Capítulo 24
Volviendo a nacer
Hay momentos que parecen estar
hechos solamente de desaliento, que nos resultan completamente invivibles, que
nos asfixian y nos instan a creer con convencimiento que nunca podremos renacer
y que siempre permaneceremos hundidos en esas brumas que apagan el brillo de
nuestros dones; pero, de repente, llega un día en el que nos percatamos de que
aquellos instantes que tan insufribles y anegados en tristeza nos parecían no
eran más que el preludio de una aflicción mucho más profunda y desgarradora.
Entonces descubrimos que añoramos aquel efímero tiempo en el que, a pesar de
sentir que nos dominaba una incalculable congoja, al menos todavía podíamos
sonreír, todavía nos refulgían los ojos; aquel tiempo en el que aún palpitaba
en nuestro corazón una sutil esperanza.
Y aquella noche tan llena de
emociones contradictorias, que se oponían entre sí como lo hacen la oscuridad y
la luz, fue para Agnes el último rescoldo de paz que pudo latir en su destino. Inconscientemente,
a medida que se acercaba a su cabaña, Agnes se despedía de aquellos postreros
momentos de lucidez que le ofrecía su enfermedad antes de alzar su voz con
estridencia, ensordeciendo cualquier susurro de sosiego que pudiese exclamar en
medio del devastador huracán de la locura. Agnes intuía que, en cuanto se
adentrase en su hogar, se desvanecería irreversiblemente el sutil musitar de
sus emociones más tiernas e inocentes y se apagaría sin tregua ni regreso su
verdadera forma de ser y de pensar.
Se planteó la posibilidad de no
volver y permanecer vagando durante horas por el bosque hasta que el amanecer
se asomase tras las cumbres de las montañas, pero la idea de que Artemisa la
descubriese caminando por aquella naturaleza que tanto adoraban ambas la
asustaba tanto que apenas podía controlar sus movimientos. No quería verla, no
quería volver a mirarla a los ojos, no quería oír su suave y mágica voz, no
quería que le hablase ni que le preguntase nada. Anhelaba alejarla
irreversiblemente de su mundo, de su oscura vida, de su terrible alma, de sus
tenebrosos sentimientos. No quería que Artemisa formase parte de su existencia
ni tampoco que captase el profundo desaliento que la invadía. No quería que
ella descubriese que era una mujer brumosa y enferma, no quería, no quería que
el brillo que se desprendía de los ojos y de la sonrisa de Artemisa se mezclase
con las tinieblas que ensombrecían todos sus instantes.
Cuando llegó al fin a su
cabaña, se adentró allí sin acordarse de que había creído que, cuando se
introdujese en su hogar, se separaría para siempre del último rescoldo de
cordura que podía susurrar en su mente. Tenía miedo. Estaba aterrada por
emociones que apenas podía describir. El recuerdo del ritual de iniciación de
Artemisa se le asemejaba a un sueño ligero en el que había podido respirar
serena y nítidamente sin que ninguna emoción la asfixiase, pero éste quedaba cada
vez más lejos de su presente y de su corazón herido.
Némesis alzó la cabeza en
cuanto oyó llegar a su amiga. Enseguida advirtió que estaba desorientada y
aturdida. La miró intentando transmitirle con sus ojos espirales aquella calma
que a Agnes siempre tanto la acogía, pero Agnes parecía tan lejos de aquel
momento, tan sumida en aquel mar de conmoción que nos atraviesa el alma cuando
un sentimiento poderoso nos la agita como si de un terremoto destructivo se
tratase...
Si Némesis pudiese hablar, le
pediría a Agnes que fuese fuerte, que no se rindiese ahora, cuando había
descubierto al fin el modo de parecer valiente e imponente, pero sus ojos, los
que siempre la habían ayudado a expresar nítidamente sus pensamientos, estaban
cargados de preocupación y somnolencia.
Agnes se agachó junto a ella y
la acarició distante, pero muy suavemente mientras se hundía en su hipnótica mirada.
Entonces Némesis creyó que aquel momento era un sueño y que Agnes en realidad
era la mujer que tanto la alentaba, que tan poderosa le hacía sentir.
— Miña
Némesis —la llamó con mucho cariño. Némesis se acomodó en su
regazo y la miró con interés—, o ritual foi moi bonitiño y máxico,
pero, escóitame, Némesis, non debemos permitir que Artemisa entre no noso
mundo. Ela é só luz e eu son escuridade. Se ela vén a min, detena. Non pertencemos
ao mesmo mundo. Eu xamais sería capaz de dirixir un ritual tan fermoso, con
tanta maxia luminosa. Eu son odiosa e repulsiva e non me merezo recibir a
bondade que se desprende do corazón de Artemisa. Creo que o mellor é que a
protexamos de nós e, se non podemos facelo porque insiste en mesturarse coa
nosa atmosfera asfixiante, haberemos de ser nós mesmas quen a aparte dos nosos
momentos. Entendíchesme, Némesis? —le preguntó
con mucha dulzura mientras la miraba hondamente a los ojos y la acariciaba con
un inmenso amor—. Si, sei que me entendes, pero, Némesis, creo que debemos
facerlle una visitiña a Artemisa antes de separarnos dela para sempre, pero aínda
non chegou ese momento. Hei de prepararme para vivilo. Se falo con ela agora, decatarase
enseguida de que son moi debiliña, tan débil como una flor que crece no comezo
da primavera, e abaterame coa súa maxia. Debemos lograr que nos perciba fortes
e invencibles. Némesis, Artemisa é fascinante e hoxe esforzouse moito por falar
comigo, buscábame continuamente cos seus preciosos olliños e eu sentía que
desexaba estar xunto a min. Non entendo por que se comportaba así comigo, pero
eu sei que entre Neftis e ela hai un lazo moito máis forte que o que poderá
unirnos xamais a nós. E será precisamente esa conexión que as enlaza a que
esnaquizará a miña vida. Eu non podo soportar que se miren así e, se Artemisa
descobre o que sinto, rirase de min e aniquilará a miña alma. Artemisa é moito
máis forte que eu e sábeo, é consciente de que pode vencerme con tan só unha
das súas miradiñas, e non podemos permitir que iso ocorra, Némesis.
Agnes se expresaba sobrecogida,
pero también decidida. No obstante, las palabras que le dirigía a Némesis la
intimidaban sin que pudiese evitarlo. De pronto fue más consciente que nunca de
que en su interior había nacido una nueva Agnes que no conocía, que se
diferenciaba profundamente de la que había sido hasta entonces y que ambas
luchaban por apoderarse definitivamente de sus pensamientos, de su alma y de su
corazón. Descubrir aquel hecho la asustó tanto que, durante unos largos
momentos, solamente pudo experimentar un desgarrador temor que la alejó
brumosamente de aquel instante y de su alrededor.
— Némesis
—la llamó amedrentada—, Némesis, non son eu quen fala, pero non podo calar
esa voz. Pola Deusa, nunca me ocorreu algo así. Eu non son así, Némesis. Eu non
quero facerlle dano a Artemisa, pero ela convénceme de que debo defenderme da
súa maxia e apartala de min para sempre. Se puideses axudarme a destruíla...
Mas aquella nueva Agnes (la
que, sin embargo, llevaba viviendo en su interior desde que había conocido a
Artemisa) era mucho más fuerte que aquélla que había sido siempre; la Agnes
débil y frágil, la que pedía ayuda con silenciosos gritos cada vez que la
tristeza la abatía, la que deseaba amar y ser feliz. Poco a poco, las facetas
más tiernas y entrañables de su ser fueron muriendo en manos de aquella mujer
poderosa, despiadada y rencorosa en la que estaba convirtiéndose; la que se
identificaba profundamente con la existencia de Némesis, con la que Némesis
sentía una unión inquebrantable.
Sin embargo, a pesar de que
aquella nueva identidad le hiciese sentir más valiente que nunca, Agnes no
deseaba que aquella personalidad que había nacido en su alma se apoderase de
ella. Trataba de pugnar contra su fuerza para deshacerla y para ignorar todas
las órdenes que le lanzaba desde su oscura presencia. Si lograba silenciar, por
unos efímeros momentos, su desgarradora voz, entonces sí se sentía capaz de
reconocer lo que estaba ocurriéndole. Era consciente de que, de nuevo, su
enfermedad había resurgido con un vigor con el que hasta entonces nunca había
gritado. No obstante, apenas identificaba los síntomas que la atacaban. Hasta
esos instantes de su vida, jamás había percibido que su forma de ser estuviese desapareciendo.
Aunque la tristeza más interminable se hubiese adueñado de su corazón hasta
casi detenérselo, siempre había sabido quién era y cómo anhelaba encontrarse en
el mundo.
Lo que más la sobrecogía era
que de repente, sobre todo cuando la noche silenciaba la luz del día, se
percataba de que no podía evocar los instantes que habían formado sus horas. En
su interior vivían dos mujeres muy distintas que existían en mundos opuestos.
Una amnesia muy espesa y poderosa se esparcía por su memoria y era incapaz de
recordar lo que había vivido desde que se había despertado. Aquella situación
la asustaba tanto que apenas podía respirar. Deseaba pedir ayuda y confesarles
a Gaya o a Gilbert lo que le ocurría, pero la vergüenza más desgarradora le
impedía acercarse a aquellas personas que podían comprenderla e incluso
salvarla de las garras de su enfermedad.
Durante el día, Agnes era una
mujer valiente que vencía la tristeza que se albergaba en su alma. Era una
mujer que leía atentamente cualquier libro que tratase de ceremonias mágicas y que
podía celebrar rituales a través de los que aspiraba a intensificar la
impetuosa energía que la dominaba. Era una mujer que apenas se acordaba de la
inmensa cantidad de lágrimas que habían brotado de sus ojos oscuros y
expresivos. Era una mujer que conversaba animadamente con Némesis, que la
alentaba a ser también valiente, a pugnar contra cualquier ápice de sombras que
quisiese deshacer el vigoroso brillo de las resplandecientes horas del día.
Agnes era plenamente consciente
de lo que sentía y pensaba cuando aquella mujer, tan opuesta a su verdadera forma
de ser, dominaba todo su espíritu, su alma, su mente. Recordaba su vida como si
no le perteneciese, como si todo el desaliento que le había anegado el corazón
procediese de una tierra muy lejana, como si todos sus años fuesen el reflejo
de una vida que nunca se había mezclado con su existencia. Incluso le parecía
que la mujer que había vivido aquellos momentos tan oscuros y tristes ya no
existía, ya no respiraba en la realidad en la que ella encontraba tanta
inspiración. Sí podía acordarse de las personas que habían compartido con ella
tantos acontecimientos mágicos; pero, al contrario de lo que le sucedía cuando
los recordaba al caer la noche, la imagen de Gaya, de Gilbert, de Neftis y de
los demás miembros del aquelarre le insuflaba un aliento que parecía
imperecedero. Sin embargo, no se atrevía a acercarse a ellos. No quería que
ninguna de aquellas personas tan entrañables la visitase ni se introdujese en
su solitaria existencia. Prefería vivir sola las horas más fulgurantes del día,
pues adoraba celebrar un sinfín de rituales únicamente acompañada por el
silencio y la falta de voces, de miradas, de gestos.
Némesis era la única que la
acompañaba. Némesis adoraba hallarse junto a aquella mujer tan poderosa, de
cuya voz se desprendía tanta magia. Le parecía que la voz de Agnes procedía más
bien de un alma divina y que toda ella se convertía en el reflejo de la Diosa
en la que tanto creía su amiga. Percibía que se sobrecogía, que incluso Agnes
la hipnotizaba, la trasladaba protegiéndola en sus palabras hacia una tierra en
la que no existía la noche ni el desaliento.
Mas, cuando el día comenzaba a
morir entre los suspiros del ocaso, aquella identidad tan poderosa, tan
imponente y valiente empezaba a apagarse como los rayos de la tarde. Agnes se
quedaba paralizada cuando presentía que su alma se deshacía rápidamente de aquel
inmenso aliento que le había facilitado luchar contra cualquier recuerdo
oscuro. Entonces notaba que un agotamiento indestructible se le posaba en los
párpados, desvanecía el brillo de su mirada y repartía por todo su ser una
espesa debilidad que la obligaba a regresar hacia su hogar (casi siempre le
ocurría esto cuando se hallaba celebrando algún ritual en medio del bosque). Se
encerraba en su cabaña intentando entender lo que le acontecía, sin saber muy
bien qué deseaba, sin poder descifrar los pensamientos que su mente le
susurraba.
Había ocasiones en las que
permanecía durante más de una hora intentando encontrarse, intentando recuperar
la voz de su mente. En aquellas ocasiones, ni tan sólo en el mundo de los
sueños lograba aclarar sus pensamientos. Estaba perdida en su propia alma,
desorientada dentro de sí misma, como si su interior se hubiese convertido en
una tierra vacía llena de abismos y niebla.
Intensos sueños agitaban su
dormir. La encerraban en su seno horribles pesadillas que destruían el poco
ápice de paz que susurraba en su alma y se despertaba notando que había
desaparecido la voz de sus más tiernos pensamientos.
Vivía en una época
incomprensible en la que le ocurrían hechos que apenas rozaban su entendimiento
y que nunca conseguía descifrar, aunque se esforzase lo indecible por lograr
atisbar un ápice de lógica entre las brumas que los definían. Ninguna de las
dos identidades que ardían en su interior se respetaban, ninguna de las dos se
acordaba de la otra cuando al fin su reinado se declinaba hacia alguna de
ellas. Eran mujeres totalmente opuestas que no se hablaban ni se miraban.
Cuando en su alma gritaba la
voz de su verdadero carácter, el que era dulce, paciente y en exceso
nostálgico, entonces Agnes olvidaba que podía ser tan fuerte e imponente. Y,
cuando la dominaba aquella mujer tan poderosa y calculadora, olvidaba por
completo todas las virtudes que realmente la definían. Si alguien la hubiese
mirado en aquellos momentos a los ojos, no la habría reconocido, no habría
encontrado en esa mirada a la Agnes por la que tanto se habían desvivido sus
seres queridos; pero nadie estaba allí para rescatarla de las garras de aquella
personalidad tan feroz que turbaba tanto la apariencia de sus ojos y de sus
sonrisas. Aquella mujer sonreía muy a menudo, pero aquellas sonrisas eran
distantes, eran hieráticas incluso, como el ademán petrificado de una antigua
estatua.
Eran las noches el momento en
que reinaba en su alma la verdadera Agnes; aquélla que intentaba continuamente
pugnar contra las sombras que deseaban apagar el brillo de su corazón. Cuando
era ella, cuando podía recuperar la voz de sus verdaderos sentimientos,
entonces Agnes recordaba incesantemente a Artemisa. Evocaba su voz, sus ojos,
sus sonrisas, sus gestos... y entonces ansiaba quebrar la gélida y horrible
distancia que las separaba; una distancia que no sólo era física, sino sobre
todo anímica.
Entonces Agnes se esforzaba por
mantener viva en su interior la voz de su verdadera forma de ser. Aunque no
pudiese recordar lo que vivía durante el día, aunque apenas fuese consciente de
las acciones que había realizado o de los pensamientos que le habían anegado la
mente, sabía que la Agnes que era durante el día no se asemejaba en absoluto a
la que renacía por dentro de ella cuando la noche se esparcía por el cielo,
apagando los haces de luz de la tarde. Y un modo de impedir que la apresase aquella mujer
desconocida que tanto la intimidaba era huir de las
garras del sueño. Luchaba contra el sopor que deseaba deshacer su consciencia.
Tomaba té para alejar aquellas ansias de dormir, leía durante horas, escribía e
incluso paseaba entre los árboles hasta que se acercaba el alba.
En algunas de aquellas
ocasiones en las que lograba aferrarse a sus dones y a sus tiernas virtudes y conseguía
apartar de sí a esa mujer que tanto la asustaba, entonces deseaba que Artemisa
y ella formasen parte del mismo mundo. Anhelaba compartir con ella el amor que
ambas sentían por la Diosa. Se imaginaba que juntas celebraban rituales mágicos
y preciosos entre los árboles, bajo el fulgurante cielo de la mañana o
amparadas por la luz de la luna.
Cada vez que pensaba en Artemisa,
notaba que el pecho le ardía, incendiado por un sentimiento que, en su presente
existencia, nunca había latido de ese modo en su alma. Sabía que aquel
sentimiento era amor; era un sentimiento que siempre destruía la serenidad de
quienes lo experimentaban. Entonces, repentinamente, se acordaba de aquella
ocasión en la que Gaya le había asegurado que, cuando se enamorase, descubriría
el sabor de la verdadera felicidad. Aquellas palabras la sobrecogían muchísimo,
pues le demostraban que Gaya se había equivocado irreversiblemente. Aquel sentimiento
tan intenso, aquellos pensamientos que nacían de las sensaciones que éste le
provocaba y sobre todo la inestabilidad que le había quebrado el alma no podían
asemejarse a la felicidad. No, aquello no era felicidad, aquello era sólo agonía.
Su alma, la que albergaba
recuerdos demasiado ancestrales, le advertía de que aquel amor era mucho más
antiguo que su propia respiración. La avisaba de que éste llevaba latiendo en
su ser desde mucho antes que se reencontrase con Artemisa en aquel extraño presente
que tanto se diferenciaba de los momentos mágicos que ellas habían compartido
en otra vida.
Habían transcurrido ya dos
semanas de la noche en la que habían celebrado el ritual de iniciación de
Artemisa y Agnes no había podido dejar de pensar en ella ni de recordar los
efímeros e íntimos momentos que habían compartido. Deseaba volver a verla,
volver a hundirse en sus mágicos ojos; pero tan sólo imaginársela tan cerca de
ella la deshacía, convertía su sangre en lava y la desestabilizaba tanto que
apenas podía respirar.
Sin embargo, al contrario de lo
que su cuerpo le pedía cada vez que evocaba el recuerdo de Artemisa, Agnes
intentó, en varias ocasiones, acercarse a Artemisa para hablar con ella. Había
buscado desesperadamente su cabaña por el bosque hasta que, al fin, una mañana
tan brillante como un amanecer estival, la descubrió entre los árboles, cerca
del río que alimentaba el lago que a ella le proporcionaba el agua que
necesitaba para vivir.
La primera vez que se atrevió a
recorrer la distancia que la separaba de la cabaña de Artemisa, la descubrió
plantando hortalizas. Artemisa tenía las manos llenas de tierra y se esforzaba
por retirar de las raíces de la planta cualquier obstáculo que dificultase su
crecimiento. Estaba tan concentrada en su tarea que ni siquiera advirtió que
alguien la observaba con tanto interés y cariño.
Agnes notaba que los ojos le
ardían y que una calma muy tierna se había esparcido por todo su cuerpo. Aunque
estuviese agotada tanto física como anímicamente (pues llevaba más de dos
noches sin dormir), le pareció que se volvía volátil y que, como el humo del
incienso, ascendía hacia el firmamento para mezclarse con el fulgor del día.
Mas nunca se atrevía a
acercarse a ella. Artemisa le parecía inalcanzable como la lejana luz de la
luna; bella, pero inasible. A veces, mientras Artemisa realizaba sus tiernas
labores, entonaba canciones preciosas que a Agnes le llenaban el alma de
nostalgia y tristeza. A Agnes le parecía que la voz de Artemisa emanaba más
bien del corazón de un hada, de una criatura que había nacido en el bosque más
mágico y poderoso. El modo como ella entonaba los versos que creaban sus
canciones y como modulaba la melodía que las definía le revelaba que Artemisa y
ella jamás podrían formar parte del mismo mundo.
En algunas ocasiones, Agnes
percibía que Artemisa alzaba los ojos y los fijaba justo donde ella se
encontraba, pero Agnes sabía que Artemisa no podía verla, pues se hallaban muy
lejos, separadas por una distancia que no era física, sino sólo anímica, intangible;
una distancia inquebrantable, indestructible, intransitable.
Agnes entonces se alejaba de
allí sigilosa y rápidamente, notando que abandonaba en aquel rincón del bosque
la mayor parte de su alma. Artemisa creía notar que los árboles y las plantas
que la protegían de la mirada de la luz del día se movían levemente, pero
siempre se convencía de que era el viento quien los agitaba y los acariciaba
con dulzura y proseguía con su labor, plantando sus hortalizas o lavando su
ropa en el río, con calma, incluso con felicidad.
Otras veces, Neftis aparecía
ante Artemisa, quebrando la soledad mágica y acogedora en la que ella se
protegía, y entonces Artemisa abandonaba la tarea que estaba llevando a cabo y
se lanzaba a los brazos de Neftis riendo ilusionada. Agnes notaba que a Neftis
se le anegaban los ojos en una emoción que no tenía principio ni fin y que era
mucho más potente que cualquier volcán. Entonces captaba cuán unidas estaban,
cuánto se querían... y sentía de repente tanto miedo que apenas podía dominar
su respiración.
Lo que más la sobrecogía y la
empequeñecía era advertir que Artemisa también se sentía inmensamente feliz
entre los brazos de Neftis. Su mirada se impregnaba de serenidad, de vida y de
luz y Agnes notaba que un halo de cariño y calidez las rodeaba, amparándolas de
cualquier sensación punzante. La realidad en la que ambas se hallaban era
inquebrantable, era tan mágica como el esplendor de la luna. Ella jamás podría
crear para Artemisa unos instantes tan resplandecientes y tibios, jamás, pues
lo único que podía emanar de su alma era oscuridad, era desaliento, era
soledad.
Entonces se alejaba de allí,
huía de aquellas dos mujeres que le destrozaban continuamente el corazón sin
que ninguna de las dos lo previese ni lo desease. Agnes corría, despavorida,
entre los árboles, notando que el alma se le había vuelto gélida y pétrea. Le
parecía que su entorno se había anegado en sombras que la amenazaban con
invadir toda su vida, con cernirse sobre todos sus amaneceres para apagar
cualquier haz de luz que pudiese resplandecer en sus instantes.
En la mayoría de ocasiones,
Agnes no conseguía llegar a su cabaña tan rápidamente como deseaba. Debía
detenerse mucho antes de que apareciese ante ella la senda que podía llevarla
hasta su protector hogar. Y debía dejar de correr porque el miedo que le latía
con tanta fuerza en el alma le había robado el aliento y la había convertido en
el ser más indefenso de la Tierra. Entonces tenía que sentarse entre los
árboles para intentar recuperar la calma que había perdido. Se fijaba en los
sonidos que la rodeaban, se hundía en la belleza que teñía aquellos lares y
buscaba la paz en la luz tenue que llovía del cielo; pero la tristeza y el
pavor le impedían respirar serenamente.
Y lo que Agnes jamás podría
reconocer era que aquel sentimiento que tanto la destruía no se asemejaba al
miedo ni a la inseguridad. Aquel sentimiento era un dolor agudo que sólo nacía
de la herida que le horadaba en el alma saber que Artemisa jamás correspondería
al amor que ella le profesaba; aquel amor que Agnes no sabía nombrar y que
tanto estaba destruyéndola.
Era despecho, eran celos
punzantes, era sentirse rechazada sin que ni siquiera Artemisa pudiese imaginarse
que la amistad que la unía a Neftis destrozaba tanto un alma, era saber que
jamás la querría, era notar que la impotencia que le provocaba aquella certeza
la deshacía como si toda ella se hubiese convertido en hielo y aquellas
intensas emociones fuesen el agresivo sol que ilumina un cálido día estival.
Agnes no podía nombrar los sentimientos que tanto la desvanecían porque nunca
los había experimentado, porque éstos nunca habían acelerado el ritmo de su corazón
ni la cadencia de su respiración.
Agnes jamás podría saber que
precisamente eran aquellos sentimientos que tanto la desmoronaban los que
nutrían el alma de aquella mujer poderosa que vivía dormida en su interior, esperando
sin tregua el momento de alzar su estridente voz hasta deshacer la de sus
verdaderos sentimientos. Aquella identidad tan opuesta a lo que ella era
realmente se apoderaba de la debilidad de Agnes, se engrandecía cuando ella se
sentía tan pequeña y, cuando al fin conseguía abatir aquel espíritu tan
impregnado de nostalgia y amor, gritaba con mucha más fuerza que nunca, era
mucho más imponente y poderosa.
Tras unos largos momentos en
los que apenas conseguía calmarse, Agnes huía hacia su hogar a pesar de que
todavía se sintiese inmensamente asustada. Cuando llegaba a su cabaña, Némesis
la miraba con fuerza y protección, pero Agnes estaba tan desalentada y deshecha
que apenas podía percibir los sentimientos hermosos con los que su amiga la
observaba. Lo único que anhelaba era encerrarse y resguardarse en los rituales
que continuamente celebraba para fortalecerse y para pedirle a la Diosa que la
ayudase a ser valiente.
Agnes empezó a faltar a los
rituales que el aquelarre celebraba para festejar la llegada de la primavera y
también para pedirle a la Diosa que les enviase buenas cosechas. Los miembros
de El fuego de Hécate apenas le otorgaban importancia a su ausencia, pues era
habitual que perdiesen la estela de Agnes cuando ella se deprimía. No obstante,
a Gaya y a Gilbert sí les inquietaba que Agnes no compartiese con ellos
aquellas ceremonias tan importantes.
Agnes no soportaba asistir a
los rituales porque le parecía que Artemisa continuamente la miraba desafiante,
con los ojos anegados en desconfianza e inseguridad. Era incapaz de conectar
con el alma de la Diosa si Artemisa se hallaba a su lado, turbando su quietud,
inmiscuyéndose sin cesar en sus sentimientos.
Y, en las pocas ocasiones en
las que Agnes creía que Artemisa la miraba con ternura, entonces aparecía
Neftis, separándola irrevocablemente de ella, deshaciendo aquellos momentos tan
frágiles que para Agnes eran tan mágicos. Artemisa parecía olvidarse de que
Agnes existía y solamente se centraba en Neftis, con quien bailaba durante
horas, con quien reía libre y luminosamente, de quien no se separaba ni
siquiera cuando el alba quebraba la oscuridad de la noche. Sin embargo, Agnes
huía de aquel lugar y de aquellos momentos cuando éstos apenas habían invadido
su destino.
Agnes cada vez estaba más
convencida de que Artemisa la detestaba y que ya había podido adivinar los
sentimientos que le profesaba. Creía que se reía de ella cuando la miraba, que
la criticaba y la minusvaloraba cuando hablaba con los demás y que la espiaba
para cerciorarse de que era peligrosa y oscura.
Agnes buscaba las respuestas a
sus inquietantes preguntas en la mirada de los arcanos. Cuando realizaba
aquellas tiradas de cartas que para ella eran tan importantes, le parecía que
aquellas ancestrales figuras le aseguraban que sus percepciones y sus
intuiciones eran ciertas, la avisaban de que a Artemisa y a Neftis las unía una
relación que el paso del tiempo volvería cada vez más mágica y profunda y
también la convencían de que Artemisa la odiaba y que deseaba apartarla de ella
cuanto antes. Incluso Agnes empezó a creer que Artemisa lucharía contra ella y
que, al fin, conseguiría que la encerrasen de nuevo en aquel horrible hospital
en el que había perdido tantos años de su entrañable vida.
Sin embargo, Agnes ni tan sólo
era capaz de imaginarse que aquellas percepciones que sus sentidos le
transmitían no eran ciertas ni se correspondían con la realidad que todos
vivían. Artemisa nunca la miraba con recelo ni con temor; al contrario, las
pocas veces en las que Agnes formaba parte de los rituales que celebraban,
sentía que el alma se le llenaba de alivio y felicidad, aunque le costaba mucho
reconocer aquellas emociones tan hermosas.
Artemisa notaba que el corazón
se le aceleraba cuando tenía cerca a Agnes, cuando se hundía en sus preciosos
ojos negros y cuando oía su dulce y poderosa voz. Sentía que el pecho le ardía
cuando le hablaban de ella o cuando la recordaba en sus momentos solitarios;
pero se negaba a nombrar lo que le ocurría y tampoco se atrevería jamás a
convertir en palabras aquellas emociones que tanto la desorientaban.
Además, siempre sentía que
deseaba protegerla de la tristeza y del desaliento que se le desprendían de los
ojos y que seguramente tanto impregnarían su soñadora y mágica alma. Sin
embargo, no se creía capaz de acercarse a ella y preguntarle por qué su mirada,
la que era mucho más expresiva que cualquier palabra, exhalaba tanta pena,
tanta oscuridad. Estaba segura de que a Agnes la aterraba hablar de sus
sentimientos y de las emociones que tanto la desestabilizaban. Ser consciente
de que Agnes estaba enferma la aturdía, la confundía e incluso la afligía
profundamente, pero tampoco comprendía por qué se preocupaba y se inquietaba
tanto por ella, por qué de repente Agnes era lo que más la interesaba, por lo
que más deseaba luchar. Se esforzaba lo indecible por silenciar la voz de esos
sentimientos, puesto que sabía que no eran lícitos ni tenían cabida en el
imponente mundo de Agnes.
En las pocas ocasiones en las
que había intentado preguntarle a Gaya o a Neftis por Agnes, ambas se habían mostrado
esquivas y le habían respondido enigmáticamente. Ninguna de las dos le
explicaba nada sobre los sentimientos y los pensamientos de aquella mujer que a
Artemisa le parecía tan mágica e interesante. Además, notar que Agnes se
alejaba cada vez más de ellos la desalentaba. Aquel desánimo crecía cuando se
percataba de que Agnes faltaba más asiduamente a los rituales. La ausencia de
Agnes la inquietaba profundamente, le dificultaba concentrarse en el misticismo
de aquellos momentos y también atenuaba la magia que debía anegarle el alma.
Mas siempre conseguía recuperar la calma cuando Neftis le hablaba, cuando le
prestaba aquella atención que tanto la halagaba, cuando la tomaba de las manos
y cuando danzaba junto a ella aquellas melodías que tanto la entusiasmaban y le
llenaban el corazón de tanta euforia y felicidad.
— ¿Qué
te ocurre hoy, Artemisa? Estás muy distraída —le preguntó Gaya una mañana en la
que se hallaban ambas moldeando una figura de la Diosa que adornaría el altar
que erigirían en Beltane.
— Nada
importante, Gaya. He tenido sueños muy raros esta noche y no he descansado bien
—le respondió con una voz levemente frágil.
— ¿Hay
algo que te preocupe, cariño? Ya sabes que puedes contarme lo que necesites.
— Neftis
se comporta de un modo muy extraño —le comentó ignorando lo que en realidad
anhelaba confesarle.
— ¿Qué
notas en ella?
— Pues
me mira con demasiada profundidad, me alaba continuamente por cualquier cosa que
hago y, cuando me habla, me parece que cada vez lo hace con más dulzura.
Además, continuamente busca cualquier excusa para tocarme, para abrazarme, para
apretarme contra ella... Tengo la sensación de que Neftis siente algo muy
especial por mí y esa posibilidad me asusta.
— ¿Y
tú qué sientes por ella, Artemisa?
— Neftis
es mi mejor amiga. Es evidente que la quiero muchísimo, pero nada más. Incluso
la quiero como si fuese mi hermana, como si ambas hubiésemos nacido de la misma
madre.
— Todas
somos hijas de la misma madre —se rió Gaya con cariño.
— A
veces, tengo la impresión de que Neftis desea confesarme algo, pero de repente
me cambia radicalmente de tema y sus ojos se vuelven inaccesibles.
— Ten
paciencia con ella.
— Pero
es que yo no quiero que Neftis sufra, yo no quiero que ella se confunda, que
crea algo que no puede ser.
— ¿Tú
alguna vez te has enamorado, Artemisa?
— Sí,
me he enamorado de un atardecer, de la naturaleza, de la Diosa...
— No
me refiero a ese tipo de amor, cielo.
— Nunca
me he enamorado de nadie, si es lo que quieres saber. Puede que alguna vez me
haya sentido atraída por otra persona, pero nada más, aunque, ahora...
— Ahora,
¿qué? —la interrogó animada y cariñosamente.
— No
sé, a veces siento cosas que no sé nombrar... pero no tiene importancia.
— Sí
la tiene, bonita mía, sí la tiene.
— No,
Gaya. Son solamente miedos y confusión, nada más.
— ¿Te
refieres a que a veces crees sentir por Neftis algo que se contrapone a lo que
piensas?
— No,
a Neftis sé claramente que la quiero como mi hermana, nada más.
— Entonces,
¿a quién te refieres?
— A
nadie, Gaya. Por favor, no me preguntes nada más y terminemos ya de elaborar
esta figura de la Diosa. Tenemos que permitir que se seque y, si no acabamos ya
de moldearla, para Beltane no estará lista.
— Para
Beltane todavía quedan dos semanas, cielo —se rió extrañada.
— No
importa. Quiero que la terminemos hoy por si luego hay que retocarla. Además,
también tenemos que pintarla.
— Ya
llega Beltane otra vez. Qué rápido pasa el tiempo, Artemisa...
— ¿Sabes
si Agnes vendrá al ritual?
Aquel interés que de repente
Artemisa mostró por Agnes sobrecogió profundamente a Gaya, pero entonces se
convenció de que aquel sobresalto solamente emanaba de la reciente y confusa
conversación que acababan de mantener.
— No
creo que venga. Hace semanas que no asiste a nuestros rituales. Agnes está tan
extraña...
— ¿Qué
le ocurre, Gaya? Por favor, dime la verdad.
— No
te inquietes por Agnes, Artemisa. No merece la pena, de veras.
— Sí
merece la pena. Continuamente tengo la sensación de que Agnes necesita ayuda,
pero no me siento capaz de preguntarle nada. Su forma de ser me intimida, su
aspecto me impone y me vuelvo tan pequeña cuando se halla cerca de mí...
Aquella confesión le heló la
sangre a Gaya. Durante unos largos minutos, no fue capaz de decirle nada.
Artemisa se arrepintió al instante de haber sido tan sincera con Gaya. Intentó
inventar alguna frase que excusase o contradijese sus palabras, pero su mente
se había convertido en piedra y apenas podía ser consciente de lo que vivía en
aquellos momentos.
— Agnes
es imponente porque su alma alberga mucha magia, pero lamentablemente no puede
desarrollarla como debería porque está gravemente enferma, Artemisa. Lo mejor
será que no te relaciones con ella.
— ¿Qué
enfermedad padece? —le preguntó sobrecogida.
— Ya
te lo dije hace tiempo, Artemisa. Por favor, no tratemos más este tema.
— Te
duele hablar de Agnes, ¿verdad?
— Me
duele porque me inspira mucha lástima, porque me siento impotente cuando me doy
cuenta de que todos los esfuerzos que hicimos por curarla fueron completamente
banales. Agnes tiene horadadas en el alma heridas que nunca se le curarán, pues
son ya demasiado antiguas.
— Quizá
necesite otro tipo de ayuda...
— Sí,
yo también lo pienso; pero ni siquiera Gilbert se digna reconocerlo. Gilbert tendría
que ingresar a Agnes en el sanatorio mental del que la sacó hace ocho años —le
confesó sin pensar en sus palabras. Éstas se le escaparon del alma como si
llevasen muchísimo tiempo deseando ser libres.
— ¿Cómo?
¿Agnes estuvo en...? —quiso preguntarle, pero estaba tan estremecida que apenas
podía pensar con claridad.
— Sí,
Artemisa; pero yo no tendría que habértelo dicho. Por la Diosa, qué bocazas
puedo llegar a ser a veces —se lamentó con ganas de llorar—. Por favor, jamás le
insinúes a Agnes que lo sabes, por lo que más quieras.
— Pobrecita...
—susurró Artemisa sobrecogida.
— Lo
peor es que, cuando la encerraron allí, Agnes no estaba enferma. Simplemente
era una niña muy sensible que tenía dones especiales que los demás no sabían
comprender, pero ese lugar la enloqueció y desde entonces ha sido tan frágil...
— ¿Y
por qué no la ayudamos más? ¿Por qué la dejamos tan sola?
— Porque
cuando la acompañamos tampoco conseguimos que se sienta feliz ni recuperada,
Artemisa. No merece la pena esforzarse más por ella. No se aferra a la vida, sino
solamente a la oscuridad, a la tristeza... Y ya no sigamos hablando de esto,
por favor.
La forma como Gaya le había
dirigido aquellas palabras deshizo la tierna curiosidad que Artemisa sentía por
Agnes. Encerró en un profundo silencio todas las preguntas que deseaba
formularle a Gaya y solamente se concentró en moldear lo mejor posible la arcilla
para que de sus manos naciese la imagen más hermosa de la Diosa que Gaya
hubiese visto nunca.
A partir de aquel día, los
extraños sentimientos que Artemisa experimentaba cuando pensaba en Agnes se
volvieron muchísimo más profundos y confusos. Artemisa notaba que el recuerdo
de Agnes la intimidaba excesivamente y la empequeñecía como si su poder la
deshiciese como la nieve apaga la vida de las flores.
La asustaba la posibilidad de
que Agnes asistiese a Beltane. No se sentía capaz de mirarla a los ojos
conociendo parte de su triste realidad, sabiendo que estaba tan enferma. La
deshacía de tensión recordar que poseía una información que Agnes nunca le
habría revelado y además intuía que, si Agnes se enteraba de que Artemisa era
dueña de aquel secreto que ella tanto se esforzaba por ocultar, perdería la
delicada calma que teñía sus días.
Mas todavía quedaban por gritar
demasiados acontecimientos antes de que aquella mágica noche llegase. La tierra
que sostenía el equilibrio de quienes vivían en aquellos lares sufriría
agresivos terremotos que la agrietarían para siempre, que derruirían los
pilares de aquellas vidas tan impregnadas de misticismo. Aguardaban, en el nítido
cielo primaveral que cubría los árboles y protegía las cimas de las montañas,
espesas nubes que deseaban deshacerse en tormentas desgarradoras que harían
temblar cualquier ápice de aliento.
Hasta esos días, la vida,
aunque de vez en cuando se volviese trémula y confusa, le había parecido a
Artemisa un camino luminoso que adoraba recorrer tomada de la mano de quienes
le entregaban tanto amor y le demostraban continuamente que la querían y la
respetaban. Había nacido entre Neftis y ella una profunda y dulce amistad que
tornaba áureas y místicas todas las horas que compartían y volvía mágicos todos
los acontecimientos que vivían juntas. Aquella amistad, sin embargo, para
Neftis estaba teñida de matices que Artemisa no conseguía atisbar, matices que
de pronto podían oscurecer el resplandor que brillaba en sus ojos cuando miraba
a Artemisa y devenían su voz en el reflejo del miedo y la inseguridad.
Neftis se había enamorado de
Artemisa sin que ni siquiera ella misma hubiese podido detener el vigor de
aquel sentimiento, sin que ni tan sólo pudiese comprender por qué su corazón de
repente se llenaba de tanta magia y desesperación. El amor que le profesaba a
Artemisa se diferenciaba en exceso del que había sentido por Agnes. Aquél le
había herido profundamente el alma, le había arrebatado las ganas de soñar y el
deseo de luchar por su felicidad. En cambio, Artemisa le entregaba
continuamente aquel ímpetu que se necesita para apreciar los detalles más bellos
de cada instante. Artemisa la alentaba con sus hermosos ojos castaños, con sus
esplendentes sonrisas, con su dulce voz. Artemisa la ayudó a recuperar el ansia
de vivir, de respirar en el mundo, de ilusionarse, de reír. Le devolvió la
capacidad de sonreír y de llorar de felicidad.
Sin embargo, con el paso de las
semanas, Neftis se percató de que aquel amor que tan dulce le había parecido le
incendiaba continuamente el pecho, convertía en lava su sangre y le hendía el
alma como si estuviese hecho solamente de espinas. Necesitaba desesperadamente
confesarle a Artemisa lo que sentía por ella, ansiaba demostrarle cuán
profundamente la amaba. Neftis estaba segura de que, aunque Artemisa se hubiese
consagrado a la Diosa, ella también le profesaba un amor muy tierno que se
intensificaría y se engrandecería si ambas lo liberaban, si permitían que
inundase los instantes que compartían.
Y fue precisamente en abril, cuando
la lluvia más cantaba, cuando más lloraba el cielo, cuando Neftis se atrevió a
desvelarle a Artemisa cuánto la amaba, cuán locamente enamorada estaba de ella.
Lo hizo en una noche lluviosa en la que parecía que no pudiese susurrar ni el
grito más sutil. Artemisa apenas pudo reaccionar cuando Neftis le abrió su
corazón con tanta dulzura y tanta desesperación. Los presentimientos que habían
intentado ensombrecer los momentos mágicos que vivía con Neftis resurgieron
convertidos en certezas poderosas que destruyeron definitivamente la calma que
les permitía respirar juntas en un mismo instante.
La rechazó casi sin pensar en
las palabras que le dirigía. Le repitió incesantemente que ella solamente la
quería como la hermana más cariñosa y leal y que siempre estaría consagrada al
amor de la Diosa; pero para Neftis aquellas razones no eran suficientes, aquellas
frases tan hirientes no explicaban por qué Artemisa no la amaba, por qué no
podía quererla como ella. No justificaban por qué Artemisa siempre se había
comportado con ella como si de veras la adorase como ella la adoraba. Neftis
siempre había notado que Artemisa la miraba de un modo en exceso profundo, la
acogía en sus ojos como si tuviese miedo a que alguien pudiese destrozarle el
alma y le hablaba con una cercanía que Artemisa no empleaba con nadie más.
Mas Artemisa no la amaba, no la
amaba, ni siquiera estaba enamorada de ella, y no había nada más doloroso que
aquella certeza. No podía existir una realidad más horrible, no podía
torturarla ninguna pesadilla peor que aquélla a la que Artemisa la había
lanzado.
Compartieron una noche confusa,
llena de momentos casi ilógicos, de conversaciones que se quedaban pendiendo
del sonido de la lluvia y de la voz del trueno; llena de palabras que el
relámpago encandilaba. Aquella noche fue el fin a aquel camino que habían
recorrido juntas. De repente se había abierto bajo sus pies un horrible abismo
por el que caían todas sus esperanzas. Ninguna de las dos fue capaz de
despedirse del precioso lazo que las había unido. Artemisa se marchó de la casa
de Neftis cuando ya la mañana había desvanecido la oscuridad de la noche.
Artemisa notaba que el alma se
le había convertido en polvo y que a su corazón le costaba muchísimo latir. Era
plenamente consciente de que su vida había cambiado irreversiblemente, de que
ya nada volvería a ser igual y que Neftis y ella ya no podrían mirarse serena y
profundamente a los ojos, pues, cada vez que enlazasen sus miradas, detectaría
en los ojos de Neftis aquel amor que tanto la hería y Neftis sólo hallaría
vacío en los suyos.
Le había destrozado el alma a
la mujer que más quería, que más le había demostrado que la quería, y Artemisa
no soportaba aquella espantosa y desgarradora realidad. Prefería invertir
aquella situación, prefería ser ella quien sufriese por un amor no correspondido,
por un amor que apagase cualquier destello de vida que pudiese latir en su
destino.
De pronto, aquellos
pensamientos abrieron en su corazón una brecha de la que manó un sinfín de
certezas que estuvieron a punto de arrebatarle el aliento para siempre. El
deseo de que en realidad fuese ella quien amase sin ser amada había detenido su
respiración, le había hecho preguntarse si ciertamente ya no se hallaba
encerrada en aquella situación que tanto anhelaba vivir para salvar a Neftis de
las garras de aquel dolor tan destructivo.
Estaba tan confundida que
apenas podía pensar con claridad, pero, de súbito, como si la luz tenue y
brumosa del día se lo trajese, el recuerdo de Agnes resurgió con potencia entre
sus confusos sentimientos. La vio en medio de los árboles, mirándola con sus ojos
profundos y expresivos, aguardándola con aquella serenidad que tanto la acogía
y que a la vez tanto la intimidaba, y entonces notó que el suelo que sostenía
su equilibrio comenzaba a temblar. Tuvo que aferrarse al tronco de un árbol
para huir de aquel leve y repentino mareo que tanto la confundía y la agitaba
como si ella fuese una hoja caduca.
¿Por qué se acordaba de Agnes
precisamente en aquellos momentos en los que Neftis debía ser el centro de sus
sentimientos y de sus pensamientos? ¿Por qué le había asegurado con tanta
insistencia a Neftis que jamás podría amarla como ella la amaba? Entonces se
percató de que de sus labios no habían emanado más que mentiras, mentiras
horribles que encerraban una realidad inaceptable. ¿Por qué siempre se sentía
tan sobrecogida e intimidada cuando Agnes se hallaba a su lado? ¿Qué
significaban las emociones que le anegaban toda el alma cuando se miraban,
cuando Agnes le hablaba o la tomaba de la mano? ¿Por qué ansiaba verla con
tanta desesperación y a la vez anhelaba que nunca volviese a encontrarse con sus
mágicos ojos?
Todas aquellas preguntas le
llenaron el alma de un miedo atroz que le hizo empezar a temblar. Era la
primera vez en su vida que se encontraba tan perdida en sí misma y que le
costaba tanto entender lo que sentía. Ser consciente de que su existencia se
había anegado en dudas que posiblemente nadie la ayudaría a resolver y que
desharían la magia con la que ella experimentaba cada instante la desoló
profundamente. No pudo evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas y que
unas intensas ganas de llorar le arrebatasen la cadencia lenta y tranquila de
su respiración.
No obstante, como si quisiese
huir de los brumosos y confusos sentimientos que la atacaban, se soltó del
tronco que protegía su equilibrio y comenzó a correr a través de los árboles,
alejándose del último lugar del mundo donde se había sentido levemente
amparada. Dejaba atrás la cabaña de Neftis así como también se apartaba
irrevocablemente de aquella mujer que tanto la quería. Artemisa sabía que no
podrían volver a mirarse a los ojos con la misma serenidad con la que siempre
la una había arropado a la otra, principalmente porque Artemisa se creía
incapaz de hundirse en los hermosos ojos de Neftis conociendo lo que su corazón
experimentaba.
No podía aceptar que fuesen
reales las certezas que reverberaban en su mente, en su inundada mente, donde
parecía que hubiese caído una impetuosa tormenta. Negaba continuamente las
palabras silenciosas que su alma le susurraba, huía de las garras de los
hermosos recuerdos que su memoria se empeñaba en evocar y luchaba contra sus
sentimientos para convencerse a sí misma de que estaba inmensamente confundida,
de que nada de lo que experimentaba y pensaba coincidía con su presente ni
pertenecía a su destino.
Descubrir que Neftis estaba
profunda y locamente enamorada de ella la había instado a rebuscar en sus
sentimientos el porqué de las reacciones con las que su cuerpo muchas veces la
torturaba. El amor que Neftis le profesaba la había impulsado a analizar las
emociones que se albergaban en su alma. Y entonces había hallado una verdad que
la aterraba mucho más que cualquier acontecimiento desgarrador que hubiese
vivido hasta entonces. Aquella verdad la incitó a interpretar las lágrimas que
siempre le inundaban los ojos cuando pensaba en Agnes, cuando se la imaginaba
resplandeciendo en medio de la noche. En muchísimas ocasiones, al sentirse
incapaz de conciliar el sueño, había salido de su cabaña y había caminado por
el bosque anhelando, sin comprender esos deseos, que Agnes apareciese ante
ella, entre los árboles, dedicándole aquellas miradas tan profundas que tanto
la hipnotizaban, que tanto... que tanto la enamoraban.
— No
puede ser cierto —se lamentaba mientras corría hacia su cabaña.
De repente, la voz de su
intuición, la que a veces era demasiado indiscreta, le sugirió la idea de que
aquellos sentimientos que tanto la confundían hubiesen nacido únicamente de los
ojos de Agnes. Sí, Agnes tenía unos ojos demasiado especiales. Eran en exceso
profundos y expresivos. Cuando se hundía en sus miradas, Artemisa tenía la
sensación de que podía oír nítidamente el susurro de los pensamientos de Agnes
y también la voz de su alma. Además, cada vez que la miraba, notaba que se
sobrecogía intensamente y se empequeñecía como si todo su cuerpo se hubiese
convertido en el reflejo de una gota de rocío que se desvanece al amanecer.
Cuando llegó a su cabaña, se
sentó junto al altar que siempre mantenía erigido, encendió unas pocas velas y
una varita de incienso y comenzó a celebrar desesperadamente un ritual de
sanación y renovación a través del cual aspiraba a desvanecer las sombras que
se le habían acumulado en el alma. Se sentía tan confundida, tan trémula, tan
asustada... Deseaba conversar con Gaya para confesarle lo que le ocurría, pero,
al imaginarse hablando con Gaya sobre sus desgarradoras emociones, notaba que
el alma se le resquebrajaba.
El ritual que celebró derribó
el muro en el que ella trataba de encerrar sus emociones. Cuando éstas fueron
libres y se le esparcieron por todo el cuerpo, entonces Artemisa sintió que su
fuerza se acrecía imparablemente y que ya no podía ignorar su estridente voz.
Aquel ritual la ayudó a enfrentarse a aquellas certezas que tanto se negaba a
aceptar. Como si se hubiesen desvanecido todos los estímulos que provenían de
su entorno y como si ya no percibiese los detalles de los instantes que vivía,
Artemisa sólo pudo oír y experimentar el significado que se albergaba en
aquellos sentimientos que tanto la empequeñecían.
Entendió de pronto por qué la
primera vez que había mirado a Agnes a los ojos y había oído su dulce y
aterciopelada voz el alma se le había encogido hasta convertirse en el reflejo
de una lágrima, por qué, cuando ella se había alejado de su lado, se había
sentido tan vacía y abandonada; por qué llevaba tantos días deseando reencontrarse
con ella; por qué ansiaba con tanta fuerza que ella también participase en los
rituales; por qué, en definitiva, cuando la recordaba, el corazón se le
aceleraba y por qué le interesaba saber cómo estaba, qué le había ocurrido, por
qué sus ojos aparecían tan tristes.
No se creía capaz de aceptar
las respuestas a aquellas preguntas. Aquellas respuestas encerraban certezas
que podían agrietar el suelo de sus días y derruir la morada hecha de magia y
misticismo en la que se protegía, en la que vivía tan apartada de cualquier
sentimiento agresivo y punzante.
Agnes no le resultaba
indiferente, en absoluto. Desde la primera vez que la había mirado, desde
aquella mañana en la que la había conocido, Agnes se había convertido en un
pensamiento incesante, en un recuerdo imperecedero, en un sueño, en un anhelo
incansable, y, aunque tratase de luchar contra la fuerza de aquella realidad,
ésta ya se había tornado parte de su existencia, ya se había mezclado irrevocablemente
con su destino.
— Por
favor, Diosa, ayúdame —le rogó Artemisa con los ojos llenos de lágrimas—. Yo no
puedo sentir esto, no puedo ni debo. No quiero sentirlo, Diosa. Por favor, dime
qué debo hacer. Dime cómo anular este hechizo...
De pronto, Artemisa sintió que, a través del fuego y del humo del
incienso y sobre todo de su propia magia, la Diosa se comunicaba
insistentemente con ella. Pudo oír su voz silente, tan sublime y hermosa, y
apenas le costó interpretar las poderosas palabras que le dirigía. La Diosa le
rogaba, con insistencia e incluso desesperación, que se apartase de Agnes, que
no se mezclase con su existencia ni tampoco tratase de ayudarla. Le pedía que
ni siquiera se acercase a ella, que no la recordase, que olvidase los efímeros
instantes que habían compartido.
Cuando oyó las palabras de la Diosa, Artemisa se quedó totalmente
paralizada, sin saber qué debía pensar. Por primera vez en su existencia,
dudaba de que la Diosa tuviese razón y le costaba mucho saber por qué su Gran
Madre le pedía algo tan triste. No obstante, enseguida dedujo que la Diosa le
rogaba que se apartase de Agnes para que los sentimientos que gritaban por
dentro de ella no se intensificasen. A la Diosa también la asustaban aquellos
sentimientos que a Artemisa tan complicado le resultaba comprender.
Sin embargo, no sabía cómo podría separar su pensamiento de Agnes.
Continuamente la recordaba, evocaba los momentos mágicos que habían compartido
y se preguntaba, sin cesar, qué escondían sus bellos ojos. No podía destruir ya
el interés y la curiosidad que sentía por ella. Además, Agnes también parecía
buscarla cuando tan cerca se hallaban la una de la otra. En las pocas
ceremonias que habían compartido (ni siquiera en esos instantes Artemisa sabía
cuántos rituales había vivido junto a Agnes), había notado sin tregua que un
lazo muy hermoso las unía.
Mas enseguida entendió que, para alejarse de Agnes y sobre todo
para impedir que ella también buscase el cariño que emanaba de sus ojos cuando
la miraba, tenía que revestirse con una apatía indestructible que intimidase a
Agnes y le hiciese comprender que no podían formar parte del mismo mundo. Ya no
era sólo su consagración a la Diosa lo que debía apartarla de Agnes, sino sobre
todo la enfermedad que Agnes padecía. Saber que Agnes estaba enferma la
sobrecogía, le llenaba el alma de un temor que apenas sabía experimentar, y aquel
miedo se intensificaba cuando recordaba que nadie era capaz de desvelarle los
síntomas de su enfermedad. Ni Gaya ni Neftis se atrevían a hablarle de Agnes,
como si quisiesen protegerla de la triste realidad en la que Agnes vivía.
Artemisa analizó la forma como Agnes se expresaba, analizó sus gestos y
sus miradas, intentando encontrar en lo más hondo de su alma esas señales que pudiesen
revelarle lo que le sucedía. Lo único que Artemisa había captado cuando se
había asomado a los ojos de Agnes y cuando había oído su tersa y aterciopelada
voz había sido una inmensa e indestructible nostalgia. Agnes parecía siempre
triste, aunque sus ojos y sus fugaces sonrisas resplandeciesen tenuemente,
aunque de las palabras que pronunciaba y de su modo de observar su alrededor se
desprendiese mucho poder. Agnes estaba sumergida en una lástima contra la que
nadie se atrevía a luchar.
Lo que más la sobrecogía era no saber por qué nadie la ayudaba, era
percibir que ninguna de las personas que supuestamente la querían se preocupaba
por ella ni por su salud anímica. Gaya le había asegurado que se había
esforzado muchísimo por curar a Agnes y que aquellos esfuerzos habían sido
totalmente banales, pero a Artemisa aquella razón no le parecía lo
suficientemente importante, no le parecía que fuese una excusa que justificase
por qué la dejaban tan sola.
En su corazón ardía un potente deseo de ayudarla, de preguntarle qué le
ocurría, de indagar en sus sentimientos para descubrir de dónde procedía
aquella inmensa tristeza que oscurecía sus ojos y volvía tímida su voz; pero
era plenamente consciente de que, si Agnes se enteraba de que ella sabía que
estaba enferma, se le desharía el alma, se desvanecería la efímera seguridad
que le permitía relacionarse con ella, y, aunque la Diosa le rogase
desesperadamente que se apartase de ella, Artemisa no quería perder la delicada
confianza que Agnes le profesaba. Sí, sabía que Agnes confiaba en ella.
No obstante, también era consciente de que, si no se alejaba de ella a
tiempo, su vida temblaría, sus convicciones (a las que se aferraba con ahínco)
se desvanecerían y realmente sabía que no merecía la pena huir de su destino
por alguien que, posiblemente, nunca sabría sonreír, nunca podría reír libre,
nunca tendría el alma anegada en luz. Artemisa sabía que Agnes era muy mágica,
tenía un corazón todo inundado de bondad y también era tan intuitiva como ella,
o tal vez muchísimo más; pero aquel corazón que tanto gritaba a través de
aquellos ojos hipnóticos y profundos estaba hendido gravemente, estaba herido
desde siempre, y Artemisa se sentía incapaz de soportar la desgarradora
tristeza que controlaba la vida de aquella mujer tan mística y tan especial.
Se preguntó por qué deseaba huir de ella, qué la impulsaba a apartarse
de Agnes, si los ruegos que la diosa le había dirigido, los sentimientos que le
latían con fuerza y timidez en el alma o la enfermedad que Agnes padecía. Que
Agnes estuviese tan herida la asustaba sin que ni siquiera ella misma detectase
de dónde emanaba aquel temor tan punzante.
De pronto, cuando más sumida estaba en sus confusos pensamientos, oyó
que alguien llamaba con delicadeza a la puerta de su cabaña. Rogó, inesperada y
efímeramente, que fuese Agnes quien requería su atención con tanto primor, pero
sabía que Agnes jamás se atrevería a visitarla. Si ni tan sólo era capaz de
hundirse en sus ojos cuando estaban cerca, ¿Cómo podría atravesar la distancia
que la separaba de su hogar?
Era Gaya quien aguardaba tras la puerta. Cuando se hundió en los ojos de
la sacerdotisa, Artemisa supo que Gaya podría intuir e incluso detectar con
nitidez todas las emociones y los pensamientos que tanto la confundían. Así
pues, se esforzó por convertir su inquietud en una calma con la que arropó a
Gaya como si ella necesitase que alguien la amparase de la humedad que inundaba
el bosque. Las intensas lluvias que habían devorado el silencio de la noche y
que habían profundizado la oscuridad se habían marchado dejando entre los
árboles grandes reflejos de su presencia. La tierra estaba embarrada, el cielo
todavía parecía estremecido por aquella impetuosa tormenta y resultaba imposible
creer que tras aquella capa tan evanescente de nubes brillase tiernamente el
sol.
Sin embargo, por mucho que Artemisa se esforzase por esconder sus
sentimientos, Gaya pudo advertir que la tristeza más dominante le inundaba todo
el corazón. Cuando Gaya le preguntó por qué sus ojos irradiaban tanto
desconsuelo, al instante Artemisa se acordó de lo que había ocurrido con Neftis
la noche anterior. Encontró en aquellos acontecimientos la excusa perfecta que
justificaría por qué estaba tan desalentada y confundida.
Gaya la escuchó con atención y cariño. Cuando Artemisa le hubo explicado
lo que había ocurrido entre Neftis y ella, Gaya se quedó en silencio, sumida en
unos pensamientos que apenas tenían forma, que no conseguían alzar su voz. A
Gaya le costaba mucho entender cómo era posible que Neftis hubiese olvidado tan
raudamente el amor que sentía por Agnes. Le parecía que Neftis tenía un alma en
exceso inquieta e inconformista. No obstante, no se atrevió a confesarle sus
pensamientos a Artemisa. Era consciente de que Artemisa no sabía que Neftis
había amado a Agnes con tanta fuerza y desesperación durante un tiempo que casi
era incontable.
De pronto, cuando más se esforzaba por ordenar sus pensamientos,
Artemisa quebró el silencio que tanto las protegía y se había apoderado casi
irreversiblemente de sus palabras. Su voz sonó queda, pero impregnada de
nostalgia, de confusión, de miedo incluso.
—
Gaya,
¿cómo sabes que te has enamorado?
—
es
algo que se sabe, de lo que no se puede dudar.
—
Pero
¿qué sientes cuando te enamoras? —le insistió incapaz de mirarla a los ojos.
—
Dime
tú qué crees que sentimos cuando nos enamoramos —le sugirió sonriéndole con
mucha ternura.
—
Es
que no lo sé. A veces me he sentido atraída por otra persona, pero enseguida me
olvidaba de que existía.
—
Te
ocurría eso porque no te habías enamorado. Cuando nos enamoramos de alguien,
pensamos en esa persona día y noche. No podemos dejar de evocar su recuerdo y
el de todos los instantes que hayamos compartido. Cuando se acerca a ti, notas
que el corazón empieza a latirte con una velocidad que te sobrecoge y sientes
que los nervios más punzantes se te aferran al estómago, donde notas también un
hormigueo muy agradable. Y, cuando el tiempo pasa y no consigues atenuar la
fuerza de ese amor, te parece que te cuesta respirar si esa persona se
encuentra lejos de ti, si no puedes hundirte en sus ojos ni tomarla de la mano.
El amor es un sentimiento precioso, Artemisa; pero, cuando no es correspondido
o cuando preferimos esconderlo en lo más profundo de nuestra alma, se torna una
emoción desgarradora que ensombrece nuestra vida hasta desvanecer cualquier
ápice de paz que podamos experimentar.
Gaya se fijó en que, mientras hablaba, dirigiéndole aquellas palabras
que a ella tanto la conmovían, a Artemisa se le llenaban los ojos de lágrimas.
Se le anegó el alma en una súbita e intensa curiosidad contra la que no pudo luchar.
No necesitaba preguntarle nada a Artemisa. Sus ojos, los que siempre eran tan
sinceros, le habían revelado una realidad que Artemisa nunca se sentiría capaz
de aceptar. Era consciente de que Artemisa jamás dudaría de que su único
destino era permanecer consagrada a la Diosa para siempre. Aquella certeza le
apuñaló el corazón a Gaya. No obstante, comprendía las emociones y los deseos
de Artemisa. Ella también estaba y había estado siempre consagrada a la Diosa,
a pesar de que jamás se habían desvanecido aquel amor y aquella fascinación que
le profesaba a Gilbert. En aquellos momentos de su vida, de vez en cuando se
arrepentía de no haber luchado más por construir junto a él aquella vida en la
que tan felices podían haber sido. Gilbert nunca se había atrevido a rogarle a Gaya
que abandonase su consagración ni la soledad en la que deseaba existir y Gaya
siempre se había preguntado por qué él no había sido más valiente, por qué
había permitido que el tiempo transcurriese llevándose aquellos años que tanto
les pertenecían.
Y Artemisa estaba a punto de cometer el mismo error. Sí, para Gaya consagrarse
a la Diosa cuando el corazón amaba era un error, era huir del sentimiento más
poderoso, que más brillante puede volver la vida.
—
Supongo
que eso será lo que siente Neftis por mí —indicó Artemisa con una voz casi
inaudible.
—
¿Y
qué sientes tú, Artemisa? —le preguntó ignorando las terribles emociones que le
latían en el alma.
—
Yo
sólo quiero a Neftis como si fuese mi hermana.
—
No
me refiero a Neftis, cariño.
—
Entonces
no sé qué quieres decirme...
—
Artemisa,
estás enamorada, cielo —le aseveró tomándola muy dulcemente de las manos—. No
puedes negarme algo que tus ojos me revelan a gritos.
—
Yo
no estoy enamorada de nadie, Gaya. ya te dije que siempre estaré consagrada a
la Diosa —se excusó con fragilidad.
—
Olvida
tu consagración por unos momentos, Artemisa, y dime lo que sientes. Yo no te
juzgaré.
—
No
creo que sea amor lo que siento. Me parece que sólo estoy fascinada.
—
Fascinada,
¿por quién?
—
Sí,
es fascinación, nada más.
—
¿Y
no crees que la fascinación es otro tipo de amor? ¿No crees que fascinarse por
alguien es una forma de enamorarse?
—
No,
no es lo mismo.
—
Lo
que sientes dejará de ser fascinación cuando el recuerdo de esa persona te haga
llorar, Artemisa, y creo que...
—
Tengo
ganas de llorar porque me apena que Neftis esté sufriendo tanto por culpa mía.
—
Me
parece que Neftis no es quien ocupa tus pensamientos, cariño. ¿Por qué no eres
sincera, al menos contigo misma?
—
Tengo
miedo, Gaya. No quiero desistir, no quiero que mi vida cambie. Soy consciente
de que tengo que luchar con uñas y dientes por conservar mis certezas, mis convicciones,
la calma de mi existencia —le respondió empezando a llorar cada vez con más
desconsuelo—. Esa persona nunca podrá corresponderme.
—
¿Así
que me confirmas que te has enamorado? —le sonrió de un modo muy maternal.
—
No
es amor, es fascinación, nada más.
—
No
es cierto, pero no te insistiré en que me digas la verdad si te supone un
esfuerzo tan inmenso y desgarrador. ¿Cómo estás tan segura de que esa persona
no puede corresponderte?
Entonces se apoderó de la voz de Artemisa un profundo silencio que le
agrietó el alma. Era plenamente consciente de que Agnes sí podía corresponder a
ese amor tan tierno. Lo sabía porque sus ojos la habían mirado como nadie lo
había hecho antes, ni siquiera Neftis. Los ojos de Agnes irradiaban una
intensísima emoción cada vez que se hundían en los suyos e incluso le había
parecido notar que su mirada de azabache se volvía trémula y húmeda cuando la
oía hablar. Sin embargo, Artemisa sabía que aquellas certezas tan poderosas no
emanaban de la apariencia de los instantes que había vivido con Agnes, sino del
poderoso lazo que sentía que la unía a Agnes. Estaba segura de que entre Agnes
y ella había crecido una conexión mucho más inquebrantable que la que vincula la
vida a la muerte.
—
Gaya,
tengo la sensación de que me han hechizado —le confesó con una voz entrecortada
por el llanto—. Desde que me inicié, me noto distinta. Ya no soy la misma. Me
siento mucho más sensible que nunca. Cualquier hecho me hace llorar desconsoladamente,
apenas puedo conciliar el sueño por las noches y está yéndoseme el apetito.
—
No
estás hechizada, Artemisa. Estás enamorada, simplemente —se rió mientras le
acariciaba los cabellos.
—
No
quiero sentir esto, Gaya. Yo siempre he tenido muy claro que no quiero compartir
mi vida con nadie, pero ahora... No puedo dejar de evocar su recuerdo y
continuamente anhelo hundirme en sus ojos. Por favor, no le cuentes a nadie lo
que me sucede.
—
No
se lo contaré a nadie, cariño, te lo prometo; pero no seas tan injusta contigo
misma. Enamorarse es algo precioso.
—
Enamorarse
de esa persona no lo es, Gaya, en absoluto.
—
Pero
¿por qué? ¿Acaso te has enamorado de un asesino? —Artemisa negó sobrecogida con
la cabeza—. ¿Entonces qué ocurre, cielo?
—
Nuestro
amor es imposible.
—
¿No
te habrás enamorado de Gilbert?
—
No,
no, Gaya, ¡por la Diosa!
—
¿NI
de mí?
—
¡No,
no! ¡Tú eres mi madre!
Gaya se reía tiernamente, aunque lo cierto era que tenía el alma llena
de una inquietud punzante que le impedía respirar serenamente. El corazón le
latía con una velocidad agresiva e incluso notaba que le temblaban las manos.
No necesitaba que Artemisa le confesase quién era la persona de la que tan
desesperadamente se había enamorado.
Inesperadamente, evocó todas aquellas ocasiones en las que, tras
hipnotizarla, Agnes le había explicado que, en aquel trance, se había hallado
junto a una mujer muy especial a la que estaba irreversible y eternamente
unida. Aquellos recuerdos la paralizaron, detuvieron incluso las caricias que
le daba a Artemisa y, durante unos largos momentos, Gaya creyó que la vida
mágica en la que hasta entonces había existido estaba a punto de desvanecerse.
No podía explicar por qué su intuición le susurraba aquellas certezas tan
terribles y sobrecogedoras, pero no negaba que fuesen reales y en exceso
poderosas.
Pareció como si Artemisa captase los miedos que se habían aferrado al
alma de Gaya, pues la miró desesperadamente, con los ojos llenos de preguntas
lacerantes y gélidas. Gaya no fue capaz de corresponder a aquella intensa mirada
con la que Artemisa tan violentamente la interrogaba.
—
Tengo
que luchar contra este sentimiento, Gaya. Tengo que esforzarme por hacerle
creer que no me importa, que detesto su presencia y que incluso el alma se me
llena de pánico cada vez que se acerca a mí.
—
No
hagas eso, Artemisa —le suplicó Gaya con una voz trémula y muy queda, siendo
consciente de que aquella actitud que Artemisa tanto anhelaba adoptar con Agnes
las destruiría para siempre a las dos—. No merece la pena que te esfuerces por
convencer a nadie de...
—
tengo
que apartar a esa persona de mí, Gaya.
—
¿Por
qué no quieres luchar por lo que sientes, Artemisa?
—
Porque
sufriré muchísimo si lo hago, Gaya.
—
Y,
si no lo haces, también, cariño.
Artemisa no le contestó. Permaneció en silencio durante unos largos
momentos en los que continuamente se esforzaba por encerrar en sus ojos
aquellas lágrimas que no dejaban de manarle de su triste y desesperada mirada.
Al fin, consiguió dejar de llorar, aunque todavía tenía el alma anegada en un
desconsuelo que apenas le permitía respirar.
Gaya permaneció a su lado durante aquel día que a Artemisa tanto le
costaba entender. Cuando cayó la tarde y parecía que ya hubiesen terminado
todos los instantes delirantes, Gaya se marchó de la vera de Artemisa y se
dirigió directamente hacia el hogar de Agnes, sin entender por qué ansiaba
tanto verla, sin importarle que el atardecer ya estuviese fundiéndose con los
primeros suspiros de la noche.
Encontró a Agnes cocinando una exquisita sopa de hortalizas. La puerta
de su cabaña estaba abierta y se adentraba allí el mágico esplendor de aquel
ocaso tan tierno. Cuando se introdujo en aquel hogar tan calmado, notó que lo
inundaba una energía muy potente que la serenó a la vez que la inquietó. A Gaya
le costaba mucho entender la voz de sus sentimientos. En aquellos momentos
estaba confundida por todo lo que había vivido con Artemisa. Sin cesar,
recordaba involuntariamente la conversación que había mantenido con ella por la
mañana.
—
Hola,
Gaya —la saludó Agnes con extrañeza al notarla de repente a su lado—. No te
esperaba. ¿Quieres cenar conmigo? —le ofreció retirando la olla del lar.
—
Sí,
muchas gracias. Esa sopa huele tan bien...
Agnes preparó la mesa y, cuando le hubo servido a Gaya su plato, se
sentó enfrente de ella. Gaya ansiaba preguntarle tantas cosas... pero la
esquiva mirada de Agnes la detenía. Agnes parecía ausente, aunque Gaya podía
intuir que captaba con demasiada nitidez los detalles de su entorno y las
vibraciones que a ella se le desprenderían de los ojos y de sus gestos.
Comieron en silencio durante unos espesos minutos. Aunque no se
hablasen, aunque ni siquiera se atreviesen a mirarse, Gaya de repente se sintió
inmensamente acogida junto a Agnes. Agnes la arropaba con su cercanía, la
arropaba compartiendo con ella aquella cena tan serena, tan sencilla y
entrañable. Además, el canto de los pájaros que se despedían de los últimos
rayos del sol y la voz del viento que de vez en cuando soplaba sutilmente
meciendo las ramas de los árboles intensificaban aquella paz que tanto les
acariciaba el alma a las dos. Y, como si fuese el lecho de aquellos estímulos
tan sosegadores, la lumbre crepitaba con pausa, incluso con lejanía.
—
Agnes
—la llamó Gaya con mucha delicadeza. Agnes la miró curiosa, pero Gaya detectó
miedo en sus profundos ojos negros—, estoy aquí porque quisiera pedirte perdón,
cariño.
—
¿Perdón,
por qué? —le preguntó sobrecogida.
—
Lo
sabes, Agnes. No me hagas recordártelo.
—
De
verdad que no sé por qué quieres pedirme perdón, Gaya.
—
Por
haberte mentido.
—
¿Cuándo
me mentiste?
Entonces Gaya reparó en que los ojos de Agnes no albergaban los mismos
sentimientos que siempre le emanaban de la mirada. Se percató de que su voz
sonaba levemente diferente, más serena, pero también más susceptible, y,
además, sus palabras la convencieron de que se hallaba junto a una Agnes muy distinta
a la que creía conocer. Aún así, aunque notase latir en su alma el empiece de
un miedo atroz, le preguntó:
—
¿Acaso
no recuerdas que te prometimos que podrías volver a Galicia?
—
Ya
no tiene importancia, Gaya, de veras —le contestó sosteniéndole con fuerza la
mirada. Gaya se estremeció.
—
¿Cómo?
¿Ya no quieres regresar?
—
Por
supuesto que quiero. Yo no dije nunca lo contrario. Lo haré dentro de poco,
cuando lo tenga todo preparado —le respondió removiendo distraídamente la sopa
con la cuchara.
—
Si
necesitas que te ayudemos...
—
No
quiero que me ayudéis. Gaya, ¿puedo hacerte una pregunta? —le cuestionó
volviendo a mirarla.
—
Sí,
evidentemente —le respondió temerosa. La sensación de que Agnes se comportaba
de un modo extraño se intensificaba por momentos.
—
¿Qué
relación une a Neftis y a Artemisa?
Aquella pregunta la dejó totalmente paralizada. Enseguida rememoró todas
las desoladas e inquietantes palabras que Artemisa le había dirigido cuando
habían mantenido aquella conversación tan confusa y tan llena de lágrimas. No
sabía qué debía contestarle a Agnes, quien esperaba su respuesta sin retirar
sus insistentes y nocturnos ojos de los suyos. Gaya tenía la impresión de que
Agnes analizaba todos sus gestos, incluso el más imperceptible y sutil.
—
Artemisa
y Neftis son muy amigas —le comentó intentando expresarse con serenidad y
naturalidad.
—
¿Sólo
son amigas?
—
Hasta
lo que yo tengo entendido sí...
—
No
me dices la verdad, Gaya. ¿Por qué?
—
Te
digo lo que sé, Agnes.
—
Neftis
siente algo muy potente por Artemisa. Está muy enamorada de ella. No me lo
niegues. Se le nota a leguas —trató de sonreírle, pero su intensa mirada
deshizo aquel intento—. No me digas que no lo sabías, porque no te creeré,
Gaya. Tú siempre lo sabes todo.
—
No
todo, Agnes.
—
Pero
eso sí.
—
¿Por
qué te interesa tanto lo que Neftis sienta por Artemisa? Tú nunca
correspondiste al amor de Neftis, Agnes.
—
¿Y
eso en qué se relaciona con lo que te pregunto, Gaya? —la interrogó nerviosa y
tensa.
—
No
entiendo tu interés por los sentimientos de Artemisa y de Neftis.
—
¿Artemisa
corresponde a Neftis?
—
No,
no la corresponde, Agnes. Artemisa estará consagrada a la Diosa para siempre
—le confesó incapaz de detener aquellas rebeldes palabras.
—
Y
yo también —contestó Agnes apresuradamente.
—
Pues
entonces no te preocupes por nada.
—
¿Y
por qué crees que me preocupo? —le preguntó luchando contra los profundos y
punzantes nervios que se le habían anudado al estómago para que no se
apoderasen de su voz.
—
Pareces
en exceso inquieta por lo que Artemisa pueda sentir por Neftis.
—
No
me interesa lo que la una sienta por la otra.
Gaya sabía que Agnes no era sincera con ella, pero no fue capaz de
preguntarle nada más. En su alma ardían intuiciones que Gaya no se atrevía a
escuchar. Incluso se planteó la posibilidad de confesarle a Artemisa que
presentía que Agnes experimentaba por ella sentimientos mucho más potentes que
los que ella creía que le profesaba.
—
Ciertamente,
me dolió muchísimo que me engañaseis de ese modo, Gaya —le confesó repentinamente
Agnes, extrayéndola con rapidez de sus pensamientos—. Lo que más me destrozó el
alma no fue sin embargo saber que no podría volver tan pronto a mi tierra, sino
que fueseis precisamente vosotros quienes me ilusionaseis con una promesa que
jamás pensabais cumplir.
—
No
volverá a ocurrir nunca más.
—
No
te creo. Ni siquiera me dices la verdad ahora; pero no te preocupes por mí.
Estoy habituada a que me mientan, a que jueguen con mis sentimientos, a que me
rechacen y me destrocen el corazón.
—
No
debes estar acostumbrada a algo tan horrible.
Agnes no le contestó. Gaya notaba que en las largas y espesas pestañas
de Agnes temblaba la cercanía de unas cálidas y resplandecientes lágrimas, pero
no se atrevía a consolar aquella incipiente tristeza que tanto había oscurecido
sus ojos.
—
Necesito
estar sola, Gaya. Cuando termines de comer, vuelve a tu casa antes de que sea más
tarde.
—
La
semana que viene celebramos Beltane. Me gustaría mucho que asistieses, Agnes
—la invitó mientras se levantaba de la silla que ocupaba. Ansiaba alejarse de
Agnes cuanto antes.
—
De
acuerdo.
—
Agnes,
si tienes cualquier problema, si deseas hablar con alguien... —le ofreció con
dulzura.
—
No
necesito nada, Gaya. Me encuentro muy bien, así que no debéis preocuparos por
mí —le aseguró con una voz firme, imponente incluso, aunque también sonó
levemente susurrante, como si a Agnes le diese miedo pronunciar aquellas
significativas palabras—. Hace mucho tiempo que no me sentía tan bien.
Gaya no fue capaz de rebatirle nada. Se acercó a ella con la intención
de abrazarla, pues necesitaba encontrar en aquel gesto cariñoso con el que
Agnes tantas veces la había protegido a la Agnes que tanto había querido y que
tan nítidamente había conocido; pero, al notarla cerca, Agnes solamente se
limitó a tomarla de la mano y a presionársela con una ternura que estuvo a
punto de deshacer la máscara de frialdad y seguridad tras la que se ocultaba.
—
Gaya
—la llamó mientras le apretaba la mano—, ¿por qué nunca luchaste por el amor
que Gilbert y tú sentís el uno por el otro? ¿Es que acaso no merece la pena
esforzarse por ser feliz, por darle todo lo que eres a la persona que te ama?
—
Siempre
me bastó mi propia compañía y la de la Diosa para sentirme plena, Agnes.
Además, ambos nos consagramos a la Diosa hace ya demasiados años.
—
Pero
yo noto que os extrañáis, que anheláis traspasar al fin esos muros que vosotros
mismos construisteis y...
—
No,
Agnes. Sin embargo, permíteme que te aconseje que, si tú te enamoras de alguien
e intuyes que esa persona te corresponde, lucha, lucha por ese sentimiento que
os une, lucha por vuestra felicidad.
—
A
mí nadie me corresponderá jamás, Gaya.
—
Por
supuesto que sí, cariño. ¿Qué ocurre con Neftis?
—
Yo
no la correspondía.
—
Pero
ella te amaba.
—
No
lo haría con tanta sinceridad si enseguida... No importa.
—
Sí
te amaba de veras, Agnes.
—
Pues
ya no, aunque no me importa, sinceramente.
—
¿Estás
segura?
Agnes no le contestó. Se desasió de su mano y se quedó quieta,
pensativa, intentando ordenar las palabras que deseaba dirigirle a Gaya. En
aquellos momentos, en su interior se desempeñaba una batalla entre la mujer que
tan valiente le facilitaba ser y la Agnes que realmente había vivido siempre en
su alma.
—
Ya
nada me importa, Gaya. No creo en los sentimientos de nadie. No creo que puedan
quererme de verdad. Sólo Némesis me demuestra que el cariño que siente por mí
es sincero e indestructible.
—
Estás
extraña, Agnes. No te reconozco —le susurró Gaya sobrecogida.
—
Ya
te dije que me encuentro mucho mejor que nunca.
—
Pues
no te creo, cariño. Te esfuerzas por demostrarme que te sientes bien, que estás
estable e incluso animada, pero tus ojos continuamente desvelan las verdaderas
emociones que se encierran en tu alma. ¿Por qué no me confiesas lo que te
ocurre, cielo?
—
¿Por
qué te empeñas en creer que me encuentro mal? ¿Por qué no puedes aceptar que
estoy bien? ¿Qué sabes tú de lo que siento, de lo que deseo y pienso? —le
preguntó Agnes irascible perdiendo definitivamente la tersa calma que le había
permitido actuar sosegadamente—. ¡No tenéis ni idea de cuáles son mis
sentimientos ni tampoco de lo que anhelo! ¡No me conocéis en realidad! ¡Lo
único que os interesa es el bienestar y la felicidad de Artemisa! ¡Yo no os
importo a ninguno de vosotros, a ninguno! ¡Así que dejadme ya en paz! ¡Dejadme
en paz de una vez!
—
Agnes,
lo que dices no es cierto, cariño —la contradijo sobrecogida.
—
¡Por supuesto que lo es! ¡Y, por cierto, no
pienso asistir a Beltane ni a ningún ritual más que celebréis mientras
Artemisa...!
—
Mientras
Artemisa, ¿qué, Agnes? —la interrogó intentando parecer serena e inmutable.
—
¡No
quiero verla! ¡No quiero volver a encontrarme con ella nunca más! —exclamó
Agnes comenzando a llorar frustrada.
—
Pero
¿por qué, cielo? Artemisa nunca te ha tratado mal...
—
¡Mentira!
¡Artemisa me odia! ¡Quiere encerrarme en el hospital de nuevo! ¡Os convenció
hace tiempo de que sólo me merezco vivir allí!
—
Artemisa
ni siquiera sabe que estás enferma, Agnes —la engañó con suavidad.
—
Yo
no estoy enferma. Sólo soy mucho más sensible que nadie... —se defendió
intimidada y estremecida.
Al comprobar que Agnes negaba la realidad con tanta impotencia y miedo,
Gaya notó que el poco ápice de serenidad que le había permitido creer que su
vida no había cambiado tanto se desvanecía como una lágrima en la lluvia.
—
Agnes,
sabes perfectamente que eso no es cierto. Cálmate, cariño —le pidió mientras la
abrazaba con mucha ternura—. Llora, llora si lo necesitas...
—
¡Yo
no estoy enferma, Gaya! ¡Nunca lo estuve!
—
Sí
lo estás, Agnes. No lo niegues más. Permite que te ayudemos. Artemisa también
puede...
—
No
quiero que me ayude nadie, Gaya, ¡y mucho menos Artemisa! ¿Qué le contaste
sobre mí? ¿Le explicaste que estuve encerrada en ese hospital horrible?
—
No,
Agnes, por supuesto que no —le mintió intentando expresarse con entereza, pero
aquella situación tan tensa volvía trémula e indefensa su voz.
—
¡Sí
se lo explicaste! —exclamó Agnes apartándose de repente de los brazos de Gaya.
—
Nunca
le revelaría a nadie tus secretos, Agnes. Y, en todo caso, aunque Artemisa
conociese esa información, nunca te juzgaría.
Agnes notó que las palabras de Gaya, y sobre todo los momentos horribles
que estaban viviendo, amenazaban con destruir el disfraz de mujer valiente y
poderosa que protegía sus verdaderos sentimientos. La Agnes imponente e incluso
calculadora se empequeñecía sin cesar, se volvía insignificante y caduca como
una hoja que muere en otoño.
Al notar que su fortaleza y su valentía se agrietaban, el alma se le
llenó de horror, de desesperación, incluso de ira. Aquellas emociones tan
terribles y desgarradoras destruyeron la noción de sí misma, desvanecieron el
pequeño ápice de consciencia que aún le permitía actuar y expresarse
razonadamente. Sin ni siquiera intuir las palabras que pronunciaría, sin
dominar tampoco el tono de su voz ni la potencia con la que hablaba, le suplicó
a Gaya con agresividad y furia:
—
¡Déjame
en paz! ¡Vete de mi casa! ¡Quiero que te vayas! ¡Vete!
Gaya se quedó totalmente paralizada al oír la forma como Agnes le había
gritado. Nunca la había tratado con tanta desesperación, nunca le había
dirigido palabras tan hirientes, nunca la había expulsado de su lado con tanta
saña, con tanta violencia.
Enseguida se percató de que Agnes temblaba cada vez con más brutalidad,
como si la envolviese el frío más gélido. Su respiración se había vuelto espesa
y costosa y en esos momentos parecía como si la debilidad más desgarradora se
le hubiese aferrado al alma y desease detener su agitado corazón. En la voz de
Agnes, Gaya había podido detectar un inmenso miedo que había vuelto trémulas
sus palabras; aquéllas que ella deseaba pronunciar con tanta firmeza. Gaya
advirtió al instante que Agnes estaba completamente aterrada. No obstante, le
costaba aceptar que aquel momento perteneciese a su destino. No podía entender
por qué Agnes estaba tan asustada.
No quería dejarla sola. Sabía que, si se marchaba de su lado, la feroz
crisis que Agnes estaba padeciendo se intensificaría peligrosamente. Sin
embargo, no se creía capaz de permanecer junto a ella. En aquellos momentos,
Gaya se sentía completa e irrevocablemente desvalida. Tenía la horrible y
estremecedora sensación de que su mundo estaba derrumbándose, de que la magia
que teñía su vida estaba desvaneciéndose y que, allí afuera, estaba a punto de
estallar la tormenta más devastadora de la Historia. Además, la tensa y
punzante conversación que había mantenido con Agnes le había hendido el alma.
Agnes le había realizado preguntas muy íntimas que habían agitado todos sus
sentimientos, que habían agrietado el suelo de su existencia y que incluso
habían hecho temblar los cimientos que protegían sus convicciones y el sentido
de su destino.
—
Está
bien, Agnes. Me iré. Si necesitas ayuda o hablar con alguien, no dudes en
buscarme. Ya sabes dónde vivo —le indicó dirigiéndose hacia la puerta de la
cabaña—. Intenta relajarte, por favor. No te conviene alterarte tanto.
Agnes no le dijo nada. Cuando notó que Gaya ya se había alejado de ella,
corrió hacia la puerta de su hogar, la cerró con fuerza y después se sentó en
un rincón de la cabaña. Todavía tenía la respiración agitada y el corazón le
latía veloz y desgarradoramente. No se habían desvanecido las intensas ganas de
llorar que la atacaban. Permaneció plañendo durante un tiempo que nadie sería
capaz de contar.
Cuando se distanció de la cabaña de Agnes, Gaya notó que todas aquellas
emociones que había intentado dominar y esconder tras la serenidad con la que
siempre se comportaba estallaban por dentro de ella, convertidas en una ígnea
esfera de luz que abrasó todo su interior. No pudo evitar que se apoderase de
ella un llanto desgarrador y profundo que la agitó brutalmente.
Cuánta desolación sentían ambas, sin que ninguna de las dos se imaginase
que la otra sufría tanto por aquella situación. Tanto a Gaya como a Agnes se
les había desgarrado el corazón. Sabían que aquella brecha que se había abierto
entre las dos era infranqueable, era insalvable e indestructible.
Gaya había sido para Agnes la madre que nunca había tenido en realidad.
Gaya había sido su protectora más fiel, había sido incluso su mejor amiga
durante un tiempo que Agnes creía que nunca pasaría. Y, al notar que se alejaba
tras las últimas briznas de luz del ocaso, había sentido que de repente se
desvanecía aquel inmenso amor que tan tiernamente las había unido. El viento
que empezó a soplar con brutalidad, atravesando las primeras sombras de la
noche, arrastró hacia el olvido los rescoldos de aquel sincero cariño, de aquella
imperecedera confianza que Agnes siempre le había dedicado a Gaya. Supo con una
certeza desgarradora que Gaya nunca más volvería a su vida, nunca más sería
para ella lo que tanto anhelaba que fuese.
Mas Agnes sabía que hacía mucho tiempo que la había perdido, que el lazo
que las había vinculado con tanta fuerza había comenzado a debilitarse desde
que descubrió que Gaya le había mentido, asegurándole que podría regresar a
Galicia sin que nadie se lo impidiese. Sin embargo, Agnes había tenido la
esperanza de que Gaya y ella retomarían de pronto la relación que las había
unido tanto.
Y en aquellos momentos, mientras observaba por la ventana cómo la noche
caía sobre el bosque, apagando los lejanos haces de luz que todavía dormían
sobre las montañas, sintió que su vida se vaciaba, que el alma se le desprendía
repentinamente de la confianza y de cualquier latido de ilusión que naciese de
su existencia. Estaba tan sola que apenas podía creer que, más allá de aquel
bosque, de aquella cabaña que tanto la protegía, respirase más vida, hubiese
distintos ojos, distintos destinos. Su entorno se aquietó por unos largos
momentos. Intentó, con delicadeza y miedo, percibir algún susurro que la
convenciese de que no se hallaba tan sola en el mundo como creía; pero el silencio
que la noche derramaba entre los árboles había devorado cualquier suspiro de
vida que pudiese latir allí y le hizo entender que apenas podía evocar sus
propios recuerdos, apenas podía evocar la claridad con la que había respirado
hasta entonces. Si rememoraba los momentos que había compartido con Gaya
después de cenar, le parecía que aquéllos habían formado parte de un sueño o de
una vida que en absoluto se relacionaba con la suya. No se reconocía en la
mujer que le había hablado a Gaya con tanta desesperación, con aquel temor tan
sombrío debilitando su majestuosa voz, ni tampoco encontraba retales de sí
misma en aquella Agnes que tan fieramente le había gritado a aquella mujer tan
buena que solamente albergaba amor en su mágica y luminosa alma.
Las palabras que habían intercambiado le parecían un insondable
misterio. No podía recuperar su sonar ni tampoco los silencios que las habían
separado. Lo único que recordaba vagamente era que Gaya le había explicado que
Neftis estaba enamorada de Artemisa y que Artemisa no correspondía a ese amor
que había sustituido por completo al que Neftis le había profesado durante
tanto tiempo, aquél por el que había perdido la ilusión de vivir y el vigor que
le permitía soñar.
De pronto tuvo la sensación de que ni tan sólo en aquellos momentos tan
quedos y calmados se encontraba a sí misma en la voz de sus pensamientos. Se
preguntó desesperada y asustada quién era ella, en qué estaba convirtiéndose,
qué aspiraba a vivir, qué había sido, qué deseaba, cuáles eran las virtudes y
los defectos que la definían. Se sentía extrañamente desorientada en sí misma,
en su propio cuerpo, como si de pronto alguien le hubiese advertido de que en
la materia que encerraba su alma no había ya nada de ella. Notó que se abría un
vacío en su espíritu, un vacío por el que caían todos los años que había vivido
hasta entonces. Tenía treinta años, y sin embargo le parecía que no había
vivido su existencia. Los instantes que más refulgían en su memoria eran los
que había vivido en Galicia, aquellos años llenos de infancia, de soledad, de
amor, sobre todo de amor; amor a la tierra y al silencio con el que ella se
expresaba; ese amor que todavía la asfixiaba, el mismo que, cuando apenas tenía
diez años, tanto le había hecho llorar de nostalgia, a pesar de que nadie aún
le hubiese insinuado que la alejarían de Galicia cuando más unida estaba a
aquellos lares, a la aldea que tan bien se conocía, al bosque que tanto adoraba
y que tantas cosas le había enseñado.
Los momentos que había compartido con su abuela también alzaban con
brutalidad su voz en medio de su confusión. Encontraba una paz inmensa evocando
aquellas tardes en las que, al amor de la lumbre, su avoíña querida le había
narrado leyendas tan antiguas como el viento, en aquella lengua que tan bien expresaba
los sentimientos más tiernos, aquella lengua que ella todavía empleaba como si
no existiese otra en el mundo, solamente cuando se dirigía a Némesis o cuando
pensaba. Las palabras de su abuela, tan dulces, tan melodiosas, siempre la
serenaban, como la canción de nana más acogedora y cálida.
Mas aquellos instantes ya quedaban muy lejos de su vida, tan lejos que
parecían tan sólo una ilusión tenida en un remoto sueño. Galicia era
inalcanzable, como lo eran también los brazos de su abuela, la voz y las dulces
miradas de aquella mujer que tanto la quería, la persona que más la había
querido en el mundo. Estaba lejos el aroma de aquellos bosques, el silencio de
sus cristalinos y húmedos amaneceres, el quedo susurro de las noches de
invierno, tan absolutamente calladas, tan blancas.
Notó que un nudo de hierro la asfixiaba, arrebatándole la respiración, y
se esforzó por absorber ese aire que podía ayudarla a sentirse viva. Gaya
también se alejaba de su memoria, se alejaban Artemisa y los demás miembros de
El fuego de Hécate. Fue plenamente consciente de que para todas aquellas
personas ella se había convertido en una desconocida. Y entonces supo que en
aquella tierra que tanto la había acogido, que ya tanto quería, también era una
extranjera; pero ¿adónde iría, si ya no le quedaba nada, ni siquiera la nitidez
de su memoria? Sentía que se perdía, que se ahogaba en su vida, que ya nada
tenía sentido. Qué difícil era existir sin aliento, sin estar segura de que su
razón siempre alzaría su voz en medio del huracán de la locura, porque, sí,
Agnes notaba que la locura se le acercaba como si fuesen unas nubes densas que
anhelaban esconder para siempre La Luz de la luna. Presentía el susurro de la
insania gritando en el silencio de la noche. Y lo sentía porque no se reconocía
en aquellos momentos, porque tenía la sensación de que estaba esforzándose lo
indecible por vencer el poder de la amnesia y la confusión que deseaban
adueñarse de su mente.
Sin embargo, el recuerdo de aquella mujer tan imponente, valiente y sublime
resurgió por dentro de ella, demostrándole que todavía le quedaba demasiado
poder en el alma. Podía ser fuerte si se lo proponía y si se esforzaba por
esconder lo que ella era realmente. Siendo tan amable, tan dulce, sensible y
buena, quienes la conocían se habían reído de ella, se habían burlado de sus
sentimientos. Había sido siempre tan frágil... y estaba en sus manos
convertirse en una mujer invencible que intimidaría con sus ojos hipnóticos a
cualquier persona que se hundiese en su profunda mirada.
Se durmió sin presentir la cercanía del sueño. Se había acomodado junto
a la lumbre y había cerrado los ojos. Antes de que la inconsciencia se
apoderase de su vigilia, se había imaginado siendo esa mujer fuerte que tanto
podía ayudarla a ser valiente, siendo alguien que en absoluto se asemejaba a la
Agnes que todos conocían; esa Agnes débil, tan quebradiza, tan nostálgica
siempre.
Cuando la oscuridad de la noche más gritaba, cuando más denso se había
vuelto el silencio que reinaba en el bosque, Agnes abrió repentinamente los
ojos. Se sentía desorientada y le dolía tanto el cuerpo que apenas podía
moverse. Había dormido acurrucada en el suelo junto al lar y la lumbre se había
extinguido ya. Para encontrarse a sí misma en aquel instante, intentó recordar lo
que había vivido antes de perder la consciencia, pero le resultó completamente
imposible evocar aquellos lejanos momentos. Ni siquiera se acordaba de que
había mantenido con Gaya una conversación tan tensa e hiriente. Y no lo
recordaba porque quien la había vivido no era la misma mujer que en aquellas
horas tan nocturnas se sentía tan confundida y estremecida.
De repente pensó en Neftis. Hacía varios días que no hablaba con ella.
Lejanamente recordaba aquella mañana en la que Neftis la había visitado y se
había despedido de ella sin decirle adiós, solamente con un abrazo muy tierno y
desesperado que había removido todo su interior. Se acordó también de la
ceremonia de iniciación de Artemisa y entonces le pareció que el alma se le
deshacía.
Descubrió que anhelaba hablar con Neftis para preguntarle por qué se
había alejado tanto de ella y, sobre todo, para que le explicase qué tipo de
lazo la unía a Artemisa. Sin embargo, ni siquiera sabía por qué le interesaban
tanto los matices que definían la relación que Artemisa y Neftis mantenían. Sus
anhelos emanaban de un alma que no parecía la suya.
Volvió a dormirse sin esperárselo, sin molestarse siquiera a encender de
nuevo el fuego. Cuando se despertó, el amanecer ya había convencido a las
sombras de la noche de que se marchasen hacia la tierra del ocaso.
Le ardía el pecho y también los ojos, como si un incendio devastador le
quemase las entrañas, pero no comprendía por qué se sentía tan extrañamente
desolada. Lejanamente se acordó de que se había propuesto visitar a Neftis para
preguntarle qué le ocurría, por qué se mantenía tan lejos de ella, pero tampoco
sabía por qué ansiaba tanto conversar con aquella mujer que se alejaba de su
vida con tanta facilidad, sin plantearse la posibilidad de que ella la necesitase.
No obstante, iría a verla. En su subconsciente reverberaba el tímido deseo de
preguntarle a Neftis por Artemisa.
Después de bañarse, se dirigió rápidamente hacia el hogar de Neftis. En
aquellos momentos ni siquiera se acordaba de que, hacía apenas unas horas, Gaya
le había revelado que Neftis amaba a Artemisa. Agnes intuía que Neftis sentía
por Artemisa un amor mucho más potente que el que le profesaría si la quisiese
solamente como una hermana, pero apenas se atrevía a aceptar aquella realidad.
Cuando Neftis le abrió la puerta de su hogar, Agnes enseguida notó que
del interior de aquella cabaña que siempre la había acogido tanto emanaba una
atmósfera pesada y densa que exhalaba un triste aroma a soledad, a desconsuelo
y a oscuridad. Agnes se estremeció en cuanto percibió la inmensa desesperación
que ensombrecía los ojos de Neftis, quien la miraba como si no la conociese,
como si su presencia le resultase completamente amenazante.
—
¿Qué
quieres, Agnes? —le preguntó con distancia y apatía.
—
Hola,
Neftis. Me gustaría hablar contigo —le contestó intentando ignorar la punzada
de dolor que le había provocado el tono de voz con el que Neftis se había
dirigido a ella.
—
No
quiero recibir a nadie y mucho menos a ti. Se supone que estoy enferma. He
cogido la baja y no regresaré a la escuela hasta dentro de un mes. ¿Acaso no
sabes que hoy es viernes? Yo tendría que haber ido a trabajar, y sin embargo
estoy aquí porque no me encuentro bien, así que te pido que me dejes en paz.
—
¿Qué
te sucede?
—
¿No
me entiendes? ¡Quiero que te vayas! —le exigió alzando repentinamente su voz
dulce.
Agnes la miró sobrecogida y sorprendida. El alma le temblaba como si se
le hubiese convertido en el reflejo de una vida muriente, pero se esforzó
profundamente por deshacer el potente desaliento que le presionaba el corazón.
La valentía que sentía, la que la había impulsado hacia el hogar de Neftis sin
preguntarse siquiera por qué anhelaba reencontrarse con ella, alzó su voz de
nuevo, silenciando por unos largos momentos las verdaderas emociones que le
latían con brutalidad en el alma.
—
Escúchame,
Agnes, no quiero que vuelvas a acercarte a mí y mucho menos a Artemisa, ¿me has
oído?
—
Pero
¿por qué? ¿Qué te ocurre conmigo? —le preguntó intentando impregnar su voz de
fortaleza y decisión.
—
Ven,
pasa —la invitó de repente retirándose de la puerta. Cuando ambas se hallaron en
el interior de aquel hogar tan inundado de tristeza, Neftis le confesó—: No
quiero que la naturaleza escuche estas palabras. Agnes, hace mucho tiempo que
tendrías que haber desaparecido. Lo único que nos aportas es oscuridad y
desaliento. Ni siquiera eres consciente de cuánto mal nos ocasionas. Estoy
cansada de oír tu nombre, de acordarme de que existes, de que siempre nos
aceche desde cualquier rincón la sombra de tu presencia. ¿Por qué no te vas de
una vez? ¿Por qué no vuelves a Galicia y te esfumas para siempre?
—
No
entiendo por qué me...
—
Ya,
tú nunca entiendes nada. ¡No eres tonta, Agnes, en absoluto!
—
Estás
en exceso nerviosa. Lo mejor será que te calmes —le aconsejó tomándola delicadamente
de las manos, pero Neftis se las golpeó con fuerza y se apartó de ella—.
Neftis...
—
Quiero
que olvides que Artemisa existe. Ni siquiera te atrevas a mirarla. Artemisa es
demasiado mágica, ¿lo entiendes? No se merece relacionarse contigo ni tampoco oír
tu voz.
—
Y,
si tanto la molesto, ¿por qué no me lo confiesa ella misma?
—
Porque
Artemisa te teme, Agnes —le confesó despreciativamente.
—
¿Cómo?
¿Por qué?
Aunque la dominase aquella mujer tan poderosa que escondía sus
verdaderos sentimientos, Agnes notó que las palabras de Neftis le horadaban en
el alma un profundo vacío que absorbió de repente su aliento. No fue capaz de
preguntarle nada más durante unos largos momentos. Además, la forma como Neftis
la miraba cada vez la sobrecogía más, le hacía sentir tan pequeña, tan
desvalida...
—
Desde
que te conoció, no puede dormir en calma. Tiene pesadillas todas las noches y
la posibilidad de encontrarse contigo la asusta tanto que apenas puede
respirar, así que lo mejor será que te alejes de ella y te olvides de que existe.
—
No
te creo —le contestó con firmeza—. Me parece que quieres evitar que me acerque
a Artemisa porque tienes miedo a que ella se aleje de ti, pues te diste cuenta
enseguida de que a Artemisa y a mí nos une un lazo mucho más poderoso que el
que jamás podrá vincularos a vosotras.
—
Pero
¿qué estás diciendo, maldita hechicera? ¡Estoy segura de que nos has embrujado
a todos! ¡Estoy segura de que usas tu magia para celebrar rituales horribles a
través de los que nos envías solamente oscuridad! ¡Déjanos en paz, Agnes!
—
¡Eso
no es verdad! —se defendió Agnes asustada y sobrecogida, pero no permitió que
su voz reflejase sus sentimientos—. ¿Cómo es posible que seas capaz de
inventarte una mentira tan cruel?
—
¡Lo
sé porque estás loca y porque sientes un infinito anhelo de vengarte de
nosotros por haberte dejado tan sola! ¡Quiero que te vayas, Agnes! —le gritó
empujándola de repente. Agnes habría perdido el equilibrio si no se hubiese asido
a la mesa que tenía justo a su derecha—. ¡Ni siquiera te atrevas a pensar en Artemisa!
— Estás tan asustada y despechada porque
Artemisa no te ama, ¿verdad? —le preguntó sonriéndole burlona—. Yo no tengo la
culpa de que no te corresponda, Neftis. Artemisa no
te corresponde porque nadie puede controlar las leyes del corazón, porque esos
sentimientos son tan libres como el viento y no podemos retenerlos en nuestras
manos para moldearlos como desearíamos.
—
¿Y
tú qué sabes, estúpida loca? Es cierto, estoy profundamente enamorada de
Artemisa. Pero ¿sabes una cosa, Agnes? Estar enamorada de Artemisa no me
destroza el alma. El amor que siento por ella es puro, es luminoso y mágico. No
se asemeja en absoluto al que yo creía profesarte. Aquél era dañino y
profundamente oscuro, como tú, fíjate. Además, estoy totalmente convencida de
que Artemisa no me corresponde porque piensa que está consagrada a la Diosa,
pero yo sé que sí siente algo muy hermoso por mí. Los momentos que hemos vivido
son tan mágicos... Con ella he compartido toda mi alma, todo lo que yo soy, y
ella se ha comportado conmigo como jamás podrá comportarse con nadie. Ha sido
tan libre siempre entre mis brazos, protegida en mi mirada... Nadie me ha
mirado como lo hace Artemisa. Yo sé que me ama, pero le costará mucho
reconocerlo. Artemisa es mi vida y estoy dispuesta a luchar con uñas y dientes
para defenderla de cualquier peligro que la aceche. Y tú eres uno de esos
peligros que pueden destruir su mágica y resplandeciente alma. Artemisa es sólo
luz, Agnes, y tú eres niebla y locura. Ni se te ocurra mezclar tu existencia
con la de un ser tan puro, ¿te enteras? —le preguntó desafiante—. Y ahora vete
de mi casa. Gaya y Gilbert tendrían que devolverte al sanatorio ése del que
jamás deberías haber salido. Espero que pronto se den cuenta de que no estás
preparada para vivir fuera de ese lugar.
—
No
entiendo por qué eres tan cruel conmigo. ¿Quién te crees que eres, Neftis, para
atacarme de ese modo? —le cuestionó mirándola con fuerza. Su voz sonaba tan
anegada en decepción y tan potente a la vez que Neftis no pudo evitar que la
forma como Agnes le hablaba y la miraba la sobrecogiese profundamente—. Tú no
eres nadie para ordenarme nada, ¿vale?
—
Soy
una persona cuerda que sabe que estás enferma y que conoce perfectamente cómo
puedes comportarte. Eres peligrosa, Agnes. Ya se lo advertí a Artemisa en
infinidad de ocasiones. Le he pedido ya demasiadas veces que no se acerque a
ti, que ni siquiera te mire.
—
¿Qué
le dijiste a Artemisa? —quiso saber con impotencia. Notaba que el alma se le
desgarraba.
—
Nada
que ella ya no supiese; pero no me apetece seguir hablando contigo. Lárgate de
una vez, Agnes —le ordenó mascullando con rabia y repugnancia.
—
Eres
cruel, Neftis, y posiblemente estés más enferma que yo —la insultó apartándose
de ella—. Vas a morir sola, sola como nadie, y, cuando ya sea demasiado tarde
para remediar tus errores, te arrepentirás profundamente de haber sido tan
dañina.
—
¡Maldita
meiga, no te atrevas a amenazarme! —exclamó lanzándose de repente a ella y
tirándole de los cabellos con rabia y muchísima ira—. ¡Es eso lo que haces
continuamente, maldecirnos! ¡Desgraciada!
—
¡Basta
ya, Neftis! —gritó Agnes intentando agarrarla de las manos, pero Neftis volvió
a golpearla en los brazos y después la empujó con mucha más fuerza que antes.
Agnes perdió el equilibrio y cayó al suelo notando que toda su valentía y su
poder se deshacían como el hielo bajo el sol de la mañana.
Agnes anhelaba defenderse, anhelaba dedicarle a Neftis tantas palabras
hirientes, tantos reproches... pero sabía que no merecía la pena esforzarse por
hundirla, pues Neftis ya se hallaba sumida en la desolación más inquebrantable
y desgarradora. La forma como la había tratado era la señal más evidente de que
Neftis tenía la mente completamente invadida de tristeza, de rabia, de impotencia.
Se levantó del suelo intentando que Neftis no se apercibiese de que
había comenzado a temblar brutalmente y después se dirigió hacia la puerta de
la cabaña notando que los ojos se le llenaban de unas lágrimas ardientes que le
abrasaban el alma. El corazón le latía con una velocidad vertiginosa y apenas
podía pensar con claridad, pero era plenamente consciente de que aquélla sí
sería la última vez que se hallaría junto a Neftis. A partir de aquellos
horribles instantes, la vida se desempeñaría sin que pudiese compartir con ella
la magia que tanto les inundaba el corazón.
—
Adiós,
Neftis. Sólo deseo que algún día te des cuenta de cuánto te equivocaste —le
susurró antes de marcharse.
Aunque estuviese descontrolada
por una rabia indestructible que había deshecho toda la paz que podía
albergarse en su corazón, Neftis experimentó una profunda y desgarradora
punzada de dolor cuando captó el inmenso desconsuelo que teñía la voz de Agnes.
Entonces Neftis se acordó de cuánto había amado a Agnes, de con cuánto amor la
había mirado siempre, cuánto había adorado su bella imagen, cuánto había soñado
con ella todas las noches, cuánto tiempo había permanecido pensando en su voz,
en su entrañable forma de hablar, en sus sonrisas efímeras y luminosas. Agnes
todavía le parecía hermosa y muy mágica, no había dejado de creer que era una
de las mujeres más especiales que había conocido nunca y jamás conocería; pero
había aparecido Artemisa y Artemisa se había tornado en una tierna y punzante
obsesión que le había hecho olvidar todos los sentimientos que había
experimentado hasta entonces. Sin planearlo ni ser consciente de ello, Artemisa
había destruido el amor que Neftis siempre le había profesado a Agnes, había
vuelto nada esa falta de razón que la dominaba cuando Agnes se hallaba junto a
ella o invadiendo todos sus pensamientos y sentimientos. Neftis se había
percatado de que el amor que se le había despertado hacia Artemisa era mucho
más puro y hermoso que el que le había dedicado a Agnes. Artemisa no la amaba,
pero aquella certeza no le destrozaba tanto el alma como lo había hecho el
rechazo con el que Agnes había quebrado sus más tiernas esperanzas. Neftis no
sufría cuando compartía sus momentos con Artemisa, al contrario, encontrarse
unidas en un instante único le daba vida, le hacía creer que merecía muchísimo
la pena existir, aunque fuese en un mundo cruel en el que parecía imposible que
respirasen las ilusiones.
Agnes tenía el alma anegada en frustración, en tristeza, en
desesperación e incluso en ira; en una ira que estaba convirtiendo su sangre en
fuego. A medida que se alejaba rápidamente de la cabaña de Neftis, notaba que
aquella rabia que experimentaba se volvía cada vez más potente y destructiva.
Ya le resbalaban las lágrimas por las mejillas, pero se trataba de unas lágrimas
que solamente brotaban de la humillación más desgarradora. En esos momentos se
preguntaba por qué no había sido capaz de parecer aquella mujer fuerte que
tanto podría haber intimidado a Neftis. Había sido cobarde, nuevamente, y
Neftis la había vencido enseguida, casi sin esfuerzo. Entonces se juró con
vigor que jamás volvería a permitir que la hundiesen de ese modo. Lucharía
contra sus sentimientos más potentes para mantener intacto ese carácter que la
defendía de cualquier rechazo con el que quisiesen abatirla y deshacerla.
Mientras caminaba de regreso a su morada, notó que la mañana se volvía
cada vez más hermosa, más quieta, más ensoñadora sin embargo. Entonces se
percató de que la rodeaba una beldad mágica y brillante que en absoluto se asemejaba
a los sentimientos que a ella le invadían el alma. Los pájaros cantaban con
calma, casi susurrando, mientras el río fluía con majestuosidad. El agua
entonaba una trova serena que le acarició el corazón y que, por unos efímeros instantes,
apaciguó la terrible decepción que experimentaba. Se preguntó entonces cómo era
posible que el bosque estuviese impregnado de tanta belleza cuando en la vida
existían tantos sentimientos oscuros, tanta desolación.
Neftis había olvidado todo lo que habían compartido, había olvidado
cuánto se habían querido, cuán felices se habían sentido juntas, cuánto habían
confiado la una en la otra. Incluso Neftis había despreciado con una saña
terrible y desgarradora todo lo que había sentido por ella y todo lo que habían
vivido. Entonces, de repente, Agnes, por primera vez en su
vida, fue consciente de cuánto valor tenía que alguien se hubiese enamorado tan
sinceramente de ella. Nunca le había otorgado a aquel hecho la importancia que
se merecía. Que Neftis se hubiese enamorado con tanta profundidad de ella
significaba que había conseguido que alguien apreciase de veras todo lo que
ella era, que alguien aceptase sus horribles defectos y desease vivir con ella
una historia anegada en magia y luz. Entonces se preguntó por qué no era
posible que Artemisa empezase a quererla de ese modo tan hermoso, tan exento de
maldad y de rencor; pero ya era demasiado tarde para arrepentirse de haberla
mantenido siempre tan lejos de su alma, de su destruido corazón.
Las horribles palabras con las que Neftis la había atacado tan vilmente
no dejaban de resonar en su mente. Creaban ecos que se chocaban contra el
silencio con el que la mañana acariciaba los árboles, ecos que derribaban los
muros que contenían las potentes emociones que Agnes apenas podía ignorar. Se negaba
a creer que fuesen ciertas, que Neftis hubiese sido sincera con ella. Entonces
decidió que, cuando se encontrase ya más calmada y cuando hubiese recuperado la
fortaleza que la ayudaba a caminar por la vida sin sentir miedo, visitaría a
Artemisa para preguntarle si todas aquellas certezas que Neftis le había
comunicado con tanta apatía formaban parte de su vida. Sí, había llegado el
momento de acudir al hogar de Artemisa, al fin, aunque sus ojos venciesen su
vida y deshiciesen su destino, aunque su mirada la absorbiese y su voz la
anulase como un estridente alarido calla sin piedad el silencio de la noche.
Si hay un capítulo donde se trata sobre lo complejo de la personalidad sin duda es este. Agnes, Gaya y Neftis, en este orden, son personajes que, en mi opinión, añaden muchos matices a su forma de ser, haciéndose así mucho más tangibles, porque al fin y al cabo las personas somos eso precisamente, contradictorias, buenas y malas, inocentes y perversas, llenas de matices. Que alguien resulte generoso, o valiente, o bueno, casi seguro no va a ser porque carezca de los rasgos contrarios, sino porque mediante el carácter consiga que sobresalga una cualidad contra su antítesis.
ResponderEliminarEsa lucha es palmaria en Agnes, que reconoce dentro de sí dos Agnes, un sentimiento que me resulta familiar y cercano, porque creo que yo a menudo me siento así, dividido, o mejor superpuesto, sintiendo una cosa y su contraria a la vez. Por eso se dice ¿cómo es posible pasar del amor al odio? Pues porque están coexistiendo siempre, y si uno desaparece de golpe, por alguna razón, entonces queda el otro, no ha nacido ahora: siempre estuvo ahí. Y es verdad que esto asusta cuando nos damos cuenta...
Némesis —la llamó amedrentada—, Némesis, non son eu quen fala, pero non podo calar esa voz. Pola Deusa, nunca me ocorreu algo así. Eu non son así, Némesis. Eu non quero facerlle dano a Artemisa, pero ela convénceme de que debo defenderme da súa maxia e apartala de min para sempre. Se puideses axudarme a destruíla...
Sí es ella, sí es Agnes. Pero también lo es quien ama tiernamente a Artemisa, y por suerte sé qué sentimiento terminará por prevalecer; pero falta mucho para eso, de momento Agnes siente la pugna en su interior.
Artemisa está en lo mismo, enamoradita pero sin querer confesarlo ni confesárselo a sí misma, incluso cree que la diosa desea que se aparte de ella (algo que la verdad no termino ni de entender ni de creerme mucho). No entiendo muy bien por qué Agnes está tan convencida de que Artemisa la detesta, aunque claro, luego Neftis se lo remacha...
Ay, Neftis. A todo esto, Agnes le ha dado unas sonoras calabazas, que le han debido de doler una barbaridad, y de paso poner en contra de Agnes, porque Neftis, que no es tonta, ese sonsonete de que si la diosa y la consagración y blablablá pues no le debe de consolar mucho, bien sospecha ella que si el corazón de Agnes no estuviera ya ocupado ella tendría sus posibilidades, pero así es imposible, y claro, se pone en modo "echar a Agnes de aquí".
ResponderEliminarLa intervención de Gaya es genial porque sin duda acierta una cosa pero ignora otra; acierta al pensar que Artemisa está enamorada, pero ignora que es de Agnes, así que todos sus consejos y palabras casi están empujando a Artemisa a los brazos de Agnes, lo que no haría si supiese qué está pasando de verdad. Es divertido también que ella, en cierto modo la reina de la magia, disuada a Artemisa de buscar explicaciones complicadas cuando salta a la vista la sencillez de lo que ocurre:
No estás hechizada, Artemisa. Estás enamorada, simplemente —se rió mientras le acariciaba los cabellos.
Me encanta ese diálogo, está muy bien escrito. Y lo mismo puedo decir del mucho más tenso y determinante entre Gaya y Agnes, que termina con la expulsión que marca una ruptura entre ambas. En esta última conversación no puedo evitar ponerme del todo del lado de Agnes, ¡qué lista resulta, y en comparación qué torpe Gaya! Y de nuevo Neftis es la cuarta pata de la silla, están las cuatro bailando una danza a cuatro, pero casi nunca están todas presentes.
Se llega así a la conversación de Neftis con Agnes, igualmente dura. Esta vez Neftis es agresiva y cruel, aunque por su forma de ser no sea con palabras gruesas, sino de modo sibilino, que es mucho más dañino:
Soy una persona cuerda que sabe que estás enferma y que conoce perfectamente cómo puedes comportarte. Eres peligrosa, Agnes. Ya se lo advertí a Artemisa en infinidad de ocasiones. Le he pedido ya demasiadas veces que no se acerque a ti, que ni siquiera te mire.
¿Qué cosa peor podría decirle? No se me ocurren muchos. Agnes acusa el golpe, pero demuestra que, en realidad, su naturaleza es mucho menos dañina que la de Neftis, eso lo veo cuando se despide:
Adiós, Neftis. Sólo deseo que algún día te des cuenta de cuánto te equivocaste —le susurró antes de marcharse.
Una vez más, pobre Agnes. Todos la empujan a chocar con su locura, con su supuesta maldad, con su mala suerte. Si todo el capítulo son diálogos de choque, finalmente se prepara el definitivo: Agnes y Artemisa, que sin duda es el plato fuerte. Llegará, pero en el próximo capítulo, bien supongo que saltarán chispas.
Trepidante, magistral, emocionante. ¿Se puede pedir más?
Un capítulo sobrecogedor. Esa Agnes fuerte lucha por salir, pero se encuentra en situaciones demasiado complejas y duras como para salir victoriosa. Hemos podido comprobarlo en dos ocasiones, antes Gaya y ante Neftis.
ResponderEliminarLo primero que quiero resaltar es el giro que da la historia cuando Artemisa se percata que está enamorada de Agnes. Hasta ese momento desconocía que le sucedía con ella. Ahora también sufre por su amor por ella, pero entra en el eterno dilema, consagrarse a la Diosa o estar junto a ella. Que recuerdo que se podía estar consagrada y al mismo estar con Agnes, pero ella para esto fue muy cabezona, hasta casi el final de la historia. Ahí hay mucha tela que cortar jajaja. Que la Diosa le diga que se aleje, luego Gaya y ahora esta convicción de que se debe a la Diosa...lo curioso es que Gaya la instaba a no luchar contra el amor y se dejase llevar, sin saber que se trata de Agnes.
He sentido un especie de placer extraño cuando Artemisa rechaza a Neftis. ¡Toma! Ya van dos, querida jajaja. Sí, sé que no debería alegrarme de las desgracias de los demás, pero es que la Pulpo se lo merecía.
Pensaba que cuando Gaya visita a Agnes habría más armonía. Que se quede a comer, que puedan hablar. El momento en el que le pide perdón...tenía la esperanza que podrían resolver sus diferencias, pero ha sido imposible. Gaya, en un intento de "protejerla" vuelve a mentirle y con ello desata su enfado. Agnes ha sido realmente dura cuando echa a Gaya de su casa...y le dice cosas terribles. Quizás algunas sean verdad, pero otras no lo lo son y da pena. Con razón llora al marcharse. Por otro parte, cuando le dice a Artemisa que no vale la pena hablar de ella, que es mejor que Gilbert la ingrese en el hospital, que la da por perdida...menudas palabras, dolorosas, pero más si provienen de Gaya. Al menos Artemisa se percata que no deberían dejarla sola. Encima, yo creo que Agnes se da cuenta que Gaya le ha dicho a Artemisa que está enferma...ains, es que mete mucho la pata Gaya.
Luego Agnes va a ver a la pulpi, la desequilibrada total. La trata como a basura, como si fuese escoria. Me la imagino pidiendo perdón más adelante y se me revuelven las tripas. Es que no se contenta con decirle todo eso (consiente de su fragilidad y enfermedad), también le agrede. Al menos Agnes se intenta defender, y le suelta algunas frases demoledoras. Otra más a la lista que la llama Meiga, ¡que obsesión tienen todos con llamarla así!Cuando al final Agnes se marcha, ya humillada y seguramente dolorida, la otra siente arrepentimiento. ¡Al cuerno! No debería haber ido a verla otra vez, ¡parece masoca! Pulpi es peligrosa. La gran frase que le suelta "Eres cruel, Neftis, y posiblemente estés más enferma que yo" es una verdad tan grande como un templo. Teme que el amor entre Artemisa y Agnes se haga realidad, y por eso intenta desesperadamente alejarlas, que Agnes se aleje de ella para siempre.
La cosa está que arde, muy interesante. Neftis se está convirtiendo en el punto negro de la historia, en el personaje más odiado por mi, y con cada capítulo gana más puntos. Agnes me conquista, y vivo mucho su sufrimiento. Agnes me sigue decepcionando, pero al mismo tiempo me da pena y no quiero que sufra. Gilbert, desaparecido en combate, a ver que hace. Y Artemisa me está encantando, dividida por sus creencias, su corazón y el misterio que envuelve el amor por Agnes.
¡¡Me está gustando mucho!!
En la parte que digo "Agnes me sigue decepcionando, pero al mimso tiempo me da pena y no quiero que sufra", me refiero a Gaya, no Agnes. ¡¡Agnes no me decepciona!! Aclarado queda jajaja.
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