en Berta. Para Agnes, en el recuerdo de Berta se concentrarían
los peores momentos de su vida. Y lo que Agnes jamás podría saber era que con
Berta se había marchado la posibilidad de que alguien la quisiese y la
comprendiese en aquel lugar en el que solamente ella era una paciente más a la
que había que reducir a sombras. Berta se había llevado consigo el único ápice
de cariño que a Agnes podía quedarle en aquel hospital en el que moría todo lo
que ella era, en el que perdería para siempre la inocencia y la capacidad de
detectar el brillo más tierno de la vida.
[1]
«Mi país es verde y
nebuloso / es solitario y maduro, / es una tierra y un suelo. Mi país, labriego
y marinero, es un rincón sin tiempo, que duerme perezoso. / Que calienta en el
lar, allá en el robledal, se echa a reír. / Es una hoja en el viento, aliento y
desaliento, mi país. / Mi país, tejiendo su historia, muiñeira y senderos que
esconden su verdad. / Mi país saluda al mar abierto, escucha el barlovento y se
pone a caminar. / Hacia metas sin nombre, van filas de hombres. Y sin fin.
Tristes campos de alguna parte, senderos hacia ningún lugar, mi país. / Mi
país. Mi país, en las noches de invierno, dibuja su agonía en un anciano y en
un niño. / Mi país, de leyenda y cuento, espera nuevos días, marchando con
lentitud, por los remansos y las heredades, nace y muere una esperanza en el
porvenir. / Es una hoja en el viento, aliento y desaliento, mi país.» [Nota de
la autora: entiéndase a Galicia como país.]
Caso Manicomio San Boi
ResponderEliminarInvestigación a cargo de la inspectora Carme Berroich
Testimonio Dr Martín
Carme: Dr. Martín, quiero que me hable de una de sus pacientes. ¿Recuerda a Agnes?
Dr. Martín: ¿La meiga puta de mierda?
Carme: Explíqueme que es lo que le ocurría para que estuviese ingresada.
Dr. Martín: Era una niña muy rara...no se relacionaba con más niños. La gente en su pueblo decía que era una meiga. Con un año ya sabía hablar. Era excesivamente sensible y se asustaba con facilidad. Sus ojos hipnotizan, da miedo.
Carme: Dr. Martín, ¿me puede explicar la razón por la que todos afirmaban que estaba loca?
Dr. Martín: ¡Ya se lo he dicho!
Carme: Yo misma debería haber sido ingresada en ese centro mental, Doctor de pacotilla. Yo era una niña tímida, temerosa y no tenía amigos. Me entristecía con facilidad y era altamente sensible. Tenía gafas, por lo que me llamaban cuatro ojos, otro motivo más por el que debía haber sido ingresada. ¡Ah! Por ser pelirroja algunos decían que tenía cara de bruja.
Dr. Martín: No es lo mismo.
Carme: ¡Es exactamente lo mismo! ¿Se sacó la carrera en una tómbola o no fue a ni una sola de las clases que impartieron en la universidad?
Dr. Martín: Ehhhh
Carme: Dígame, ¿con que tratamientos intentaban curar la supuesta enfermedad dela señorita Agnes?
Dr. Martí: Pues..golpes en la cabeza, meterla en un calabozo, humillarla, drogarla, electrocutarla,...
Carme: No tengo más preguntas, hijo de puta. Guardia, se lo puede llevar. Espero que te pudras en la cárcel, maldito matasanos.
Nada, una tontería que se me ha ocurrido, pensando en unos años después de lo que escribes. El Dr llevado a juicio juntos a todos los maltratadores jajaja.
En primer lugar, decirte que ha sido un capítulo muy emocionante. La parte en la que Agnes escapa es fabuloso. Casi siento el aire fresco de la noche en la cara. Me puedo imaginar la sensación tan maravillosa que recorría todo su cuerpo. Pienso que tan solo por vivir ese momento de libertad, valió la pena intentar escapar.
Elena yo creo que es la peor, menuda tiparraca. Está convencida de que Agnes debe morir y es muy curioso lo que dice "si no está loca, lo estará" ¡Ole! Se contradice, dice que no puede regresar a Galicia hasta que se cure pero luego en la posibilidad de que esté cuerda, prefiere que se vuelva loca y se quede para siempre en ese lugar.
El Dr. Martín consiguió su licencia en la tómbola, está claro. Tampoco está por la labor de hacer su trabajo,vaya ser que se canse el hombre. Pasa de todo,simplemente está ahí por hacer algo. Bueno, yo creo que disfruta con el sufrimiento.
Berta...no consigo simpatizar con ella. Contribuyó a que todos la llamasen así, la insultó miles de veces, la maltrató y cuando intentó escapar, que esa era una ocasión real de poder ser feliz, le arrebató la libertad de una forma cruel y salvaje. Dejaba que las locas de Mayra e Isabel la torturasen, siempre posicionándose a su favor. Y para mi lo peor de todo, que la abandone. No me sirve de nada su compasión, que se la meta por dónde le quepa. Le debe algo más que unas lágrimas, le debe mucho más. Tendría que haberle ayudado, al menos quedarse unas semanas más, preparar un plan o algo así. Está bien arrepentirse, pero de nada sirve, solamente para que ella misma se pueda sentir bien. Luego intentando razonar a última hora con Elena y el Dr...que no, que las cosas tarde y mal. Al menos alguien se compadece de ella, algo es algo.
Me encanta la parte en la que Agnes recuerda. Son momentos mágicos junto a su abuela, de plena felicidad. Era muy consciente de que esto ocurriría y quizás no podía ser plenamente feliz, pero bueno, no creo que nadie lo sea al 100%. Son momentos tan bonitos que deseas con todas tus fuerzas que pueda volver a aquellos tiempos y escapar...ains, pobre.
Me temo que todavía queda mucho por sufrir, así que le diré a la inspectora Carme que siga trabajando jajajaja. Un gran capítulo, Ntoch.
Como siempre, un capítulo muy intenso que ha de leerse más de una vez para disfrutarlo por completo. También me ha resultado especialmente perturbador, porque como lector me veo arrastrado al mundo de los sueños, el plano onírico y el real, que parecen claramente separados, en realidad se cortan varias veces y me hace preguntarme ¿qué es real? ¿qué es un sueño? ¿lo que se siente en un sueño no puede ser tanto y más real que lo llamamos estar despierto?
ResponderEliminarTodo esto viene de la mano de la peripecia de Agnes, que se va complicando la vida cada vez más, como un barquito de papel que da vueltas cerca del desagüe de un estanque, en cada vuelta se va acercando cada vez más al agujero fatal, y sabes que nada puede librarlo de ese final, y sin embargo miras fascinado cómo el barquito sigue a flote pero cada vez con más dificultad... así está Agnes ahora, libre de Elena aparentemente pero solo al principio, pronto se encuentra de nuevo con esa mujer que desea con tanta firmeza su muerte entre las paredes del manicomio, a pesar de que ella misma duda de que esté loca cuando dice que si no lo está lo acabará estando... y claro que es verdad, Agnes, yo, o cualquiera a quien se someta a un trato así. El doctor Martín aparece ya como alguien inhumano, incapaz del mínimo trato digno a un paciente, es un ser odioso, ese dúo fatal con Elena machaca literalmente a Agnes... y quien podría ser su único apoyo, Berta, falla también la noche que decide escapar... quién sabe si con su ayuda habría podido salir de allí; y sin embargo, se inicia una transformación ostensible en Berta. Casi hay que dar la razón a Elena cuando piensa que Agnes tiene mucho de meiga, porque la escena en que esta última, enferma, la confunde con su abuela, es enternecedora, a eso me refería con los planos de realidad, es un sueño, (por cierto creo que es la parte más conmovedora del capítulo, todo, la poesía, la conversación completa con su abuela, sus consejos, el amor mutuo que se profesan... es precioso), pero ese sueño interfiere en la realidad de Berta, y ya no vuelve a ser la misma. Por un momento, es realmente la abuela de Agnes, y siente un amor y una ternura que rompen por dentro algo en Berta, se abre al cariño, y ese es un camino que ya no tiene retorno.
Es desolador, naturalmente, que ahora que Berta ya se va sea justo cuando comprende por completo a Agnes, me gusta mucho que sea así, me refiero a que la comprensión es completa, se da cuenta no de que merece un mejor trato, sino de que no está loca y que siempre dijo la verdad. De todas formas, si se hubiese quedado tampoco habría podido solucionar mucho (salvo si se hubiese arriesgado tanto como para ayudarla a escapar), porque en cuanto el doctor y Elena se hubieran dado cuenta de lo que pasaba habrían apartado a Berta de allí más que a paso. Hace, sí, el intento vano de tratar de ablandar a Elena, pero eso sí que es imposible. ¿Se atreverá a denunciar la situación, recurrirá a alguien de fuera que pueda intervenir? El futuro de Agnes, como el del barquito de papel en el estanque, se presenta terrible. Pero yo me tengo que quedar con Rosiña y la música de gaita, con esa velada tan feliz que pasaron abuela y nieta, se me parte el corazón, me derrito leyendo eso que es el centro del capítulo. Creo que Rosalía de Castro estará sonriendo desde donde quiera que se encuentre.