jueves, 28 de septiembre de 2017

EL ABRAZO DE LA TIERRA: CAPÍTULO 31. SEPARACIONES QUE DESGARRAN


Capítulo 31

 

Separaciones que desgarran

 

Cuando una vida se apaga, se lleva consigo al olvido una pequeña parte de las almas a las que estaba enlazada. Toda vida es energía, energía que confluye con otras energías y forman un mundo único. Cuando se desvanece La Luz de una tierna estrella, las que la rodeaban notan de pronto su ausencia, notan que sólo hay oscuridad allá donde moró un fulgor incansable, y esa oscuridad se esparce por su alrededor, callando su resplandor por unos largos momentos. Aunque sigan brillando, tienen el alma llena de nostalgia por quien se fue, tienen el corazón triste y melancólico.

Y así notó Gilbert que se tornaba de pronto su alma cuando Agnes regresó a su vida convertida en un tímido reflejo de sí misma que continuamente amenazaba con desvanecerse. Ya no la reconocía, no la encontraba en esos ojos ausentes, no oía su voz en aquellos susurros que de vez en cuando quebraban el aire de la mañana y se adentraban en lo más hondo de su corazón.

Cuando Gilbert regresó a la cabaña de Agnes tras separarse de Gaya y Artemisa, se percató de que Agnes se hallaba mucho más confundida y desorientada que antes. Apenas conseguía que lo mirase. Las palabras que le dirigía se chocaban contra un intenso y desgarrador silencio que cada vez lo desalentaba más.

     Agnes, por favor, mírame —le pidió agachándose enfrente de ella. Agnes se hallaba con los ojos entornados. Tenía entre las manos una pequeña amatista que acariciaba con distracción. Ni siquiera se inmutó cuando Gilbert le habló—. Necesito que me asegures que puedes entender lo que te digo.

     Es inútil que te esfuerces, Gilbert. Hace al menos quince minutos que dejó de mirarme. No está aquí.

     Neftis, ya puedes irte a tu casa. Ya no necesito que me ayudes —le indicó intentando evitar que el rencor y la rabia que sentía por aquella mujer se reflejasen en su voz.

     Sí me necesitarás, Gilbert. Me necesitarás cuando Agnes descubra que quieres apartarla de Némesis.

     Sabré dominar sus sentimientos.

     No es cierto, pero no me opondré a lo que deseas. Haz lo que creas conveniente —dijo mientras se levantaba de la silla que ocupaba.

Cuando Neftis se marchó, Gilbert se sentó junto a Agnes y, mientras le acariciaba sus suaves y nocturnos cabellos, le preguntó con mucha delicadeza y cariño:

     ¿Sabes dónde estás ahora, Agnes? —Al fin, ella lo miró vaga y lejanamente y le asintió con la cabeza—. Bien. Dime, por favor, cómo te encuentras.

     No quiero vivir, Gilbert —le musitó casi inaudiblemente. Los ojos ya se le habían llenado de lágrimas—. No quiero vivir siempre sintiendo que mi cordura desaparece y notando que de repente me desvanezco. No quiero vivir sabiendo que le hice tanto daño a Artemisa.

     Tienes que luchar por tu vida, cariño. No te rindas, Agnes.

     Yo ya no quiero luchar por nada —le desveló empezando a llorar amarga y profundamente.

Gilbert la acogió entre sus brazos como si Agnes fuese el ser más desvalido de la tierra. Permaneció acariciándola en los cabellos y en la cabeza durante un tiempo inmensurable, mientras ella se deshacía en un llanto que parecía no tener consuelo, para el cual no existía ninguna palabra amable que pudiese calmarlo.

     Yo quiero que te cures, Agnes —le aseguró Gilbert con mucha dulzura mientras tomaba la cabeza de Agnes entre sus sabias y ancianas manos—. Cuidaré de ti siempre. Te prometo que no te dejaré sola nunca más.

     Por favor, no me lleves a ese hospital horrible —le pidió entre suspiros de dolor—. Yo no soportaré que me encierren de nuevo. Sé que es lo único que me merezco, pero... prefiero morir antes que perder la libertad otra vez. Por favor, no me devuelvas a ese lugar que puede destruirme definitivamente.

     No lo haré, Agnes. Te lo prometo.

Aquellas palabras le acariciaron el alma. No sabía si debía creerlas definitivamente, pero la forma como Gilbert se las había dirigido le aseguró que él no le mentía, que aquella vez le decía la verdad. Aquella certeza atenuó la intensidad de su desconsuelo y, aunque todavía la locura palpitase en su mente, fue capaz de dejar de llorar.

     Vivirás conmigo hasta que te hayas recuperado, ¿de acuerdo?

     No quiero abandonar esta cabaña.

     No puedes seguir viviendo sola, Agnes.

     ¿Y Némesis...? —le preguntó asustada.

     Némesis vendrá con nosotros, Agnes.

Aquella vez, Agnes intuyó que Gilbert la engañaba, pero no fue capaz de preguntarle nada más. Permitió que Gilbert la ayudase a preparar el equipaje que se llevaría a su casa y después se marcharon de aquel hogar en el que Agnes se había sentido siempre tan protegida.

La mañana estaba húmeda y cristalina. La luz que el sol derramaba por el bosque era el reflejo de aquellos pálidos amaneceres que quiebran las sombras de una noche tormentosa. Olía a lluvia, a tierra mojada, a hojas moribundas. La naturaleza estaba queda. Parecía como si ni siquiera el viento quisiese romper aquel profundo silencio en el que se protegían los árboles y las flores. De vez en cuando, el graznido violento de un cuervo atravesaba aquella atmósfera de soledad y abandono.

A Agnes le resultó interminable el recorrido hacia la casa de Gilbert. Le costaba permanecer tranquila y cuerda, le costaba muchísimo respirar con serenidad. Continuamente notaba la presencia de la desolación que le destrozaba el alma, acechándola desde cualquier rincón. Incluso, de vez en cuando, percibía que alguien la observaba desde las brumas que el amanecer todavía no se había atrevido a quebrar, pero entonces se convencía de que era solamente su corazón herido el que le enviaba aquellas ilusiones que tanto la confundían.

Agnes intuía que estaba alejándose definitivamente de aquella vida en la que tan feliz habría podido ser si se hubiese esmerado un poquito más en cuidarla. A la vez tenía el potente presentimiento de que se hallaba a punto de adentrarse en una época incomprensible solamente llena de sombras y oscuridad, en la que sus días serían el fruto de toda la insania que le inundaba la mente y de toda la desesperación que le anegaba el alma. Se sentía totalmente incapaz de experimentar aquellos momentos, de vivir aquel delirante tiempo. Temblaba ante la imagen de sí misma sumida de nuevo en aquella profundísima lástima que destruiría para siempre todos sus sueños.

Némesis iba tras ellos, incapaz de entender plenamente el significado de aquellos momentos. Quería encontrar la mirada de Agnes para que sus ojos le transmitiesen la serenidad que había perdido, pero su amiga parecía cada vez más sumida en una realidad completamente inaccesible. Lamentó no tener voz, no poder gritar su nombre, no poder rogarle a Agnes que le prometiese que nunca permitiría que las separasen. Némesis intuía que estaba a punto de sobrevenirles a las dos un hecho completamente destructivo que desharía para siempre la magia de la existencia que compartían.

Mientras caminaban hacia su casa, Gilbert no dejó de preguntarse, en ningún momento, cómo podría lograr separar a Agnes y a Némesis. Era plenamente consciente de que sería imposible romper el poderoso lazo que las unía. No se creía capaz de apartar a Némesis de Agnes. Sabía que Agnes se hundiría irreversiblemente si Némesis desaparecía, pero tampoco podía permitir que siguiesen compartiendo su vida. Creía firmemente que Némesis era quien había instigado a Agnes a actuar de aquel modo tan hiriente y dañino. Némesis había sido quien le había transmitido aquella valentía y aquella fortaleza que tanto habían desfigurado a la Agnes que todos tanto querían. Además, no estaba dispuesto a convivir con un animal tan peligroso que podía atacarlos sin que nadie pudiese evitarlo. Némesis debía regresar a la tierra en la que había nacido. Aquella realidad era la que lo convencía de que Agnes y ella ya no podían seguir formando parte del mismo mundo.

Cuando llegaron a su hogar, Gilbert condujo a Agnes hacia la alcoba en la que había dormido mientras vivió en aquella casa tan acogedora. Némesis ni siquiera se atrevió a adentrarse en el precioso jardín que la rodeaba. Permaneció escondida en el bosque, esperando a que Agnes saliese de aquella morada y la mirase de veras a los ojos.

     Gilbert —lo llamó Agnes antes de entrar en aquella habitación que para ella contenía ya tantos recuerdos—, necesito estar con Némesis.

     Ahora tienes que descansar, Agnes. Sé que llevas muchas noches sin dormir bien.

     Ahora no tengo sueño —le comunicó con una voz frágil.

     No importa que no consigas dormirte. Sólo descansa.

     Némesis...

     Némesis estará bien.

     No es cierto. También está muy triste. Necesito verla.

Mas Gilbert no permitió que Agnes saliese de su casa. Le prometió que, cuando hubiese descansado, ambos buscarían a Némesis. Agnes no creía en sus palabras, pero no fue capaz de contradecirlo en ningún momento. Se encerró en la alcoba que Gilbert le había asignado ya hacía tantos años y arrancó a llorar en silencio, como si le diese vergüenza que la soledad que la rodeaba percibiese sus lágrimas.

Gilbert permaneció detenido en medio del salón durante unos extensos minutos en los que ni tan sólo era capaz de comprender lo que pensaba y sentía. No se atrevía a tomar ninguna decisión que pudiese ser irreversible, pero tampoco podía permitir que el tiempo transcurriese sin que él llevase a cabo todas las ideas que ya se le habían aferrado brutalmente al alma.

Mas, de súbito, se percató de que él era el único que podía remediar aquella situación tan delirante. Sin pensar en nada, realizó las llamadas pertinentes para comunicar a la policía que había encontrado en aquella zona un ejemplar de cobra real y después se sentó distraídamente en una silla, aguardando a que llegase el momento en el que todo comenzaría...

     Diosa, por favor, guíame. Sé que no he obrado correctamente, pero no sé qué debo hacer entonces —musitó apoyando la cabeza en sus trémulas manos.

Sentía muchísimas ganas de llorar y no se las reprimió. En esos momentos, se deslizó ante su memoria el recuerdo de todos los instantes que había compartido con Agnes, en los que juntos habían disfrutado de la magia de la vida, en los que ella había sido capaz de sonreír y soñar.

Y ya quedaba tan atrás aquella época, aquellas esperanzas, aquellos mágicos momentos... Agnes había desaparecido para siempre y nadie podría rescatarla jamás de aquella enfermedad que había aniquilado su alma, su bella y mística alma.

De pronto, Gilbert oyó que alguien llamaba educadamente a la puerta de su hogar. Prefirió que la tierra se abriese, prefirió que su alma se escapase de su cuerpo y volase lejos de allí. No quería vivir aquellos momentos. Sentía firmemente que estaba traicionando a Agnes como nadie la había traicionado antes y era plenamente consciente de que ella jamás podría perdonárselo.

Mientras Gilbert y la policía buscaban a Némesis, Agnes permaneció encerrada en aquella hermosa habitación luchando contra la confusión que le anegaba el alma. Deseaba evocar los recuerdos de los momentos que había vivido con Artemisa la noche anterior para convencerse de que de veras ella le había asegurado que la perdonaría y que nunca le guardaría ni el menor ápice de rencor.

No obstante, le resultaba prácticamente imposible recuperar aquellas vivencias. Parecía como si éstas nunca hubiesen formado parte de su vida. Más bien, las palabras que había intercambiado con Artemisa parecían emanar de un mágico y denso sueño que ya se perdía en las inmediaciones del olvido.

De pronto, cuando creía que una calma aterciopelada le acariciaría el alma atenuando la impotencia y el miedo que sentía, notó que una poderosa intuición le inundaba el corazón. Pensó al instante en Némesis. El lazo que la unía a aquella serpiente tan especial era tan vigoroso que podía detectar si Némesis se hallaba cerca de ella o si estaba a punto de adentrarse en un instante peligroso que podía deshacer la quietud de su vida.

Ansió salir de allí para buscarla, pero entonces se acordó de que Gilbert le había prometido que, cuando llegase la tarde, se reencontrarían con Némesis. No obstante, el recuerdo de aquella promesa no la serenaba en absoluto. Continuamente tenía la sensación de que estaba abandonando a Némesis precisamente cuando más la necesitaba y aquella idea le llenaba el estómago de unos punzantes nervios que apenas le permitían respirar.

Némesis permaneció esperando a Agnes escondida entre los árboles, prestándole una minuciosa y poderosa atención a su entorno para detectar cualquier aviso, cualquier detalle que pudiese avisarla de la llegada de su mejor amiga; pero Agnes no aparecía bajo aquel cielo tan otoñal y grisáceo. Se negaba a creer que Agnes la hubiese abandonado. Estaba segura de que Gilbert le impedía regresar junto a ella.

De pronto, oyó que alguien caminaba hacia ella con rapidez y severidad. Supo al instante que no era Agnes quien la buscaba. Aquél no era su modo de andar. Agnes se desplazaba siempre sigilosa y silenciosa.

Un pavor inmenso se apoderó de todo su cuerpo cuando captó unas voces desconocidas, una forma apática y casi agresiva de hablar y sobre todo unos pasos que parecían querer derruir los árboles con su potencia.

     La vi por aquí hace apenas una hora...

     Es muy extraño que haya un ejemplar de cobra real en este lugar.

     Les aseguro que sí era una cobra real.

Debía huir. Némesis no entendía las palabras que Gilbert intercambiaba con aquellas otras voces, pero éstas le resultaban completamente amenazantes. Así pues, se esmeró en alejarse de aquel rincón que hasta entonces la había protegido. Se deslizó silenciosa y ágilmente entre los troncos de los árboles y se dirigió hacia el hogar de Gilbert, donde sabía que Agnes aún anhelaba reencontrarse con ella.

Agnes oyó un sutil roce en la ventana de su habitación. Enseguida adivinó que era Némesis quien esperaba que le permitiese entrar allí. Cuando abrió los postigos, Némesis se introdujo rápidamente en aquella alcoba y se aovilló en un rincón. Agnes advirtió que su amiga temblaba levemente y que tenía los ojos llenos de desolación y pánico. Se agachó junto a ella y, mientras la acariciaba con mucha calma y cariño, le preguntó con el tono dulcísimo con el que siempre le hablaba:

     Que ocorre, Némesis, queridiña? Que che pasa?

Némesis miró desesperadamente a Agnes, intentando encontrar en sus ojos a la mujer que siempre le había transmitido esa valentía y ese vigor con los que debía afrontar la vida; pero en la mirada de Agnes sólo halló tristeza y desaliento, muchísimo desaliento. Además, ella también parecía asustada.

De repente, cuando Agnes creyó que el tiempo había dejado de fluir y que para siempre permanecería encerrada junto a Némesis en aquella realidad extraña en la que no había ni pasado ni futuro, alguien llamó con insistencia a la puerta de su habitación. Agnes no se movió, pues estaba completamente segura de que abrirla sería un error irreversible, pero enseguida se adentró en aquel tierno y tenso instante la sabia y afable voz de Gilbert; la que sonaba levemente trémula.

     Agnes, dime, por favor, si Némesis está ahí contigo. —Agnes no le contestó. Gilbert, intentando que sus palabras no sonasen amenazantes, le comunicó—: Voy a entrar, Agnes.

El tiempo que dominaba aquellos momentos se tornó de repente rápido, inasible e incomprensible. Agnes observaba lo que ocurría a su alrededor como si fuesen escenas de una terrible pesadilla. Quería protestar, quería gritar de impotencia, quería suplicar que no le arrebatasen lo que más amaba, pero se había quedado sin voz.

Gilbert se introdujo en aquella estancia caminando con firmeza, pero sus gestos eran inseguros. Se agachó junto a Némesis y comenzó a hablarle con mucha cercanía y dulzura, pero Némesis únicamente captaba amenazas en las palabras que le dirigía. No comprendía lo que Gilbert le decía, puesto que tampoco sabía interpretar el lenguaje de sus ojos como sí podía entender el de Agnes, pero estaba segura de que aquellos instantes eran el fin de su mágica vida.

     Némesis, tienes que venir conmigo. Yo te cuidaré. Agnes está enferma y no puede ocuparse de ti, aunque ya sabemos que no necesitas que nadie lo haga. Ven conmigo.

Némesis no se movía ni un ápice; lo cual desasosegó profundamente a Gilbert, quien se levantó confundido del suelo y miró suplicante a Agnes.

     Agnes, convéncela de que salga de aquí.

Agnes ni siquiera le aseguró con sus ojos profundos que oía sus palabras. Fingió que se hallaba sumida en aquella parálisis que tanto la apartaba de la realidad; pero Gilbert se percató de que en sus espesas pestañas temblaba la cercanía de las lágrimas. Agnes estaba allí, con él, pero no quería vivir aquel momento.

Entonces aparecieron dos hombres corpulentos que, con una rapidez estremecedora, agarraron a Némesis del cuello, la tomaron en brazos y la arrastraron hacia el jardín. Entonces Agnes sí gritó, gritó como si su voz no fuese suya, como si en aquel alarido de rabia e impotencia quisiese desahogar toda la tristeza que sentía:

     ¡No! ¡No la toquéis! ¡Dejadla en paz!

     Agnes, serénate, cariño —le pidió Gilbert asiéndola del brazo, intentando detenerla. Agnes había arrancado a correr tras Némesis—. Llevarán a Némesis a un lugar en el que podrá vivir libre.

Agnes vio cómo los ojos de Némesis se llenaban de desconsuelo y de pánico. Vio cómo se revolvía inquieta y furiosamente entre las manos de quienes la apresaban, de quienes querían abarcar con sus brutales dedos su extenso y poderoso cuerpo; mas de pronto Némesis desapareció. Consiguieron llevarla al jardín, donde Némesis perdió definitivamente la sutil calma que le latía en el corazón. Reaccionó súbitamente, con una violencia que estremeció las copas de los árboles.

     Némesis, queridiña, non te deixarei soíña! —le aseguró desesperada mientras se desasía casi sin esfuerzo de la mano de Gilbert. Agnes se había vuelto ágil y vigorosa—. Némesis, non permitas que che fagan dano!

Gilbert volvió a tomarla del brazo cuando Agnes estaba a punto de salir al jardín. Ante ella, Némesis miraba amenazante a uno de los hombres que la agarraban con tanta brutalidad y falta de amor. Agnes se preguntó qué significaba aquel momento. Le costaba muchísimo interpretarlo y descubrir su origen, su porqué, su finalidad. Lo único que sabía era que querían apartarla de Némesis y aquella certeza era en exceso dolorosa, tan dolorosa que incluso su corazón se resentía como si fuese una flor delicada aplastada por una desgarradora roca.

Némesis consiguió huir de los dedos que le inmovilizaban la cabeza y se lanzó desesperada al cuello de uno de los dos hombres mientras siseaba con rabia, con una impotencia que incluso a Gilbert le llenó el alma de desconsuelo. Tanto Gilbert como Agnes se quedaron paralizados cuando advirtieron que Némesis estaba a punto de morder a quien la apresaba de ese modo tan poco considerado y adecuado. Gilbert incluso pensó que ninguna de aquellas personas estaba capacitada para dominar ese instante.

     ¡Cuidado! —oyeron ambos que gritaba el otro hombre.

Entonces, como si fuesen el reflejo de una lejana pesadilla, como si fuesen los rescoldos de un terrible recuerdo que ya se pierde en las garras del olvido, ante los ojos atónitos y desolados de Agnes, se sucedieron rápida y vagamente unas imágenes que nunca dejarían de brillar en lo más profundo de sus sueños. Le pareció que La luz del día de repente se apagaba, que el sol perdía su brillo y que la naturaleza se quedaba quieta como si Medusa la hubiese observado desde el reino de la eternidad con sus ojos petrificantes.

Una mano ágil y veloz apuñaló sin vacilar el cuerpo de Némesis. Némesis se quedó paralizada unos instantes. Miró desesperada a Agnes, con los ojos evanescentes. Agnes reparó en que aquellos ojos hipnóticos y áureos se apagaban lentamente. Aquellos ojos que tanto aliento y fortaleza le habían transmitido estaban entregándole los últimos suspiros de una vida, estaban lanzándole una mirada agonizante, una súplica yacente en el silencio a través del que gritaban: «nunca me olvides, Agnes. Te querré y te recordaré siempre, aunque esté en la nada, aunque ya no exista.»

Entonces Némesis cayó inerte al suelo, en un charco de sangre que se volvía cada vez más profundo. A Agnes le pareció que la sangre de Némesis también resplandecía como lo habían hecho sus ojos.

El cielo brillaba menos. La Luz caía cenicienta del sol, sin ánimo, sin vida.

Y Agnes estaba segura de que en el firmamento ya no esplendían las estrellas.

No había ninguna nube ensombreciendo el fulgor de la mañana, pero Agnes notó que la naturaleza se cubría de brumas...

Y, años más tarde, cuando fuese capaz de evocar nítidamente aquel instante, aseguraría sin dudar ni un ápice que, durante unos largos momentos, su corazón había dejado de latir.

Incluso su mente se anegó en una certeza que para siempre sería innegable. Comprendió de repente quién había sido Némesis, por qué había estado tan unida a ella. La vida, así pues, había sido mucho más inexplicablemente mágica de lo que había creído:

Némesis había sido su propio espíritu. Se habían reunido en Némesis los rescoldos de su propia alma; ésos que se habían quedado hundidos en el olvido que separaba sus existencias, ésos que respiraban entre cada vida. Agnes había nacido en aquella realidad apenas teniendo en su cuerpo el ímpetu y la fortaleza que en su lejano pasado le habían permitido ser tan valiente e invencible. En otra vida, Agnes había sido capaz de enfrentarse al aliento destructivo de la muerte sin experimentar ni la más sutil sombra de miedo.

Némesis había sido la reencarnación de lo que ella fue en otro tiempo. Habían renacido en ella los pedacitos de su espíritu que la Diosa se había olvidado recoger cuando le entregó otra oportunidad para existir.

Por eso su corazón se detuvo, porque Némesis era una inmensa parte de sí misma, porque Némesis, al morir, había vuelto a llevarse al olvido aquellos fragmentos de su espíritu que tanto le pertenecían.

No podía llorar. No sentía nada, sólo un inmenso vacío perforándole toda el alma. De súbito se deshizo la voz de sus sentidos y una oscuridad poderosa se cernió sobre sus ojos. Cayó desmayada entre los brazos de Gilbert, quien se hallaba tan intimidado y sobrecogido como ella, quien deseaba protestar y quien, sin embargo, no tenía voz para hacerlo.

Agnes despertó al cabo de una hora. Estaba tan confundida que ni siquiera podía reconocer a Gilbert, quien la miraba con un cariño muy triste mientras le colocaba paños húmedos en la frente. La fiebre más intensa ardía en su cuerpo, deshaciendo los rescoldos de paz que podían nacer de su alma. Cuando Agnes abrió los ojos, Gilbert enseguida detectó que le brillaban como si los últimos suspiros de una estrella hubiesen caído en su mirada. Era la fiebre la que tornaba tan esplendentes sus profundos ojos negros.

     Dóeme moito a cabeza —musitó olvidando quién era la persona que se hallaba a su lado.

     Tienes mucha fiebre —le comunicó Gilbert sentándose junto a ella.

     É verdade que Némesis...?

     No pienses en nada, Agnes. Sólo descansa.

     Némesis...

     Némesis está bien, Agnes. La devolvieron a su tierra —le mintió descarada, pero tiernamente, dedicándole una sonrisa muy acogedora que en absoluto serenó a Agnes—. No te preocupes por ella.

     La muerte no es la tierra de nadie —sentenció en un castellano distante, casi inexpresivo. Fueron las últimas palabras que Agnes pronunció. No volvería a hablar hasta que pasase mucho, mucho tiempo.

Agnes sentía que todo lo que la rodeaba y la invadía era vacío. Vacíos estaban sus ojos febriles, vacía estaba su alma, vacías eran las miradas que Gilbert le dirigía, vacías de significado eran las palabras que Gilbert pronunciaba, vacía era la vida, vacío era todo, todo, todo, todo.

No era necesario que nadie intentase llenar aquel vacío con mentiras desgarradoras y tal vez piadosas, pues ella conocía la verdad mucho mejor que cualquier persona, que cualquier fuerza energética y divina.

Ni siquiera podía llorar, pues la fiebre volvía turbios sus sentimientos. Lo único que experimentaba era una oscuridad que jamás le había inundado el alma. Notaba que el corazón le palpitaba a un ritmo incomprensible y de vez en cuando dejaba de percibir sus latidos. Sin embargo, cuando aquella fiebre tan agresiva comenzó a remitir, Agnes recuperó con lejanía y vaguedad la noción de su entorno y se reencontró brevemente con el significado de su existencia, pero lo único que podía recordar era que Némesis ya no respiraba. La ausencia de Némesis era una herida que no dejaba de sangrar. Lloraba desoladamente por ella durante horas sin que ni tan sólo el tiempo se atreviese a consolarla. Mas de repente se apagaba de nuevo el vínculo que la enlazaba a su presente y se desorientaba en la nada, en el silencio, en la brumosa quietud que desvanecía su voz anímica.

Permaneció, durante aquel horrible día, sumida en un extraño estado de duermevela que no se decidía a convertirse en sueño ni en vigilia. Vagaba por una nada oscura en la que, de vez en cuando, intentaba refulgir el espejismo de un recuerdo; pero su memoria se había rendido y había empezado a hundirse en un mar sin superficie. No obstante, cuando el ocaso se volvió ya noche, Agnes se preguntó, antes de perder la consciencia, qué tipo de imágenes la esperaba al otro lado de su evanescente consciencia.

El cansancio físico y anímico que la invadía la aferró brutalmente del alma y de la mente mucho antes de que Agnes pudiese prever la llegada del sueño. De repente se descubrió detenida en medio de un bosque inundado de un profundo silencio que ni siquiera el viento se atrevía a quebrar. Empezó a caminar sin saber adónde tenía que dirigirse, sólo notando latir en ella la desorientación que tanto la asfixiaba; pero, de pronto, entre los árboles, vio deslizarse una sombra que parecía querer mezclarse con las hondas brumas de la noche. Era tan de noche que ni tan sólo brillaban las estrellas, mas Agnes podía observar su entorno con una sorprendente nitidez, como si sus ojos fuesen en verdad los de un ser nocturno. Enseguida descubrió que quien vagaba cerca de ella era Artemisa. Una insufrible desesperación le subió por el pecho hasta llenarle los ojos de lágrimas. Aunque no pudiese recordar lo que había ocurrido en su vida antes de dormirse, sabía que necesitaba pedirle perdón a Artemisa y asegurarle que aún la amaba con una fuerza devastadora. Así pues, sin pensar en lo que hacía, comenzó a correr en pos de ella, de aquel cuerpo que parecía únicamente hecho de espíritu.

A la vez que corría, llamaba a Artemisa con una creciente desazón que se chocaba contra el silencio de la noche sin crear ni el más sutil eco, sin dejar rastro. Agnes pensó que ni siquiera las lejanas estrellas podían oír su agrietada voz.

Artemisa huía de ella, corría más velozmente cuando Agnes estaba a punto de alcanzarla; se desvanecía para reaparecer lejos de ella, al otro lado del camino que Agnes recorría con tanta prisa y desesperación. Aquella situación le resquebrajaba el alma como si de veras tuviese materia y pudiese hendirle el pecho. Artemisa ni siquiera la miraba, sólo se escapaba de ella creyendo que Agnes deseaba herirla o destruirla.

Mas Agnes no se cansaba de correr. Parecía tener toda la energía y la fuerza que cabía en un cuerpo. Corría y corría perdiendo sin embargo el aliento de su alma. Al fin, cuando creía que podría agarrar a Artemisa de la cintura con sus trémulas y delgadas manos, la imagen de su amada desapareció para no volver a aparecer más. Entonces, súbitamente, Agnes notó que no estaba sola, que, durante aquellos horribles y desasosegantes momentos, había notado que la perseguía otra sombra, muy distinta de la de Artemisa; una sombra de cuya presencia emanaba un sinfín de amenazas.

Entonces empezó a correr de nuevo, esta vez huyendo de la sombra tangible que la perseguía; la que parecía nutrirse de su creciente terror. Agnes comenzó a notar que se agotaba irremediablemente. Las piernas le pesaban como si se le hubiesen convertido en hierro y de repente ya no pudo correr más. Cayó indefensa al suelo, sintiendo que se le terminaba el aliento. El corazón le latía con una velocidad estremecedora y apenas podía respirar.

Su pavor le palpitaba en el pecho como si fuese otro corazón desbocado que había nacido en sus entrañas; pero aquel pánico no era más que el preludio del que la esperaba al otro lado de esos momentos. Su miedo se intensificó cuando notó que la sombra de la que había intentado escapar se lanzaba a ella y la rodeaba. Agnes percibió que aquella sombra se le adentraba en el cuerpo y empezaba a mezclarse con su sangre, con sus venas, con sus músculos, con su existencia. Entonces se revolvió desesperada gritando con una potencia con la que jamás había alzado su voz; pero ya no podía huir de aquella niebla que estaba inundando toda su vida y que ya la había asido irrevocablemente de su cordura.

     ¡Non! Non! Non! Ai, non!

Nadie la oía, nadie podía oírla, pero ella no deseaba dejar de gritar. Advertía que su dulce y entrañable voz se volvía nada cuando el silencio de la noche la absorbía, pero no quería rendirse, aunque cada vez se sintiese más dominada por aquella sombra que tanto la aterraba.

De pronto, cuando más desesperada se movía, cuando más fuertemente gritaba, alguien la tomó de los hombros intentando reducirla, intentando detenerla. Su pánico entonces la extrajo repentinamente de aquella pesadilla que no era sino la representación más absoluta de lo que estaba ocurriendo por dentro de ella.

No podía recordar dónde se hallaba ni qué le había sucedido. Tampoco reconocía a la persona que estaba a su lado, dedicándole palabras tiernas con las que aspiraba a serenarla. Agnes lloraba desconsolada y temblaba como si toda la fiebre de la Historia se hubiese adentrado en su cuerpo; pero no podía entender nada y ni tan sólo captaba la voz de sus propios pensamientos.

Y así permaneció a partir de entonces; perdida en sí misma, desorientada en una cordura desvanecida que parecía no querer regresar nunca más a su alma.

Se deshizo el tiempo, el olvido y la muerte, convirtiéndose el pasado, el futuro y el presente en una espiral que no se detenía, en cuyo fondo caían los instantes de luz y las noches de sombras. Las pesadillas eran una parte de otro mundo inaccesible. Agnes se sumió en aquella nada que precede a la muerte del alma, al ocaso de toda esperanza y de todo aliento.

Estaba muerta en vida. Su cuerpo se esforzaba por resistir el envite de la muerte, pero su alma ya no tenía voz. De vez en cuando, reaccionaba y se fijaba sutilmente en su entorno, pero sus ojos parecían no introducir en su mente las imágenes que captaban y apenas distinguía los sonidos que llenaban su alrededor. No reconocía a las personas que le hablaban y tampoco se esmeraba en recordar nada.

Su vida se cubrió de inconsciencia y de oscuridad. Nada quedaba ya, solamente la insania, la desesperación, el recuerdo quebradizo de todo lo que le había ocurrido a lo largo de su existencia. Los momentos más bellos de su pasado se hundían en el mar de desolación en el que se había convertido su destino. Agnes apenas gozaba de instantes de cordura en los que pudiese conversar serenamente con quienes la rodeaban. Permanecía sumida en un estado de lejanía que la mantenía totalmente inaccesible. Era imposible hablar con ella. No respondía a las preguntas que le formulaban, no miraba a quienes se hallaban a su lado y parecía que se hubiese deshecho para siempre, pero de repente regresaba a la consciencia y podía expresar, siempre de un modo confuso, lo que sentía, lo que pensaba y deseaba.

Mas Gilbert nunca la dejó sola. Agnes siguió viviendo porque él no soltó su mano, porque él estuvo siempre a su lado, alentándola, arrancándole del alma esas silentes palabras que su voz no podía pronunciar. Buscaba sus ojos para entender el significado de su silencio, le comentaba cualquier detalle insignificante para que ella sintiese que no estaba sola...

Agnes apenas percibía lo que ocurría a su alrededor, pero de vez en cuando notaba que alguien la tomaba cariñosamente de la mano y oía una voz arrulladora que le dedicaba palabras que, aunque le resultasen completamente incomprensibles, apaciguaban el dolor que sentía en lo más profundo de su ser. Su sonar era calmado y aterciopelado y le parecía que estaba impregnado de recuerdos que ella no podía evocar.

Agnes no podía guardarle rencor a Gilbert por haberla alejado definitivamente de Némesis, pues Agnes ni siquiera entendía por qué su querida amiga había muerto. Creía, más bien, que Némesis había partido hacia una tierra en la que solamente la acariciarían las brisas más cálidas. Cuando pensaba en ella, le parecía que evocaba el recuerdo de alguien que había estado junto a ella en el mundo de los sueños. Pensar que ella, quien se sentía tan inmensamente desvalida, había estado tan unida a una serpiente tan especial la confundía, la instaba a convencerse de que aquellos momentos que moraban en lo más recóndito de su memoria solamente nacían de los rescoldos más mágicos de su imaginación.

Fueron transcurriendo así las semanas. Los días se deslizaban por una pendiente oscura hasta hundirse en lo más profundo de un lago de aguas turbias que nunca se serenaban, que de repente se convertían en remolinos que devoraban cualquier haz de luz que procediese de la tierra de los sueños. Era un lago innavegable que no tenía orilla, que estaba cubierto por un cielo donde no brillaba ni una sola estrella, en el que nunca amanecía, donde la luna jamás se atrevería a esparcir sus plateados y hermosos rayos.

Gilbert tenía que esforzarse mucho para conseguir que Agnes se alimentase o se prestase a sí misma la atención que se merecía. Él era quien la ayudaba a comer y a asearse. Los movimientos de Agnes eran imprecisos y lentos, pero parecía como si la locura todavía no le hubiese arrebatado la capacidad de vestirse sola o de caminar. Agnes podía permanecer andando por el jardín de Gilbert durante horas. Gilbert se percataba de que se fijaba con mucha minuciosidad en el matiz de las hojas ya murientes que alfombraban el suelo, en el color de los rayos de la tarde o en el susurro de los animales que moraban en aquella naturaleza tan queda y aterciopelada.

Había en sus ojos el reflejo de una sutil esperanza que le impedía a Gilbert convencerse de que Agnes nunca regresaría, que lo avisaba de que ella todavía estaba allí, aunque en su mirada ya no quedase ni la más sutil sombra de su voz anímica. Además, conforme avanzaba el otoño, Agnes gozaba de momentos de lucidez cada vez con más frecuencia. Cuando recuperaba tan levemente la noción de sí misma, entonces le preguntaba a Gilbert cómo estaba Artemisa y si se encontraba mejor. Gilbert le aseguraba que Artemisa había comenzado a renacer de la intensa tristeza que la había destruido.

Cuando Gilbert le comunicó que Artemisa ya había recuperado la capacidad de andar, Agnes notó que un sutil soplo de alivio le acariciaba el alma. Ella habría sido capaz de darle a Artemisa toda su salud, toda la cordura tímida que todavía le quedaba en el alma, para que ella se curase definitivamente y pudiese huir de allí, para que pudiese ser libre de aquella vida que había estado a punto de derruirla para siempre.

Sin embargo, aquellos momentos de tierna consciencia eran tan efímeros como el resplandor de un rayo. Se marchaban dejando en el alma de Gilbert una oscuridad que devoraba cualquier ápice de esperanza que pudiese latirle en su ser.

Era en el mundo de los sueños donde Agnes conseguía recuperar una pequeña parte de su razón y donde, sin embargo, más se manifestaba la locura que había deshecho sus pensamientos. Soñaba muy a menudo con lugares extraños en los que nunca había estado, con objetos que guardaban en su apariencia los vestigios de otra época, que la hipnotizaban y la mantenían lejos incluso de aquella realidad onírica en la que Agnes apenas experimentaba la fuerza de las emociones que le inundaban el alma.

Se le repitió en varias ocasiones un sueño en el que se descubría caminando por un bosque todo lleno de árboles poderosos cuyo tronco se retorcía inverosímilmente y cuyas ramas parecían el reflejo de sombras de moribundos y esqueléticos brazos que aspiraban a destruir con su horrible apariencia la dorada luz del alba. La tierra estaba toda llena de raíces que se mezclaban con las ramas que el viento había lanzado al suelo hacía ya demasiados años. Agnes buscaba algún camino que pudiese ayudarla a llegar al rincón que deseaba alcanzar, pero en aquella naturaleza tan estremecedora ya no quedaba ni la senda más sutil.

De repente encontraba un árbol cuyo vigoroso y ancestral tronco la invitaba a protegerse junto a su corteza. Agnes lo abrazaba como hacía mucho tiempo que no amparaba a nadie entre sus brazos y entonces notaba que sus manos se hundían en la rugosa madera. Se percataba, enseguida, de que el tronco la absorbía, que el árbol deseaba acogerla en su antiguo interior. No se oponía a que aquella corteza la devorase.

Se hallaba de pronto rodeada por una oscuridad muy acogedora en la que, sin embargo, se introducían pequeñas y efímeras filtraciones de luz. En la antigua madera de aquel poderoso árbol, había algunas grietas por las que se colaba el fulgor lejano del día, pero se trataba de un esplendor muy cálido que le acariciaba el alma. Entonces se sentaba en la tierra, notando que una sutil voz susurraba muy cerquita de ella.

Se percataba súbitamente de que el interior de aquel árbol se había convertido en un sinuoso laberinto. Se levantaba y comenzaba a caminar sigilosa y temerosamente. Entonces descubría que una mujer alta, delgada y vestida de negro la observaba desde el fondo de un estrecho corredor. Parecía llamarla con sus ojos oscuros y con su pálida piel. Agnes andaba hacia ella notando que el corazón le palpitaba cada vez más desesperadamente.

Se hallaba a punto de alcanzarla cuando de repente ella retrocedía, como si su presencia la asustase, y Agnes aceleraba la velocidad de sus pasos para poder tomarla de la mano; pero, cuando alargaba las suyas, percibía que entre ellas dos se había erigido un muro transparente y viscoso que le impedía tocarla.

Y aquello ocurría hasta que Agnes advertía que la mujer efectuaba exactamente los mismos movimientos que ella. Se le congelaban en su bello rostro los gestos que a ella le emanaban de lo más profundo del alma. No le costaba entender que aquella mujer era su propio reflejo. No podría alcanzarla nunca porque ella era intangible, porque estaba a la vez dentro de su cuerpo, porque era su propio espíritu, el cual parecía huir de ella como si su materia lo asustase.

Un desconsuelo hondísimo se le esparcía por todo el cuerpo, acallando la calma que hasta entonces le había anegado el corazón, y de nuevo se quedaba paralizada, sin saber qué debía hacer, sin acordarse de nada.

Entonces le parecía que el aire que la rodeaba se aquietaba y que los sutiles destellos de luz que allí moraban tan avenidos con la oscuridad se unían hasta formar una perfecta esfera que, lentamente, empezaba a descender del cielo, quizá de la rama más alta de aquel árbol. Era un péndulo resplandeciente que se balanceaba con cariño y sutileza ante sus ojos, arrancándole del alma la profunda inquietud que se la presionaba. Entonces Agnes se daba cuenta de que la rodeaba un sinfín de péndulos que giraban a su alrededor, trasluciendo el fulgor que provenía del exterior.

Se despertaba sintiéndose tan desorientada, tan perdida en sus propios sueños, en sus propios recuerdos... Le parecía que la mayor parte de su alma se había quedado encerrada en aquel sueño cuyas imágenes la aferraban de nuevo de su mente cuando menos se lo esperaba. Regresaban apoderándose de sus pensamientos y de sus sentimientos, pero no le importaba permanecer sumida en aquella especie de nada. Prefería que su vida se detuviese al fin si nunca iba a pasar su tiempo, si su presente nunca cambiaría, si nunca se asomaba su futuro tras el horizonte de su tristeza…

Gilbert no aceptaba que Agnes hubiese desaparecido para siempre. Continuamente ideaba modos de intentar llamar su atención, le hablaba sobre cualquier tema, la envolvía en músicas hermosas que pudiesen despertarla de la apatía en la que su alma se había sumido y también le leía poemas o novelas que a ella siempre la habían inspirado profundamente, pero era imposible lograr que Agnes reaccionase. Permanecía inmutable, de vez en cuando sí alzaba los ojos y los fijaba lejanamente en la mirada de quien se hallaba a su lado, pero aquellos instantes en los que la noción de sí misma parecía resurgir eran muy efímeros. Se perdían enseguida por el mundo de nieblas y sombras en el que se había internado irreversiblemente.

Tampoco hablaba prácticamente nunca. Las pocas palabras que pronunciaba sonaban muy vagas, como si proviniesen de la voz de una imperceptible brisa, y se desvanecían al instante, como si en el mundo en el que Agnes moraba no cupiesen los sonidos; pero Gilbert interpretaba con una profundidad y exactitud exhaustivas aquellas ligeras frases que Agnes le dirigía. Prácticamente siempre se refería a Artemisa cuando su voz se escapaba por unos momentos del silencio que la apresaba.

Gilbert no cesó de intentar convencer a Gaya de que visitase a Agnes. Gaya y él siempre habían estado irrevocablemente unidos, pero la enfermedad de Agnes los había encerrado en mundos distintos que en absoluto podían confluir en la tierra de la magia. Parecía como si se hubiesen desvanecido todas las razones que los habían instado a compartir la vida. Gaya apenas conversaba con él desde que Agnes regresó a su casa. Jamás lo buscaba, no lo llamaba por teléfono y tampoco le pedía que preparasen juntos los rituales que todavía solían celebrar en los Sabbats. Solamente en aquellas ceremonias Gilbert tenía la oportunidad de mirar a Gaya a los ojos y de intentar que le prestase esa atención que él necesitaba tanto.

Sin embargo, muchísimas veces, él burlaba el pavor que le inspiraba la punzante distancia que los separaba y se dirigía hacia su morada. Entonces le rogaba que lo escuchase, le imploraba que le ofreciese un pedacito de paz, ese pedacito de paz que hasta entonces le habían regalado sus ojos.

     Gaya, te necesito. No puedo seguir viviendo sin ti. Te extraño mucho, Gaya, y Agnes también te necesita.

     No pronuncies ese nombre en mi casa mientras Artemisa esté aquí —le recriminaba ella con rencor.

     Artemisa no odia a Agnes, Gaya. Esos sentimientos que creemos que la una le profesa a la otra solamente habitan en nuestra imaginación.

     Artemisa no puede oír hablar de Agnes. La aterra pensar en ella.

     No es cierto. ¿Acaso no le has preguntado qué piensa?

     No es necesario, Gilbert.

     Por supuesto que lo es. Agnes me pregunta incesantemente por Artemisa. Se halla siempre sumida en una apatía horrible que ha destruido la voz de sus ojos. La noción de sí misma sólo resurge para saber cómo se encuentra Artemisa.

     Únicamente te pregunta por ella porque no soporta que esté recuperándose.

     No es cierto, Gaya.

     No quiero saber nada más de Agnes. No me hables más de ella, por favor.

Gaya siempre le dedicaba las mismas injustas palabras, siempre atajaba sus ruegos con aquella apatía tan fría que sentía hacia Agnes y hacia todo lo que se relacionaba con ella.

Habían transcurrido dos meses desde aquella mañana en la que Gilbert había apartado a Agnes de Némesis cuando, de repente, una tarde lluviosa y dorada, Agnes quebró el profundo silencio en el que se hallaba sumida y, con una voz llena de nostalgia y de dulzura, le preguntó a Gilbert.

     Gilbert, ¿cómo es no tener vida? ¿Qué sentiría si muriese?

     Nada, Agnes, no sentirías nada, ni siquiera la nada misma. No sabrás nada más de ti. No podrás oír la voz de tus pensamientos ni tampoco te parecerá que duermes. Experimentarás el mismo vacío que nos inundó el alma mientras no renacíamos.

     ¿Crees que yo tendré otra oportunidad para vivir cuando muera?

     No lo sé, Agnes.

     Es cierto que existe la reencarnación, yo misma lo comprobé, pero me pregunto... ¿para qué sirve que nos reencarnemos si la voz de nuestra memoria no continúa existiendo en nuestra nueva vida, si cuando tenemos otra oportunidad para vivir no podemos enlazar nuestros recuerdos a los que creamos en aquella lejana existencia...?

Gilbert no sabía qué contestarle. Aquella pregunta siempre había susurrado en su mente y jamás había encontrado ninguna respuesta que disolviese esas profundas dudas que lo inquietaban. Agnes tenía razón. Él sabía que la reencarnación dejaba de ser un consuelo cuando se le prestaba atención al inmenso vacío que separa las distintas vidas en las que nos hallamos a lo largo del tiempo de la Historia, cuando advertimos que, aunque tengamos la sensación de haber respirado en otro tiempo, somos incapaces de evocar los recuerdos que llenaron nuestra memoria hace ya tantos años...

     si de veras se acaba todo cuando nos morimos, si de veras no volveré a sentir tristeza ni tampoco miedo, si para siempre moraré sumida en ese vacío absoluto que ni siquiera es dormir, entonces deseo que venga ya mi muerte y me arranque de esta vida absurda que no sirve para nada. Deseo que se apaguen mis sentidos, mis pensamientos y mis emociones, que se pierdan para siempre mis recuerdos, que se detenga para siempre mi corazón y que nunca más vuelva a latir. No quiero seguir existiendo, Gilbert. ¿Por qué no puedo morir?

     Si permito que mueras, Agnes, si te dejo marchar hacia la muerte sin intentar retenerte, nunca podré volver a respirar serenamente, no me quedarán motivos para creer que soy buena persona. Sería como matarte yo mismo, con mis propias manos.

     Si no me dejas irme, estás siendo muy egoísta conmigo, Gilbert —lloró Agnes amargamente—. Yo no quiero vivir más, no quiero, no quiero, Gilbert. El aire que respiro me asfixia, yo misma me repugno, no me merezco ni siquiera tener pesadillas. Tal vez ni tan sólo me merezca morir. Un ser tan miserable como yo sólo debe recibir horror y sufrimiento.

     eso no es verdad, Agnes. Tú no eres un ser miserable. Por la Diosa, ¿cómo es posible que te odies tanto?

     Dime una sola razón para que no lo haga, sólo una que pueda luchar contra todos los motivos que justifiquen que el mundo entero me odie, que únicamente me merezca sentir esta amargura... esta locura.

     Se me ocurren muchísimas razones, pero una de ellas es la que más pesa, es la que más significado tiene para mí, y es que eres la Diosa en la Tierra, eres la prueba más fehaciente de que la Diosa existe, de que existe la rueda del año, de que tiene sentido creer en un espíritu creador superior a todos nosotros. Amas la naturaleza como si fuese parte de tu alma, eres amable con los animales, con la lluvia, con el mundo. Si ahora estás así, tan triste, es porque también lo están los bosques, los mares y cualquier pedacito de tierra que sufra la maldad de esta horrible humanidad que está destruyendo nuestro planeta. Tus dones, tus habilidades mágicas, todo lo que tú eres me demostró siempre que hay muchísimos motivos para apreciar la vida misma.

     Yo ya no tengo nada de lo que dices. Lo perdí todo hace muchísimo tiempo.

     Sí lo tienes, lo tienes todavía en ti, pero sólo debes retirar todas las brumas que lo ocultan para que puedas reencontrarte contigo misma. Y yo sé que llegará ese momento en el que de repente te darás cuenta de que la oscuridad se ha desvanecido.

     Pero no puedo olvidarme de que le hice mucho daño a Artemisa. Ella está enferma por culpa mía. Cuando se recupere definitivamente, entonces nadie podrá impedir que me vaya de este mundo.

     Por supuesto que te lo impediremos e incluso puede que sea Artemisa quien te aferre de las manos para que no te vayas.

     Deseo pedirle perdón a Artemisa una vez más antes de marcharme para siempre.

     Lo harás cuando Gaya nos permita verla.

     Gaya me odia, pero lo entiendo.

     Se le pasará, Agnes.

     Su amor me devolvió tantas cosas... Mientras ella me quiso y me protegió en su vida, no añoré a mi avoíña, pero...

     Gaya todavía te quiere muchísimo, Agnes.

     No es cierto. No te esfuerces por convencerme de que aún me quiere, porque no es verdad.

Gilbert no le dijo nada más. Tenía la sensación de que Agnes había comenzado a alejarse de él. Sus ojos ya no irradiaban razón y unas brumas espesas habían cubierto su mirada, tornándola trémula e incluso distraída. Creía que ya no volvería a hablar en aquella tarde tan lluviosa y melancólica, pero de pronto Agnes quebró con dulzura el espeso silencio que se había acomodado en sus labios:

     Muchas veces sueño que el mundo se reduce a un pedacito de bosque lleno de silencio y de árboles poderosos cuyo tronco se retuerce inverosímilmente, cuyas ramas se unen como si quisiesen proteger la tierra de la intensa luz que llueve del cielo. En ese sueño ninguna emoción densa me presiona el alma. Me siento ligera, como si no tuviese cuerpo, y de repente experimento la imperiosa necesidad de abrazarme a uno de esos árboles cuyo tronco parece inquebrantable. En la mayoría de ocasiones, Artemisa aparece entre esa madera tan gruesa y rugosa, pero en otras yo me fundo con esa materia tan ancestral y me pierdo en unas sombras que brillan como si estuviesen hechas del fulgor de la luna... Y hay a mi alrededor péndulos que quieren hipnotizarme, que giran y giran, suspendidos por una mano invisible... Y yo estoy en el fondo de un pasillo, mirándome a mí misma... y no hay lástima ni dolor, sólo paz. Me gustaría que así fuese la muerte.

Tras aquellas palabras, Agnes entonces se sumió en el inquebrantable silencio que tanto la distanciaba de su propia vida... y calló para no volver a hablar en varias semanas.

Transcurrieron lentos y fríos los días. Gilbert era realmente el único que se preocupaba por Agnes, el único que se esmeraba en vigilar todos sus movimientos y sus suspiros. Si Gilbert también la hubiese abandonado como los demás, si no la hubiese amparado cuando la oscuridad más la acechaba, si no la hubiese rescatado siempre de las terribles pesadillas que inundaban sus noches ni tampoco la hubiese tomado de la mano cuando ella más temblaba, Agnes habría muerto en vida, se habría hundido para siempre en el mar interminable de la insania, se le habría apagado el aliento, se habría deshecho su respiración mucho antes de que se le agotase la energía que controlaba la parte física de su ser. Si aún conservaba un pedacito de cordura que a veces afloraba a sus ojos, invadiendo su mente y alejando por unos efímeros instantes las tinieblas que la locura esparcía por su razón, era porque Gilbert tiraba de su voz cuando ella no podía hablar, era porque él la ayudaba a expresar sus más hondos sentimientos y sus más recónditos anhelos.

El desaliento más opresivo se había alimentado de la sutil fortaleza que en su alma había morado. Había perdido el ímpetu de moverse, de mirar a su alrededor y de hablar; pero, de vez en cuando, como si quisiese protestar por la forma como la locura la trataba, su mente gritaba con un vigor estridente, ensordeciendo los silencios y los pocos ápices de somnolencia que siempre le pendían a Agnes de su mirada. Entonces se tornaba ágil y reflexiva e ideaba sin cesar el modo de huir de aquella espantosa vida que tanto la asfixiaba. No obstante, aquellos momentos de aparente cordura también eran delirantes. Eran el reflejo del modo como ella se comportaría en el mundo de los sueños. Agnes actuaba sin escuchar sus emociones, sin prever sus gestos ni tampoco las reacciones de su cuerpo. Era una Agnes encerrada en la insania.

Entonces, cuando notaba que se hallaba sola en el hogar de Gilbert (algo que no solía ocurrir muy a menudo), huía de la protección que aquella morada podía ofrecerle y corría hacia el bosque sin saber siquiera hacia dónde deseaba dirigirse. Lo único que notaba latir en ella era un desgarrador deseo de ser libre, de escaparse ya no de aquella época tan oscura y dañina, sino de su tormentosa existencia.

Una mañana, intentando que ni siquiera el viento que mecía las ramas de los árboles percibiese sus movimientos, con sigilo, abandonó la casa de Gilbert rogando que a nadie se le ocurriese buscarla. Deseaba desaparecer, anhelaba ser libre de aquella vida que nunca se llenaría de luz.

Se dirigió hacia el bosque con inseguridad, como si se hallase dormida y fuese una sonámbula que camina por el mundo sin percibir el lugar donde se encuentra, sin atisbar ni la luz ni las sombras que forman ese entorno que también cree onírico.

Sin esperarlo, llegó a la falda de una de aquellas montañas que protegían aquellos mágicos lares. Comenzó a ascenderla sin preguntarse nada, sin relacionar aquel instante con el pasado del que deseaba huir ni tampoco con el futuro que ansiaba abandonar.

Caminaba ligera, montaña arriba, sorteando las piedras, saltando las raíces de los árboles que, agresivas, emergían desafiantes de la tierra, quebrando los caminos. El cielo estaba cubierto por una densa capa de nubes que filtraba con minuciosidad e insistencia la suave luz con la que el sol deseaba iluminar aquella mañana otoñal. Hacía cada vez más frío, como si de la cumbre de aquella frondosa montaña naciese el helado aliento del invierno; pero ella no lo sentía, pues en su alma se albergaba una gelidez mucho más profunda y devastadora.

Como en aquellos sueños en los que la rodeaba la niebla más espesa, se sentía flotar en una dimensión que en absoluto se asemejaba al tinte de nostalgia y tristeza que impregnaba sus días. Sus noches eran también lentas, de horas que no pasaban, y los amaneceres que quebraban la oscuridad nocturna que apagaba los sonidos del bosque no eran sino retales de un fulgor que no esplendía, que moraba desvanecido entre las nubes.

Llegó al fin a la lejana cumbre; la que, desde la distancia, le había parecido inalcanzable, dormida entre las estrellas. Soplaba allí un viento feroz que atravesaba violentamente el vacío, como si quisiese derribar el olor a hierba, a rocas y a piedra antigua que flotaba por doquier. Apenas había árboles resistiendo la frialdad de aquellos inicuos lares.

El abismo que se extendía ante ella parecía infinito. El horizonte se ocultaba tras las densas y grisáceas nubes que se negaban a permitir que la luz del día brillase. Mantuvo los ojos fijos en aquella remota lejanía en la que tanto susurraba el silencio, el olvido, la nada. Parecía como si se terminase el mundo, como si ya no cupiese más vida en aquel universo vacío.

Entonces supo que tenía ante sí la oportunidad de suicidarse. Sí, lo haría. Saltaría al abismo, saltaría, saltaría cuando consiguiese reunir en su alma toda la desolación que hasta entonces había experimentado. Deseaba llevarse a la muerte todo el desconsuelo que había ensombrecido su vida y que le había impedido respirar con profundidad y serenidad para que no quedase en la Tierra ni el más sutil rescoldo de aquella honda pena que le había hendido tanto el alma.

Se acercó lentamente al precipicio, notando cómo el viento que soplaba a su alrededor se tornaba cada vez más agresivo, como si quisiese protestar por lo que estaba a punto de ocurrir. No sentía miedo; al contrario, se abría en su alma una grieta de la que brotaba un creciente alivio que atenuaba su destructivo dolor.

Se acabaría todo, todo. Se apagaría su vida, se desvanecería la locura, la tristeza, se agotarían sus días. Ya no tendría más pesadillas. Ya no tendría que soportar el comienzo de cada nuevo amanecer. Ya no tendría que luchar contra su profundo desconsuelo ni tampoco contra los horribles remordimientos que le devoraban el alma. Todo se acabaría. Se quedaría sin futuro, se detendría para siempre su presente y su pasado se ahogaría en las sombras del olvido. Nadie podría evocar ya sus más lastimosos recuerdos ni tampoco resurgirían del silencio sus vivencias más espantosas.

Sólo tenía que permitir que el viento la impulsase, que la empujase la desesperación que ardía en su alma y que quemaba sus más tiernas esperanzas; pero un frío paralizante se le había repartido por todos los rincones de su cuerpo y la detenía. El recuerdo de Artemisa había resurgido entre la locura y la tristeza y brillaba como si fuese una estrella errante que la llamaba desde el recoveco más oscuro del universo. La miraba pidiéndole con los ojos que no se rindiese y que fuese fuerte; pero Agnes no concebía ya la posibilidad de batallar contra su enfermedad. Creía que no existía ya para ella ni el más sutil ápice de vida.

Ni siquiera se acordaba de que Gilbert le había asegurado que Artemisa estaba cada vez más recuperada. Ella sólo pensaba que Artemisa estaba enferma, muy enferma, sin aliento ni ímpetu, única y exclusivamente por culpa suya. Ella la había destruido con su horrible y desgarradora impotencia y sus asfixiantes miedos. La había destruido impulsada por la locura más arrasadora; la que había deshecho todo lo que ella era. Y el daño que le había causado era irreversible. Ella, que nunca había deseado herir a nadie, había vuelto añicos un alma mágica y luminosa, el alma del amor de su vida. Jamás podría perdonárselo. Aquella realidad ya era una muerte, ya le arrebataba la vida. Aunque Artemisa recobrase su salud física, para siempre tendría el alma hendida. Aquella realidad desfiguraba el sentido de su existencia.

Una voz quebró sus pensamientos, se adentró brutalmente en sus punzantes sentimientos y la paralizó mucho más de lo que ya lo estaba. Gilbert la llamaba con ahínco. Su voz sonaba rodeada de ecos, sonaba exhausta y casi desvanecida.

Agnes se sobrecogió profundamente cuando se percató de que su libertad estaba esfumándose, cuando entendió que la presencia de Gilbert interrumpiría su muerte. El anhelo de saltar al vacío se tornó asfixiante, la apremiaba a que huyese cuanto antes de su existencia, pero una bola de hierro le apretaba el alma, impidiéndole respirar e imaginarse qué le ocurriría cuando al fin se dignase cumplir el destructivo deseo de morir.

Gilbert enseguida adivinó las intenciones de Agnes. Verla allí, frente a aquel abismo tan absorbente, era la señal más evidente de que Agnes había sucumbido a aquellos horribles anhelos de desaparecer que llevaban palpitando en su alma desde que se había iniciado aquel tiempo tan oscuro. Aceleró su paso cuando detectó que Agnes, asustada, se acercaba cada vez más a la orilla del precipicio. Ansió pedirle a gritos que no saltase, que lo aguardase, pero sabía que la desesperación que teñiría su voz la amedrentaría mucho más. En aquellos momentos en los que Agnes únicamente quería suicidarse, apenas comprendía lo que acaecía a su alrededor y cualquier presencia o palabra que intentase llamar su atención sería una amenaza a los últimos ápices de serenidad que le latían en el corazón.

Agnes miró fugaz e intensamente a Gilbert. Aquella mirada tan punzante y desgarradora se le hundió a Gilbert en lo más profundo de su alma y le heló la sangre mucho más de lo que ya la tenía.

Tras mirarlo de aquel modo tan sobrecogedor, Agnes se volteó de nuevo y perdió sus deprimidos ojos por el inmenso abismo que se expandía ante ella. Entonces, sin pensar en nada, sin ni siquiera molestarse a entornar los párpados, saltó al vacío.

Mas Gilbert, en cuanto atisbó los sutiles gestos que revelaban que Agnes se había dispuesto a saltar, se lanzó a ella sin importarle que su temor y su tristeza se tornasen completamente insufribles, y la agarró con potencia de la cintura justo cuando el vacío ya había comenzado a envolverla en su mortífero abrazo.

Agnes era muy delgada y ligera como una brisa otoñal, por lo que a Gilbert apenas le costó impedir que la gravedad la atrajese hacia sí. Cuando detectó que la había salvado justo en aquel último instante en el que su vida había comenzado a convertirse en muerte, Agnes lo miró suplicante y completamente aterrada. Tenía los ojos llenos de desolación y temblaba como una hoja caduca.

     Agnes, Agnes, cariño —la llamaba él intentando atraer su atención. Se hallaban los dos tiritando junto al abismo—. Agnes, ¿puedes oírme?

     ¿Por qué lo hiciste? —le preguntó con una voz queda, trémula y asfixiada—. ¿Por qué no me dejaste morir? Dime, ¿qué motivo me queda a mí para seguir existiendo?

Gilbert sabía que no merecía la pena que intentase convencer a Agnes de que, aunque su vida estuviese totalmente anegada en oscuridad en aquel entonces, todavía la aguardaban en las sombras de su destino un sinfín de experiencias que podían llenarle el alma de vida y luz, pues Agnes no comprendería las palabras que él le dirigiese. Lo único que se limitó a hacer fue abrazarla con un cariño que a Agnes le arrancó del corazón aquel potente llanto que tanto se lo presionaba. Empezó a llorar desesperadamente entre sus brazos, protegiéndose junto a su pecho, mientras cada vez temblaba con más fuerza, como si la aterrase la peor de las pesadillas que jamás pudieron existir.

     Sí, llora, llora, cariño. Hace mucho tiempo que deberías haber estallado. Llevas muchos días reprimiendo tus emociones, sumida en ese estado de apatía que tanto te destruye el alma. Llora, llora, Agnes.

Gilbert era plenamente consciente de que, por mucho que llorase, Agnes nunca conseguiría desprenderse de la potente tristeza que le agrietaba el alma. Estaba terriblemente enferma, posiblemente estuviese mucho más enferma que cuando la rescató de aquel horrible sanatorio en el que tan despiadadamente le habían destrozado el corazón. Agnes llevaba sumergida en una intensa insania que la apartaba irrevocablemente de su entorno y de sus propios sentimientos desde hacía ya demasiados meses y parecía como si su malestar nunca se dignase remitir. La honda depresión que padecía le impedía acordarse de los momentos que habían formado su vida y de los anhelos que siempre le habían palpitado en el alma y la había distanciado irreversiblemente de sí misma, de su propio pasado y de su esperanzador futuro.

Sin embargo, aunque supiese que Agnes estaba tan enferma, no se atrevía a devolverla al sanatorio en el que todos creían que debía vivir. Si la encerraba de nuevo allí, Agnes perdería para siempre la última estela de confianza que podía profesarle a la vida, se desvanecerían para siempre sus sentimientos e incluso era muy posible que nadie impidiese que se destruyese a sí misma si volvían a dominarla unos deseos tan irrefrenables de suicidarse. Sabía que, si internaban a Agnes en aquel hospital, nunca más la vería sonreír, nunca más, aunque en aquellos momentos a Agnes también le costase muchísimo esbozar aquel tierno y resplandeciente gesto que tanto iluminaba su bello rostro.

     Anda, vayamos a casa —le propuso sobrecogido.

Agnes no se opuso a que Gilbert la condujese a través de los árboles hacia aquella morada que podía protegerla del creciente frío con el que el otoño cubría la naturaleza. Apenas se fijaba en los detalles de su entorno, pero, a medida que se alejaba de aquella cumbre en la que su vida había estado a punto de tornarse muerte, notaba que le latía cada vez con más potencia una incipiente decepción que oscurecía los postreros y sutiles ápices de razón que habían susurrado en su mente durante aquellos dolorosos instantes.

     Gilbert —lo llamó intentando expresarse con firmeza.

     Dime, Agnes.

     ¿Artemisa se curará alguna vez?

     Sí, por supuesto que sí. Ya puede andar sin problemas e intuyo que, dentro de poco, la tristeza que le inunda el alma se desvanecerá por completo.

     Cuánto me alivia que me digas eso.

Gilbert le sonrió efímeramente. A pesar de que Agnes permaneciese sumida la mayor parte de su tiempo en aquella catatonia que tanto la apartaba del mundo, de vez en cuando le preguntaba por Artemisa, le demostraba que ella le importaba y que se preocupaba por su bienestar. Cuando Gilbert le comunicaba que Artemisa mejoraba sin cesar, en los nocturnos y desalentados ojos de Agnes refulgía una leve sombra de alivio que volvía tenuemente brillante su mirada, pero aquel resplandor de paz se esfumaba mucho antes de que Agnes pudiese sentirlo.

Pese a que Agnes se hallase tan deprimida, tan distraída y distanciada de la vida, había recuperado definitivamente la personalidad que siempre la había caracterizado. La mujer valiente que tanto la había impulsado a herir a Artemisa se había desvanecido por completo. Ya no quedaba rastro de aquella identidad que tan poderosa e imponente la volvía. Y Gilbert sabía que nunca más regresaría, aunque también era plenamente consciente de que tampoco retornaría aquella Agnes a quien la ilusionaba tanto aprender, a quien la vida todavía le parecía un camino vacío que ella deseaba llenar de esperanza y paz.

Aquellos meses tan oscuros fueron una noche cargada de sombras profundas y densas que devastaban cualquier fulgor que pudiese resplandecer en el firmamento. Para Agnes, ya no quedaba ni la menor estela de ilusión y esperanza. Todo había desaparecido para ella, incluso aquel anhelo tan antiguo de regresar a la tierra que la había visto nacer. Ni siquiera se acordaba ya de cuánto había deseado volver a Galicia. Galicia, como todo lo que había amado en su vida, también se había perdido en el abismo de la nostalgia. La insania también había devorado su entrañable recuerdo.

Diciembre ya se asomaba en las madrugadas heladas que quebraban las densas sombras de la noche. Los días se tornaban más gélidos y quedos, apenas cantaban los pájaros ya en el bosque y se habían marchitado las últimas flores con las que el otoño había ansiado disimular su triste decadencia. Un vacío nebuloso se esparcía lentamente por la naturaleza, oscureciendo el esplendor de las tardes, tornando mucho más insondables las brumas del alba.

Gilbert se preguntaba, muy a menudo, a dónde se habían marchado aquellos meses, dónde quedaba el aliento de vivir, la consciencia de la existencia, la sensación de respirar. Tenía la impresión de que él también se había sumido en una profundísima nostalgia que había apagado todos los suspiros de esperanza que habían latido en su corazón.

Se había volcado tanto en Agnes que apenas había vivido. Lentamente, los miembros de El fuego de Hécate fueron dejando de asistir a los pocos rituales que Gaya y él organizaban. Ninguno de los dos tenía ánimo ni ilusión por preparar aquellas ceremonias que tanto podían llenarles el alma de paz y magia, de esperanza y ánimo. Estaban cada vez más lejos del mundo que tanto habían amado. Tanto Gaya como Gilbert tenían la sensación de que sus años de vida estaban acortándose y que su destino declinaba hacia el ocaso de su existencia.

Gilbert era incapaz de aceptar aquella realidad. Se negaba a creer que hubiese perdido a Gaya por culpa de aquella situación tan triste, por culpa de la aflicción y de la enfermedad que se habían apoderado del corazón de Agnes y de Artemisa. Deseaba recuperarla, recuperar el cariño y la confianza que el uno siempre le había entregado al otro. Necesitaba que se quebrasen las barreras que los separaban y habían dividido sus almas; las que siempre habían estado tan unidas.

Cuando el invierno ya estaba a punto de arrancarle a la tierra toda la vida que podía embellecerla, envolviendo los árboles en esa escarcha resplandeciente en la que se refleja el silencio de esos días tan yermos, Gilbert notó que crecía por dentro de él un invencible anhelo de suplicarle a Gaya, una vez más, que deshiciese la apatía en la que se encerraba y acudiese junto a Agnes, quien la extrañaba con una fuerza desmesurada, quien sentía que su ausencia era un puñal que cada vez se le hundía más en el alma. Además, Gilbert estaba totalmente convencido de que, si Agnes y Artemisa conversaban serenamente, mirándose a los ojos con plena sinceridad, se desvanecería la mayor parte de las brumas que se habían cernido sobre esas dos almas tan sensibles, tan especiales y mágicas.

Así pues, la mañana posterior al solsticio de invierno, Gilbert acudió una vez más a la casa de Gaya dispuesto a luchar contra la distancia que tanto los había separado. Se adentró allí intuyendo que, aquella vez, al fin, la conversación que mantendrían conseguiría quebrar la apatía que se había apoderado del bello corazón de Gaya.

Gaya se estremeció al hundirse en los ojos de Gilbert. Notó que el corazón se le detenía, que una punzada de dolor y miedo se le hundía en el alma y que, por unos momentos, se deshacía la fortaleza con la que siempre se dirigía a él desde que aquellos meses horribles se habían adueñado de su existencia. No obstante, recuperó enseguida su aplomo. No consentiría que Gilbert la disuadiese de las poderosas ideas que conseguían dominar sus días y le permitían enfrentarse a la tristeza que todavía se aferraba con ahínco al corazón de Artemisa. Artemisa necesitaba el vigor vital que ella podía ofrecerle y, si permitía que Gilbert la acobardase y la tornase débil, tal como ella se sentía, no podría cuidar a aquella mujer que para ella era una hija.

     Gaya, ya no puedo más. No me esperaba que te comportases así conmigo. Me has dejado solo cuando más te necesitaba —le recriminó Gilbert sin poder evitarlo, con una voz trémula. No pudo dominar la fuerza de aquellas palabras que se le escaparon del alma como si llevasen años ansiando la libertad—. No te imaginas lo triste que he estado todo este tiempo. No te imaginas lo duro que ha sido cuidar a Agnes durante todos estos meses.

     Artemisa también está y ha estado muy enferma, Gilbert, y tú tampoco...

     Yo te llamaba todos los días, y tú ni siquiera te molestabas en contestar a las preguntas que te formulaba. Sólo te limitabas a acusarme de que Artemisa estaba tan enferma por culpa de Agnes. Me cansé de esta situación, Gaya. Agnes también está muy enferma, muchísimo, más que Artemisa incluso, y tú ni siquiera te has dignado visitarla ni hablar con ella. Te extraña con una fuerza horrible, ¿sabes? ¿Eres capaz de imaginarte cuánto te quiere Agnes todavía?

     No me lo creo —musitó Gaya agachando avergonzada los ojos—. No quiero oír hablar de Agnes...

     ¿Y por qué, Gaya, porque te avergüenza ser consciente de cuánto daño le has hecho?

     Ella fue la que nos hirió a nosotros con esa estúpida actitud...

     Nosotros la dejamos sola cuando más nos necesitaba. Agnes nunca fue capaz de pedir ayuda. Nunca se sintió con el derecho de rogar que le prestásemos atención. Siempre fue muy humilde y se quiso tan poco... y nosotros no supimos cuidarla.

     El daño que nos ha hecho es irreversible.

     ¡Eso es mentira! ¡Nosotros sí le horadamos en el alma heridas completamente incurables! Nosotros, quienes siempre le aseguramos que nunca la dejaríamos sola, la abandonamos en cuanto ella empezó a perder la cordura. ¿Sabes lo que es estar...?

     ¿Estar loco? No, no lo sé, y espero no tener que descubrirlo nunca.

     Agnes sufre muchísimo, Gaya.

     Ya lo sé, Gilbert —lo interrumpió Gaya arrancando a llorar de pronto—. Sé que Agnes está tan enferma por culpa mía, está tan enferma porque no supe cuidarla, porque la abandoné cuando apareció Artemisa, porque me aparté de ella en cuanto descubrí lo peligrosa que podía ser si se enloquecía... No he sido justa, ya lo sé, ¡maldita sea, Gilbert! No es necesario que vengas a echarme en cara todos los errores que cometí.

Gaya lloraba cada vez con más desconsuelo, más deshecha de dolor, más desvanecida de impotencia. La valentía que hasta entonces le había permitido a Gilbert expresarse con tanta franqueza y fortaleza se convirtió en humo en cuanto percibió la inmensa desesperación que se había apoderado del alma de su amiga. Sin pensar en nada, sin acordarse siquiera de cuánto rencor había experimentado hacia ella, la abrazó con muchísimo cariño, apretándola protectoramente contra su pecho, como si Gaya en esos momentos se hubiese convertido en el ser más frágil de la naturaleza.

     Gilbert, Agnes nunca se curará. Tienes que devolverla al hospital del que la sacaste ya hace casi... hace tanto tiempo —rectificó confundida, incapaz de medir los años que Agnes llevaba viviendo allí, junto a ellos.

     Hace nueve años que la liberé de esa prisión horrible a la que jamás tendría que regresar.

     Sí, sí debe volver, Gilbert. Nosotros no podemos ayudarla. Tienes que convencerla de que lo mejor que puede hacer es...

     Agnes jamás lo aceptaría.

     Yo no te propongo que la abandonemos para siempre. Quizá solamente tenga que pasar allí unos meses. Gilbert, no puedes seguir encargándote de alguien tan dependiente. No es lógico que te desvivas tanto por alguien que nunca se curará.

     Y más imposible será que se cure si las personas a las que ella quiere tanto la dejan tan sola.

     Yo no quiero que Agnes siga formando parte de mi vida. Artemisa...

     Artemisa está recuperada ya, Gaya. De eso precisamente deseaba hablarte. Creo que sería conveniente que Artemisa y Agnes conversasen.

     ¡No, no, no! —le negó Gaya horrorizada separándose de sus brazos.

     Hablemos con Artemisa. Necesitamos saber qué piensa.

     Es evidente que no querrá ni oír hablar de Agnes. Escúchame, Gilbert. Tienes que devolver a Agnes al sanatorio. No puede seguir viviendo aquí. No se curará nunca. Por favor, piénsalo. Ella ya no puede formar parte de esta realidad. No es nadie ya, Gilbert. Estás cuidando a una persona que ni siquiera te reconoce, que ni tan sólo se acuerda de sí misma.

     ¿Cómo es posible que te refieras a Agnes con tanta frialdad?

     Yo quise muchísimo a Agnes, pero, desde que atacó a Artemisa...

     Artemisa está enferma porque se halla sumida en una profundísima depresión que ha deshecho su energía vital. Eso no tiene ninguna relación con Agnes.

     ¿Acaso no recuerdas que Némesis mordió a Artemisa porque Agnes se lo ordenó?

     Némesis quería a Agnes con una fuerza estremecedora. Es muy probable que sólo desease defenderla. Puede que Artemisa...

     ¿Cómo es posible que justifiques una acción tan horrible, un hecho tan espeluznante?

     Te recuerdo que fue precisamente Agnes quien le salvó la vida a Artemisa.

     No importa, Gilbert. De veras, ya no importa lo que ocurriese, pues lo único que debe interesarnos ahora es que Artemisa se recupere cuanto antes. Es muy joven. Todavía le quedan tantas experiencias por vivir... Ella desea seguir estudiando en la universidad. Quiere licenciarse y ser profesora de biología y ese anhelo le late con tanta fuerza en el alma que muchas veces pienso que es el que la rescata de su apatía. En cambio, ¿qué motivos tiene Agnes para seguir existiendo?

     Muchos más de los que piensas, Gaya. Ella tiene que volver a su tierra. Cuando se recupere, al fin podrá regresar.

     Agnes no se curará nunca, Gilbert —sentenció Gaya con amargura—. ¿Por qué no lo aceptas de una vez? Tienes que devolverla al hospital. Las personas que sufren una enfermedad tan terrible como la suya sólo pueden habitar en un lugar en el que continuamente vigilen sus crisis y puedan tratarla.

     Yo quiero a Agnes como si fuese hija mía. No puedo encerrarla de nuevo en ese sanatorio en el que desaparecerá para siempre. Agnes está a punto de desvanecerse, Gaya. Está totalmente segura de que nadie la quiere, de que lo único que se merece es morir, y ha intentado ya tantas veces quitarse la vida... Yo ya no sé qué hacer para lograr que se sienta protegida, para convencerla de que la quiero de veras y que estoy dispuesto a hacer por ella todo lo que esté en mis manos para que se cure.

La voz de Gilbert sonaba trémula, propensa a quebrarse en cualquier momento. Gaya lo miró extrañada y conmovida, como si nunca lo hubiese visto llorar, y ansió abrazarlo, pero no se atrevía a entregarle aquel gesto de cariño que significaría una derrota, una muestra de que sus ruegos habían logrado quebrar la máscara de apatía tras la que ella deseaba ocultar sus verdaderos sentimientos.

     Ya sé que Artemisa para ti es como una hija, pero... Gaya, yo no puedo deshacerme de Agnes de ese modo tan cruel.

     Si no lo haces, Gilbert, nunca podrás vivir en calma. Tendrás que estar siempre pendiente de una persona que no desea seguir existiendo, que continuamente permanecerá hundida en una apatía que nadie conseguirá resquebrajar jamás.

     Te equivocas, Gaya. Hay una persona que sí puede conseguir que Agnes reaccione —la contradijo intentando expresarse con sosiego, pero la inquisidora mirada de Gaya lo intimidaba.

     ¿Quién?

     Artemisa.

     ¿Qué insinúas? ¿Pretendes que Artemisa hable con Agnes después de lo que ha ocurrido?

     Eso es lo que trataba de decirte antes. Sí, Artemisa y Agnes deberían verse.

     ¡Jamás! Nunca permitiré que Artemisa... ¡Nunca! ¡Artemisa ni siquiera debe acordarse de que Agnes existe!

     Creo que eso tú no puedes decidirlo. Gaya, Por favor, permíteme conversar con Artemisa.

     No, no, Gilbert. Artemisa está muy triste y asustada. La amedrenta cualquier estímulo aparentemente insignificante.

     Pero si me aseguraste que se encontraba mejor.

     ¡Vete de aquí, Gilbert, si lo único que sabes hacer es pedirme cosas tan ilógicas!

Había estallado por dentro de Gaya el infinito desconsuelo y la impotencia que llevaban palpitando en su alma desde hacía tanto tiempo. Gilbert nunca había percibido a Gaya tan enfurecida, tan deshecha de frustración y miedo. Los ojos ya se le habían llenado de lágrimas y la voz le temblaba como si el frío del invierno la ateriese.

     Perdóname, Gaya. Pensé que también estábamos unidos en esto.

     ¡Nunca tendríamos que haber conocido a Agnes! ¡Agnes jamás tendría que haber formado parte de nuestra vida! ¡Lo ha destrozado todo, todo, todo! ¡Incluso El fuego de Hécate debe desintegrarse por culpa suya! Nadie quiere saber nada más de nosotros, Gilbert. A nuestra familia la aterra que hayamos protegido a una mujer que está loca, que fue capaz de hacerle tanto daño a Artemisa. ¿Tú eres consciente de lo que querían todos a Artemisa? ¡Y debemos agradecerles que no denunciasen lo ocurrido a la policía! ¡Porque lo que sucedió fue muy grave y espantoso, Gilbert...! ¡Y tú tendrías que devolver ya a Agnes a ese hospital! ¡Es el único sitio donde se merece estar! ¡Incluso tendrías que renunciar a su tutela! ¡No sirve para nada que protejas a alguien que ni siquiera se acuerda de que existes!

     Eso no es cierto, Gaya —susurró Gilbert completamente intimidado y sobrecogido, a punto de arrancar a llorar.

Mas no fue capaz de decir nada más. La razón que destilaban las palabras de Gaya se le introdujo en lo más profundo de su alma y removió sus sentimientos hasta tornarlos en punzantes certezas que helaron su compasión, su cariño, sus esperanzas.

     Tal vez tengas razón; pero, por favor, Gaya...

     No me pidas nada más, Gilbert.

     Gaya, sólo quiero suplicarte que valores la posibilidad de que Artemisa visite a Agnes antes de que nos la llevemos a ese lugar horrible. Por favor, démosle a Agnes la oportunidad de que le pida perdón a Artemisa.

Justo entonces oyeron que alguien se acercaba a ellos con calma y curiosidad. Artemisa apareció en la puerta del salón y los miró intrigada. Gilbert se fijó en que los ojos de Artemisa no irradiaban ni la más sutil sombra de tristeza; lo cual lo desorientó profundamente, pero fue incapaz de preguntarle nada a Gaya.

     Hola, Gilbert —lo saludó Artemisa sonriéndole cariñosamente—. Me alegro mucho de verte. Llevo tiempo queriendo visitarte, pero hasta hace unos días no me encontré bien.

     ¿Y ahora cómo estás? —le preguntó él acercándose a ella.

     Me siento mucho más animada. Además, ¿no recuerdas que hoy es mi cumpleaños? —le cuestionó risueña.

     Ya es veintidós de diciembre... —reflexionó él entornando los ojos.

     Cumplo veintisiete años. Qué rápido pasa el tiempo...

     Artemisa, me gustaría hablar tranquilamente contigo.

     Gilbert, ¿es verdad que El fuego de Hécate debe desintegrarse? —quiso saber Artemisa con miedo y tristeza.

     Sí, Artemisa, es lo mejor —le respondió Gaya intentando expresarse con calma, pero la pena que sentía volvió nebulosa su voz.

     ¿Y por qué?

     Porque han ocurrido hechos que nadie podrá olvidar, Artemisa. No nos preguntes nada más —prosiguió Gaya severa.

Aquellas palabras fueron un puñal que se le clavó en el corazón. Durante aquellos meses tan difíciles y tristes en los que había luchado con ahínco contra la depresión y la debilidad que se habían apoderado de su cuerpo, Artemisa no había dejado de recordar todo lo que había ocurrido con Agnes desde que se habían conocido. El paso del tiempo la había ayudado a entender que Agnes ni siquiera había sido consciente de las decisiones que su turbada mente había tomado. Artemisa nunca había dudado de que Agnes jamás le habría hecho daño si se hubiese hallado dominada por la fuerza de su consciencia, de su razón y de sus verdaderos sentimientos. No le había guardado jamás ni el menor ápice de rencor a aquella mujer que tenía el alma tan herida y tan destruido el corazón; al contrario, continuamente ansiaba rogarle a Gaya que la llevase junto a ella para asegurarle que no la odiaba, para pedirle que le permitiese tomarla de la mano para guiarla en aquellos días y aquellas noches tan horribles y tan oscuras en los que ambas se hallaban encerradas; pero, en cuanto se disponía a pronunciar su nombre, Gaya la interrumpía a veces con severidad, otras con decepción, y le suplicaba que ni siquiera pensase en Agnes.

Mas, en aquellos momentos, sentía que la realidad de la que tanto había huido ya se había tornado en la única certeza que construía su existencia. Ya no podían seguir protegiéndola del recuerdo de todo lo que había ocurrido. Ella ya estaba recuperada. No merecía la pena que intentasen ampararla de alguien a quien ella ya no temía. Además, intuía que, en cuanto Agnes comprendiese que ella la quería, en cuanto notase el cariño que todavía le reservaba en su alma para ella, ambas podrían introducirse en un presente mucho más luminoso.

     Podremos crear otro aquelarre en cualquier momento —oyó que le decía Gaya.

     No te preocupes, Gaya. De todos modos, a mí tampoco me apetecía seguir formando parte de esa comunidad en la que realmente nadie quería a nadie con sinceridad. No fueron capaces de cuidar a Agnes ni tampoco se preocuparon por ella cuando más ayuda necesitaba.

Cuando oyeron el nombre de Agnes en la voz de Artemisa, tanto Gaya como Gilbert se sobrecogieron profundamente. Ninguno de los dos se esperaba que Artemisa guardase en su alma unos sentimientos tan punzantes y a la vez estremecedores. Jamás habrían podido imaginarse que les profesaba rencor a los miembros de El fuego de Hécate por no haber cuidado a aquella mujer que tanto daño le había infligido.

     Agnes no tiene la culpa de nada de lo que ocurrió. Ella también es una víctima de la tristeza y de la soledad —prosiguió sentándose en una silla junto a la ventana—. Agnes necesitaba que la mimasen continuamente, que se preocupasen por ella, que le asegurasen sin cesar que la vida no eran esos días oscuros que en absoluto brillaban, y, sin embargo, lo único que recibió fue abandono y despecho. La sustituisteis por mí. Me entregasteis a mí el cariño que ella esperaba recibir de vosotros. Pasabais conmigo la mayor parte del tiempo cuando ella os extrañaba con una fuerza indestructible e insoportable. Y, si Agnes no se atrevió a buscaros nunca, fue porque su timidez se lo impedía, fue porque ella creía firmemente que no se merecía que la trataseis con amor.

     Pero, Artemisa... —intentó hablar Gaya, pero Artemisa la interrumpió con una severa mirada.

     Lo que me resulta incomprensible es que, siendo ya tan sabios, habiendo vivido ya tantas experiencias difíciles, ninguno de vosotros se haya planteado la posibilidad de que a Agnes le convenga verme para poder hablar conmigo. Lo que me sorprende es que os hayáis comportado los dos como si fueseis niños asustados. No hay ningún motivo para temer a Agnes. Está completamente destruida por su enfermedad. ¿Creéis que ella puede hacerme daño hallándose tan desvanecida? Por favor, no neguéis más la realidad. Yo también necesito verla, necesito saber cómo se encuentra.

     ¿Y por qué, Artemisa? ¿Qué te importa a ti cómo se encuentre Agnes? —le preguntó Gaya ofendida.

     Me importa porque sé cómo es realmente, porque la conozco mejor que nadie, porque enseguida comprendí el lenguaje de sus ojos y sé qué sentimientos se encierran en su alma; la que es para mí la más mágica que he conocido nunca —les respondió a punto de arrancar a llorar.

     Agnes está muy enferma, Artemisa —le contó Gilbert sobrecogido y triste—. Vive sumida en un estado que la distancia irreversiblemente del mundo y, siempre que consigue recuperar la noción de sí misma, me pregunta por ti. Tú eres lo único que le interesa. Me ha asegurado ya demasiadas veces que, cuando tú te cures, ella se marchará al fin de la vida sin que nadie pueda evitarlo. Solamente desea morir, pero no quiere irse sin saber que tú ya estás bien.

Aquellas palabras golpearon a Artemisa en el corazón. Notó que se abría en su alma un vacío inmenso y gélido por el que caían todos sus sentimientos y todos esos pensamientos que hasta entonces le habían permitido permanecer enlazada a sus recuerdos. Se preguntó, horrorizada, por qué no le habían permitido hablar con Agnes ni acercarse a ella si era su recuperación lo único que le interesaba. Sin embargo, al instante se percató de que, aunque no hubiesen actuado con ellas de la forma más adecuada, no podía guardarles ni a Gilbert ni a Gaya ni el más sutil ápice de rencor. Gaya la había cuidado como si para ella no existiese nada más. Le había entregado un cariño tan inmenso... La había arropado continuamente con su amor, con su dulce manera de ser...

     Quiero ver a Agnes —les pidió con una voz segura y llena de fortaleza. Gilbert empezó a llorar en cuanto oyó aquellas palabras; las que eran la prueba más evidente de que en realidad sí podían existir corazones anegados sólo en bondad y amor—. Creo que ya ha llegado el momento de que nos miremos a los ojos.

     No sé si podrás encontrarla —le indicó Gilbert emocionado—. Cuando la dejé sola, estaba ida. Neftis se halla a su lado, intentando que regrese, pero...

     Lo hará cuando me note a su lado —le aseguró Artemisa levantándose de la silla que ocupaba y acercándose a él. Lo tomó delicada y cariñosamente de las manos y le dedicó una mirada alentadora que a Gilbert le acarició el alma—. Perdonadme, Gaya, Gilbert. Tendría que haber sido más fuerte. Sé que esta tristeza que tanto me ha destruido deshizo vuestro ánimo, pero os prometo que lucharé por mi vida. Además, permitidme confesaros que en ningún momento fue Agnes la culpable de mi profunda depresión. Otros motivos me abatieron, pero ya me siento mucho más vigorosa y valiente.

     Cuánto nos alegra oír eso —le musitó Gilbert con fascinación. Gaya anhelaba dedicarle las mismas palabras, pero las feroces ganas de llorar que sentía le impedían hablar.

     También me gustaría daros las gracias de todo corazón por todo lo que habéis hecho por mí.

     Ha sido Gaya quien más te ha cuidado.

     Yo sentía el amor que ambos me dedicáis. Por favor, vayamos ya a tu casa, Gilbert. Necesito hablar con Agnes.

     Artemisa, espera un momento —le pidió Gaya acercándose rápidamente a ella—. No creo que te convenga verla.

     Por supuesto que sí, Gaya. No sólo me conviene, sino que, además, lo necesito, lo necesito profundamente. Por favor...

Ninguno de los dos fue capaz de negarle nada. Se dirigieron juntos hacia el hogar de Gilbert sintiendo que se cerraba tras ellos una época oscura llena de tristeza y desaliento y se abría ante ellos un camino que temblaba junto al aliento gélido del invierno; el que había llegado ya hacía semanas prematura y potentemente, helando los campos, cubriendo de escarcha los lagos y los ríos, tornando ceniza la luz del día y anegando las noches en brumas espesas que impedían atisbar el lejano fulgor de las estrellas.

No obstante, Artemisa presentía que, aunque su vida estuviese a punto de cambiar, se hallaba pronta a vivir unos momentos que podían deshacer el ánimo que la impulsaba a desear existir. Era consciente de que su presencia no conseguiría rescatar a Agnes de la terrible enfermedad que padecía. Sin que ninguno de los dos lo hubiese intuido, Artemisa había oído nítidamente la tensa conversación que Gilbert y Gaya habían mantenido antes de que ella apareciese. Saber que ansiaban devolver a Agnes a aquel hospital horrible en el que su alma se desharía para siempre la aterraba insoportablemente. Ansiaba descubrir el modo de evitar que encerrasen a Agnes en aquel lugar tan espantoso y dañino, pero ninguno de los pensamientos que su mente le lanzaba la convencía. Incluso se planteó la posibilidad de vivir junto a Agnes hasta que dejasen de sangrarle las heridas que tenía tan hondamente hendidas en el alma, pero no se sentía capaz de ayudarla día tras día, de animarla cuando a ella le estremecía tanto saber que estaba tan inmensamente destruida.

     Gilbert —lo llamó estremecida y trémulamente—, dime que no es cierto que vais a encerrar a Agnes en ese hospital en el que puede desaparecer para siempre, por favor.

     Artemisa, Agnes está muy enferma. Lleva muchísimo tiempo sumida en esa depresión que ha destruido definitivamente su energía vital. No puede vivir en otro lugar —le respondió él con una lástima que no cabía en el mundo—. Yo no quiero separarme de ella, pero tampoco puedo ayudarla.

     No se lo merece, Gilbert —protestó Artemisa luchando contra las ganas de llorar que tanto la atacaban.

     Nadie se lo merece, Artemisa, pero Agnes... —intentó decirle Gaya, pero ni siquiera sabía cómo podía expresar los terribles sentimientos que le anegaban el alma—. Agnes está irreversiblemente enferma.

     No se asemeja en absoluto a la mujer que conociste hace ya... casi un año. Ha cambiado mucho. Está muchísimo más delgada que antes, sus ojos apenas brillan y siempre los mantiene entornados. No mira a ninguna parte y su voz... sigue siendo tan dulce como siempre, pero ya no irradia esa seguridad que nos resultaba tan acogedora —le explicó Gilbert como si anhelase deshacerse de aquella horrible realidad a través de sus tristes palabras.

Nadie fue capaz de decir nada más. Habían llegado ya al pueblo en el que habitaba Gilbert y Artemisa percibía que, conforme se aproximaban a aquella casa que siempre le había parecido tan hermosa, los nervios que experimentaba huían de su cuerpo convertidos en nubes espesas que opacaban la tenue luz de aquel día invernal en el que ella cumplía veintisiete años.

2 comentarios:

  1. Agnes está sumida en la más profunda tristeza. Es que, los últimos acontecimientos han sido demasiado para una persona enferma.

    Es muy triste la muerte de Némesis, me ha dado muchísima pena. Sabía que moriría, pero no de esta forma tan cruel. Gilbert, con toda su buena voluntad intentaba hacer lo correcto, pero las cosas no salieron bien. Sí, en realidad no fue un error de él, los "profesionales" que se suponen conocen todas las especies de animales y cual es la forma de actuar ante su presencia, apuñalan a Némesis al verse en peligro. Se juntan dos errores, el de Gilbert por llamar a estos incompetentes y el de estos profesionales de pacotilla. Es que ese momento ha sido muy triste, no te lo esperas. No sé, pensaba que Némesis se escaparía... Normal que esto ya la haya afectado irremediablemente. Su enfermedad necesitaba algo así para avanzar. Solamente faltaba que un meteorito cayese sobre Galicia para que la pobre se quiera morir definitivamente y sin vuelta atrás. Gilbert tendría que haber buscado otra solución...pero a veces uno actúa pensando que está haciendo lo mejor y no es así...a veces no se acierta, es humano.

    Me da pena la tristeza que invade a Agnes.Se puede decir que está más enferma que cuando salió del hospital, aunque al menos ahora nadie la insulta, le pega ni la droga.

    Gaya erre que erre. Te quedas a cuadros con cada una de sus palabras, tan terca es que al final convence a Gilbert para que la encierre, ¡será posible! No está contenta con abandonarla, maldecirla y culparla de todo (solamente falta que la acuse de que existan independentistas radicales en catalunya jajaja), si no que ahora se sale con la suya y definitivamente la abandona para siempre, de la manera más fría y cruel. Es como una madrastra malvada o una suegra que te odia a muerte.

    A todo esto, Artemisa da una lección de vida a Gaya que se queda sin palabras. Les hace ver sus errores, y ellos saben que tiene toda la razón. Me encanta cuando les dice que tan sabios que son y que nunca han pensando en que verse le podría beneficiar o que la abandonaron cuando más los necesitaba. La incoherencia de Gaya se desmorona ante la lógica y clara explicación de Artemisa. Basta ya de acusaciones falsas y condenas injustas. A pesar de sus palabras, Gaya todavía se resistía a dejarle ir.

    Mucho me temo que llegan tarde, que reaccionan cuando ya no hay vuelta atrás. Agnes necesitaba a Gaya, y le falló. La muerte de Némesis, el odio que le procesan, lo que ocurrió con Artemisa...son demasiadas cosas que juntas, se convierten en un cóctel explosivo para su enfermedad. Y si encima a este le añades esas terribles pesadillas...dentro del árbol, con los péndulos, el pasillo, su reflejo...

    A ver que ocurre a continuación, pero muchas esperanzas no tengo. Maravilloso capítulo, muy triste, uno de los que más, pero engancha desde la primera hasta la última palabras. ¡¡Me encanta!!

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  2. Némesis ha muertoooooooo... jo, qué mal. Era su mejor amiga, la incondicional, la que siempre está ahí. Los seres humanos somos así, estropeamos todo lo que tocamos, sobre todo el mundo natural. Me da mucha rabia que hayan ido así las cosas para ella, y espero de corazón que de algún modo su existencia se preserve y renazca, o que ese mundo de la muerte del que Agnes dice que no pertenece a nadie le sea propicio. Como ponían los antiguos en sus tumbas, que la tierra le sea leve.

    El cúmulo de acontecimientos de este capítulo lo convierten en crucial, aquí hay un claro antes y después. También es el momento en el que Gaya disminuye y Artemisa crece, es más, en cierto modo es como si una se consumiera en favor de la otra, me gusta la anécdota del cumpleaños, del paso del tiempo, porque me imagino que justamente eso es lo que está pasando. Bueno, no es un comentario ordenado, pero prefiero hacerlo así, porque estoy muy emocionando con lo que he leído. Gaya llora. Eso la salva. Después de todo es un ser humano, una persona falible, y en este caso se ha equivocado de medio a medio con Agnes; sí, ella ha sido si no la causa sí alguien muy negativo para su devenir y casi le ha impedido la felicidad; por eso no soporta que Gilbert la obligue a enfrentarse con la verdad. Parecería como si, al dar Agnes por perdida, se volcase en Artemisa incluso con exageración, pero por suerte esta misma Artemisa ha crecido y su sabiduría intuitiva desborda ampliamente los límites de Gilbert y Gaya. "Yo conozco a Agnes como nadie, sé quién es en realidad", viene a decir; y es cierto, a pesar de que apenas si la ha tratado. Gaya ni quiere ni puede, Gilbert quiere pero no puede; Artemisa quiere y puede ayudar a Agnes y confío en que lo hará.

    Agnes está vencida, ahora sí que necesita una ayuda exterior. Gilbert alcanza a detener su suicidio pero ¿cuántas más veces tendrá que estar ahí para evitar lo inevitable?

    No, el hospital no es la solución, pero a diferencia de lo que piensa Dani, yo sí me quedo con esperanzas, porque ahora Artemisa ha despertado y sé que no la dejará caer, al menos no para siempre. Por descontado sabemos que esto tampoco va a ser un camino de rosas, su encuentro definitivo no puede ser ahora... pero me anima saber que en cierto modo Artemisa toma, además del relevo de Gaya, el de Némesis misma, no porque vaya a estar siempre físicamente a su lado (ojalá), sino porque es su amiga sincera y sin titubeos. Artemisa cree en Agnes, tal vez ella misma no sabe por qué, pero será consecuente con ese hermoso sentimiento. El hospital espera, sí, pero durará menos que el amor de Artemisa: esa es mi esperanza frente a la dureza hermosa de estas páginas.

    Por cierto, has escrito algo que yo siento pero no hubiera podido describir mejor: "Soñaba muy a menudo con lugares extraños en los que nunca había estado, con objetos que guardaban en su apariencia los vestigios de otra época, que la hipnotizaban y la mantenían lejos incluso de aquella realidad onírica en la que Agnes apenas experimentaba la fuerza de las emociones que le inundaban el alma". De verdad, escribes como si una musa sostuviera directamente tu pluma.

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