Capítulo 29
Alimentando la decepción
Aquel tiempo de absoluta
distancia, de irrevocable soledad, de profunda insania fue para Agnes una noche
que nunca se convertía en amanecer, unas horas oscuras y densas que devoraban
todos sus pensamientos y sentimientos. Apenas recordaría, cuando aquel tiempo
pasase, los hechos que le acontecieron, que le sobrevenían sin que ella pudiese
evitarlo ni preverlo. Vivía como si estuviese sumida en una inmensa e
interminable pesadilla. Gaya y Gilbert la visitaban de vez en cuando, pero
Agnes ni siquiera podía meditar sobre las palabras que les dirigía. Hablaba sin
escucharse a sí misma, sin oír apenas su propia voz. Se expresaba lejana y
enigmáticamente, utilizando frases cuyo verdadero significado nadie podía
atisbar.
Los pocos recuerdos que tendría
de esa época se le asemejarían, con el transcurso de los meses, a efímeras
ensoñaciones, a imágenes que se perdían en la brumosa inmensidad de la insania.
Rememoraría sutilmente la voz de quienes le hablaban, recordaría casi sin
imaginárselo algunas de las palabras que le dirigieron, pero jamás podría saber
si de veras había vivido aquellos momentos o si éstos formaban parte del mundo
de los sueños.
Agnes vivía sumergida en una soledad que había devorado todos los
rincones del mundo. Apenas se acordaba de que había respirado en otros lares y
que había compartido sus días con otras personas a las que se había sentido
inmensamente unida. No se había olvidado de todo lo que había vivido con Gaya,
con Gilbert y con Neftis; pero aquellos recuerdos le parecían inasibles. Todas
sus vivencias, sus experiencias y sus pensamientos pasados se mezclaban en una
confusa tormenta de desolación y oscuridad que apenas le permitía respirar y que
convertía en pesadillas cualquier instante onírico.
Lejanamente se planteaba la posibilidad de que para ella ya se hubiesen
terminado todos los suspiros de aliento que existían en el mundo. Creía, cada
vez con más firmeza, que su vida se había desvinculado del destino de todos los
que la conocían. Tenía la sensación de que se habían olvidado irreversible e
irrevocablemente de su existencia y que jamás nadie volvería a acercarse a
ella.
Mas, una intensa mañana de septiembre, tan estival como los días que se
arrastraban ya hacia el olvido, una mañana en exceso calurosa que le hacía
sentir terriblemente nerviosa, alguien llamó a la puerta de su entrañable
cabaña; la cual se había convertido para Agnes en el único lugar que podía
protegerla, en el único rincón en que se creía capaz de respirar. No le
apetecía conversar con nadie y mucho menos recibir a cualquier persona que
pudiese interrogarla acerca de sus sentimientos. No se creía capaz de volver
palabras las horribles emociones que le anegaban el alma y los tristes
pensamientos que la aturdían tanto. Y tampoco deseaba que nadie se percatase de
que para ella la vida se había tornado en una confusión indescriptible, en un
torbellino que jamás podría calmarse.
No obstante, tampoco se atrevía a ignorar aquel llamado que tanto la
asustaba. Incluso detectó que Némesis, con sus ojos dorados y hermosos, le
pedía desesperadamente que abriese la puerta cuanto antes. Némesis también
tenía miedo, pero su temor emanaba de percibir cuánto había cambiado su amiga.
La entristecía profundamente captarla tan lejos de la vida, tan ensimismada en
sus destructivos pensamientos y en sus poderosos sentimientos. Intentaba
consolarla en todo momento, cuando Agnes se despertaba aterrada de alguna de
sus pesadillas o cuando, bajo La Luz del día, sus ojos irradiaban aquella
desolación tan grande que empequeñecía su alrededor hasta tornarlo en el
reflejo de la nada; pero todo esfuerzo era inútil.
—
Non vou abrir, Némesis —le advirtió muy quedo, casi
inaudiblemente.
La persona que requería su atención volvió a llamar a la puerta de su
cabaña, esta vez con más insistencia y urgencia. Agnes no se movió. No quería
recibir a nadie en aquellos momentos. Sabía que sus miradas ya no susurraban,
sino gritaban, y no deseaba que la voz de su alma ensordeciese a nadie.
Además, intuía quién se hallaba al otro lado de aquella puerta que la
protegía del mundo y, en aquellos momentos, se sentía totalmente incapaz de
hablar con ella e incluso de mirarla. Tuvo entonces mucho miedo a que ella
pudiese juzgarla y que descubriese cuán quebrada tenía el alma.
—
Agnes,
ábreme. Sé que estás ahí, Agnes. Necesito hablar contigo. Por favor, Agnes,
ábreme.
La voz de Neftis se adentró intensamente en aquellos momentos tan
sombríos. De las palabras de Neftis se desprendía una incipiente impotencia que
ahondó el miedo que se le había aferrado al alma.
Hacía muchísimo tiempo que no se miraban a los ojos y que no se
dedicaban ni la palabra más sutil. A pesar de que Neftis la despreciase y la
hubiese tratado con tanto odio y rencor, Agnes la había extrañado muchísimo,
pero se había creído totalmente incapaz de buscarla. Sabía que Neftis sólo
vivía por Artemisa, sabía que a ella solamente le apetecía estar junto a
aquella mujer tan mágica que, sin ni siquiera preverlo, había deshecho todo su
mundo.
Entonces, Agnes recordó que nunca cerraba con llave la puerta de su
cabaña. Sabía que nadie se atrevería a irrumpir en aquel hogar tan misterioso y
además, desde que la habían obligado a habitar en aquel hospital tan horrible,
no soportaba sentir que su libertad se había desvanecido por completo.
—
Agnes,
como no me abras, yo misma entraré —la amenazó Neftis perdiendo levemente la
paciencia.
Sin esperar a que Agnes respondiese, Neftis se introdujo rápida y
repentinamente en aquella cabaña que era el mero reflejo de aquella alma tan
herida, tan aterida y resquebrajada. Cuando Agnes notó que su soledad se había
desvanecido, el miedo que le latía en el alma se intensificó hasta volverse
ensordecedor. Se alzó con velocidad de la silla en la que estaba sentada y se
alejó de Neftis notando que todo su cuerpo temblaba brutalmente. Neftis la
observaba como si en aquellos momentos no la conociese, como si jamás la
hubiese visto antes.
—
Agnes,
¿me tienes miedo? —le preguntó incrédula acercándose a ella—. ¿Por qué estás
tan asustada?
—
Vete
de aquí —le musitó inaudiblemente.
La mirada de Neftis aparecía llena de brumas. Neftis la miraba como si
de repente Agnes se hubiese convertido en el ser más amenazante de la Tierra.
De sus ojos se desprendía tanta desconfianza y rencor que Agnes tuvo la
impresión de que aquella mirada tan oscura podía deshacerla como si ella fuese
la nieve que el sol primaveral acaricia hasta desvanecerla.
Enseguida adivinó que Neftis y ella se hallaban a punto de internarse en
un momento delirante que destrozaría definitivamente el sutil lazo que inverosímilmente
las unía aún. Tuvo entonces mucho más miedo y empezó a idear el modo de escapar
de aquel instante que tanto le hacía temblar, pero Neftis le habló mucho antes
de que pudiese pensar con claridad. Su voz sonaba impregnada de una urgencia
que a Agnes la sobrecogió hondamente.
—
Agnes,
necesito hablar contigo —le exigió acercándose más a ella—. Hace más de dos
meses que no sabemos nada de ti. No es la primera vez que te alejas de
nosotros, pero antes al menos asistías de vez en cuando a los rituales. Ahora
parece como si te hubieses esfumado, Agnes. ¿Por qué no formas parte de nuestras
ceremonias? ¿Tienes miedo a que nos demos cuenta de que estás sufriendo otra
crisis?
Agnes notó que las palabras de Neftis la confundían profundamente. Le
resultaban absolutamente incomprensibles. Aunque le costase mucho evocar los
momentos que habían compuesto sus recientes meses de vida, con vaguedad e
imprecisión, era consciente de que la última vez que había hablado con Neftis
ella la había insultado delante de los miembros del aquelarre. Además, tenía
presente que había intentado participar en el ritual de Beltane y todos la
habían expulsado con odio y rencor de su lado. Parecía como si Neftis hubiese
olvidado los matices que creaban aquella realidad tan horrible y estremecedora
que tanto la asfixiaba. Era como si aquellos meses que la separaban de aquella
noche de Beltane no hubiesen existido.
Lo que Agnes no era capaz de figurarse era que Neftis actuaba de ese
modo con la única intención de extraerla brutalmente de la enajenación que la
dominaba. Neftis sabía que, para lograr que Agnes reaccionase, debía
trasladarse al preciso instante en el que aquella época oscura había comenzado.
No importaban ya los meses que habían transcurrido desde la mañana en la que
Agnes y Artemisa se habían conocido. Neftis quería llegar al origen de las
emociones de Agnes. Quería descubrir de dónde había nacido aquel odio que ella
creía que le profesaba a Artemisa.
—
Pues...
—titubeó con timidez, estremecida y trémula.
—
No
es necesario que me contestes —la interrumpió con brutalidad—. Sé que de nuevo
te hallas sumida en una de tus horribles épocas oscuras, pero esta vez has
decaído demasiado, Agnes. ¿No crees que ya es suficiente, que ya te has
equivocado bastante?
—
No
te entiendo —le indicó ella con una voz sutil. Ni siquiera se atrevía a
mirarla. Permanecía junto a la ventana, presionándose las manos con
nerviosismo.
—
Me
entiendes perfectamente, Agnes. Dime, ¿qué te ocurre con Artemisa? No puedes
engañarme. Desde que la conociste, te volviste tan extraña, tan inaccesible...
te has convertido en la mujer más oscura que conozco e incluso este hogar que
siempre me pareció tan hermoso ahora destila tanta soledad...
Neftis le hablaba con una impaciencia que a Agnes le hacía sentir
escalofríos. La hería que se dirigiese a ella con aquella falta de consideración
y cariño.
—
No
me encuentro bien, es cierto —le reconoció con lástima—; pero yo no tengo la
culpa.
—
No,
tú nunca tienes la culpa, es verdad —le confirmó con una dulzura sarcástica—.
tú lo único que haces es encerrarte en esa horrible soledad que tan huraña te
vuelve y que tanto te aleja de las personas que querían ayudarte. Lo que no
entiendo es por qué no nos buscas, por qué no te dignas confesarnos que te
encuentras mal, que de nuevo estás perdida en la locura. —Al oír aquellas
palabras, Agnes intentó protestar, pero Neftis la interrumpió con violencia
mucho antes de que ella pudiese pronunciar el sonido más sutil—: Lo que no comprendo
es por qué te empeñas en destrozarnos la vida a quienes tanto nos volcamos en
ti. Dime por qué no dejas en paz a Artemisa. ¡No sigas torturándola con tu
magia oscura! ¡Déjala en paz, Agnes! Todos sabemos que Artemisa está tan
enferma por culpa tuya. ¡Tú estás destruyéndola!
—
Eso
no es verdad —susurró ella notando que el corazón comenzaba a latirle con una
fuerza desbocada—. Yo no le hice nada a Artemisa.
—
¡Mentirosa!
¡todos sabemos que la amenazas continuamente! Sabemos que ella te teme. La
aterra pensar en ti y tiene pesadillas contigo todas las noches.
—
Pero
yo no...
—
¡No
intentes negarme la verdad, Agnes! —le chilló empezando a perder la paciencia—.
¿Por qué crees que Artemisa quiere hacerte daño? ¡Artemisa es la persona más
buena y mágica que existe en el mundo! ¡A ella jamás se le ocurriría herirte o
atacarte! ¡Ves fantasmas donde no los hay! ¡Tergiversas continuamente la realidad!
—
Eso
tampoco es cierto.
—
¡Y
sé que fuiste tú quien incendió la cabaña de Artemisa!
—
¡No,
Neftis!
—
Agnes,
¡estás enferma, estás realmente enferma! Deberías permitir que alguien te
ayude. No te medicas, ¿verdad? ¡Pues tendrías que hacerlo, Agnes! ¿Es que acaso
no te das cuenta de que estás loca? ¿Por qué ni siquiera tú, quien siempre ha
sabido mejor que nadie lo que te sucede, eres capaz de reconocer lo que está
ocurriéndote? ¡Tu locura está destrozándonos la vida a todos los que te
conocemos! ¡Tu propia existencia es una amenaza para todos! ¡Y sobre todo lo es
porque te respaldas continuamente en un animal peligroso que puede matarnos sin
que ni tan siquiera tú puedas evitarlo! ¡Deberías deshacerte de Némesis y
regresar a ese hospital en el que pueden ayudarte a curarte! ¡No puedes vivir
tan sola, Agnes! Ya no dominas tu comportamiento. Si no reaccionas, yo misma le
contaré a Gilbert todo lo que está pasando y te llevará a ese sanatorio de
donde, posiblemente, nunca tendría que haberte rescatado. Sí, todos pensamos
que cometió un horrible error sacándote de allí.
Las palabras de Neftis avivaron el miedo que había comenzado a sentir al
detectarla tan cerca. Aquel temor era punzante y gélido. Notó que se quedaba
paralizada y que se le atenazaban todos sus músculos. Intentó ignorar el
acelerado ritmo de su corazón, pues la forma como éste le latía la desquiciaba
muchísimo más e intensificaba sus nervios y su desolación; pero de repente se
dio cuenta de que su cuerpo y su mente se habían dividido, formando dos entes
completamente independientes que pugnaban por apoderarse de la potestad de sus
sentimientos y de sus pensamientos.
Vagamente se planteó la posibilidad de que Neftis estuviese atacándola
de ese modo tan triste impulsada solamente por el rencor, el recelo y el dolor
que le provocaba saber que Artemisa estaba enferma y que no la amaba. Intentó
calmarse pensando que su amiga en realidad no creía todo lo que afirmaba, pero
la forma como le hablaba y la trataba la desconcertaba y desconsolaba tanto que
apenas podía pensar con claridad.
—
Estoy
segura de que Artemisa no me corresponde porque tú nos has lanzado un hechizo a
las dos. ¡Una maldición horrible cayó sobre mi vida cuando te conocí! —le gritó
con una impotencia desgarradora.
Entonces, en esos momentos, impulsada por aquellas gélidas palabras,
Agnes recordó las recientes acusaciones que Neftis le había lanzado. Resonaron
en su mente los insultos con los que la había atacado y, de pronto, percibió
que el alma se le llenaba de rabia e impotencia. No pudo evitar que aquellas
emociones se adueñasen definitivamente de su corazón y de sus sentimientos.
Alzó entonces sus ardientes ojos y los hundió en la desafiante y
paralizante mirada de Neftis, quien todavía la acusaba con sus ojos oscuros y
con palabras que Agnes apenas percibía ya. Sólo sabía que su voz sonaba
irascible e incandescente como el murmullo de un destructivo incendio.
—
¡Eres
nociva como el peor de los venenos! ¡Todos los que nos acercamos a ti nos
enfermamos porque tu soledad y tu oscuridad se nos transmiten al alma a través
de tus hechiceros ojos! —le gritaba Neftis acercándose cada vez más a ella—.
Escúchame bien, Agnes, ¡nunca serás feliz! ¿Y sabes por qué? Pues porque no conoces
lo que es la verdadera calma, porque tu alma nunca está serena, porque, aunque
parezca que respires sosegada, en realidad la tranquilidad que puede invadirte
es inquietante como el preludio de una horrible y devastadora tormenta. Eres
como el cielo de tu tierra; que nunca brilla con plenitud, aunque el sol lo
ilumine. Eres como la lluvia que desvanece los caminos. ¡Deberías esforzarte
por desaparecer definitivamente! ¿Crees que merece la pena vivir así, Agnes?
—
¿Qué
quieres conseguir? —le preguntó Agnes escondiendo sus desbocadas emociones tras
su potente, firme y dulce voz—. ¿Quién te crees que eres para venir a mi casa a
dedicarme esas palabras tan horribles?
—
Lo
único que deseo es que desaparezcas y que nos dejes en paz a todos, sólo eso,
Agnes. ¡Artemisa está enferma por culpa tuya y únicamente se curará si te
marchas! Vete de aquí. ¿Por qué no vuelves a Galicia de una maldita vez? ¿Por
qué no te has ido ya? ¿Es que acaso te da miedo que tu tierra descubra lo loca
que estás? Sí, seguramente no quieres que ella sepa que estás tan enferma. Pues
entonces ya no te queda nada en el mundo si ni tan sólo te atreves a regresar
allí.
Aquellas palabras se le clavaron en el corazón como si de un puñal
afilado y destructivo se tratase, aniquilándoselo por completo,
convirtiéndoselo en el reflejo de la nieve que ya no existe, de la que sólo
quedan ríos tímidos que discurren entre las piedras. Agnes sintió que por
dentro de ella crecían acantilados rocosos contra los que se chocaban las olas
de rabia y desolación que le recorrían todo el cuerpo.
Neftis se fijó en que la mirada de Agnes se había vuelto turbia y
brillante. Pensó que era la mirada propia de alguien a quien le faltaba la
cordura, pero no tuvo miedo, ni siquiera cuando notó que Agnes la agarraba con
fuerza de las manos y se las presionaba con un ímpetu desgarrador. Entonces
volvió a hablar, esta vez con una voz que Neftis nunca le había oído antes:
—
Quiero
que te vayas inmediatamente de aquí y que no vuelvas a mirarme ni a hablarme
nunca más. Para mí acabas de morir. Y yo no tengo la culpa de que Artemisa no
esté enamorada de ti. Puede que seas tú quien tenga el alma llena de oscuridad;
de una oscuridad que repele a quienquiera que sienta ternura por ti. ¡Vete de
aquí! ¡Vete de mi casa!
—
Eres
malvada, Agnes. Estás sobrecogedoramente loca —se burló de ella con rencor e
ironía.
Entonces Agnes soltó las manos de Neftis y se apartó de ella para evitar
que la rabia que sentía la instase a arañarla en la piel o a presionarle las
manos con una fuerza devastadora; mas Neftis se aproximó a Agnes enseguida,
impidiendo que ella se marchase.
—
No
me iré de aquí sin ti. Vendrás conmigo a la casa de Gilbert y entonces te
llevaremos al único lugar donde te mereces estar.
—
¡Nunca
permitiré que me encerréis de nuevo! —chilló Agnes con una impotencia
estremecedora—. ¡No me toques! ¡Ni siquiera me mires! ¡Déjame en paz!
Mas Neftis había agarrado a Agnes de los brazos con una fuerza agresiva.
En esos momentos, Neftis estaba totalmente convencida de que la enfermedad que
tanto estaba deshaciendo el alma de Artemisa brotaba de la locura de aquella
mujer a la que tanto había querido y la que se había tornado para ella en el
reflejo de la oscuridad más gélida. No dudaba de que Agnes había perdido la
razón por completo y pensaba firmemente que lo único que se merecía era que la
encerrasen de nuevo en aquel hospital en el que controlarían sus terribles
cambios de humor y de personalidad.
—
¡Suéltame!
—le rogó Agnes intentando liberarse de las poderosas manos de Neftis—. ¡Déjame
en paz!
—
¡Vendrás
conmigo quieras o no! ¡No puedes continuar viviendo sola!
Entonces Neftis se dirigió rápidamente hacia la puerta de la cabaña
arrastrando con brutalidad a Agnes, quien cada vez estaba más aterrada y se
revolvía intentando huir de las garras de aquella mujer que con tanta falta de
consideración y cuidado la trataba. Entonces se sintió tan frágil, tan
indefensa... Intentó recuperar aquella personalidad que le permitía ser fuerte,
que tanto imponía, que era realmente invencible; pero tenía tanto miedo que
apenas podía entender lo que deseaba y le ocurría.
—
¡Suéltame!
¡Déjame! ¡No quiero ir contigo a ninguna parte! —gritó con impotencia y terror.
—
Agnes,
cálmate. Lo único que deseo es ayudarte —le aseguró Neftis mirándola
desafiante. Sus ojos contradecían tanto sus palabras...
—
Non é verdade! O único que queres é facerme dano! —exclamó sin dominar sus palabras, sin
pensar en lo que decía.
Némesis había permanecido observando aquella escena con una profunda
inquietud latiéndole en el alma; pero, cuando vio que Neftis trataba tan
brutalmente a Agnes y cuando percibió que su amiga estaba completamente
aterrorizada, se irguió de repente y se lanzó hacia Neftis con rapidez y
agilidad.
Al notar que Némesis se hallaba tan cerca de ella, Neftis la empujó con
agresividad y repulsión mientras intensificaba la fuerza con la que asía a Agnes
del brazo. Cuando Agnes vio que Neftis golpeaba a su mejor amiga, entonces se
desvanecieron los últimos ápices de calma que le latían en el corazón. De
repente recuperó aquel carácter que deshacía la inseguridad y la debilidad que
siempre le habían inundado el alma. Miró a Neftis con una rabia interminable
mientras volvía a luchar contra ella para liberarse de sus apresadoras manos.
La mirada que Agnes le dedicó la paralizó. Jamás nadie la había mirado
con una ira tan ardiente y destructiva. Notó que por el cuerpo se le esparcía
un gélido temor que le impidió pensar en lo que debía hacer. Además, sentir a
Némesis tan cerca de ella y saber que había ahondado la rabia que aquel animal
experimentaba golpeándola con tanta fuerza intensificaba el miedo que le había
inundado el corazón.
Némesis aprovechó la quietud que se había apoderado del alma de Neftis
para lanzarse de nuevo a ella. Agnes percibió que a su amiga le resplandecían
los ojos de un modo muy especial y sobrecogedor. En su mirada hipnótica
brillaban la rabia más profunda y la impotencia más desgarradora.
Entonces Agnes reaccionó. Se desprendió rápidamente de la máscara que la
volvía fuerte y tras la que ella escondía sus verdaderos sentimientos y se
acercó a Némesis con sigilo y cariño mientras le dedicaba una mirada llena de
una calma frágil con la que pretendía aplacar la furia que Némesis sentía.
—
Némesis, queridiña, non lle fagas dano a Neftis.
Ela non é a persoa a quen debes ferir... —le musitó muy quedo.
En cuanto percibió la dulzura con la que Agnes le hablaba, Némesis se
alejó de Neftis y se arrimó a su amiga, quien la acogió entre sus brazos como
si hasta entonces se hubiese sentido inmensamente desprotegida lejos de ella.
Neftis las observó notando que se le partía el alma. De pronto fue plenamente
consciente de cuánto le había destruido el corazón a Agnes. No obstante, no se
arrepentía de haberla tratado con tanta violencia, pues en esos momentos
todavía estaba completamente segura de que era Agnes quien estaba causándole a
Artemisa tanto dolor, tanta tristeza, tanto miedo.
—
Sei que o único que desexabas era defenderme.
Graciñas, miña Némesis
—le susurró con la voz muy frágil—. Neftis, vete, vete ya de una vez —le exigió
intentando reprimirse las ganas de llorar que la atacaban, sintiendo que su
mundo se desmoronaba y dedicándole a Neftis una mirada anegada en oscuridad y
tristeza—. Vete y jamás vuelvas a acercarte a mí. Vete, Neftis. ¡No quiero
volver a verte nunca más!
En aquel momento, Agnes notaba que perdía la última estela de amor que
la había enlazado al mundo. Neftis la abandonó allí, a punto de que la tristeza
más absoluta deshiciese su alma, la abandonó sin preguntarse por qué la había
destruido de aquel modo. Lo único que Neftis deseaba era vengar el sufrimiento
que había oscurecido la vida de su querida Artemisa.
La soledad se le había vuelto
una gran roca que la aplastaba, que espesaba la belleza que rodeaba su morada y
que intensificaba las sombras que se acumulaban entre los troncos de los
árboles. Aunque sintiese a Némesis junto a ella, entregándole paz, comprensión
y aquel intenso cariño que se profesaban mutuamente, Agnes creía que la sangre
se le había helado y que su materia había empezado a deshacerse.
— Neftis
ten razón, Némesis. Estou tola e nunca me curarei, pero non quero volver
a ese lugar horrible. O único que desexo é morrer. Nin sequera ti te mereces
vivir xunto a unha muller que está tan enferma.
La visita de Neftis la desestabilizó
profundamente. Empezó a llorar de forma inaudible, notando que cada suspiro y
cada lágrima que le brotaban del alma le desgarraban el corazón. Tuvo miedo de
su propio dolor, de ese dolor que le apretaba el pecho como si fuese una bola
inmensa que no cabía en su ser. Entonces percibió que se apagaban para ella
todas las estrellas, que se desvanecían el tiempo y el viento, que incluso la
voz de la naturaleza que tanto la protegía se convertía en un sepulcral
silencio que absorbía todos sus sentimientos y todas sus emociones.
«Estou soíña, soíña
para sempre. Só teño a Némesis comigo, pero ela non se merece aturar a miña loucura
nin a miña tristura —pensó desesperada, sentándose junto a la
puerta de su morada, llorando desconsoladamente—. Estou completamente
soa e ninguén me quere, a ninguén lle importo de verdade. Entón non merece a
pena vivir. O único que me merezo é morrer. Eu mesma prepararei a miña morte
sen que ninguén o saiba e desaparecerei en silencio sen despedirme de ninguén.»
Aquellas palabras, sin que ni
siquiera ella misma lo presintiese, fueron una caricia en lo más profundo de su
alma. Notó que la desesperación asfixiante que la atacaba se aquietaba y
empezaba a atenuarse lentamente. Dejó de llorar poco a poco, notando que las
espesas nieblas que se habían cernido sobre su mente y que le habían anegado el
alma comenzaban a disiparse. La posibilidad de que al fin su vida se terminase
era una luz que resplandecía en el fondo de aquel túnel oscuro que para ella
era su existencia. Se levantó del suelo decidida a empezar a volver realidad
aquel deseo de desaparecer sin dejar rastro, de marcharse sin decirle adiós a
nadie, sin lanzar ni siquiera su último suspiro.
Entonces los días adquirieron
un sentido diferente e incomprensible para Agnes. Para ella, cada nuevo
amanecer significaba un paso más hacia el fin. Cada hora que vivía era una despedida
a su propia existencia. Ni siquiera Némesis era consciente de que, cada vez que
Agnes la miraba, por dentro de ella susurraba un adiós a aquella amiga que tan
fiel le había sido siempre; la mejor amiga que había tenido desde que su abuela
se había marchado, dejándola irrevocablemente sola.
Regresó de nuevo la insania que
la alejaba sin remedio de la vida, de los elementos que formaban su entorno y
de sí misma. No oía ya su voz anímica. Solamente se guiaba por esos
sentimientos que tan poderosa podían volverla y que a la vez tanto la
sobrecogían y la empequeñecían. Némesis era la única que la acompañaba en
aquellos momentos en los que Agnes ni tan sólo se encontraba a sí misma en la
vida. Némesis era la única que conseguía que Agnes le prestase una atención
efímera a su existencia. Cuando se hallaba a su lado, entonces sí reaccionaba,
sí se apoderaba de ella ese carácter afable que siempre la había definido; el
que se negaba a morir bajo la insania y el rencor.
Agnes pasaba la mayor parte de
sus horas preparando la tisana poderosa que la arrancaría de la vida. Se
esmeraba buscando las plantas más venenosas, filtrándolas para conseguir la
sustancia que podía destruirla y reuniendo todo lo que necesitaba para su
marcha.
Una semana después de que
Neftis la visitase, Agnes terminó de preparar el brebaje que pondría fin a su tormentosa
existencia. Se hallaba a punto de retirarlo del fuego cuando oyó que alguien
llamaba tímidamente a la puerta de su hogar. Se sobresaltó profundamente, pues
no esperaba ni deseaba recibir a nadie. Se asustó irrevocablemente cuando se
planteó la posibilidad de que aquella persona interrumpiese sus propósitos, así
que se apresuró a idear algún modo de alejar de ella cuanto antes a quien se
había adentrado en aquel momento tan íntimo.
De repente, sin que nadie
tuviese que comunicárselo, supo que quien había irrumpido en su dañina soledad
había sido Artemisa. Hacía días que presentía que se hallaba cercano el momento
en que Artemisa la visitaría, pero nunca se había atrevido a prestarle atención
a aquella posibilidad que susurraba en lo más hondo de su alma.
Notó que un gélido escalofrío
le recorría todo el cuerpo cuando se imaginó a Artemisa tan cerca de ella. No
deseaba que Artemisa percibiese el inmenso desaliento que le anegaba el alma.
En esos momentos, Agnes se sentía inmensamente débil y frágil. No se creía
capaz de conversar serenamente con nadie ni de mirar a nadie a los ojos. Creía
que cualquier palabra acusadora o pronunciada con potencia podría destruirla y
derribarla como si su ser fuese un montón de arena atacado por la lluvia más
devastadora.
Percibió que le faltaba el
aliento y que su entorno se anegaba en sombras heladas que le hicieron empezar
a temblar. Se planteó la posibilidad de no abrirle la puerta a Artemisa, pero
entonces recordó que ella nunca solía cerrar con llave y también supo que
Artemisa era consciente de que ella se hallaba en el interior de su morada.
Artemisa también era una mujer muy mágica con un poder de intuición muy
desarrollado.
Artemisa volvió a golpear la
puerta de su hogar con insistencia, pero todavía con muchísima timidez. No podía
huir de aquel momento. Debía vivirlo, experimentando todo su poder, todo su
sentido. Entonces, de pronto, sin que ni siquiera ella misma pudiese preverlo,
el alma se le llenó de valentía. Recordó que ella podía ser una mujer muy
imponente y mágica, muy poderosa y fuerte. El pánico que tanto la había
descontrolado al saber que Artemisa se hallaba tan cerca de ella se convirtió
en seguridad.
Entonces reaccionó. Las sombras
de la insania se disiparon dejando al descubierto las facultades más poderosas
de Agnes. Se olvidó de su temor, de su inseguridad y de su tristeza y se revistió
con aquella capa de vigor que tanto la protegía de los demás, que tan
innecesariamente imponente la volvía. Sin embargo, aunque se hubiese animado mínimamente,
no podía evitar que su mente tergiversase los hechos que acontecían. Agnes observaba
y sentía el mundo en el que se encontraba como una amenaza constante a su vida,
a su entereza, a sus recuerdos, a su alma y sobre todo a su corazón; el que
siempre había estado lleno de sueños que en esos momentos ya se habían perdido en
la inmensidad de la tristeza más honda.
Cuando Agnes se hundió en los
ojos de Artemisa después de muchísimo tiempo sin hacerlo, percibió que su
energía vital estaba totalmente destruida, aunque todavía le quedaba en el alma
un ápice de fortaleza que se negaba a desvanecerse. Ardía en su interior un
último impulso de lucha, un pedacito de aliento que la instaba a ignorar el
miedo y la inseguridad para enfrentarse a los acontecimientos que la vida tenía
preparados para ella. Sin embargo, Agnes enseguida se percató de que, por mucho
que intentase mostrarse valiente y fuerte delante de ella, Artemisa estaba
completamente abatida y enferma.
Entonces supo que el daño que
le había provocado a Artemisa era irreversible. Había destruido sin límites su
energía vital y, si todavía Artemisa seguía viva, era porque la Diosa no
deseaba dejarla marchar; pero el alma y el cuerpo de Artemisa ya estaban en
manos de la muerte y nadie podría rescatarla de su fin. Solamente necesitaba un
pequeño empujón para caer definitivamente en las garras del olvido y la
oscuridad. Incluso Agnes creyó que, estando su aliento tan deshecho, Artemisa
no podría tener otra vida. Su espíritu se hundiría en la nada, en la oscuridad
irremediable del fin, del fin de toda existencia, y su alma viajaría al mundo
de la muerte eterna sin que ni siquiera la Diosa pudiese llamarla a su vera.
— Hola,
Agnes —oyó que la saludaba. Entonces regresó rápidamente de sus pensamientos y
la miró de nuevo, esta vez notando que en sus ojos negros resplandecía el poder
que tan valiente la volvía—. ¿Puedo hablar contigo con calma?
Agnes le contestó con unas
palabras que apenas recordaría cuando pasase el tiempo. Sabía que Artemisa no
podía entrar en su casa, pues entonces descubriría el bebedizo que estaba a
punto de tomarse. Así pues, le pidió que la esperase allí afuera y entonces se
introdujo de nuevo en su protectora cabaña, sin saber qué debía hacer, sin ni
siquiera intuir que Artemisa le había salvado la vida.
Aquellos momentos eran un
delirio tanto para Agnes como para Artemisa. Aunque Agnes le resultase
imponente y poderosa, Artemisa había detectado en sus ojos un profundo
desaliento que le había arrebatado la respiración. No podía entender cómo era
posible que alguien viviese sintiéndose tan triste, tan inmensamente destruido
por la soledad y el abandono. Artemisa experimentó por Agnes una repentina
compasión que la instó a desear quebrar las fronteras que las separaban y
olvidar los malos momentos que habían compartido para poder ayudarla, para
poder tenderle la mano y darle un pedacito de su tembloroso equilibrio.
Sin embargo, aquellas
intenciones tan tiernas se desvanecieron en cuanto Artemisa se hundió de nuevo
en la mirada nocturna e hipnótica de Agnes. De la presencia de aquella mujer se
desprendía un poder oscuro que a Artemisa la asfixiaba, pero trató de
permanecer serena a su lado, a pesar de que la tenebrosa energía que irradiaban
los gestos y la voz de Agnes la debilitase cada vez más.
Agnes pensó que a la tisana que
la ayudaría a partir hacia la muerte le faltaba una pequeña cantidad de cicuta
para volverse totalmente eficaz. Sí, tenía que lavar unas raíces de aquella
planta antes de que éstas se secasen en exceso y también tenía que comprobar si
los frutos estaban listos para ser ingeridos. Sería la excusa que justificaría
por qué no había permitido que Artemisa se introdujese en su morada.
Agnes advertía que Artemisa se
esforzaba por parecer serena a su lado, pero de sus ojos se desprendía tanto
temor que Agnes creía que en cualquier momento Artemisa estallaría en un
incontrolable ataque de pánico. No obstante, los minutos transcurrían sin que
ninguna de las dos consiguiese calmarse. Agnes se encontraba pronta a
desvanecerse de desesperación cuando Artemisa la miraba y Artemisa no podía
hallar ni el menor rastro de confianza cuando se hundía en los nocturnos y
expresivos ojos de Agnes; los que siempre habían poseído un ineludible poder
hipnótico.
Había momentos en los que Agnes
notaba que la energía pura y resplandeciente de Artemisa deseaba desvanecer las
sombras que a ella le anegaban el alma. Entonces se planteaba la posibilidad de
desprenderse de la coraza de hierro que la protegía y la volvía una mujer
imponente y fuerte que en realidad no era. Creía, pues, que no merecía la pena
comportarse tan agresivamente ante Artemisa, puesto que sabía que ella había
detectado su verdadera forma de ser.
Agnes condujo a Artemisa hacia
la vera de aquel lago que para Agnes ya era tan esencial en su existencia.
Artemisa siguió a Agnes sabiendo que no podía huir de aquel momento ni tampoco
de la absorbente energía que irradiaban los ojos, la profunda voz y los
tranquilos gestos de aquella mujer tan imponente. La siguió sabiendo que la
protección que su mundo podía ofrecerle quedaba cada vez más atrás, sintiendo
que se alejaba del último ápice de paz con el que su vida la arroparía.
Se sentaron en la hierba y,
durante unos efímeros minutos, permanecieron sumidas en un silencio que a ambas
intentó acariciarles el alma; pero se sentían las dos tan nerviosas que apenas
podían percibir los serenos matices de su alrededor y de aquellos extraños
momentos.
Mientras Agnes lavaba las
raíces de la cicuta y analizaba con sus dedos expertos la madurez de los frutos
de aquella peligrosa planta, empezaron a conversar ambas enigmáticamente sobre
la vida y el alma de la naturaleza (la que, en aquella mañana de otoño, parecía
tan inmensamente triste). Poco a poco, el rencor y el pánico que le inspiraba a
Agnes la presencia de Artemisa fueron acallándose. El disfraz de mujer valiente
y poderosa comenzó a agrietarse y entonces sus verdaderos sentimientos principiaron
a desbordársele del alma. Su corazón fue aquietándose, la intimidad que las
rodeaba lentamente le resultó apaciguadora y la presencia de Artemisa, la que
irradiaba tanta magia y bondad, le pareció protectora y muy dulce.
Aquellos cambios tan hermosos
se operaban en su interior al mismo tiempo que le dirigía a Artemisa palabras
que ni ella misma pensaba, palabras que, sin que pudiese evitarlo, empezaron a
inquietarla profundamente. Agnes ni siquiera se había percatado de que Artemisa
se hallaba tan deshecha a su lado. Creía que ella también experimentaba la
misma sensación de intimidad que tanto le acariciaba el alma y que ella también
se había sentido protegida en aquella atmósfera tibia que había comenzado a
rodearlas.
Rápida y difusamente, se había imaginado compartiendo con Artemisa los
pedacitos más brillantes y mágicos de su alma, celebrando rituales preciosos
dedicados a la Diosa o conversando con ella bajo la potente y mística luz de la
luna. Se había sentido protegida cuando aquellas imágenes le habían inundado la
mente. Incluso creyó con lejanía que Artemisa sí podría ayudarla a renacer y a
huir de esas sombras que habían destruido aparentemente para siempre el fulgor
de su vida y que deseaban arrastrarla hacia la muerte. Artemisa tenía un alma
muy bella, muy tierna y bondadosa. Ella podría tomarla de la mano y arrancarla
de los brazos de la desesperación. Artemisa podía arroparla con su esplendente
corazón y ampararla de la tristeza cuando ésta le rasgase el alma.
Durante unos efímeros segundos,
Agnes había llegado a creer que Artemisa y ella podrían olvidar los
sentimientos terribles que tanto las habían distanciado y que juntas podrían
luchar contra sus diferencias para conseguir que la vida resplandeciese mucho
más. Agnes se sobrecogió profundamente cuando notó que el alma se le había
llenado de unos anhelos tan ilógicos e imprevisibles. Sabía que Artemisa jamás
podría perdonarla y que siempre desconfiaría de ella, aunque al fin se
deshiciese de ese disfraz que tan inaccesible la volvía.
Agnes deseaba que las sombras
que oscurecían tanto su vida se desvaneciesen y, para lograrlo, lo primero que
tenía que hacer era pedirle perdón a Artemisa. Aunque le costase mucho
reconocerlo, sabía que la había herido en el alma y que aquellas heridas eran
las causantes de su profundo malestar.
Estaba a punto de pedirle
perdón cuando, de pronto, sin ni siquiera preverlo, oyó que Artemisa comenzaba
a acusarla vil e injustamente. Intentó comprender por qué se había producido un
cambio tan repentino en el alma de Artemisa, qué frases o hechos la impulsaban
a dirigirle unas recriminaciones tan dañinas y terribles. No recordaba haberle
dedicado a Artemisa ninguna palabra que hubiese desencadenado aquella retahíla
de improperios.
— No
entiendo por qué estás haciéndome esto, por qué quieres destruirme. Me
aseguraron ya demasiadas veces que eres cruel y oscura, pero yo me negaba a
creerlo, pues siempre me pareciste una mujer muy mágica y buena. No obstante,
ahora sé que todos tenían razón. No eres simplemente oscura y cruel. Eres
malvada y retorcida. Además, estás horriblemente enferma. Tienes el alma llena
de odio y de rencor. Sí, sé que eres tú quien me ha enviado esta pena que
siento y esta enfermedad que tanto está quitándome la vida. Déjame en paz,
Agnes. Yo no quise hacerte daño nunca.
Agnes se quedó paralizada, sin saber
qué decir ni cómo debía actuar. Al confiar por unos momentos en que la
situación que Artemisa y ella vivían cambiaría, se había desprendido de la
coraza que tanto podía protegerla y en esos momentos le costaba muchísimo
recuperarla. Detectaba que la mirada de Artemisa irradiaba una desconfianza muy
gélida que le golpeaba brutalmente en el corazón. Entonces entendió que sus
percepciones solamente habían emanado de su nostálgica y soñadora alma y que la
realidad era y sería siempre muy diferente de lo que ella anhelaba
experimentar.
Cuando percibió que aquella dulce
fantasía se desvanecía sin ni siquiera dejar rastro en el alma de Artemisa,
entonces perdió la última estela de confianza que había podido dedicarle a la
vida. No, nadie la ayudaría, nadie podría comprenderla jamás, pues desde
siempre había sido una mujer despreciable, turbada y extraña que no se merecía
recibir el amor de nadie, ni tan sólo del ser más oscuro y malvado. Su único
hogar era la soledad. Su único destino era el abandono, el rechazo eterno, la
locura.
A Agnes le pareció que de la
voz de Artemisa se desprendían un odio y un rencor inmensos. Entonces notó que
las buenas sensaciones que le habían anegado el alma se deshacían
irrevocablemente. La sutil luz que había resplandecido a su alrededor se desvaneció
como polvo en una tormenta y la presencia de Artemisa volvió a resultarle
asfixiante y amenazadora.
Rápidamente, se cubrió con
aquella coraza tan gélida y pétrea, olvidándose de las buenas sensaciones que
había experimentado; las que le habían acariciado con mucha ternura el alma.
Sintió muchísimas ganas de llorar, pero se contuvo. No obstante, no pudo evitar
que la decepción más inmensa se apoderase de ella.
Cuando notó que aquella coraza pétrea y férrea que la ayudaba a
protegerse del dolor que los demás podían ocasionarle la había cubierto por
completo, enterrando bajo su poder las facetas más dulces de su carácter,
entonces se comportó tal como a Artemisa tanto podía estremecerla. Volvió a
mirarla con desafío y rencor, sobre todo con mucho rencor. Las acusaciones que
Artemisa le lanzaba cada vez le rasgaban más el alma. Era cierto que ella sí
había querido hacerle daño, sobre todo porque había creído que Artemisa deseaba
destrozarle la vida y alejar de ella a todos aquéllos que habían aprendido a
quererla tal como era; pero aquellos deseos no habían nacido en su alma y se
arrepentía muchísimo de haber permitido que éstos la dominasen.
Artemisa, en esos momentos, le parecía la mujer más débil y a la vez
imponente de la Tierra. Su poder sobre todo se reflejaba en la seguridad con la
que la acusaba de haberle infligido un daño irreversible y de estar tan enferma
por culpa suya. Mientras le dirigía aquellas palabras tan hirientes, Artemisa
la miraba con un desprecio que a Agnes le apretaba el corazón hasta casi
aniquilárselo. La habían mirado de ese modo muchísimas veces a lo largo de su
vida, pero nunca le había dolido tanto y tanto que otra mujer, y sobre todo si
ésta le parecía tan especial y mágica, la rechazase con tanta frialdad, sin ni
siquiera plantearse la posibilidad de que sus más terribles actos brotasen del
miedo más inexpugnable a la soledad y la tristeza. A Agnes no le costó adivinar
que para Artemisa ella era solamente una mujer malvada que deseaba destruirla
para siempre. Incluso llegó a creer que Artemisa la percibía como una fiera
indomable que había que reducir cuanto antes a cenizas.
No pudo evitar que la decepción que experimentaba se volviese
incontrolable. Lo único que deseó entonces fue alejarse de ella, de la mujer
que tanto daño estaba haciéndole con aquellas palabras tan horribles, con
aquella mirada tan cargada de rencor y odio; pero comprendió que no podía huir
de ella, que Artemisa siempre estaría acechándola desde cualquier parte
dispuesta a destruirla, a matarla incluso.
Entonces empezó a tener tanto miedo que perdió el rastro de su
consciencia. No podía pensar en lo que hacía. No valoraba las palabras que le
brotaban del alma y ni siquiera imaginaba lo que podía ocurrir después de esos
terribles momentos. Artemisa se había convertido para ella en la persona más
poderosa de la Historia y de la Tierra. Creía que Artemisa podía provocarle un
dolor insufrible tan sólo con su tersa y mágica voz. No quería que Artemisa la
rechazase; ella, no, ella no.
—
Si
lo único que vas a hacer es insultarme, ya puedes irte por donde viniste —le
ordenó intentando expresarse con firmeza y seguridad—. Yo jamás quise herirte.
Nunca se me ocurrió hacerte daño.
—
No
me mientas, Agnes. Conozco toda la verdad.
Se habían levantado las dos del suelo y en esos momentos se hallaban una
frente a la otra, mirándose con desafío. Agnes notó que los ojos castaños y
mágicos de Artemisa caían sobre ella como si fuesen una inmensa y agresiva roca
y ella sólo fuese una delicada flor. Incluso tuvo la sensación de que la
desgarradora y potente mirada que Artemisa le dirigía le arrebataba el aliento.
Le costaba respirar y mantener estable su equilibrio, pero luchó contra las
terribles emociones que experimentaba para que no se deshiciese la máscara de
fortaleza que podía protegerla. Artemisa, en aquellos momentos, le parecía el
ser más vigoroso e invencible de la Tierra.
No obstante, a Agnes también le parecía que Artemisa estaba demasiado
débil. Apenas podía sostenerse en pie y temblaba brutalmente, como una hoja
caduca. Se percató de que, cuando comenzó a caminar de regreso hacia su cabaña,
Artemisa la seguía trémula e insegura. Sin pensar en lo que hacía, la tomó del
brazo y la ayudó a andar. En esos momentos, en los que la tenía tan cerca,
tanto que incluso podía aspirar el aroma que emanaba de su cuerpo, lejanamente
se preguntó por qué no podían quererse, por qué no podían respetarse y quebrar
la distancia gélida que tanto las separaba, que tan diferentes las volvía,
cuando Agnes sabía que tampoco eran tan distintas. Ambas adoraban a la misma
Diosa, ambas creían en la vida de un modo muy semejante, ambas tenían el alma
anegada en magia, ambas gozaban de poderes especiales...
Mas Artemisa estaba lejos de ella, tanto como lo estaba su sueño, su
tierra, el amor, la vida, La Paz, La Luz.
Quiso ser más valiente que ella, quiso vencerla, quiso sobreponerse a su
poder y a su fortaleza; ésa que, sin embargo, era tan frágil. Artemisa en esos
momentos, sin que Agnes lo supiese, estaba totalmente rendida a la voluntad de
aquella mujer que tenía el alma tan llena de desesperación. Artemisa apenas
tenía ánimo para defenderse, pero Agnes la percibía tan vigorosa como la
tormenta más devastadora.
Mas, aunque Agnes se protegiese tras
aquella mujer fuerte e imponente que tanto empequeñecía a Artemisa, aún quedaba
una sutil voz por dentro de ella que le revelaba que deseaba hablar serenamente
con ella para explicarle lo que pensaba y sentía. Le presionaba el corazón un
impetuoso anhelo de desvelarle a Artemisa cuán débil y frágil era, a pesar de
que ella la percibiese poderosa y letal. Se preguntó cómo era posible que
Artemisa no se diese cuenta de que, en realidad, aquella mujer que tenía a su
lado, quien tanto la asustaba, no era más que un pedacito de alma herida y destruida,
no era más que el reflejo del desaliento más evanescente.
Anduvieron entre los árboles notando que
la naturaleza se avenía con sus sentimientos y que el cielo plomizo que las
cubría estaba a punto de derramar sobre ellas todas las lágrimas de la Historia.
Agnes intuía que aquél era el último instante levemente cuerdo de su
existencia. Presentía que, cuando se encerrase con Artemisa en su cabaña, se
apagarían para siempre todos los caminos que ella podría recorrer en su vida.
Entonces, de repente, se acordó de Galicia, de su ensoñada y añorada tierra
hermosa. Supo que, si permitía que la locura siguiese impulsándola hacia ese
abismo al que deseaba lanzarla, nunca más regresaría. Y lo que más le dolía era
haber tenido hasta entonces la sutil esperanza de que algún día volvería, de
que podría compartir con sus bosques y su aldea los últimos alientos de su
vida.
Entonces Agnes se sintió morir. Notó que
se deshacía la máscara tras la que se amparaba, tras la que escondía sus
verdaderos sentimientos; los que se volvieron mucho más fuertes que cualquier
temor, que cualquier ansia de ser fuerte. Agnes percibió que aquel disfraz de
mujer valiente y poderosa se rompía en mil pedazos, destruido por unas
insoportables ganas de llorar de desesperación.
Como el brumoso cielo que las cubría, ella
también se hallaba pronta a deshacerse en un llanto inconsolable; pero Artemisa
apenas captaba los sentimientos que se le desprendían a Agnes de la mirada. Si
se hubiese hundido en sus expresivos ojos negros, habría descubierto que, en
aquellos momentos, Agnes no se asemejaba ni un ápice a la mujer que tanto la
aterraba, que aparecía en sus peores pesadillas. Habría descubierto que Agnes
tenía el alma completamente destrozada e incluso habría adivinado que estaba
mucho más enferma que ella y que estaba a punto de desaparecer; pero Artemisa
ni siquiera se atrevía a mirarla. Caminaba a su lado intentando resguardar en
su alma el último ápice de fortaleza que le quedaba.
Una voz agresiva y potente gritaba por
dentro de Agnes, advirtiéndole con insistencia de que nunca más regresaría a su
tierra, que todos sus sueños se habían convertido en niebla y que dentro de muy
poco la encerrarían de nuevo en aquel hospital en el que la vida no existía,
porque aquél era el único lugar donde se merecía estar. Agnes trataba de
ignorar aquella invencible y destructiva voz, pero su sonar era mucho más
vigoroso que la velocidad del viento más violento.
Llegaron al fin a la cabaña de Agnes.
Cuando Artemisa se adentró en aquel hogar tan acogedor, notó que la rodeaba una
magia extraña, incluso absorbente. Tenía la sensación de que la envolvían unas
brumas cálidas y a la vez gélidas. Además, el olor a incienso y a hierbas que
flotaba a su alrededor serenó levemente los punzantes nervios que le arañaban el
estómago. De pronto se encontró acogida en aquella morada en la que nunca había
estado.
Sin embargo, no desapareció su
desconfianza ni se marcharon de su interior aquellas ideas que tanto la
destruían. Continuaba creyendo que Agnes era la culpable de todos sus males. Lo
que Artemisa no podía imaginarse era que su enfermedad básicamente nacía del
miedo que la atacaba. Era posible que Agnes le enviase más energías negativas a
través de aquellos rituales de los que jamás ella podría acordarse, pero la principal
fuente de su lamentable tristeza era su propia alma.
Agnes oía que Artemisa le hablaba, pero no
podía comprender las palabras que le dirigía, pues la confusión en la que se
había hundido su mente la apartaba de su alrededor y sólo la instaba a prestarles
atención a los sentimientos que vociferaban por dentro de ella. En aquellos
momentos, las emociones que más gritaban en su interior eran la impotencia y la
desgarradora nostalgia que nunca la había abandonado. Saber que jamás volvería
a su verdadero hogar intensificaba su frustración y su miedo; el cual se
tornaba insoportable cuando Agnes intuía que su único destino era vivir en el
hospital en el que tanto la habían destruido.
Artemisa no dejaba de dirigirle palabras
que para Agnes no sonaban. De vez en cuando la miraba, pero percibía que su
entorno se había vuelto inasible e inaccesible. Ni siquiera su poderosa mirada
podía atravesar las sombras que la rodeaban y que la apartaban de aquellos
instantes; mas, de pronto, notó que Artemisa de nuevo la acusaba con impotencia
e incluso violencia. La miró extrañada cuando oyó aquellos estremecedores
reproches. Le costaba comprender el significado de aquellos momentos y, durante
unos largos segundos, no supo cómo debía comportarse. Lo único que percibía era
que los horribles e intensos sentimientos que le devoraban el alma se
intensificaban hasta tornarse ensordecedores.
—
¡Porque sé que eres tú la que está haciéndome
tanto daño! ¿Por qué no lo reconoces? ¿Por qué no me dices la verdad de una
maldita vez? Dime, ¿por qué te empeñas en destrozarme la vida? ¿Por qué, si tú
también sabes que nos unía un lazo tan poderoso, has permitido que nuestra vida
se cubra de tanta oscuridad? ¡Sé que tú también sentiste que ya nos conocíamos!
¡Y sin embargo te has comportado conmigo como si yo te hubiese matado en otra
vida! ¿Es eso posible, Agnes? ¿Fui yo acaso quien te quitó el aliento? ¡Sé que
siempre estuvimos...!
—
Cállate, Artemisa —le pidió con una voz
susurrante, pero anegada en fortaleza. Ni siquiera Agnes se esperaba que su voz
sonaría tan firme.
—
No me callaré, Agnes. Sabes que tengo razón. Lo
único que quiero es que me digas por qué, por qué me odias tanto. Yo podría
haberte cuidado, pero tú...
—
Yo nunca te odié y jamás quise hacerte daño,
Artemisa —le confesó notando que se desmoronaba ante ella y que las palabras
que Artemisa le dirigía la aplastaban como si de veras fuesen rocas
invencibles.
—
¡Me mientes, me mientes continuamente!
—
Vete a tu casa, Artemisa. Vete antes de que
empiece a llover y ya no puedas regresar —le pidió desesperada de miedo y de
impotencia. Sentía que la poderosa máscara tras la que se había ocultado se
había convertido en un simple velo de brumas que estaba desvaneciéndose y no
deseaba que quedasen al descubierto ante Artemisa sus verdaderos sentimientos—.
Vete, por favor, y déjame sola.
—
Sí, te dejaré sola, por supuesto; pero no sin
antes recordarte que yo ya no tengo hogar. ¿Acaso no te acuerdas de que mi
cabaña ardió?
—
¡Yo no sabía nada! ¿Tú también piensas que yo la
incendié? —le preguntó incrédula, notando que la desconfianza de Artemisa se
tornaba en un puñal que le atravesaba el alma—. ¡A mí jamás se me habría
ocurrido quemar tu casa!
—
¡No sigas mintiéndome! —le exigió alzando
levemente la voz. Artemisa también estaba cada vez más nerviosa.
—
Si lo único que vas a hacer es acusarme, ya
puedes irte por donde viniste. ¡Vete, Artemisa!
Agnes sabía que no eran las acusaciones
que Artemisa le lanzaba lo que la instaba a pedirle tan desesperadamente que se
marchase, sino la cercanía de la locura, de su indestructible locura. Estaba
cada vez más asustada y descontrolada y no deseaba que Artemisa descubriese su
verdadera identidad. Sabía que, si continuaba a su lado, mirándola con tanto
desafío, acabaría advirtiendo que en realidad era una mujer mucho más frágil
que una flor otoñal. Estaba segura de que Artemisa podía deshacer con sus ojos
su pequeño mundo, su maldito teatro, y no quería, no quería que ella la
conociese, así no, en aquella vida no. Se avergonzaba de ser quien era, de ser
como era, de estar tan enferma, de estar loca.
—
Por favor, Artemisa, vete...
Agnes había comenzado a llorar sin que ni
siquiera ella misma pudiese presentir la llegada de sus lágrimas. Notó que el
alma se le partía y que se le derramaban por todo su ser esos terribles e
intensos sentimientos que tanto le habían presionado el corazón, que tanto se
había esforzado por esconderle a Artemisa.
Cuando Artemisa vio que Agnes se
desmoronaba ante ella, la desconfianza que tan valiente la volvía se deshizo
lentamente, dejando a su paso una estela de compasión que se apoderó
irreversiblemente de su alma. Entonces se acercó a ella y la tomó con
delicadeza de las manos. Se estremeció al notar que Agnes las tenía heladas y
trémulas.
Le dedicó unas palabras de aliento que a
Agnes le acariciaron suavemente el corazón. En aquellos momentos, estaba a
punto de rendirse entre los brazos de Artemisa, de pedirle perdón, de
suplicarle que la ayudase, que la arrancase de esa vida y que la acompañase
hacia su tierra, donde en otra vida ya habían sido tan felices. Anheló tener el
valor suficiente para confesarle lo que sentía y pensaba; pero se creía tan
insignificante, tan absurda y despreciable...
Percibió que Artemisa le acariciaba las
manos y advirtió que deseaba abrazarla, pero imaginarse entre los brazos de
aquella mujer que tanto la había desestabilizado la deshacía como si su cuerpo
fuese de hielo y Artemisa fuese el sol que desvanece la nieve que ha llorado el
invierno.
Tenía miedo, mucho miedo, a que se
deshiciese para siempre su fortaleza. Incluso, en aquellos momentos, rogó que
la tierra se abriese bajo sus pies y la absorbiese para siempre, devorándola
después en su ígneo y eterno vientre.
Némesis observaba aquella escena
sintiéndose incapaz de comprenderla. En muchísimas ocasiones, Agnes le había
asegurado que Artemisa era peligrosa y le había insistido en que tenía que
defenderla de ella y de su destructivo poder. Deseaba hundirse en los ojos de
su amiga para preguntarle, a través de su hipnótica mirada, qué debía hacer.
Percibir a Artemisa tan cerca de Agnes la inquietaba tanto que incluso le
costaba respirar. Ella también tenía miedo a que le hiciesen daño, a que
pudiesen herirla mucho más de lo que ya lo estaba. Todavía ardía en su corazón
inocente ese potente anhelo de defenderla y de apartarla de cualquier mal que
pudiese rasgarle el alma.
Al notar que Némesis la miraba, Agnes se
quedó paralizada, desorientada en sus propios sentimientos. Artemisa todavía la
tenía tomada de las manos y Agnes no había dejado de llorar, pero de pronto
Agnes percibió que de los ojos de Némesis emanaba esa fortaleza que ella había
perdido. Entonces se percató de que se había rendido, de que con su actitud
estaba confesándole a Artemisa que en realidad era inmensamente débil y
quebradiza.
Entonces se esforzó por recuperar el
disfraz de mujer implacable que tanto podía proteger sus verdaderos
sentimientos. Fueron los ojos de Némesis los que le entregaron toda esa
valentía que ella necesitaba para ser fuerte, quienes le devolvieron la máscara
tras la que podía ocultarse y fingir que era mucho más poderosa de lo que jamás
sería.
Su desesperación y su tristeza se
mezclaron con el incipiente valor que llamaba a las puertas de su alma. Notó
que un impetuoso deseo de desaparecer se abría paso entre el desconsuelo y la locura.
Se imaginó que de repente su memoria y sus emociones se callaban al fin y que
la cubría una oscura e invencible sombra que jamás se desvanecería. Sí,
anhelaba marcharse definitivamente, pero ya no a su amada tierra, quien tampoco
se merecía sufrir su locura, sino del mundo, de cualquier existencia, y se
arrancaría la vida con una frustración desgarradora. Aniquilaría todo lo que
era, todo lo que había sido y podía ser con una saña con la que jamás nadie
mató a nadie. Desfogaría en su suicidio todo el odio que se profesaba a sí
misma, toda aquella rabia que sentía cuando oía los latidos de su incansable
corazón.
Mas entonces un pensamiento refulgió en
medio de tanta oscuridad, de tantas tinieblas gélidas: cuando se fuese al fin,
Artemisa continuaría viviendo, recordando siempre lo que había ocurrido entre
las dos, recordando a aquella mujer sombría que tan enferma estaba. Entonces
supo que no deseaba que Artemisa guardase su recuerdo en su luminosa memoria.
No, no quería que nadie se acordase de ella. Anheló convertir en olvido todos
los momentos que había vivido. Anheló que jamás nadie la rememorase, ni
siquiera quería que su tierra evocase su horrible existencia.
Y supo que la única forma de evitar que
Artemisa la recordase era arrebatándole el aliento para siempre. Entonces,
cuando Artemisa expirase, ella destrozaría todo lo que se relacionaba con su
alma. Liberaría a Némesis de la horrible existencia a la que la había condenado
y partiría de la vida sin despedirse siquiera de sus recuerdos más bonitos. Si
su enfermedad no le permitía ser feliz con Artemisa en esa existencia mágica
que tanto había anhelado y anhelaba vivir con ella, no merecía la pena que
ninguna de las dos respirase. Quería desvanecer el rechazo con el que Artemisa
la heriría antes de que naciese la posibilidad de experimentarlo.
Cuando aquellos pensamientos tan tristes
invadieron toda su alma, entonces miró a Artemisa sintiéndose un poco más
fuerte. Némesis todavía le transmitía valentía a través de sus hipnóticos ojos
áureos. Agnes notaba, como si fuese tangible, la energía que su amiga le
enviaba y le pareció que de pronto se desvanecían las brumas que habían
inundado su entorno. Recuperó la noción de sí misma, de lo que deseaba y
pensaba y nuevamente se revistió con aquel disfraz de mujer imponente e
invencible.
Artemisa notó enseguida el cambio que se
había operado en Agnes. Sus ojos negros y profundos destilaron de pronto una
asfixiante energía que la paralizó y que le hizo sentir trémula e intimidada.
No obstante, no podía separarse de aquella mirada tan hechizante. Le parecía
que ésta gritaba en vez de musitar, revelándole certezas que la sobrecogían
hasta volverla del tamaño de una lágrima.
Agnes también se había hundido sin regreso
en los ojos de Artemisa. Analizaba sus gestos, el sentido de su mirada y las
emociones que impregnaban sus bellas facciones. Entonces notó que la beldad de
Artemisa la asfixiaba y se le clavaba en el corazón como si fuese una estaca
agresiva. Estuvo a punto de proferir un alarido de dolor, pero se contuvo. Sí,
el alma le dolía, le dolía como si alguien estuviese hundiéndole una espada en
El Centro de su cuerpo, allí donde ella siempre había oído los latidos de sus
emociones, allí donde ella había encontrado siempre la fuente de todos sus
sentimientos.
Y entonces toda la impotencia que había
experimentado desde que la arrancaron de su verdadero hogar, toda la tristeza
que había ensombrecido irrevocablemente sus días y el miedo a que continuamente
la rechazasen se unieron en una única emoción: la ira más infinita, la rabia
más frustrante y destructiva. Se olvidó entonces de todos los pensamientos
hermosos que le habían anegado la mente y se refugió en aquella valentía que
brotaba de aquella enfermedad que tanto la desubicaba en el mundo y en sí
misma.
Entonces notó que desde los ojos de
Némesis le llegaban palabras silentes cargadas de amenazas, palabras que se le
introdujeron en lo más profundo de su ser como si sólo allí pudiesen existir, y
percibió que su interior se llenaba de unas brumas densas que cubrieron sus más
tiernos sentimientos hasta tornarlos casi vacíos e invisibles. Aquellas
sobrecogedoras palabras que Némesis le había transmitido con su poderosa e
hipnótica mirada se le escaparon de los labios convertidas en sonidos que ni
siquiera reconoció. Su voz sonó como si no proviniese de su cuerpo, como si
ésta hubiese brotado de un alma lejana, herida y gélida que en absoluto se
relacionaba con su existencia.
—
Vas a morir, Artemisa —le dijo de repente con
una voz imponente y suave como el murmullo del viento—. Vas a morir y nadie
podrá rescatarte esta vez.
Ni siquiera sabía por qué estaba
dirigiéndole aquellas palabras tan horribles; las cuales a ella también le
destrozaban el alma. Lejanamente, se planteó la posibilidad de que Némesis
hubiese hablado a través de ella, pero aquella idea la sobrecogía tanto que la
desechó en cuanto rozó sutilmente su débil razón. Se sentía como si alguien se
hubiese introducido en su cuerpo y dominase todos sus pensamientos y sus
movimientos. Fue desapareciendo lentamente, entonces, el último rastro que
quedaba de su espíritu.
Agnes vio que Némesis fijaba
insistentemente los ojos en Artemisa y que de su mirada se desprendía una
emoción muy densa que abarcaba la totalidad de su mundo; el que ya estaba casi
derruido. Se sobrecogió cuando entendió que había llegado ese momento que
Némesis tanto ansiaba vivir. Estuvo a punto de pedirle que se detuviese, estuvo
a punto de acercarse a ella y calmarla con sus tibias caricias; pero, cuando
quiso hundirse en los ojos de la serpiente, notó que aquella bondadosa
intención se quedaba pendiendo de un irrecuperable recuerdo. Los ojos de
Némesis la lanzaron a un abismo inmenso del que Agnes ya no pudo rescatarla y
le entregaron esa valentía y esa seguridad que el amor de Artemisa deseaba
destruir. Se desempeñaba en el interior de Agnes una pugna entre los rescoldos
de su verdadera identidad y el brío de la que la locura había alumbrado. Tan confundida
estaba que apenas podía oír sus propios pensamientos.
Némesis observaba a Agnes con una
insistencia sobrecogedora. La miraba aguardando que Agnes le diese aquella
orden que pondría fin a aquella vida tan oscura y escalofriante en la que
Agnes, continuamente, se esforzaba por existir; pero parecía como si Agnes se
hubiese olvidado de todas las palabras que conocía, pues restaba quieta,
mirando a Artemisa y a Némesis como si ninguna de las dos formase parte de su
mundo. Sin embargo, de pronto, al captar todo el poder que dimanaban los ojos
de Némesis, esas brumas que le habían impedido expresarse con claridad se
disiparon sin dejar huella, arrastrando hacia la oscuridad a la Agnes tierna y
cariñosa que tanto amaba a Artemisa. De nuevo habló, esta vez sin ni siquiera
advertir el significado de las frases que pronunció; las cuales fueron para Némesis
las más vigorosas que había oído en la dulce y entrañable voz de Agnes:
—
Némesis,
queridiña, xa chegou o momento —la avisó sin perder ese deje de dulzura
que siempre teñía su voz cuando se dirigía a su querida amiga—. Despois, xa poderás ser libre.
Entonces Némesis, animada y excitada, se
acercó ágilmente a Artemisa, quien estaba paralizada por el inmenso miedo que
llevaba sintiendo desde hacía meses. Ni siquiera ella misma sabía por qué había
vivido tan asustada. Era cierto que Agnes la intimidaba y siempre la sobrecogía
cuando se hallaba cerca de ella, pero también había sabido siempre, sin que ni
tan sólo su alma pudiese aceptarlo, que por Agnes había experimentado otras
emociones que no se creía capaz de convertir en palabras. Cuando la miraba a los
ojos, oía gritar en su interior una voz antigua que le oprimía el corazón y que
la instaba a evocar recuerdos que, sin embargo, su memoria no podía recuperar.
Se le removía el alma cada vez que se hundía en la preciosa imagen de Agnes,
cada vez que la oía hablar, cada vez que aspiraba el aroma de su cuerpo. Y en
sus sueños Agnes siempre aparecía rodeada por un halo de misterio que le hacía
creer que ella no había nacido en aquel mundo, sino en otro mucho más lejano e
inaccesible. No obstante, jamás le había confesado a nadie que se le
despertaban tantos sentimientos cuando Agnes se mezclaba con sus pensamientos o
cuando la notaba cerca, tan cerca que toda su energía cubría su suelo y llenaba
su alrededor.
En aquellos momentos, cuando presentía
cerca el fin de su vida, se planteó la posibilidad de que el miedo que la
atacaba no emanase de la imponente presencia de Agnes, sino de los sentimientos
que experimentaba siempre que pensaba en ella o la miraba. Sí, lo más probable
era que fuesen aquellas emociones tan extrañas las que tanto la aterraban.
Cuando percibió que Némesis se hallaba
cada vez más cerca de ella, Artemisa miró a Agnes con los ojos llenos de
súplicas. No quería morir, pero ni siquiera sabía por qué deseaba mantener
intacta su vida, por qué anhelaba continuar respirando, si su existencia se
había vuelto totalmente oscura y asfixiante. No obstante, sabía que su destino
le reservaba momentos muy mágicos que ella ansiaba rescatar de las sombras de
su incierto futuro.
Agnes oyó la silenciosa voz de la mirada
de Artemisa, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Némesis ya le había
hundido en el cuello sus afilados colmillos y Artemisa había comenzado a perder
su aliento, su consciencia, su hálito de vida. La parálisis que se había
adueñado de Artemisa se tornó de repente en el principio de una muerte gélida.
Némesis se retiró pausadamente de
Artemisa, sin mirar a ninguna parte. Agnes notó que los ojos de su amiga
resplandecían de satisfacción, pero su alma... en esos momentos, su alma ya no
era alma, ya no era espíritu ni aliento.
Un frío aterrador y espeluznante se le
repartió por todo su cuerpo cuando vio que Artemisa perdía el poco equilibrio
que había latido en su ser y caía delicada y silenciosamente al suelo, como una
hoja caduca que se rinde en los brazos de la otoñal brisa que la arranca de su
hogar. Quedó tendida allí, sin aliento, casi sin respirar.
Una interminable punzada de dolor la
extrajo de sus paralizantes pensamientos. Agnes percibió que el corazón
comenzaba a latirle muy rápido, cada vez más rápido, como si quisiese pugnar
contra aquel momento, como si con sus palpitaciones ansiase despertar a
Artemisa de su mortífero sueño.
Entonces fue plenamente consciente de lo
que significaba aquel instante, de cuánto valor tenía actuar rápida y
concisamente, sin permitir que el miedo y el desconsuelo la detuviesen. Se
agachó velozmente junto a Artemisa y la miró con urgencia. Con sus gélidas y
trémulas manos, tomó su cabeza delicadamente y la miró a los ojos a través de
sus párpados cerrados, a través de las lágrimas que habían inundado su mirada.
Némesis todavía la miraba satisfecha,
pero, cuando advirtió que Agnes temblaba cada vez con más brutalidad, cuando
percibió que desaparecían toda la valentía y la locura que tanto habían
impulsado a su amiga a ser fuerte, entonces se retiró de ella, tal vez
intuyendo que su presencia ya no tenía sentido ni cabida en aquel momento.
—
Artemisa, Artemisa —la llamó Agnes con un
susurro quebrado.
Némesis se estremeció al captar toda la
desolación y la oscuridad que impregnaban la dulce y poderosa voz de Agnes. Más
que nunca, ansió poder comunicarse con ella usando aquel melodioso y tierno
idioma con el que Agnes se dirigía a ella. Anheló asegurarle que apenas le
había inyectado veneno a Artemisa, pues en todo momento había sido consciente
de que, tarde o temprano, Agnes se arrepentiría de su comportamiento, Agnes
renacería de su locura con el alma totalmente herida.
Agnes conocía el modo de combatir los
efectos del veneno de Némesis. Así pues, se apresuró a preparar rápidamente la
tisana que podía rescatar a Artemisa de los brazos de la muerte. Apenas
controlaba ni preveía sus movimientos. Actuaba guiada por una voluntad
incansable. No obstante, su mente no se calló en ningún momento. Sin cesar, le
revelaba que, cuando lograse curar a Artemisa, ella se marcharía de la vida y
sería Némesis quien la arrancaría de esa maldita existencia que, según pensaba,
nunca debería haber comenzado.
Agnes era consciente de que, si no moría,
su único destino era vivir para siempre encerrada en aquel hospital tan lleno
de enfermedad y locura. Así pues, no le importaba que su aliento se detuviese y
que su alma desapareciese, pues en aquel lugar tan asfixiante ella también
fenecería sin que nadie volviese a rescatarla nunca más. Sabía que, después de
lo que había ocurrido, todas aquellas personas que la habían querido la
abandonarían para siempre, eternamente, y olvidarían su existencia. Y de hecho
ella así lo deseaba, que nadie la recordase nunca más.
Yo creo que no hay una forma más magistral de describir los sentimientos. Has escrito el amasijo de sentimientos entre ellas de una forma maravillosa, haciendo que comprendamos y vivamos cada una de sus emociones. Ha sido brutal.
ResponderEliminarEn primer lugar hablaremos de la Pulpo. Aparece en escena, otra vez. Sus primeras palabras hacia Agnes son tan chocantes que las he tenido que leer un par de veces para cerciorarme de que lo había leído bien. Agnes tampoco comprendía que pudiese acudir a su casa con semejante discurso, estaba claro que no podía hablar en serio, o es que está realmente majara perdida. Puedo entender que acuda para intentar defender a Artemisa, pues cree que quizás hablando pueda hacerle reaccionar y que no le siga haciendo daño, es comprensible. Lo que no puedo entender es que aparezca con ese argumento destructivo, de nuevo intentando que se marche y lo que es peor, animándola a morir. ¿Pero esta loca de dónde sale? Al menos Agnes consigue echarla de su casa, junto a Némesis. Es que, es Neftis quién debería haber recibido el veneno de la serpiente...no Artemisa. Ya, ya sé que no habría estado bien, pero es que se lo está ganando a pulso. Es mala, muy mala, y para mi al igual que para Agnes, está muerta. Me joroba que luego compartan casa y la tenga que seguir aguantando.
Cuando Artemisa visita a Agnes, todo parece maravilloso. Consiguen conectar y parece que todo lo malo desaparece, por eso sorprende el doble cuando Artemisa saca a relucir todo y la acusa. Agnes se engaña, al igual que engañaba a Neftis, diciendo que ella no es la culpable de que esté enferma. No se atreve a reconocerlo, es lógico. Esa realidad le golpea en la cara y no sabe reaccionar. Que la acuse de haber quemado su casa termina de empeorar la situación y precipita las cosas. Es que, llega un momento en el que lo que es verdad y mentira se mezcla y crea una situación yo creo que insalvable.
Aunque lo peor estaba por llegar, y es que cuando Némesis envenena a Artemisa, condena definitivamente a su amiga. La caída al pozo es inevitable y ya no hay salvación. Némesis al menos, no la envenenó a muerte, consiguió mantener un poco la cabeza fría.
Me da rabia que nadie se responsabilice. Es cierto, Agnes hace algunas cosas mal, pero a raíz de sufrir malostratos, de insultos, rechazos y humillaciones. Una persona enferma rodeada de incompetentes sin corazón, que en vez de ayudarla la empujan dándola por perdida. No es justo. Sí, en algún momento intentaron ayudarla, pero sabemos muy bien que ella misma puso de su parte, que en muchos momentos luchó por recuperarse, necesitó un apoyo, un algo por parte de sus "amigos" y se dio contra una pared.
Sabemos que Artemisa se recuperará, pero lo vivido la marcará irremediablemente. Ahora todos se lavarán las manos, echando balones fuera. Ellos no han tenido nada que ver, fueron santos que la ayudaron mucho... No exculpa a Agnes por lo ocurrido, pero ella está enferma, y ya no creo que sea tan solo por la enfermedad con la que salió del hospital, también por otra más dolorosa provocada por aquellos que la despreciaron y que se suponía que la querían.
Me da terror leer el próximo capítulo, temo el momento en el que regrese al hospital...
Un capítulo intensísimo. Me lo he leído del tirón. Esta historia me encanta, me tiene totalmente cautivado.
Némesis es sorprendentemente importante en la trama en general y en la vida de Agnes en particular. Ella intenta tomar siempre el camino más corto, lo que para su mente resulta claro y evidente, y eso trae como consecuencias resultados desastrosos; casi es una metáfora de la sociedad humana que hemos construido, donde las palomas, las ratas, las gaviotas, las hormigas... perjudican con su mera presencia, están de más, cada paso que dan nos molesta, nos hace daño, enseguida decimos que son una plaga, cuando no están haciendo otra cosa que vivir, sin maldad, sin malas intenciones.
ResponderEliminarPero bueno, el argumento del capítulo realmente es complejo. La visita de Neftis es un relato perfecto de cómo los seres humanos somos capaces de retorcer la realidad, los sentimientos y las apariencias para tratar de forzar a los demás en nuestro provecho. Neftis demuestra una bajeza rastrera, porque no le importa en absoluto cómo se pueda sentir Agnes, al contrario, juega con su debilidad, con el único propósito de ver si puede mejorar su situación respecto a Artemisa, y ya de paso clavar un puñal en el corazón de Agnes, pisarle la cabeza para ver si la puede enterrar. Qué falta de entrañas. Y aquí Némesis es el único apoyo de Agnes, quién sabe si habría podido seguir viva sin ella. Es también su confidente: Estou soíña, soíña para sempre. Só teño a Némesis comigo, pero ela non se merece aturar a miña loucura nin a miña tristura.
Cuando pensaba que esta visita iba a ser el plato fuerte del capítulo, vino la de Artemisa, un verdadero goce intelectual y literario. Agnes ama a Artemisa, y Artemisa siente algo por Agnes, no hay más que comparar el comportamiento de Artemisa con el de Neftis, a pesar de que Artemisa finalmente cree que Agnes es malvada y la causante de todas sus desdichas. Me gusta especialmente el párrafo en que Agnes comprende la situación, y que finaliza con esta frase: A Agnes no le costó adivinar que para Artemisa ella era solamente una mujer malvada que deseaba destruirla para siempre.
Es muy importante que toda la conversación transcurre después de que se nos haya revelado que Agnes ha decidido morir, porque eso da una perspectiva especial a sus actos, es imposible no sentir piedad por ella, porque está en el punto máximo de sufrimiento, y sin duda encarna esa máxima que decían los romanos: un ser que sufre es un ser divino.
Y ahí, cuando se ha sobrepasado ya todo límite de sufrimiento que nadie puede soportar, lo que fue (y sigue siendo) un impulso de autodestrucción, amplía su radio impulsando la rabia a quien está justamente siendo la causa del dolor más próximo: Artemisa. Pero no se me olvida que es el dolor quien está haciendo todo esto, no es para nada una venganza pensada y calculada, sino el acto reflejo del puro dolor. Agnes es una víctima, pero no del azar, o de la fatalidad, sino de la maldad humana. Todo le ha salido mal, y acepta su destino. Némesis envenena a Artemisa pero ella la va a salvar. Y su futuro es el pasado más negro: el hospital.
Ya me estoy relamiendo con lo venga, por duro que vaya a resultar...