miércoles, 20 de septiembre de 2017

EL ABRAZO DE LA TIERRA: CAPÍTULO 29. ALIMENTANDO LA DECEPCIÓN


Capítulo 29

 

Alimentando la decepción

 

Aquel tiempo de absoluta distancia, de irrevocable soledad, de profunda insania fue para Agnes una noche que nunca se convertía en amanecer, unas horas oscuras y densas que devoraban todos sus pensamientos y sentimientos. Apenas recordaría, cuando aquel tiempo pasase, los hechos que le acontecieron, que le sobrevenían sin que ella pudiese evitarlo ni preverlo. Vivía como si estuviese sumida en una inmensa e interminable pesadilla. Gaya y Gilbert la visitaban de vez en cuando, pero Agnes ni siquiera podía meditar sobre las palabras que les dirigía. Hablaba sin escucharse a sí misma, sin oír apenas su propia voz. Se expresaba lejana y enigmáticamente, utilizando frases cuyo verdadero significado nadie podía atisbar.

Los pocos recuerdos que tendría de esa época se le asemejarían, con el transcurso de los meses, a efímeras ensoñaciones, a imágenes que se perdían en la brumosa inmensidad de la insania. Rememoraría sutilmente la voz de quienes le hablaban, recordaría casi sin imaginárselo algunas de las palabras que le dirigieron, pero jamás podría saber si de veras había vivido aquellos momentos o si éstos formaban parte del mundo de los sueños.

Agnes vivía sumergida en una soledad que había devorado todos los rincones del mundo. Apenas se acordaba de que había respirado en otros lares y que había compartido sus días con otras personas a las que se había sentido inmensamente unida. No se había olvidado de todo lo que había vivido con Gaya, con Gilbert y con Neftis; pero aquellos recuerdos le parecían inasibles. Todas sus vivencias, sus experiencias y sus pensamientos pasados se mezclaban en una confusa tormenta de desolación y oscuridad que apenas le permitía respirar y que convertía en pesadillas cualquier instante onírico.

Lejanamente se planteaba la posibilidad de que para ella ya se hubiesen terminado todos los suspiros de aliento que existían en el mundo. Creía, cada vez con más firmeza, que su vida se había desvinculado del destino de todos los que la conocían. Tenía la sensación de que se habían olvidado irreversible e irrevocablemente de su existencia y que jamás nadie volvería a acercarse a ella.

Mas, una intensa mañana de septiembre, tan estival como los días que se arrastraban ya hacia el olvido, una mañana en exceso calurosa que le hacía sentir terriblemente nerviosa, alguien llamó a la puerta de su entrañable cabaña; la cual se había convertido para Agnes en el único lugar que podía protegerla, en el único rincón en que se creía capaz de respirar. No le apetecía conversar con nadie y mucho menos recibir a cualquier persona que pudiese interrogarla acerca de sus sentimientos. No se creía capaz de volver palabras las horribles emociones que le anegaban el alma y los tristes pensamientos que la aturdían tanto. Y tampoco deseaba que nadie se percatase de que para ella la vida se había tornado en una confusión indescriptible, en un torbellino que jamás podría calmarse.

No obstante, tampoco se atrevía a ignorar aquel llamado que tanto la asustaba. Incluso detectó que Némesis, con sus ojos dorados y hermosos, le pedía desesperadamente que abriese la puerta cuanto antes. Némesis también tenía miedo, pero su temor emanaba de percibir cuánto había cambiado su amiga. La entristecía profundamente captarla tan lejos de la vida, tan ensimismada en sus destructivos pensamientos y en sus poderosos sentimientos. Intentaba consolarla en todo momento, cuando Agnes se despertaba aterrada de alguna de sus pesadillas o cuando, bajo La Luz del día, sus ojos irradiaban aquella desolación tan grande que empequeñecía su alrededor hasta tornarlo en el reflejo de la nada; pero todo esfuerzo era inútil.

     Non vou abrir, Némesis —le advirtió muy quedo, casi inaudiblemente.

La persona que requería su atención volvió a llamar a la puerta de su cabaña, esta vez con más insistencia y urgencia. Agnes no se movió. No quería recibir a nadie en aquellos momentos. Sabía que sus miradas ya no susurraban, sino gritaban, y no deseaba que la voz de su alma ensordeciese a nadie.

Además, intuía quién se hallaba al otro lado de aquella puerta que la protegía del mundo y, en aquellos momentos, se sentía totalmente incapaz de hablar con ella e incluso de mirarla. Tuvo entonces mucho miedo a que ella pudiese juzgarla y que descubriese cuán quebrada tenía el alma.

     Agnes, ábreme. Sé que estás ahí, Agnes. Necesito hablar contigo. Por favor, Agnes, ábreme.

La voz de Neftis se adentró intensamente en aquellos momentos tan sombríos. De las palabras de Neftis se desprendía una incipiente impotencia que ahondó el miedo que se le había aferrado al alma.

Hacía muchísimo tiempo que no se miraban a los ojos y que no se dedicaban ni la palabra más sutil. A pesar de que Neftis la despreciase y la hubiese tratado con tanto odio y rencor, Agnes la había extrañado muchísimo, pero se había creído totalmente incapaz de buscarla. Sabía que Neftis sólo vivía por Artemisa, sabía que a ella solamente le apetecía estar junto a aquella mujer tan mágica que, sin ni siquiera preverlo, había deshecho todo su mundo.

Entonces, Agnes recordó que nunca cerraba con llave la puerta de su cabaña. Sabía que nadie se atrevería a irrumpir en aquel hogar tan misterioso y además, desde que la habían obligado a habitar en aquel hospital tan horrible, no soportaba sentir que su libertad se había desvanecido por completo.

     Agnes, como no me abras, yo misma entraré —la amenazó Neftis perdiendo levemente la paciencia.

Sin esperar a que Agnes respondiese, Neftis se introdujo rápida y repentinamente en aquella cabaña que era el mero reflejo de aquella alma tan herida, tan aterida y resquebrajada. Cuando Agnes notó que su soledad se había desvanecido, el miedo que le latía en el alma se intensificó hasta volverse ensordecedor. Se alzó con velocidad de la silla en la que estaba sentada y se alejó de Neftis notando que todo su cuerpo temblaba brutalmente. Neftis la observaba como si en aquellos momentos no la conociese, como si jamás la hubiese visto antes.

     Agnes, ¿me tienes miedo? —le preguntó incrédula acercándose a ella—. ¿Por qué estás tan asustada?

     Vete de aquí —le musitó inaudiblemente.

La mirada de Neftis aparecía llena de brumas. Neftis la miraba como si de repente Agnes se hubiese convertido en el ser más amenazante de la Tierra. De sus ojos se desprendía tanta desconfianza y rencor que Agnes tuvo la impresión de que aquella mirada tan oscura podía deshacerla como si ella fuese la nieve que el sol primaveral acaricia hasta desvanecerla.

Enseguida adivinó que Neftis y ella se hallaban a punto de internarse en un momento delirante que destrozaría definitivamente el sutil lazo que inverosímilmente las unía aún. Tuvo entonces mucho más miedo y empezó a idear el modo de escapar de aquel instante que tanto le hacía temblar, pero Neftis le habló mucho antes de que pudiese pensar con claridad. Su voz sonaba impregnada de una urgencia que a Agnes la sobrecogió hondamente.

     Agnes, necesito hablar contigo —le exigió acercándose más a ella—. Hace más de dos meses que no sabemos nada de ti. No es la primera vez que te alejas de nosotros, pero antes al menos asistías de vez en cuando a los rituales. Ahora parece como si te hubieses esfumado, Agnes. ¿Por qué no formas parte de nuestras ceremonias? ¿Tienes miedo a que nos demos cuenta de que estás sufriendo otra crisis?

Agnes notó que las palabras de Neftis la confundían profundamente. Le resultaban absolutamente incomprensibles. Aunque le costase mucho evocar los momentos que habían compuesto sus recientes meses de vida, con vaguedad e imprecisión, era consciente de que la última vez que había hablado con Neftis ella la había insultado delante de los miembros del aquelarre. Además, tenía presente que había intentado participar en el ritual de Beltane y todos la habían expulsado con odio y rencor de su lado. Parecía como si Neftis hubiese olvidado los matices que creaban aquella realidad tan horrible y estremecedora que tanto la asfixiaba. Era como si aquellos meses que la separaban de aquella noche de Beltane no hubiesen existido.

Lo que Agnes no era capaz de figurarse era que Neftis actuaba de ese modo con la única intención de extraerla brutalmente de la enajenación que la dominaba. Neftis sabía que, para lograr que Agnes reaccionase, debía trasladarse al preciso instante en el que aquella época oscura había comenzado. No importaban ya los meses que habían transcurrido desde la mañana en la que Agnes y Artemisa se habían conocido. Neftis quería llegar al origen de las emociones de Agnes. Quería descubrir de dónde había nacido aquel odio que ella creía que le profesaba a Artemisa.

     Pues... —titubeó con timidez, estremecida y trémula.

     No es necesario que me contestes —la interrumpió con brutalidad—. Sé que de nuevo te hallas sumida en una de tus horribles épocas oscuras, pero esta vez has decaído demasiado, Agnes. ¿No crees que ya es suficiente, que ya te has equivocado bastante?

     No te entiendo —le indicó ella con una voz sutil. Ni siquiera se atrevía a mirarla. Permanecía junto a la ventana, presionándose las manos con nerviosismo.

     Me entiendes perfectamente, Agnes. Dime, ¿qué te ocurre con Artemisa? No puedes engañarme. Desde que la conociste, te volviste tan extraña, tan inaccesible... te has convertido en la mujer más oscura que conozco e incluso este hogar que siempre me pareció tan hermoso ahora destila tanta soledad...

Neftis le hablaba con una impaciencia que a Agnes le hacía sentir escalofríos. La hería que se dirigiese a ella con aquella falta de consideración y cariño.

     No me encuentro bien, es cierto —le reconoció con lástima—; pero yo no tengo la culpa.

     No, tú nunca tienes la culpa, es verdad —le confirmó con una dulzura sarcástica—. tú lo único que haces es encerrarte en esa horrible soledad que tan huraña te vuelve y que tanto te aleja de las personas que querían ayudarte. Lo que no entiendo es por qué no nos buscas, por qué no te dignas confesarnos que te encuentras mal, que de nuevo estás perdida en la locura. —Al oír aquellas palabras, Agnes intentó protestar, pero Neftis la interrumpió con violencia mucho antes de que ella pudiese pronunciar el sonido más sutil—: Lo que no comprendo es por qué te empeñas en destrozarnos la vida a quienes tanto nos volcamos en ti. Dime por qué no dejas en paz a Artemisa. ¡No sigas torturándola con tu magia oscura! ¡Déjala en paz, Agnes! Todos sabemos que Artemisa está tan enferma por culpa tuya. ¡Tú estás destruyéndola!

     Eso no es verdad —susurró ella notando que el corazón comenzaba a latirle con una fuerza desbocada—. Yo no le hice nada a Artemisa.

     ¡Mentirosa! ¡todos sabemos que la amenazas continuamente! Sabemos que ella te teme. La aterra pensar en ti y tiene pesadillas contigo todas las noches.

     Pero yo no...

     ¡No intentes negarme la verdad, Agnes! —le chilló empezando a perder la paciencia—. ¿Por qué crees que Artemisa quiere hacerte daño? ¡Artemisa es la persona más buena y mágica que existe en el mundo! ¡A ella jamás se le ocurriría herirte o atacarte! ¡Ves fantasmas donde no los hay! ¡Tergiversas continuamente la realidad!

     Eso tampoco es cierto.

     ¡Y sé que fuiste tú quien incendió la cabaña de Artemisa!

     ¡No, Neftis!

     Agnes, ¡estás enferma, estás realmente enferma! Deberías permitir que alguien te ayude. No te medicas, ¿verdad? ¡Pues tendrías que hacerlo, Agnes! ¿Es que acaso no te das cuenta de que estás loca? ¿Por qué ni siquiera tú, quien siempre ha sabido mejor que nadie lo que te sucede, eres capaz de reconocer lo que está ocurriéndote? ¡Tu locura está destrozándonos la vida a todos los que te conocemos! ¡Tu propia existencia es una amenaza para todos! ¡Y sobre todo lo es porque te respaldas continuamente en un animal peligroso que puede matarnos sin que ni tan siquiera tú puedas evitarlo! ¡Deberías deshacerte de Némesis y regresar a ese hospital en el que pueden ayudarte a curarte! ¡No puedes vivir tan sola, Agnes! Ya no dominas tu comportamiento. Si no reaccionas, yo misma le contaré a Gilbert todo lo que está pasando y te llevará a ese sanatorio de donde, posiblemente, nunca tendría que haberte rescatado. Sí, todos pensamos que cometió un horrible error sacándote de allí.

Las palabras de Neftis avivaron el miedo que había comenzado a sentir al detectarla tan cerca. Aquel temor era punzante y gélido. Notó que se quedaba paralizada y que se le atenazaban todos sus músculos. Intentó ignorar el acelerado ritmo de su corazón, pues la forma como éste le latía la desquiciaba muchísimo más e intensificaba sus nervios y su desolación; pero de repente se dio cuenta de que su cuerpo y su mente se habían dividido, formando dos entes completamente independientes que pugnaban por apoderarse de la potestad de sus sentimientos y de sus pensamientos.

Vagamente se planteó la posibilidad de que Neftis estuviese atacándola de ese modo tan triste impulsada solamente por el rencor, el recelo y el dolor que le provocaba saber que Artemisa estaba enferma y que no la amaba. Intentó calmarse pensando que su amiga en realidad no creía todo lo que afirmaba, pero la forma como le hablaba y la trataba la desconcertaba y desconsolaba tanto que apenas podía pensar con claridad.

     Estoy segura de que Artemisa no me corresponde porque tú nos has lanzado un hechizo a las dos. ¡Una maldición horrible cayó sobre mi vida cuando te conocí! —le gritó con una impotencia desgarradora.

Entonces, en esos momentos, impulsada por aquellas gélidas palabras, Agnes recordó las recientes acusaciones que Neftis le había lanzado. Resonaron en su mente los insultos con los que la había atacado y, de pronto, percibió que el alma se le llenaba de rabia e impotencia. No pudo evitar que aquellas emociones se adueñasen definitivamente de su corazón y de sus sentimientos.

Alzó entonces sus ardientes ojos y los hundió en la desafiante y paralizante mirada de Neftis, quien todavía la acusaba con sus ojos oscuros y con palabras que Agnes apenas percibía ya. Sólo sabía que su voz sonaba irascible e incandescente como el murmullo de un destructivo incendio.

     ¡Eres nociva como el peor de los venenos! ¡Todos los que nos acercamos a ti nos enfermamos porque tu soledad y tu oscuridad se nos transmiten al alma a través de tus hechiceros ojos! —le gritaba Neftis acercándose cada vez más a ella—. Escúchame bien, Agnes, ¡nunca serás feliz! ¿Y sabes por qué? Pues porque no conoces lo que es la verdadera calma, porque tu alma nunca está serena, porque, aunque parezca que respires sosegada, en realidad la tranquilidad que puede invadirte es inquietante como el preludio de una horrible y devastadora tormenta. Eres como el cielo de tu tierra; que nunca brilla con plenitud, aunque el sol lo ilumine. Eres como la lluvia que desvanece los caminos. ¡Deberías esforzarte por desaparecer definitivamente! ¿Crees que merece la pena vivir así, Agnes?

     ¿Qué quieres conseguir? —le preguntó Agnes escondiendo sus desbocadas emociones tras su potente, firme y dulce voz—. ¿Quién te crees que eres para venir a mi casa a dedicarme esas palabras tan horribles?

     Lo único que deseo es que desaparezcas y que nos dejes en paz a todos, sólo eso, Agnes. ¡Artemisa está enferma por culpa tuya y únicamente se curará si te marchas! Vete de aquí. ¿Por qué no vuelves a Galicia de una maldita vez? ¿Por qué no te has ido ya? ¿Es que acaso te da miedo que tu tierra descubra lo loca que estás? Sí, seguramente no quieres que ella sepa que estás tan enferma. Pues entonces ya no te queda nada en el mundo si ni tan sólo te atreves a regresar allí.

Aquellas palabras se le clavaron en el corazón como si de un puñal afilado y destructivo se tratase, aniquilándoselo por completo, convirtiéndoselo en el reflejo de la nieve que ya no existe, de la que sólo quedan ríos tímidos que discurren entre las piedras. Agnes sintió que por dentro de ella crecían acantilados rocosos contra los que se chocaban las olas de rabia y desolación que le recorrían todo el cuerpo.

Neftis se fijó en que la mirada de Agnes se había vuelto turbia y brillante. Pensó que era la mirada propia de alguien a quien le faltaba la cordura, pero no tuvo miedo, ni siquiera cuando notó que Agnes la agarraba con fuerza de las manos y se las presionaba con un ímpetu desgarrador. Entonces volvió a hablar, esta vez con una voz que Neftis nunca le había oído antes:

     Quiero que te vayas inmediatamente de aquí y que no vuelvas a mirarme ni a hablarme nunca más. Para mí acabas de morir. Y yo no tengo la culpa de que Artemisa no esté enamorada de ti. Puede que seas tú quien tenga el alma llena de oscuridad; de una oscuridad que repele a quienquiera que sienta ternura por ti. ¡Vete de aquí! ¡Vete de mi casa!

     Eres malvada, Agnes. Estás sobrecogedoramente loca —se burló de ella con rencor e ironía.

Entonces Agnes soltó las manos de Neftis y se apartó de ella para evitar que la rabia que sentía la instase a arañarla en la piel o a presionarle las manos con una fuerza devastadora; mas Neftis se aproximó a Agnes enseguida, impidiendo que ella se marchase.

     No me iré de aquí sin ti. Vendrás conmigo a la casa de Gilbert y entonces te llevaremos al único lugar donde te mereces estar.

     ¡Nunca permitiré que me encerréis de nuevo! —chilló Agnes con una impotencia estremecedora—. ¡No me toques! ¡Ni siquiera me mires! ¡Déjame en paz!

Mas Neftis había agarrado a Agnes de los brazos con una fuerza agresiva. En esos momentos, Neftis estaba totalmente convencida de que la enfermedad que tanto estaba deshaciendo el alma de Artemisa brotaba de la locura de aquella mujer a la que tanto había querido y la que se había tornado para ella en el reflejo de la oscuridad más gélida. No dudaba de que Agnes había perdido la razón por completo y pensaba firmemente que lo único que se merecía era que la encerrasen de nuevo en aquel hospital en el que controlarían sus terribles cambios de humor y de personalidad.

     ¡Suéltame! —le rogó Agnes intentando liberarse de las poderosas manos de Neftis—. ¡Déjame en paz!

     ¡Vendrás conmigo quieras o no! ¡No puedes continuar viviendo sola!

Entonces Neftis se dirigió rápidamente hacia la puerta de la cabaña arrastrando con brutalidad a Agnes, quien cada vez estaba más aterrada y se revolvía intentando huir de las garras de aquella mujer que con tanta falta de consideración y cuidado la trataba. Entonces se sintió tan frágil, tan indefensa... Intentó recuperar aquella personalidad que le permitía ser fuerte, que tanto imponía, que era realmente invencible; pero tenía tanto miedo que apenas podía entender lo que deseaba y le ocurría.

     ¡Suéltame! ¡Déjame! ¡No quiero ir contigo a ninguna parte! —gritó con impotencia y terror.

     Agnes, cálmate. Lo único que deseo es ayudarte —le aseguró Neftis mirándola desafiante. Sus ojos contradecían tanto sus palabras...

     Non é verdade! O único que queres é facerme dano! —exclamó sin dominar sus palabras, sin pensar en lo que decía.

Némesis había permanecido observando aquella escena con una profunda inquietud latiéndole en el alma; pero, cuando vio que Neftis trataba tan brutalmente a Agnes y cuando percibió que su amiga estaba completamente aterrorizada, se irguió de repente y se lanzó hacia Neftis con rapidez y agilidad.

Al notar que Némesis se hallaba tan cerca de ella, Neftis la empujó con agresividad y repulsión mientras intensificaba la fuerza con la que asía a Agnes del brazo. Cuando Agnes vio que Neftis golpeaba a su mejor amiga, entonces se desvanecieron los últimos ápices de calma que le latían en el corazón. De repente recuperó aquel carácter que deshacía la inseguridad y la debilidad que siempre le habían inundado el alma. Miró a Neftis con una rabia interminable mientras volvía a luchar contra ella para liberarse de sus apresadoras manos.

La mirada que Agnes le dedicó la paralizó. Jamás nadie la había mirado con una ira tan ardiente y destructiva. Notó que por el cuerpo se le esparcía un gélido temor que le impidió pensar en lo que debía hacer. Además, sentir a Némesis tan cerca de ella y saber que había ahondado la rabia que aquel animal experimentaba golpeándola con tanta fuerza intensificaba el miedo que le había inundado el corazón.

Némesis aprovechó la quietud que se había apoderado del alma de Neftis para lanzarse de nuevo a ella. Agnes percibió que a su amiga le resplandecían los ojos de un modo muy especial y sobrecogedor. En su mirada hipnótica brillaban la rabia más profunda y la impotencia más desgarradora.

Entonces Agnes reaccionó. Se desprendió rápidamente de la máscara que la volvía fuerte y tras la que ella escondía sus verdaderos sentimientos y se acercó a Némesis con sigilo y cariño mientras le dedicaba una mirada llena de una calma frágil con la que pretendía aplacar la furia que Némesis sentía.

     Némesis, queridiña, non lle fagas dano a Neftis. Ela non é a persoa a quen debes ferir... —le musitó muy quedo.

En cuanto percibió la dulzura con la que Agnes le hablaba, Némesis se alejó de Neftis y se arrimó a su amiga, quien la acogió entre sus brazos como si hasta entonces se hubiese sentido inmensamente desprotegida lejos de ella. Neftis las observó notando que se le partía el alma. De pronto fue plenamente consciente de cuánto le había destruido el corazón a Agnes. No obstante, no se arrepentía de haberla tratado con tanta violencia, pues en esos momentos todavía estaba completamente segura de que era Agnes quien estaba causándole a Artemisa tanto dolor, tanta tristeza, tanto miedo.

     Sei que o único que desexabas era defenderme. Graciñas, miña Némesis —le susurró con la voz muy frágil—. Neftis, vete, vete ya de una vez —le exigió intentando reprimirse las ganas de llorar que la atacaban, sintiendo que su mundo se desmoronaba y dedicándole a Neftis una mirada anegada en oscuridad y tristeza—. Vete y jamás vuelvas a acercarte a mí. Vete, Neftis. ¡No quiero volver a verte nunca más!

En aquel momento, Agnes notaba que perdía la última estela de amor que la había enlazado al mundo. Neftis la abandonó allí, a punto de que la tristeza más absoluta deshiciese su alma, la abandonó sin preguntarse por qué la había destruido de aquel modo. Lo único que Neftis deseaba era vengar el sufrimiento que había oscurecido la vida de su querida Artemisa.

La soledad se le había vuelto una gran roca que la aplastaba, que espesaba la belleza que rodeaba su morada y que intensificaba las sombras que se acumulaban entre los troncos de los árboles. Aunque sintiese a Némesis junto a ella, entregándole paz, comprensión y aquel intenso cariño que se profesaban mutuamente, Agnes creía que la sangre se le había helado y que su materia había empezado a deshacerse.

     Neftis ten razón, Némesis. Estou tola e nunca me curarei, pero non quero volver a ese lugar horrible. O único que desexo é morrer. Nin sequera ti te mereces vivir xunto a unha muller que está tan enferma.

La visita de Neftis la desestabilizó profundamente. Empezó a llorar de forma inaudible, notando que cada suspiro y cada lágrima que le brotaban del alma le desgarraban el corazón. Tuvo miedo de su propio dolor, de ese dolor que le apretaba el pecho como si fuese una bola inmensa que no cabía en su ser. Entonces percibió que se apagaban para ella todas las estrellas, que se desvanecían el tiempo y el viento, que incluso la voz de la naturaleza que tanto la protegía se convertía en un sepulcral silencio que absorbía todos sus sentimientos y todas sus emociones.

«Estou soíña, soíña para sempre. Só teño a Némesis comigo, pero ela non se merece aturar a miña loucura nin a miña tristura —pensó desesperada, sentándose junto a la puerta de su morada, llorando desconsoladamente—. Estou completamente soa e ninguén me quere, a ninguén lle importo de verdade. Entón non merece a pena vivir. O único que me merezo é morrer. Eu mesma prepararei a miña morte sen que ninguén o saiba e desaparecerei en silencio sen despedirme de ninguén.»

Aquellas palabras, sin que ni siquiera ella misma lo presintiese, fueron una caricia en lo más profundo de su alma. Notó que la desesperación asfixiante que la atacaba se aquietaba y empezaba a atenuarse lentamente. Dejó de llorar poco a poco, notando que las espesas nieblas que se habían cernido sobre su mente y que le habían anegado el alma comenzaban a disiparse. La posibilidad de que al fin su vida se terminase era una luz que resplandecía en el fondo de aquel túnel oscuro que para ella era su existencia. Se levantó del suelo decidida a empezar a volver realidad aquel deseo de desaparecer sin dejar rastro, de marcharse sin decirle adiós a nadie, sin lanzar ni siquiera su último suspiro.

Entonces los días adquirieron un sentido diferente e incomprensible para Agnes. Para ella, cada nuevo amanecer significaba un paso más hacia el fin. Cada hora que vivía era una despedida a su propia existencia. Ni siquiera Némesis era consciente de que, cada vez que Agnes la miraba, por dentro de ella susurraba un adiós a aquella amiga que tan fiel le había sido siempre; la mejor amiga que había tenido desde que su abuela se había marchado, dejándola irrevocablemente sola.

Regresó de nuevo la insania que la alejaba sin remedio de la vida, de los elementos que formaban su entorno y de sí misma. No oía ya su voz anímica. Solamente se guiaba por esos sentimientos que tan poderosa podían volverla y que a la vez tanto la sobrecogían y la empequeñecían. Némesis era la única que la acompañaba en aquellos momentos en los que Agnes ni tan sólo se encontraba a sí misma en la vida. Némesis era la única que conseguía que Agnes le prestase una atención efímera a su existencia. Cuando se hallaba a su lado, entonces sí reaccionaba, sí se apoderaba de ella ese carácter afable que siempre la había definido; el que se negaba a morir bajo la insania y el rencor.

Agnes pasaba la mayor parte de sus horas preparando la tisana poderosa que la arrancaría de la vida. Se esmeraba buscando las plantas más venenosas, filtrándolas para conseguir la sustancia que podía destruirla y reuniendo todo lo que necesitaba para su marcha.

Una semana después de que Neftis la visitase, Agnes terminó de preparar el brebaje que pondría fin a su tormentosa existencia. Se hallaba a punto de retirarlo del fuego cuando oyó que alguien llamaba tímidamente a la puerta de su hogar. Se sobresaltó profundamente, pues no esperaba ni deseaba recibir a nadie. Se asustó irrevocablemente cuando se planteó la posibilidad de que aquella persona interrumpiese sus propósitos, así que se apresuró a idear algún modo de alejar de ella cuanto antes a quien se había adentrado en aquel momento tan íntimo.

De repente, sin que nadie tuviese que comunicárselo, supo que quien había irrumpido en su dañina soledad había sido Artemisa. Hacía días que presentía que se hallaba cercano el momento en que Artemisa la visitaría, pero nunca se había atrevido a prestarle atención a aquella posibilidad que susurraba en lo más hondo de su alma.

Notó que un gélido escalofrío le recorría todo el cuerpo cuando se imaginó a Artemisa tan cerca de ella. No deseaba que Artemisa percibiese el inmenso desaliento que le anegaba el alma. En esos momentos, Agnes se sentía inmensamente débil y frágil. No se creía capaz de conversar serenamente con nadie ni de mirar a nadie a los ojos. Creía que cualquier palabra acusadora o pronunciada con potencia podría destruirla y derribarla como si su ser fuese un montón de arena atacado por la lluvia más devastadora.

Percibió que le faltaba el aliento y que su entorno se anegaba en sombras heladas que le hicieron empezar a temblar. Se planteó la posibilidad de no abrirle la puerta a Artemisa, pero entonces recordó que ella nunca solía cerrar con llave y también supo que Artemisa era consciente de que ella se hallaba en el interior de su morada. Artemisa también era una mujer muy mágica con un poder de intuición muy desarrollado.

Artemisa volvió a golpear la puerta de su hogar con insistencia, pero todavía con muchísima timidez. No podía huir de aquel momento. Debía vivirlo, experimentando todo su poder, todo su sentido. Entonces, de pronto, sin que ni siquiera ella misma pudiese preverlo, el alma se le llenó de valentía. Recordó que ella podía ser una mujer muy imponente y mágica, muy poderosa y fuerte. El pánico que tanto la había descontrolado al saber que Artemisa se hallaba tan cerca de ella se convirtió en seguridad.

Entonces reaccionó. Las sombras de la insania se disiparon dejando al descubierto las facultades más poderosas de Agnes. Se olvidó de su temor, de su inseguridad y de su tristeza y se revistió con aquella capa de vigor que tanto la protegía de los demás, que tan innecesariamente imponente la volvía. Sin embargo, aunque se hubiese animado mínimamente, no podía evitar que su mente tergiversase los hechos que acontecían. Agnes observaba y sentía el mundo en el que se encontraba como una amenaza constante a su vida, a su entereza, a sus recuerdos, a su alma y sobre todo a su corazón; el que siempre había estado lleno de sueños que en esos momentos ya se habían perdido en la inmensidad de la tristeza más honda.

Cuando Agnes se hundió en los ojos de Artemisa después de muchísimo tiempo sin hacerlo, percibió que su energía vital estaba totalmente destruida, aunque todavía le quedaba en el alma un ápice de fortaleza que se negaba a desvanecerse. Ardía en su interior un último impulso de lucha, un pedacito de aliento que la instaba a ignorar el miedo y la inseguridad para enfrentarse a los acontecimientos que la vida tenía preparados para ella. Sin embargo, Agnes enseguida se percató de que, por mucho que intentase mostrarse valiente y fuerte delante de ella, Artemisa estaba completamente abatida y enferma.

Entonces supo que el daño que le había provocado a Artemisa era irreversible. Había destruido sin límites su energía vital y, si todavía Artemisa seguía viva, era porque la Diosa no deseaba dejarla marchar; pero el alma y el cuerpo de Artemisa ya estaban en manos de la muerte y nadie podría rescatarla de su fin. Solamente necesitaba un pequeño empujón para caer definitivamente en las garras del olvido y la oscuridad. Incluso Agnes creyó que, estando su aliento tan deshecho, Artemisa no podría tener otra vida. Su espíritu se hundiría en la nada, en la oscuridad irremediable del fin, del fin de toda existencia, y su alma viajaría al mundo de la muerte eterna sin que ni siquiera la Diosa pudiese llamarla a su vera.

     Hola, Agnes —oyó que la saludaba. Entonces regresó rápidamente de sus pensamientos y la miró de nuevo, esta vez notando que en sus ojos negros resplandecía el poder que tan valiente la volvía—. ¿Puedo hablar contigo con calma?

Agnes le contestó con unas palabras que apenas recordaría cuando pasase el tiempo. Sabía que Artemisa no podía entrar en su casa, pues entonces descubriría el bebedizo que estaba a punto de tomarse. Así pues, le pidió que la esperase allí afuera y entonces se introdujo de nuevo en su protectora cabaña, sin saber qué debía hacer, sin ni siquiera intuir que Artemisa le había salvado la vida.

Aquellos momentos eran un delirio tanto para Agnes como para Artemisa. Aunque Agnes le resultase imponente y poderosa, Artemisa había detectado en sus ojos un profundo desaliento que le había arrebatado la respiración. No podía entender cómo era posible que alguien viviese sintiéndose tan triste, tan inmensamente destruido por la soledad y el abandono. Artemisa experimentó por Agnes una repentina compasión que la instó a desear quebrar las fronteras que las separaban y olvidar los malos momentos que habían compartido para poder ayudarla, para poder tenderle la mano y darle un pedacito de su tembloroso equilibrio.

Sin embargo, aquellas intenciones tan tiernas se desvanecieron en cuanto Artemisa se hundió de nuevo en la mirada nocturna e hipnótica de Agnes. De la presencia de aquella mujer se desprendía un poder oscuro que a Artemisa la asfixiaba, pero trató de permanecer serena a su lado, a pesar de que la tenebrosa energía que irradiaban los gestos y la voz de Agnes la debilitase cada vez más.

Agnes pensó que a la tisana que la ayudaría a partir hacia la muerte le faltaba una pequeña cantidad de cicuta para volverse totalmente eficaz. Sí, tenía que lavar unas raíces de aquella planta antes de que éstas se secasen en exceso y también tenía que comprobar si los frutos estaban listos para ser ingeridos. Sería la excusa que justificaría por qué no había permitido que Artemisa se introdujese en su morada.

Agnes advertía que Artemisa se esforzaba por parecer serena a su lado, pero de sus ojos se desprendía tanto temor que Agnes creía que en cualquier momento Artemisa estallaría en un incontrolable ataque de pánico. No obstante, los minutos transcurrían sin que ninguna de las dos consiguiese calmarse. Agnes se encontraba pronta a desvanecerse de desesperación cuando Artemisa la miraba y Artemisa no podía hallar ni el menor rastro de confianza cuando se hundía en los nocturnos y expresivos ojos de Agnes; los que siempre habían poseído un ineludible poder hipnótico.

Había momentos en los que Agnes notaba que la energía pura y resplandeciente de Artemisa deseaba desvanecer las sombras que a ella le anegaban el alma. Entonces se planteaba la posibilidad de desprenderse de la coraza de hierro que la protegía y la volvía una mujer imponente y fuerte que en realidad no era. Creía, pues, que no merecía la pena comportarse tan agresivamente ante Artemisa, puesto que sabía que ella había detectado su verdadera forma de ser.

Agnes condujo a Artemisa hacia la vera de aquel lago que para Agnes ya era tan esencial en su existencia. Artemisa siguió a Agnes sabiendo que no podía huir de aquel momento ni tampoco de la absorbente energía que irradiaban los ojos, la profunda voz y los tranquilos gestos de aquella mujer tan imponente. La siguió sabiendo que la protección que su mundo podía ofrecerle quedaba cada vez más atrás, sintiendo que se alejaba del último ápice de paz con el que su vida la arroparía.

Se sentaron en la hierba y, durante unos efímeros minutos, permanecieron sumidas en un silencio que a ambas intentó acariciarles el alma; pero se sentían las dos tan nerviosas que apenas podían percibir los serenos matices de su alrededor y de aquellos extraños momentos.

Mientras Agnes lavaba las raíces de la cicuta y analizaba con sus dedos expertos la madurez de los frutos de aquella peligrosa planta, empezaron a conversar ambas enigmáticamente sobre la vida y el alma de la naturaleza (la que, en aquella mañana de otoño, parecía tan inmensamente triste). Poco a poco, el rencor y el pánico que le inspiraba a Agnes la presencia de Artemisa fueron acallándose. El disfraz de mujer valiente y poderosa comenzó a agrietarse y entonces sus verdaderos sentimientos principiaron a desbordársele del alma. Su corazón fue aquietándose, la intimidad que las rodeaba lentamente le resultó apaciguadora y la presencia de Artemisa, la que irradiaba tanta magia y bondad, le pareció protectora y muy dulce.

Aquellos cambios tan hermosos se operaban en su interior al mismo tiempo que le dirigía a Artemisa palabras que ni ella misma pensaba, palabras que, sin que pudiese evitarlo, empezaron a inquietarla profundamente. Agnes ni siquiera se había percatado de que Artemisa se hallaba tan deshecha a su lado. Creía que ella también experimentaba la misma sensación de intimidad que tanto le acariciaba el alma y que ella también se había sentido protegida en aquella atmósfera tibia que había comenzado a rodearlas.

Rápida y difusamente, se había imaginado compartiendo con Artemisa los pedacitos más brillantes y mágicos de su alma, celebrando rituales preciosos dedicados a la Diosa o conversando con ella bajo la potente y mística luz de la luna. Se había sentido protegida cuando aquellas imágenes le habían inundado la mente. Incluso creyó con lejanía que Artemisa sí podría ayudarla a renacer y a huir de esas sombras que habían destruido aparentemente para siempre el fulgor de su vida y que deseaban arrastrarla hacia la muerte. Artemisa tenía un alma muy bella, muy tierna y bondadosa. Ella podría tomarla de la mano y arrancarla de los brazos de la desesperación. Artemisa podía arroparla con su esplendente corazón y ampararla de la tristeza cuando ésta le rasgase el alma.

Durante unos efímeros segundos, Agnes había llegado a creer que Artemisa y ella podrían olvidar los sentimientos terribles que tanto las habían distanciado y que juntas podrían luchar contra sus diferencias para conseguir que la vida resplandeciese mucho más. Agnes se sobrecogió profundamente cuando notó que el alma se le había llenado de unos anhelos tan ilógicos e imprevisibles. Sabía que Artemisa jamás podría perdonarla y que siempre desconfiaría de ella, aunque al fin se deshiciese de ese disfraz que tan inaccesible la volvía.

Agnes deseaba que las sombras que oscurecían tanto su vida se desvaneciesen y, para lograrlo, lo primero que tenía que hacer era pedirle perdón a Artemisa. Aunque le costase mucho reconocerlo, sabía que la había herido en el alma y que aquellas heridas eran las causantes de su profundo malestar.

Estaba a punto de pedirle perdón cuando, de pronto, sin ni siquiera preverlo, oyó que Artemisa comenzaba a acusarla vil e injustamente. Intentó comprender por qué se había producido un cambio tan repentino en el alma de Artemisa, qué frases o hechos la impulsaban a dirigirle unas recriminaciones tan dañinas y terribles. No recordaba haberle dedicado a Artemisa ninguna palabra que hubiese desencadenado aquella retahíla de improperios.

     No entiendo por qué estás haciéndome esto, por qué quieres destruirme. Me aseguraron ya demasiadas veces que eres cruel y oscura, pero yo me negaba a creerlo, pues siempre me pareciste una mujer muy mágica y buena. No obstante, ahora sé que todos tenían razón. No eres simplemente oscura y cruel. Eres malvada y retorcida. Además, estás horriblemente enferma. Tienes el alma llena de odio y de rencor. Sí, sé que eres tú quien me ha enviado esta pena que siento y esta enfermedad que tanto está quitándome la vida. Déjame en paz, Agnes. Yo no quise hacerte daño nunca.

Agnes se quedó paralizada, sin saber qué decir ni cómo debía actuar. Al confiar por unos momentos en que la situación que Artemisa y ella vivían cambiaría, se había desprendido de la coraza que tanto podía protegerla y en esos momentos le costaba muchísimo recuperarla. Detectaba que la mirada de Artemisa irradiaba una desconfianza muy gélida que le golpeaba brutalmente en el corazón. Entonces entendió que sus percepciones solamente habían emanado de su nostálgica y soñadora alma y que la realidad era y sería siempre muy diferente de lo que ella anhelaba experimentar.

Cuando percibió que aquella dulce fantasía se desvanecía sin ni siquiera dejar rastro en el alma de Artemisa, entonces perdió la última estela de confianza que había podido dedicarle a la vida. No, nadie la ayudaría, nadie podría comprenderla jamás, pues desde siempre había sido una mujer despreciable, turbada y extraña que no se merecía recibir el amor de nadie, ni tan sólo del ser más oscuro y malvado. Su único hogar era la soledad. Su único destino era el abandono, el rechazo eterno, la locura.

A Agnes le pareció que de la voz de Artemisa se desprendían un odio y un rencor inmensos. Entonces notó que las buenas sensaciones que le habían anegado el alma se deshacían irrevocablemente. La sutil luz que había resplandecido a su alrededor se desvaneció como polvo en una tormenta y la presencia de Artemisa volvió a resultarle asfixiante y amenazadora.

Rápidamente, se cubrió con aquella coraza tan gélida y pétrea, olvidándose de las buenas sensaciones que había experimentado; las que le habían acariciado con mucha ternura el alma. Sintió muchísimas ganas de llorar, pero se contuvo. No obstante, no pudo evitar que la decepción más inmensa se apoderase de ella.

Cuando notó que aquella coraza pétrea y férrea que la ayudaba a protegerse del dolor que los demás podían ocasionarle la había cubierto por completo, enterrando bajo su poder las facetas más dulces de su carácter, entonces se comportó tal como a Artemisa tanto podía estremecerla. Volvió a mirarla con desafío y rencor, sobre todo con mucho rencor. Las acusaciones que Artemisa le lanzaba cada vez le rasgaban más el alma. Era cierto que ella sí había querido hacerle daño, sobre todo porque había creído que Artemisa deseaba destrozarle la vida y alejar de ella a todos aquéllos que habían aprendido a quererla tal como era; pero aquellos deseos no habían nacido en su alma y se arrepentía muchísimo de haber permitido que éstos la dominasen.

Artemisa, en esos momentos, le parecía la mujer más débil y a la vez imponente de la Tierra. Su poder sobre todo se reflejaba en la seguridad con la que la acusaba de haberle infligido un daño irreversible y de estar tan enferma por culpa suya. Mientras le dirigía aquellas palabras tan hirientes, Artemisa la miraba con un desprecio que a Agnes le apretaba el corazón hasta casi aniquilárselo. La habían mirado de ese modo muchísimas veces a lo largo de su vida, pero nunca le había dolido tanto y tanto que otra mujer, y sobre todo si ésta le parecía tan especial y mágica, la rechazase con tanta frialdad, sin ni siquiera plantearse la posibilidad de que sus más terribles actos brotasen del miedo más inexpugnable a la soledad y la tristeza. A Agnes no le costó adivinar que para Artemisa ella era solamente una mujer malvada que deseaba destruirla para siempre. Incluso llegó a creer que Artemisa la percibía como una fiera indomable que había que reducir cuanto antes a cenizas.

No pudo evitar que la decepción que experimentaba se volviese incontrolable. Lo único que deseó entonces fue alejarse de ella, de la mujer que tanto daño estaba haciéndole con aquellas palabras tan horribles, con aquella mirada tan cargada de rencor y odio; pero comprendió que no podía huir de ella, que Artemisa siempre estaría acechándola desde cualquier parte dispuesta a destruirla, a matarla incluso.

Entonces empezó a tener tanto miedo que perdió el rastro de su consciencia. No podía pensar en lo que hacía. No valoraba las palabras que le brotaban del alma y ni siquiera imaginaba lo que podía ocurrir después de esos terribles momentos. Artemisa se había convertido para ella en la persona más poderosa de la Historia y de la Tierra. Creía que Artemisa podía provocarle un dolor insufrible tan sólo con su tersa y mágica voz. No quería que Artemisa la rechazase; ella, no, ella no.

     Si lo único que vas a hacer es insultarme, ya puedes irte por donde viniste —le ordenó intentando expresarse con firmeza y seguridad—. Yo jamás quise herirte. Nunca se me ocurrió hacerte daño.

     No me mientas, Agnes. Conozco toda la verdad.

Se habían levantado las dos del suelo y en esos momentos se hallaban una frente a la otra, mirándose con desafío. Agnes notó que los ojos castaños y mágicos de Artemisa caían sobre ella como si fuesen una inmensa y agresiva roca y ella sólo fuese una delicada flor. Incluso tuvo la sensación de que la desgarradora y potente mirada que Artemisa le dirigía le arrebataba el aliento. Le costaba respirar y mantener estable su equilibrio, pero luchó contra las terribles emociones que experimentaba para que no se deshiciese la máscara de fortaleza que podía protegerla. Artemisa, en aquellos momentos, le parecía el ser más vigoroso e invencible de la Tierra.

No obstante, a Agnes también le parecía que Artemisa estaba demasiado débil. Apenas podía sostenerse en pie y temblaba brutalmente, como una hoja caduca. Se percató de que, cuando comenzó a caminar de regreso hacia su cabaña, Artemisa la seguía trémula e insegura. Sin pensar en lo que hacía, la tomó del brazo y la ayudó a andar. En esos momentos, en los que la tenía tan cerca, tanto que incluso podía aspirar el aroma que emanaba de su cuerpo, lejanamente se preguntó por qué no podían quererse, por qué no podían respetarse y quebrar la distancia gélida que tanto las separaba, que tan diferentes las volvía, cuando Agnes sabía que tampoco eran tan distintas. Ambas adoraban a la misma Diosa, ambas creían en la vida de un modo muy semejante, ambas tenían el alma anegada en magia, ambas gozaban de poderes especiales...

Mas Artemisa estaba lejos de ella, tanto como lo estaba su sueño, su tierra, el amor, la vida, La Paz, La Luz.

Quiso ser más valiente que ella, quiso vencerla, quiso sobreponerse a su poder y a su fortaleza; ésa que, sin embargo, era tan frágil. Artemisa en esos momentos, sin que Agnes lo supiese, estaba totalmente rendida a la voluntad de aquella mujer que tenía el alma tan llena de desesperación. Artemisa apenas tenía ánimo para defenderse, pero Agnes la percibía tan vigorosa como la tormenta más devastadora.

Mas, aunque Agnes se protegiese tras aquella mujer fuerte e imponente que tanto empequeñecía a Artemisa, aún quedaba una sutil voz por dentro de ella que le revelaba que deseaba hablar serenamente con ella para explicarle lo que pensaba y sentía. Le presionaba el corazón un impetuoso anhelo de desvelarle a Artemisa cuán débil y frágil era, a pesar de que ella la percibiese poderosa y letal. Se preguntó cómo era posible que Artemisa no se diese cuenta de que, en realidad, aquella mujer que tenía a su lado, quien tanto la asustaba, no era más que un pedacito de alma herida y destruida, no era más que el reflejo del desaliento más evanescente.

Anduvieron entre los árboles notando que la naturaleza se avenía con sus sentimientos y que el cielo plomizo que las cubría estaba a punto de derramar sobre ellas todas las lágrimas de la Historia. Agnes intuía que aquél era el último instante levemente cuerdo de su existencia. Presentía que, cuando se encerrase con Artemisa en su cabaña, se apagarían para siempre todos los caminos que ella podría recorrer en su vida. Entonces, de repente, se acordó de Galicia, de su ensoñada y añorada tierra hermosa. Supo que, si permitía que la locura siguiese impulsándola hacia ese abismo al que deseaba lanzarla, nunca más regresaría. Y lo que más le dolía era haber tenido hasta entonces la sutil esperanza de que algún día volvería, de que podría compartir con sus bosques y su aldea los últimos alientos de su vida.

Entonces Agnes se sintió morir. Notó que se deshacía la máscara tras la que se amparaba, tras la que escondía sus verdaderos sentimientos; los que se volvieron mucho más fuertes que cualquier temor, que cualquier ansia de ser fuerte. Agnes percibió que aquel disfraz de mujer valiente y poderosa se rompía en mil pedazos, destruido por unas insoportables ganas de llorar de desesperación.

Como el brumoso cielo que las cubría, ella también se hallaba pronta a deshacerse en un llanto inconsolable; pero Artemisa apenas captaba los sentimientos que se le desprendían a Agnes de la mirada. Si se hubiese hundido en sus expresivos ojos negros, habría descubierto que, en aquellos momentos, Agnes no se asemejaba ni un ápice a la mujer que tanto la aterraba, que aparecía en sus peores pesadillas. Habría descubierto que Agnes tenía el alma completamente destrozada e incluso habría adivinado que estaba mucho más enferma que ella y que estaba a punto de desaparecer; pero Artemisa ni siquiera se atrevía a mirarla. Caminaba a su lado intentando resguardar en su alma el último ápice de fortaleza que le quedaba.

Una voz agresiva y potente gritaba por dentro de Agnes, advirtiéndole con insistencia de que nunca más regresaría a su tierra, que todos sus sueños se habían convertido en niebla y que dentro de muy poco la encerrarían de nuevo en aquel hospital en el que la vida no existía, porque aquél era el único lugar donde se merecía estar. Agnes trataba de ignorar aquella invencible y destructiva voz, pero su sonar era mucho más vigoroso que la velocidad del viento más violento.

Llegaron al fin a la cabaña de Agnes. Cuando Artemisa se adentró en aquel hogar tan acogedor, notó que la rodeaba una magia extraña, incluso absorbente. Tenía la sensación de que la envolvían unas brumas cálidas y a la vez gélidas. Además, el olor a incienso y a hierbas que flotaba a su alrededor serenó levemente los punzantes nervios que le arañaban el estómago. De pronto se encontró acogida en aquella morada en la que nunca había estado.

Sin embargo, no desapareció su desconfianza ni se marcharon de su interior aquellas ideas que tanto la destruían. Continuaba creyendo que Agnes era la culpable de todos sus males. Lo que Artemisa no podía imaginarse era que su enfermedad básicamente nacía del miedo que la atacaba. Era posible que Agnes le enviase más energías negativas a través de aquellos rituales de los que jamás ella podría acordarse, pero la principal fuente de su lamentable tristeza era su propia alma.

Agnes oía que Artemisa le hablaba, pero no podía comprender las palabras que le dirigía, pues la confusión en la que se había hundido su mente la apartaba de su alrededor y sólo la instaba a prestarles atención a los sentimientos que vociferaban por dentro de ella. En aquellos momentos, las emociones que más gritaban en su interior eran la impotencia y la desgarradora nostalgia que nunca la había abandonado. Saber que jamás volvería a su verdadero hogar intensificaba su frustración y su miedo; el cual se tornaba insoportable cuando Agnes intuía que su único destino era vivir en el hospital en el que tanto la habían destruido.

Artemisa no dejaba de dirigirle palabras que para Agnes no sonaban. De vez en cuando la miraba, pero percibía que su entorno se había vuelto inasible e inaccesible. Ni siquiera su poderosa mirada podía atravesar las sombras que la rodeaban y que la apartaban de aquellos instantes; mas, de pronto, notó que Artemisa de nuevo la acusaba con impotencia e incluso violencia. La miró extrañada cuando oyó aquellos estremecedores reproches. Le costaba comprender el significado de aquellos momentos y, durante unos largos segundos, no supo cómo debía comportarse. Lo único que percibía era que los horribles e intensos sentimientos que le devoraban el alma se intensificaban hasta tornarse ensordecedores.

     ¡Porque sé que eres tú la que está haciéndome tanto daño! ¿Por qué no lo reconoces? ¿Por qué no me dices la verdad de una maldita vez? Dime, ¿por qué te empeñas en destrozarme la vida? ¿Por qué, si tú también sabes que nos unía un lazo tan poderoso, has permitido que nuestra vida se cubra de tanta oscuridad? ¡Sé que tú también sentiste que ya nos conocíamos! ¡Y sin embargo te has comportado conmigo como si yo te hubiese matado en otra vida! ¿Es eso posible, Agnes? ¿Fui yo acaso quien te quitó el aliento? ¡Sé que siempre estuvimos...!

     Cállate, Artemisa —le pidió con una voz susurrante, pero anegada en fortaleza. Ni siquiera Agnes se esperaba que su voz sonaría tan firme.

     No me callaré, Agnes. Sabes que tengo razón. Lo único que quiero es que me digas por qué, por qué me odias tanto. Yo podría haberte cuidado, pero tú...

     Yo nunca te odié y jamás quise hacerte daño, Artemisa —le confesó notando que se desmoronaba ante ella y que las palabras que Artemisa le dirigía la aplastaban como si de veras fuesen rocas invencibles.

     ¡Me mientes, me mientes continuamente!

     Vete a tu casa, Artemisa. Vete antes de que empiece a llover y ya no puedas regresar —le pidió desesperada de miedo y de impotencia. Sentía que la poderosa máscara tras la que se había ocultado se había convertido en un simple velo de brumas que estaba desvaneciéndose y no deseaba que quedasen al descubierto ante Artemisa sus verdaderos sentimientos—. Vete, por favor, y déjame sola.

     Sí, te dejaré sola, por supuesto; pero no sin antes recordarte que yo ya no tengo hogar. ¿Acaso no te acuerdas de que mi cabaña ardió?

     ¡Yo no sabía nada! ¿Tú también piensas que yo la incendié? —le preguntó incrédula, notando que la desconfianza de Artemisa se tornaba en un puñal que le atravesaba el alma—. ¡A mí jamás se me habría ocurrido quemar tu casa!

     ¡No sigas mintiéndome! —le exigió alzando levemente la voz. Artemisa también estaba cada vez más nerviosa.

     Si lo único que vas a hacer es acusarme, ya puedes irte por donde viniste. ¡Vete, Artemisa!

Agnes sabía que no eran las acusaciones que Artemisa le lanzaba lo que la instaba a pedirle tan desesperadamente que se marchase, sino la cercanía de la locura, de su indestructible locura. Estaba cada vez más asustada y descontrolada y no deseaba que Artemisa descubriese su verdadera identidad. Sabía que, si continuaba a su lado, mirándola con tanto desafío, acabaría advirtiendo que en realidad era una mujer mucho más frágil que una flor otoñal. Estaba segura de que Artemisa podía deshacer con sus ojos su pequeño mundo, su maldito teatro, y no quería, no quería que ella la conociese, así no, en aquella vida no. Se avergonzaba de ser quien era, de ser como era, de estar tan enferma, de estar loca.

     Por favor, Artemisa, vete...

Agnes había comenzado a llorar sin que ni siquiera ella misma pudiese presentir la llegada de sus lágrimas. Notó que el alma se le partía y que se le derramaban por todo su ser esos terribles e intensos sentimientos que tanto le habían presionado el corazón, que tanto se había esforzado por esconderle a Artemisa.

Cuando Artemisa vio que Agnes se desmoronaba ante ella, la desconfianza que tan valiente la volvía se deshizo lentamente, dejando a su paso una estela de compasión que se apoderó irreversiblemente de su alma. Entonces se acercó a ella y la tomó con delicadeza de las manos. Se estremeció al notar que Agnes las tenía heladas y trémulas.

Le dedicó unas palabras de aliento que a Agnes le acariciaron suavemente el corazón. En aquellos momentos, estaba a punto de rendirse entre los brazos de Artemisa, de pedirle perdón, de suplicarle que la ayudase, que la arrancase de esa vida y que la acompañase hacia su tierra, donde en otra vida ya habían sido tan felices. Anheló tener el valor suficiente para confesarle lo que sentía y pensaba; pero se creía tan insignificante, tan absurda y despreciable...

Percibió que Artemisa le acariciaba las manos y advirtió que deseaba abrazarla, pero imaginarse entre los brazos de aquella mujer que tanto la había desestabilizado la deshacía como si su cuerpo fuese de hielo y Artemisa fuese el sol que desvanece la nieve que ha llorado el invierno.

Tenía miedo, mucho miedo, a que se deshiciese para siempre su fortaleza. Incluso, en aquellos momentos, rogó que la tierra se abriese bajo sus pies y la absorbiese para siempre, devorándola después en su ígneo y eterno vientre.

Némesis observaba aquella escena sintiéndose incapaz de comprenderla. En muchísimas ocasiones, Agnes le había asegurado que Artemisa era peligrosa y le había insistido en que tenía que defenderla de ella y de su destructivo poder. Deseaba hundirse en los ojos de su amiga para preguntarle, a través de su hipnótica mirada, qué debía hacer. Percibir a Artemisa tan cerca de Agnes la inquietaba tanto que incluso le costaba respirar. Ella también tenía miedo a que le hiciesen daño, a que pudiesen herirla mucho más de lo que ya lo estaba. Todavía ardía en su corazón inocente ese potente anhelo de defenderla y de apartarla de cualquier mal que pudiese rasgarle el alma.

Al notar que Némesis la miraba, Agnes se quedó paralizada, desorientada en sus propios sentimientos. Artemisa todavía la tenía tomada de las manos y Agnes no había dejado de llorar, pero de pronto Agnes percibió que de los ojos de Némesis emanaba esa fortaleza que ella había perdido. Entonces se percató de que se había rendido, de que con su actitud estaba confesándole a Artemisa que en realidad era inmensamente débil y quebradiza.

Entonces se esforzó por recuperar el disfraz de mujer implacable que tanto podía proteger sus verdaderos sentimientos. Fueron los ojos de Némesis los que le entregaron toda esa valentía que ella necesitaba para ser fuerte, quienes le devolvieron la máscara tras la que podía ocultarse y fingir que era mucho más poderosa de lo que jamás sería.

Su desesperación y su tristeza se mezclaron con el incipiente valor que llamaba a las puertas de su alma. Notó que un impetuoso deseo de desaparecer se abría paso entre el desconsuelo y la locura. Se imaginó que de repente su memoria y sus emociones se callaban al fin y que la cubría una oscura e invencible sombra que jamás se desvanecería. Sí, anhelaba marcharse definitivamente, pero ya no a su amada tierra, quien tampoco se merecía sufrir su locura, sino del mundo, de cualquier existencia, y se arrancaría la vida con una frustración desgarradora. Aniquilaría todo lo que era, todo lo que había sido y podía ser con una saña con la que jamás nadie mató a nadie. Desfogaría en su suicidio todo el odio que se profesaba a sí misma, toda aquella rabia que sentía cuando oía los latidos de su incansable corazón.

Mas entonces un pensamiento refulgió en medio de tanta oscuridad, de tantas tinieblas gélidas: cuando se fuese al fin, Artemisa continuaría viviendo, recordando siempre lo que había ocurrido entre las dos, recordando a aquella mujer sombría que tan enferma estaba. Entonces supo que no deseaba que Artemisa guardase su recuerdo en su luminosa memoria. No, no quería que nadie se acordase de ella. Anheló convertir en olvido todos los momentos que había vivido. Anheló que jamás nadie la rememorase, ni siquiera quería que su tierra evocase su horrible existencia.

Y supo que la única forma de evitar que Artemisa la recordase era arrebatándole el aliento para siempre. Entonces, cuando Artemisa expirase, ella destrozaría todo lo que se relacionaba con su alma. Liberaría a Némesis de la horrible existencia a la que la había condenado y partiría de la vida sin despedirse siquiera de sus recuerdos más bonitos. Si su enfermedad no le permitía ser feliz con Artemisa en esa existencia mágica que tanto había anhelado y anhelaba vivir con ella, no merecía la pena que ninguna de las dos respirase. Quería desvanecer el rechazo con el que Artemisa la heriría antes de que naciese la posibilidad de experimentarlo.

Cuando aquellos pensamientos tan tristes invadieron toda su alma, entonces miró a Artemisa sintiéndose un poco más fuerte. Némesis todavía le transmitía valentía a través de sus hipnóticos ojos áureos. Agnes notaba, como si fuese tangible, la energía que su amiga le enviaba y le pareció que de pronto se desvanecían las brumas que habían inundado su entorno. Recuperó la noción de sí misma, de lo que deseaba y pensaba y nuevamente se revistió con aquel disfraz de mujer imponente e invencible.

Artemisa notó enseguida el cambio que se había operado en Agnes. Sus ojos negros y profundos destilaron de pronto una asfixiante energía que la paralizó y que le hizo sentir trémula e intimidada. No obstante, no podía separarse de aquella mirada tan hechizante. Le parecía que ésta gritaba en vez de musitar, revelándole certezas que la sobrecogían hasta volverla del tamaño de una lágrima.

Agnes también se había hundido sin regreso en los ojos de Artemisa. Analizaba sus gestos, el sentido de su mirada y las emociones que impregnaban sus bellas facciones. Entonces notó que la beldad de Artemisa la asfixiaba y se le clavaba en el corazón como si fuese una estaca agresiva. Estuvo a punto de proferir un alarido de dolor, pero se contuvo. Sí, el alma le dolía, le dolía como si alguien estuviese hundiéndole una espada en El Centro de su cuerpo, allí donde ella siempre había oído los latidos de sus emociones, allí donde ella había encontrado siempre la fuente de todos sus sentimientos.

Y entonces toda la impotencia que había experimentado desde que la arrancaron de su verdadero hogar, toda la tristeza que había ensombrecido irrevocablemente sus días y el miedo a que continuamente la rechazasen se unieron en una única emoción: la ira más infinita, la rabia más frustrante y destructiva. Se olvidó entonces de todos los pensamientos hermosos que le habían anegado la mente y se refugió en aquella valentía que brotaba de aquella enfermedad que tanto la desubicaba en el mundo y en sí misma.

Entonces notó que desde los ojos de Némesis le llegaban palabras silentes cargadas de amenazas, palabras que se le introdujeron en lo más profundo de su ser como si sólo allí pudiesen existir, y percibió que su interior se llenaba de unas brumas densas que cubrieron sus más tiernos sentimientos hasta tornarlos casi vacíos e invisibles. Aquellas sobrecogedoras palabras que Némesis le había transmitido con su poderosa e hipnótica mirada se le escaparon de los labios convertidas en sonidos que ni siquiera reconoció. Su voz sonó como si no proviniese de su cuerpo, como si ésta hubiese brotado de un alma lejana, herida y gélida que en absoluto se relacionaba con su existencia.

     Vas a morir, Artemisa —le dijo de repente con una voz imponente y suave como el murmullo del viento—. Vas a morir y nadie podrá rescatarte esta vez.

Ni siquiera sabía por qué estaba dirigiéndole aquellas palabras tan horribles; las cuales a ella también le destrozaban el alma. Lejanamente, se planteó la posibilidad de que Némesis hubiese hablado a través de ella, pero aquella idea la sobrecogía tanto que la desechó en cuanto rozó sutilmente su débil razón. Se sentía como si alguien se hubiese introducido en su cuerpo y dominase todos sus pensamientos y sus movimientos. Fue desapareciendo lentamente, entonces, el último rastro que quedaba de su espíritu.

Agnes vio que Némesis fijaba insistentemente los ojos en Artemisa y que de su mirada se desprendía una emoción muy densa que abarcaba la totalidad de su mundo; el que ya estaba casi derruido. Se sobrecogió cuando entendió que había llegado ese momento que Némesis tanto ansiaba vivir. Estuvo a punto de pedirle que se detuviese, estuvo a punto de acercarse a ella y calmarla con sus tibias caricias; pero, cuando quiso hundirse en los ojos de la serpiente, notó que aquella bondadosa intención se quedaba pendiendo de un irrecuperable recuerdo. Los ojos de Némesis la lanzaron a un abismo inmenso del que Agnes ya no pudo rescatarla y le entregaron esa valentía y esa seguridad que el amor de Artemisa deseaba destruir. Se desempeñaba en el interior de Agnes una pugna entre los rescoldos de su verdadera identidad y el brío de la que la locura había alumbrado. Tan confundida estaba que apenas podía oír sus propios pensamientos.

Némesis observaba a Agnes con una insistencia sobrecogedora. La miraba aguardando que Agnes le diese aquella orden que pondría fin a aquella vida tan oscura y escalofriante en la que Agnes, continuamente, se esforzaba por existir; pero parecía como si Agnes se hubiese olvidado de todas las palabras que conocía, pues restaba quieta, mirando a Artemisa y a Némesis como si ninguna de las dos formase parte de su mundo. Sin embargo, de pronto, al captar todo el poder que dimanaban los ojos de Némesis, esas brumas que le habían impedido expresarse con claridad se disiparon sin dejar huella, arrastrando hacia la oscuridad a la Agnes tierna y cariñosa que tanto amaba a Artemisa. De nuevo habló, esta vez sin ni siquiera advertir el significado de las frases que pronunció; las cuales fueron para Némesis las más vigorosas que había oído en la dulce y entrañable voz de Agnes:

     Némesis, queridiña, xa chegou o momento —la avisó sin perder ese deje de dulzura que siempre teñía su voz cuando se dirigía a su querida amiga—. Despois, xa poderás ser libre.

Entonces Némesis, animada y excitada, se acercó ágilmente a Artemisa, quien estaba paralizada por el inmenso miedo que llevaba sintiendo desde hacía meses. Ni siquiera ella misma sabía por qué había vivido tan asustada. Era cierto que Agnes la intimidaba y siempre la sobrecogía cuando se hallaba cerca de ella, pero también había sabido siempre, sin que ni tan sólo su alma pudiese aceptarlo, que por Agnes había experimentado otras emociones que no se creía capaz de convertir en palabras. Cuando la miraba a los ojos, oía gritar en su interior una voz antigua que le oprimía el corazón y que la instaba a evocar recuerdos que, sin embargo, su memoria no podía recuperar. Se le removía el alma cada vez que se hundía en la preciosa imagen de Agnes, cada vez que la oía hablar, cada vez que aspiraba el aroma de su cuerpo. Y en sus sueños Agnes siempre aparecía rodeada por un halo de misterio que le hacía creer que ella no había nacido en aquel mundo, sino en otro mucho más lejano e inaccesible. No obstante, jamás le había confesado a nadie que se le despertaban tantos sentimientos cuando Agnes se mezclaba con sus pensamientos o cuando la notaba cerca, tan cerca que toda su energía cubría su suelo y llenaba su alrededor.

En aquellos momentos, cuando presentía cerca el fin de su vida, se planteó la posibilidad de que el miedo que la atacaba no emanase de la imponente presencia de Agnes, sino de los sentimientos que experimentaba siempre que pensaba en ella o la miraba. Sí, lo más probable era que fuesen aquellas emociones tan extrañas las que tanto la aterraban.

Cuando percibió que Némesis se hallaba cada vez más cerca de ella, Artemisa miró a Agnes con los ojos llenos de súplicas. No quería morir, pero ni siquiera sabía por qué deseaba mantener intacta su vida, por qué anhelaba continuar respirando, si su existencia se había vuelto totalmente oscura y asfixiante. No obstante, sabía que su destino le reservaba momentos muy mágicos que ella ansiaba rescatar de las sombras de su incierto futuro.

Agnes oyó la silenciosa voz de la mirada de Artemisa, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Némesis ya le había hundido en el cuello sus afilados colmillos y Artemisa había comenzado a perder su aliento, su consciencia, su hálito de vida. La parálisis que se había adueñado de Artemisa se tornó de repente en el principio de una muerte gélida.

Némesis se retiró pausadamente de Artemisa, sin mirar a ninguna parte. Agnes notó que los ojos de su amiga resplandecían de satisfacción, pero su alma... en esos momentos, su alma ya no era alma, ya no era espíritu ni aliento.

Un frío aterrador y espeluznante se le repartió por todo su cuerpo cuando vio que Artemisa perdía el poco equilibrio que había latido en su ser y caía delicada y silenciosamente al suelo, como una hoja caduca que se rinde en los brazos de la otoñal brisa que la arranca de su hogar. Quedó tendida allí, sin aliento, casi sin respirar.

Una interminable punzada de dolor la extrajo de sus paralizantes pensamientos. Agnes percibió que el corazón comenzaba a latirle muy rápido, cada vez más rápido, como si quisiese pugnar contra aquel momento, como si con sus palpitaciones ansiase despertar a Artemisa de su mortífero sueño.

Entonces fue plenamente consciente de lo que significaba aquel instante, de cuánto valor tenía actuar rápida y concisamente, sin permitir que el miedo y el desconsuelo la detuviesen. Se agachó velozmente junto a Artemisa y la miró con urgencia. Con sus gélidas y trémulas manos, tomó su cabeza delicadamente y la miró a los ojos a través de sus párpados cerrados, a través de las lágrimas que habían inundado su mirada.

Némesis todavía la miraba satisfecha, pero, cuando advirtió que Agnes temblaba cada vez con más brutalidad, cuando percibió que desaparecían toda la valentía y la locura que tanto habían impulsado a su amiga a ser fuerte, entonces se retiró de ella, tal vez intuyendo que su presencia ya no tenía sentido ni cabida en aquel momento.

     Artemisa, Artemisa —la llamó Agnes con un susurro quebrado.

Némesis se estremeció al captar toda la desolación y la oscuridad que impregnaban la dulce y poderosa voz de Agnes. Más que nunca, ansió poder comunicarse con ella usando aquel melodioso y tierno idioma con el que Agnes se dirigía a ella. Anheló asegurarle que apenas le había inyectado veneno a Artemisa, pues en todo momento había sido consciente de que, tarde o temprano, Agnes se arrepentiría de su comportamiento, Agnes renacería de su locura con el alma totalmente herida.

Agnes conocía el modo de combatir los efectos del veneno de Némesis. Así pues, se apresuró a preparar rápidamente la tisana que podía rescatar a Artemisa de los brazos de la muerte. Apenas controlaba ni preveía sus movimientos. Actuaba guiada por una voluntad incansable. No obstante, su mente no se calló en ningún momento. Sin cesar, le revelaba que, cuando lograse curar a Artemisa, ella se marcharía de la vida y sería Némesis quien la arrancaría de esa maldita existencia que, según pensaba, nunca debería haber comenzado.

Agnes era consciente de que, si no moría, su único destino era vivir para siempre encerrada en aquel hospital tan lleno de enfermedad y locura. Así pues, no le importaba que su aliento se detuviese y que su alma desapareciese, pues en aquel lugar tan asfixiante ella también fenecería sin que nadie volviese a rescatarla nunca más. Sabía que, después de lo que había ocurrido, todas aquellas personas que la habían querido la abandonarían para siempre, eternamente, y olvidarían su existencia. Y de hecho ella así lo deseaba, que nadie la recordase nunca más.

2 comentarios:

  1. Yo creo que no hay una forma más magistral de describir los sentimientos. Has escrito el amasijo de sentimientos entre ellas de una forma maravillosa, haciendo que comprendamos y vivamos cada una de sus emociones. Ha sido brutal.

    En primer lugar hablaremos de la Pulpo. Aparece en escena, otra vez. Sus primeras palabras hacia Agnes son tan chocantes que las he tenido que leer un par de veces para cerciorarme de que lo había leído bien. Agnes tampoco comprendía que pudiese acudir a su casa con semejante discurso, estaba claro que no podía hablar en serio, o es que está realmente majara perdida. Puedo entender que acuda para intentar defender a Artemisa, pues cree que quizás hablando pueda hacerle reaccionar y que no le siga haciendo daño, es comprensible. Lo que no puedo entender es que aparezca con ese argumento destructivo, de nuevo intentando que se marche y lo que es peor, animándola a morir. ¿Pero esta loca de dónde sale? Al menos Agnes consigue echarla de su casa, junto a Némesis. Es que, es Neftis quién debería haber recibido el veneno de la serpiente...no Artemisa. Ya, ya sé que no habría estado bien, pero es que se lo está ganando a pulso. Es mala, muy mala, y para mi al igual que para Agnes, está muerta. Me joroba que luego compartan casa y la tenga que seguir aguantando.

    Cuando Artemisa visita a Agnes, todo parece maravilloso. Consiguen conectar y parece que todo lo malo desaparece, por eso sorprende el doble cuando Artemisa saca a relucir todo y la acusa. Agnes se engaña, al igual que engañaba a Neftis, diciendo que ella no es la culpable de que esté enferma. No se atreve a reconocerlo, es lógico. Esa realidad le golpea en la cara y no sabe reaccionar. Que la acuse de haber quemado su casa termina de empeorar la situación y precipita las cosas. Es que, llega un momento en el que lo que es verdad y mentira se mezcla y crea una situación yo creo que insalvable.

    Aunque lo peor estaba por llegar, y es que cuando Némesis envenena a Artemisa, condena definitivamente a su amiga. La caída al pozo es inevitable y ya no hay salvación. Némesis al menos, no la envenenó a muerte, consiguió mantener un poco la cabeza fría.

    Me da rabia que nadie se responsabilice. Es cierto, Agnes hace algunas cosas mal, pero a raíz de sufrir malostratos, de insultos, rechazos y humillaciones. Una persona enferma rodeada de incompetentes sin corazón, que en vez de ayudarla la empujan dándola por perdida. No es justo. Sí, en algún momento intentaron ayudarla, pero sabemos muy bien que ella misma puso de su parte, que en muchos momentos luchó por recuperarse, necesitó un apoyo, un algo por parte de sus "amigos" y se dio contra una pared.

    Sabemos que Artemisa se recuperará, pero lo vivido la marcará irremediablemente. Ahora todos se lavarán las manos, echando balones fuera. Ellos no han tenido nada que ver, fueron santos que la ayudaron mucho... No exculpa a Agnes por lo ocurrido, pero ella está enferma, y ya no creo que sea tan solo por la enfermedad con la que salió del hospital, también por otra más dolorosa provocada por aquellos que la despreciaron y que se suponía que la querían.

    Me da terror leer el próximo capítulo, temo el momento en el que regrese al hospital...

    Un capítulo intensísimo. Me lo he leído del tirón. Esta historia me encanta, me tiene totalmente cautivado.

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  2. Némesis es sorprendentemente importante en la trama en general y en la vida de Agnes en particular. Ella intenta tomar siempre el camino más corto, lo que para su mente resulta claro y evidente, y eso trae como consecuencias resultados desastrosos; casi es una metáfora de la sociedad humana que hemos construido, donde las palomas, las ratas, las gaviotas, las hormigas... perjudican con su mera presencia, están de más, cada paso que dan nos molesta, nos hace daño, enseguida decimos que son una plaga, cuando no están haciendo otra cosa que vivir, sin maldad, sin malas intenciones.

    Pero bueno, el argumento del capítulo realmente es complejo. La visita de Neftis es un relato perfecto de cómo los seres humanos somos capaces de retorcer la realidad, los sentimientos y las apariencias para tratar de forzar a los demás en nuestro provecho. Neftis demuestra una bajeza rastrera, porque no le importa en absoluto cómo se pueda sentir Agnes, al contrario, juega con su debilidad, con el único propósito de ver si puede mejorar su situación respecto a Artemisa, y ya de paso clavar un puñal en el corazón de Agnes, pisarle la cabeza para ver si la puede enterrar. Qué falta de entrañas. Y aquí Némesis es el único apoyo de Agnes, quién sabe si habría podido seguir viva sin ella. Es también su confidente: Estou soíña, soíña para sempre. Só teño a Némesis comigo, pero ela non se merece aturar a miña loucura nin a miña tristura.

    Cuando pensaba que esta visita iba a ser el plato fuerte del capítulo, vino la de Artemisa, un verdadero goce intelectual y literario. Agnes ama a Artemisa, y Artemisa siente algo por Agnes, no hay más que comparar el comportamiento de Artemisa con el de Neftis, a pesar de que Artemisa finalmente cree que Agnes es malvada y la causante de todas sus desdichas. Me gusta especialmente el párrafo en que Agnes comprende la situación, y que finaliza con esta frase: A Agnes no le costó adivinar que para Artemisa ella era solamente una mujer malvada que deseaba destruirla para siempre.

    Es muy importante que toda la conversación transcurre después de que se nos haya revelado que Agnes ha decidido morir, porque eso da una perspectiva especial a sus actos, es imposible no sentir piedad por ella, porque está en el punto máximo de sufrimiento, y sin duda encarna esa máxima que decían los romanos: un ser que sufre es un ser divino.

    Y ahí, cuando se ha sobrepasado ya todo límite de sufrimiento que nadie puede soportar, lo que fue (y sigue siendo) un impulso de autodestrucción, amplía su radio impulsando la rabia a quien está justamente siendo la causa del dolor más próximo: Artemisa. Pero no se me olvida que es el dolor quien está haciendo todo esto, no es para nada una venganza pensada y calculada, sino el acto reflejo del puro dolor. Agnes es una víctima, pero no del azar, o de la fatalidad, sino de la maldad humana. Todo le ha salido mal, y acepta su destino. Némesis envenena a Artemisa pero ella la va a salvar. Y su futuro es el pasado más negro: el hospital.

    Ya me estoy relamiendo con lo venga, por duro que vaya a resultar...


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