lunes, 18 de septiembre de 2017

EL ABRAZO DE LA TIERRA: CAPÍTULO 28. DESPERTANDO EL RENCOR


Capítulo 28

 

Despertando el rencor

 

Agnes notó que una oscuridad densa, profunda, invencible e indisipable se apoderaba de sus momentos, acallando por unos largos segundos la voz de sus pensamientos y de las emociones que gritaban ensordecedoramente por dentro de ella. Le pareció que se había esfumado la última estela de comprensión que su alma podía acoger para acariciarle las heridas que tanto se la hendían.

Némesis continuaba a su lado, incapaz de comprender por qué notaba tan vivamente que su entorno estaba anegado en vibraciones hirientes, como si, en lugar de aire, hubiese espinas a su alrededor.

De pronto, Agnes reaccionó. Lo hizo impulsada por una emoción que jamás le había anegado el alma antes; una emoción que era la voz de todos los sentimientos tristes que le habían arañado el corazón y de todos los acontecimientos injustos con los que la vida la había golpeado siempre. Lo hizo sintiendo que esta vez se concentraba en su ser toda la rabia y la impotencia que había experimentado desde que la habían arrancado de Galicia. Y supo que ya no podría huir de aquellas sensaciones tan incandescentes que habían incendiado todo su interior como si de una lumbre agresiva se tratase.

     Todos pensan que Artemisa enfermou por culpa miña. Cren que eu queimei a súa cabana, cando en ningún momento eu planearía facer algo tan espantoso. Ata entón, non tiñan motivos para desconfiar de min dun modo tan horríbel; pero xúroche que agora lles darei unha infinidade de razóns para que saiban que si son tan forte como cren.

Némesis la miró sorprendida y a la vez entusiasmada, con los ojos resplandeciéndole de felicidad y alivio. Oír hablar a Agnes con tanta fuerza y tanto convencimiento la excitaba y le inspiraba una valentía que hasta entonces le había costado mucho conservar en su corazón.

Aquella misma noche, permitiendo que las emociones terribles que le anegaban el corazón la guiasen, Agnes celebró uno de los rituales más poderosos y oscuros de su existencia. Invocó a espíritus que ni siquiera ella sabía que existían, pero cuya fuerza la inspiraba, cuya presencia inundó los rincones de su cabaña. Entonces supo que no estaba sola, que no era Némesis la única que la acompañaba en su vida. Otras almas ancestrales la cuidaban desde un lugar inalcanzable y remoto, enviándole desde aquella imperturbable e intransitable distancia un vigor que la realidad no era capaz de entregarle.

Entonces deseó que la energía vital de Artemisa se desvaneciese por momentos, que se apagase su magia, que se silenciase su vigor. Le suplicó a la noche y a las almas que la rodeaban que le arrebatasen a Artemisa todo aquel poder con el que sería capaz de destruirla si se lo proponía.

Cuando aquel ritual terminó, Agnes notó que se sentía terriblemente agotada, como si la magia que había empleado para celebrarlo le hubiese absorbido la mayor parte de su energía. Se quedó sentada en el suelo, junto al altar, con la cabeza apoyada en las manos, con la mirada perdida en el baile del humo del incienso, apenas sin notar su cuerpo. Le parecía que un peso inmenso y desgarrador se había adentrado en su ser y que una fuerza ardiente deshacía sus pensamientos.

No obstante, Agnes no dejó de celebrar aquellos rituales a través de los que deseaba enviarle a Artemisa aquella oscuridad tan asfixiante. Siempre que la noche se apoderaba del firmamento, Agnes convocaba aquella magia tenebrosa que podía ayudarla a ser fuerte y la alentaba a deshacer el brío vital de Artemisa. Cuando aquellas ceremonias llegaban a su fin, siempre se reencontraba con una debilidad extenuante que apenas le permitía dormir.

Así fueron transcurriendo las noches, los días, las semanas, incluso los meses. El verano esparcía por doquier su calor asfixiante, pero Agnes apenas notaba la tibieza que había invadido el bosque. Su vida estaba cada vez más fría y exenta de esplendor. Las noches eran más oscuras que nunca y a ella le parecía que jamás amanecía.

Agnes era levemente consciente de que aquellos rituales oscuros con los que pretendía deshacer la energía de Artemisa estaban dañándola irreversiblemente. Ella misma profundizaba su malestar invocando a aquellas fuerzas tenebrosas que alimentaban el miedo y la tristeza que Artemisa sentía; mas ni aquella certeza ni tampoco las sensaciones que experimentaba cuando aquellas ceremonias terminaban la desalentaban ni la disuadían de la idea de seguir atacando a Artemisa desde las sombras de su vida.

Agnes sólo vivía para celebrar aquellos rituales que tanto estaban destruyéndola. Habitaba todo su ser bajo la influencia de aquella mujer poderosa que únicamente se alimentaba de rencor y resentimiento y la instaba a alejarse de los recuerdos más hermosos de su vida y de los deseos luminosos que podían embellecérsela. Se deshizo incluso el anhelo de volver a Galicia junto a Némesis. Agnes apenas se acordaba de que extrañaba tanto su tierra. Lo único que experimentaba era impotencia, rabia e incluso odio; odio hacia aquellas personas que tanto la habían querido y que en esos momentos sólo le hablaban para recordarle cuán enferma estaba; pero sobre todo odio hacia Artemisa, hacia esa mujer que en otro tiempo muy lejano había estado irrevocablemente unida a ella y que, en aquel entonces, la detestaba como nadie, por culpa de quien estaba cada vez más enloquecida de dolor, de tristeza y de frustración.

Los días y las noches se confundían en percepciones sombrías que alimentaban su desesperación y fortalecían la insania que se había apoderado de su razón. Agnes apenas podía distinguir entre el atardecer y el amanecer, pues vivía completamente sumida en un estado de enajenación que le impedía captar los detalles de su entorno. Comía cuando realmente lo necesitaba, apenas sabía escuchar los avisos que su cuerpo y su mente le lanzaban, no sabía interpretar los susurros con los que la naturaleza pretendía comunicarse con ella y tampoco se encontraba a sí misma en la mujer que seguía realizando las mismas tareas todos los días. Agnes todavía se dedicaba a cultivar la tierra, a recoger los frutos y las hortalizas ya maduros, a lavar su ropa cuando correspondía y a limpiar su cabaña tanto física como espiritualmente; pero a sí misma se había descuidado en exceso. Apenas comía. Sólo ingería tisanas que la ayudaban a combatir los intensos dolores de estómago o de cabeza que la atacaban, no siendo éstos sino las consecuencias de sus horribles sentimientos. Tampoco dormía. Podía permanecer más de cinco días sin conciliar el sueño. La aterraba sumirse en la inconsciencia, pues sabía que, en cuanto la vigilia se desvaneciese, regresarían a ella aquellas pesadillas que tanto podían amedrentarla.

Lentamente dejó de hablar con Némesis. Sólo se comunicaba con ella a través de las miradas que intercambiaban. Némesis tampoco se atrevía a insistirle con sus profundos ojos dorados en que le prestase atención, pues creía que ya no tenía nada más que decirle. Némesis se sentía cada vez más culpable del estado de Agnes. Ya sabía que, por culpa suya, todos pensaban que Agnes había sido quien había incendiado la cabaña de Artemisa y Némesis no era capaz de perdonarse aquel error.

Aunque Gaya y Gilbert fuesen plenamente conscientes de que Agnes se había perdido en el mundo de la locura posiblemente para siempre, ninguno de ellos se atrevía a acercarse a ella. Ambos sabían que Agnes debía regresar cuanto antes al hospital del que Gilbert la había sacado ya hacía tanto tiempo, pero tampoco eran capaces de devolverla a aquel lugar donde su alma perecería para siempre. La abandonaron en su insania, se olvidaron de ella, de sus sentimientos y de sus peligrosos pensamientos y, junto a Neftis (quien tampoco se dignaba recordar a Agnes), se volcaron todos en el cuidado y la recuperación de Artemisa, quien cada vez se sentía más desalentada y se había hundido en una profundísima depresión que estaba destruyendo su vigor, su magia, su energía vital.

Aquel verano fue el reflejo del invierno más oscuro y gélido para todos. Ni siquiera la naturaleza parecía sentir la caricia del sol. Llovía prácticamente todos los días y aquellas tormentas tan destructivas pusieron en peligro las cosechas de todos, pero parecía como si nada importase, como si todos esos hechos estremecedores fuesen el reflejo de la llegada del fin a aquella vida que todos habían amado tanto y que se había convertido en una amenaza sobrecogedora.

Mas llegó agosto, expulsando de la naturaleza aquellas lluvias tan desesperadas. Agosto ardía, ya no susurraba, ardía. Ardía en el cielo azulado, ardía en la fulgurante luz del día, ardía en los chillones atardeceres que se negaban a ser conquistados por la suavidad de la noche. Agosto fue un mes asfixiante que contrastaba inmensamente con los días lluviosos que habían alimentado el caudal de los ríos y el de los lagos. Mas fue un mes que apenas refulgió para Gaya, para Gilbert, para Neftis ni para Agnes; aunque el calor que había inundado el bosque les impedía respirar con serenidad.

De vez en cuando, al notar que la tarde se hacía un hueco en la desgarradora luz del sol, Agnes salía de su cabaña y se perdía entre los árboles. Permanecía vagando por el bosque hasta que la noche la sorprendía muy lejos de su hogar. Entonces se esforzaba por regresar a su morada, siendo consciente de que ningún lugar podría protegerla.

En una de aquellas ocasiones en las que Agnes perdió la estela de la senda que le permitiría regresar a su cabaña, descubrió repentinamente que se hallaba en medio de un hermoso jardín cuyos matices reverdecientes y amenos le resultaban levemente conocidos; pero era incapaz de evocar los momentos que había vivido en aquel lugar.

No comprendía por qué se hallaba allí, rodeada por aquellos árboles tan majestuosos y hermosos. Podía reconocer en medio de los troncos el intenso olor de la savia, el de las flores más bonitas y delicadas, el de los frutos que maduran en verano... pero aquellas fragancias tan dulces, en lugar de serenarla, intensificaban su desazón. Agnes estaba tan nerviosa, tan inquieta y asustada que apenas podía percibir los matices bellos que formaban su entorno.

Se encontraba en el jardín de Gaya, en el jardín de aquel hogar en el que siempre se había sentido tan inmensamente protegida. Agnes ni siquiera podía imaginarse que Artemisa estaba tan cerca de ella. Artemisa llevaba viviendo en la casa de Gaya desde que aquel incendio tan horrible le había arrebatado el amparo de su amada cabaña. Si Agnes hubiese intuido que Artemisa y ella se hallaban en el mismo lugar, su desesperación se habría vuelto inmensamente invencible, habría perdido definitivamente la efímera serenidad que le permitía respirar con sosiego y se habría desorientado para siempre en el horrible mundo de la locura.

Sin embargo, ardía en la herida alma de Agnes un impetuoso deseo de encontrar a Artemisa, de volver a hundirse en sus castaños ojos mágicos y oír su dulce y bonita voz; pero Agnes apenas se creía capaz de comprender ni experimentar la fuerza de aquel anhelo que tanto la desconsolaba. Incluso de vez en cuando era consciente de que sólo vagaba por el bosque con la intención de hallar a Artemisa, dondequiera que ella estuviese.

Se había detenido en medio del jardín y miraba vagamente cómo el agua de una fuente preciosa caía lenta y cristalina, alimentando un pequeño lago en cuya superficie se reflejaba la poderosa imagen de los árboles y el matiz dorado del atardeciente cielo que la cubría.

Notaba que temblaba de frío, aunque sabía que la temperatura que la envolvía era tibia y seca. No obstante, apenas la desasosegaba sentirse tan descontrolada y ausente. No podía entender cómo se encontraba ni lo que deseaba. Lo único que su mente musitaba sin cesar era el nombre de Artemisa y la voz de su alma entonces se convertía en ecos frágiles que se perdían en la inmensidad de su locura.

De súbito, percibió lejanamente que alguien se acercaba a ella. Gaya la había visto llegar desde la ventana del salón y había observado cómo Agnes se detenía en medio del camino que conducía a su hogar y se quedaba con la mirada perdida en la remota tierra de sus pensamientos. Después, había presenciado cómo Agnes se sentaba en el suelo, escondiéndose entre las plantas, y entornaba los ojos como si se sintiese inmensamente desorientada y no supiese hacia dónde tenía que dirigirse.

Entonces Gaya salió de su hogar y se encaminó hacia la vera de aquella mujer que tan turbada parecía, que tanto sufría. Se agachó a su lado y la tomó delicadamente de las manos para no sobresaltarla, pero Agnes se hallaba tan lejos... Ni siquiera reaccionó al sentir que alguien la tocaba primorosamente.

Gaya sintió de repente una infinita tristeza. La apenó profundamente comprobar cuán perdida estaba Agnes. En aquellos momentos olvidó el intenso pavor que le inspiraba su existencia y también la desconfianza que le dedicaba desde que Artemisa se había hundido en aquella depresión tan destructiva.

     Agnes, cariño, ¿estás bien? —le preguntó con una voz anegada en amor, aunque lo cierto era que se sentía inmensamente sobrecogida. Nunca se había hundido en unos ojos tan enajenados—. Agnes, ¿puedes oírme, cielo?

Mas Agnes no le contestó. Permanecía sumida en un silencio inquebrantable, con la mirada perdida. Gaya se sobrecogió cuando descubrió que Agnes estaba completamente helada. Temblaba con brutalidad y, además, le brillaban los ojos como si en ellos se derramase el fulgor lejano de las estrellas.

     Artemisa non está por ningures —musitó con esfuerzo, como si hablar le costase muchísimo.

Gaya ansió preguntarle por qué deseaba encontrar a Artemisa. Quiso comunicarle que Artemisa tenía el alma completamente destruida. Quiso advertirle de que lo mejor era que ni siquiera se acercase a ella, pues Artemisa estaba muy enferma y a punto de perderse en el mundo de la muerte. Sin embargo, sabía que no merecía la pena revelarle a Agnes aquellas certezas tan tristes, básicamente porque Agnes no podría oír ninguna de las palabras que le dirigiese.

Gaya adivinó enseguida que Agnes tenía muchísima fiebre. La inmensa lástima que sentía por ella se acreció brutalmente y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se esforzó por reprimir aquel llanto que podía volver más insostenible aquella situación. Llevaba mucho tiempo notando que el alma se le quebraba ante cualquier hecho, aunque éste fuese insignificante y superfluo. La enfermedad en la que se hallaba sumida Artemisa le había inundado el corazón de inseguridad y tristeza.

Deseó ayudar a Agnes, pero no sabía cómo podría protegerla. No le convenía adentrarse con ella en su hogar, pues Artemisa empeoraría profundamente si descubría que Agnes se hallaba tan cerca. La existencia de Agnes era la fuente de la que manaba todo su desconsuelo y sus más intensos miedos.

Decidió que llamaría a Gilbert. Él conocía a Agnes mucho mejor que ella y era el único que podía ocuparse de su alma. Así pues, tratando de que su voz sonase clara y cariñosa, le pidió a Agnes que no se moviese de allí y la esperase sentada entre los árboles intentando captar toda la belleza que la rodeaba.

Cuando la dejó sola, Agnes empezó a llorar en silencio, sin saber por qué plañía, sin saber por qué estaba allí ni tampoco quién era la mujer que la había tomado de las manos con tanta delicadeza. No podía recordar nada, ni siquiera los últimos momentos de su vida. Le parecía que se hallaba encerrada en una realidad en la que nunca había estado. Parecía totalmente imposible que Agnes recuperase la noción de sí misma alguna vez.

Gaya telefoneó a Gilbert y conversó con él intentando modular el nervioso tono de su voz. No deseaba que Artemisa, quien se hallaba encerrada en la alcoba que Gaya le había asignado, oyese sus tensas palabras.

     Gilbert, tienes que venir inmediatamente y llevarte a Agnes a tu casa. Tiene una crisis horrible y yo no puedo ocuparme de ella.

     ¿Qué le ocurre? —le preguntó él desasosegado y levemente agotado.

     Está completamente ida. No me reconoce ni tampoco sabe dónde se halla. Sólo me pregunta por Artemisa. Ansía verla con una fuerza que me aturde y, como comprenderás, yo no puedo cumplir sus deseos. No entiendo nada, Gilbert. Lo que está sucediendo me desestabiliza y me desorienta muchísimo.

     Serénate, cariño. Iré enseguida a tu casa. No te preocupes.

     Además, su aspecto es muy inquietante. Está excesivamente delgada y tiene mucha fiebre. Ya no es ella, Gilbert. La hemos perdido definitivamente —le contó arrancando a llorar.

     Volverá, te lo prometo.

Mientras Gilbert no llegaba, Gaya permaneció junto a Agnes sin separarse de ella en ningún momento. Continuamente rogaba que a Artemisa no se le ocurriese salir de su alcoba con la intención de pasear por el jardín. No podía ni imaginarse qué sucedería si Artemisa captaba la presencia de Agnes o si la veía sentada allí, con la mirada tan perdida.

Agnes no le dirigió ni la palabra más sutil. Ni siquiera la miraba. Permanecía con los ojos entornados y con la mirada fija en el horizonte, como si buscase allí el origen de todos sus sentimientos. Gaya intentó llamar su atención acariciándole las manos, hablándole con mucha ternura e incluso ayudándola a incorporarse para que paseasen juntas por el jardín, pero Agnes no reaccionaba. Parecía como si el tiempo hubiese devorado su alma, como si a su vera Gaya no tuviese un ser compuesto de materia y espíritu, sino únicamente de una sustancia que estaba empezando a deshacerse.

Al fin, Gilbert apareció entre los árboles. Gaya se percató enseguida de que Gilbert tenía los ojos anegados en desolación y temor. Cuando vio a Agnes, aceleró el ritmo al que caminaba. Se situó junto a ella y la miró con profundidad a los ojos, como si buscase en aquella absorbida mirada el espejismo de un sueño. Agnes ni tan sólo le demostró que captaba su presencia.

     Llévatela de aquí antes de que Artemisa se dé cuenta de que... —le exigió Gaya con un susurro anegado en una sombría impaciencia.

     Artemisa ni siquiera puede intuir que Agnes se halla tan cerca de ella.

     Y Agnes tampoco debe saber que Artemisa está aquí.

     Agnes tampoco se percata de nada. Agnes, cariño, ven conmigo —le pidió mientras la tomaba del brazo y empezaba a caminar con pausa.

     Gilbert, esto no puede seguir así. Estamos perdiendo la oportunidad de curar a Agnes. Nosotros no podemos hacer nada más por ella. Lo hemos intentado todo, todo. Le hemos dado todo nuestro amor y le hemos entregado una comprensión infinita, y no ha servido para nada, para absolutamente nada —lloró Gaya con impotencia—. Y Artemisa... No soporto que Artemisa esté tan deprimida. Su tristeza está destruyendo su salud física.

     Artemisa se curará en cuanto Agnes se aleje de ella.

     Agnes tiene que volver al hospital, Gilbert. No puede seguir viviendo sola.

     No, jamás permitiré que la encierren de nuevo. No lo soportará.

     ¿Y qué piensas hacer?

     Sé que se recuperará. Ha sufrido ya muchas crisis de las que ha renacido siendo más fuerte.

     No es verdad, Gilbert. No ha padecido nunca un acceso de locura como el que ahora la ataca.

     No digas esa palabra, Gaya.

     Agnes está loca, Gilbert. ¿Por qué no lo reconoces de una vez? ¡Te equivocaste, te equivocaste profundamente! —le recriminó intentando no alzar la voz.

     Pero ¿qué estás diciendo, Gaya? —le preguntó incrédulo y dolido.

     La presencia de Agnes desestabiliza a todos los que la conocemos. Neftis sufrió muchísimo por culpa suya. Moira también se marchó porque no la soportaba, porque destruía la calma de su vida y, ahora, Artemisa...

     ¿Culpas a Agnes de las desdichas de todos? Agnes está enferma y también se merece que la comprendan.

     Tienes que llevarla a ese hospital —le indicó con rencor.

     Gaya, cariño, entiendo cómo te sientes. Quieres a Artemisa como si fuese tu hija y lo único que deseas es protegerla.

     Llévate a Agnes de aquí antes de que sea demasiado tarde. Estoy agotada de esta situación. Dejaremos pasar dos semanas. Si, al cabo de ese tiempo, Agnes no se ha recuperado ni un ápice, entonces yo misma la llevaré al sanatorio.

De repente, aquellas palabras, las que habían sonado con una fuerza devastadora, se chocaron contra la enajenación que se había apoderado del alma de Agnes, resquebrajando la quietud en la que se hallaba sumida. Reaccionó inesperada y ágilmente, como si de veras unas manos poderosas la hubiesen rescatado del mar sin fondo en el que estaba hundiéndose.

     Gaya —la apeló con una voz trémula—, Gaya, ¿Qué dijiste, Gaya?

     Agnes, ¿puedes reconocernos? —le preguntó Gilbert con delicadeza mientras la miraba disimuladamente a los ojos.

     Por supuesto que os reconozco, pero no sé por qué estoy aquí. No me acuerdo de nada. ¿Qué me ocurrió?

     Te encontré aquí hace una hora —intentó explicarle Gaya con claridad, pero estaba tan inquieta y nerviosa que apenas podía construir frases comprensibles.

     ¿Y qué dijiste hace un momento? —le cuestionó Agnes con la voz húmeda.

     Nada que tenga importancia, Agnes.

     Sí, sí tiene importancia. Quieres que vuelva al hospital, ¿verdad? ¿De veras queréis encerrarme de nuevo?

Agnes lloraba silenciosa, pero hondamente. Las lágrimas que le brotaban de los ojos le resbalaban con primor por las mejillas, volviendo mucho más brillante su pálida piel. Todavía temblaba con brutalidad y miraba a Gilbert y a Gaya con una impotencia que a ambos les rasgó el corazón.

     Entiendo que queráis deshaceros de mí, pues lo único que causo son problemas; pero no pienso permitir que me llevéis allí ni que de nuevo me quiten la libertad —les aseguró suspirando de dolor.

     Agnes, no te encuentras bien, cariño. Es preciso que alguien te ayude —le comunicó Gaya con ternura.

     ¡Sois inmensamente hipócritas los dos!

     Lo único que deseamos es ayudarte, Agnes —intervino Gilbert con paciencia.

     ¡No es verdad!

Entonces Agnes se apartó de ellos como si de repente su presencia se hubiese convertido en fuego y empezó a correr a través del jardín, alejándose de su vera notando que el alma se le partía en mil pedazos. Llevaba mucho tiempo creyendo que nadie la quería de verdad, que las únicas personas que tenía en la vida la detestaban y deseaban deshacerse de su existencia, pero descubrir que de veras ellos querían encerrarla de nuevo en el hospital la había convencido definitivamente de que estaba mucho más sola de lo que pensaba.

Ninguno de los dos se movió cuando vieron que Agnes se perdía entre los árboles, bajo el brillante cielo de la tarde. Se quedaron quietos, pensativos, lamentando que la vida se hubiese vuelto tan angosta e inhóspita.

Un profundo silencio se adueñó de su voz. No sabían qué decirse ni cómo el uno podía consolar al otro. Ambos sabían que, para atenuar la fuerza del desconsuelo que les anegaba el alma, no existía ni la menor sombra de amor ni la palabra más sutil y cariñosa.

     Creo que tendrías que visitar a Artemisa —le indicó Gaya apartándose lentamente de Gilbert—. Ella también te necesita.

Gilbert apenas podía pensar en Artemisa, pues la preocupación que sentía por Agnes le invadía toda el alma; mas no fue capaz de protestar y siguió a Gaya hacia el interior de aquella morada que tanto se había anegado en tristeza.

Aunque se esforzase por mantener conversaciones con Artemisa, quien estaba sumida en un profundo desaliento, no podía dejar de pensar en Agnes. Continuamente se preguntaba cómo podría rescatarla de aquella crisis tan estremecedora. Era consciente de que, si nadie la ayudaba, Agnes se perdería para siempre en el mundo de la locura. Sin embargo, lo que más lo sobrecogía era ser consciente de que para Agnes no existía ningún camino lleno de luz. Tanto si la encerraban en aquel horrible hospital como si permitían que siguiese viviendo libre hasta el fin de sus días, la insania destruiría para siempre su herida alma. Y lo peor era que Gilbert sabía que Agnes nunca se curaría, jamás, por mucho que se esmerasen en devolverle la paz.

Agnes no cesó de correr hasta que percibió que el hogar de Gaya se perdía en las sombras de la distancia, mezclándose su majestuosa y hermosa imagen con los rebeldes rayos del sol. Entonces, al saber que ya se hallaba muy lejos de la última persona que podía mirarla a los ojos, se sentó en el suelo y permitió que se apoderase irrevocablemente de ella el inmenso desconsuelo que le golpeaba en el corazón.

En aquellos momentos creía que ya no le quedaba nada más en la vida. Notaba que la invadía un silencio mucho más profundo que el que inunda la noche y que un mar desbocado se abría bajo sus pies, dispuesto a devorarla en sus olas gigantescas y agresivas. Entonces supo que, a partir de aquella tarde, su tristeza y su desesperación se volverían muchísimo más inquebrantables que nunca. Se perdería poco a poco en el horrible mundo de la locura sin que nadie le tendiese la mano para ayudarla a escapar de allí.

Sin embargo, esta vez, no lucharía contra la insania ni tampoco contra la soledad que embargaría toda su vida. Permitiría que su enfermedad derruyese los muros que protegían su cordura y se expandiese por toda su mente, aniquilando al fin todos sus sentimientos, sus punzantes recuerdos y sus desequilibradas emociones. No impediría que la locura la llevase hacia el mundo del olvido, pues ya nada importaba, absolutamente nada, ni siquiera los anhelos que habían latido en su corazón desde que la habían arrancado de Galicia. Ya nada importaba, nada, nada, pues lo había perdido todo.

2 comentarios:

  1. Es verdad lo que decías, es un capítulo corto pero importante. Es triste cuando Agnes empieza a hacer los rituales oscuros para perjudicar a Artemisa. Siempre guardas la esperanza de que recapacite, de que se de cuenta que Artemisa no es su enemiga. Hemos vivido de primera mano el sufrimiento que padece Artemisa debido a los rituales de Agnes. Lo pasa realmente mal.

    Agnes pierde hasta la comunicación con Némesis e incluso se olvida de su querida Galicia. La enfermedad la atrapa casi por completo. Como me viene ocurriendo últimamente, Gaya me decepciona. La culpa de todos los males del mundo, ¡incluso de lo de Moira! Es sorprendente lo que llega a pensar de ella. La culpa, la condena y lo que es peor, la abandona. Gilbert al menos por el momento se muestra decidido a no ceder en ese aspecto y no piensa ingresar, pero bien sabemos que ocurrirá debido al gran error que comete Agnes. Todos esos que la culpan, que la tratan de loca, Neftis, Gaya, Moira...todos se darán palmadas en la espalda, satisfechos y creyendo que siempre han tenido razón. Es una de las cosas que más rabia me da, que se salgan con la suya.

    Ha sido terrible para Agnes escuchar las palabras de Gaya. No deja de ser sorprendente las veces que esta mujer mete la pata. De nuevo, en vez de ayudarla, le pone la soga en el cuello. Todos nos podemos equivocar pero...tantas veces y siendo una persona supuestamente sabia, que es una guía espiritual para otros... Se puede entender que quiera proteger a la que ella considera su hija, que es Artemisa, pero no a costa de destruir a los demás. Encima dice que Gilbert se equivocó sacándola del hospital. ¿Dónde quedan todas esas palabras de amor y comprensión? ¿Dónde queda todo aquello de que era especial y mágica?

    Nemesis es consciente, más que nunca, de el error que cometió al quemar la casa de Artemisa, pero sigue pensando que lo mejor es acabar con Artemisa...se aferra a que Agnes resurge, se anima y tiene fuerza, pero es otro error por el que tendrá que pagar muy caro.

    Un capítulo en el que se precipitan las cosas. Vemos caer a Agnes por ese pozo oscuro y sin salida y nadie le ayuda, o nadie sabe cómo hacerlo. ¡¡¡Está muy interesante!!! Cuelga el próximo cuanto antes porfiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

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  2. Es curioso cómo Agnes ha perdido la perspectiva de todo. Trata de hundir a Artemisa (la parte en que se habla de ello es espeluznante precisamente porque no se entra en detalles), pero en realidad ella misma se ve arrastrada en esa caída; por eso digo que ha perdido la perspectiva, porque no se da cuenta de que sus destinos están unidos, y si Artemisa cae ella se verá arrastrada en la caída. Némesis, como pasa tantas veces con los animales, sabe que no ha hecho bien. Pero ¿qué puede hacer, salvo seguir protegiendo a Agnes? Efectivamente todos piensan ahora que la culpa de todo la tiene Agnes; y sobre todos, Gaya está convencidísima de que eliminándola de escena todo se solucionaría. En todo caso, el deterioro de Agnes va parejo con el de Artemisa, es curioso lo mal y lo cerca que están una y la otra; y que se encamine Agnes a la casa de Gaya precisamente ahora creo que no es tan casual. Pero sí, GAya quiere deshacerse de Agnes por la vía más segura: el hospital. No está buscando el bien de Agnes, sino el suyo propio, con la excusa de proteger a Artemisa, por suerte Gilbert no está de acuerdo con ello, al menos por ahora. Cuesta trabajo reconocer a los personajes, se están deshaciendo por así decir. Agnes no es la fuerte y sensible maga; Artemisa está ausente, muda. Gaya parece mezquina, taimada. Solo Gilbert y Némesis continúan siendo quienes solían, pero también afectados de una especie de falta de fuerza, como difuminados. Ese sería el regusto que me queda tras leer este capítulo: que todo se va, que se desvanece, parece que la trama va a saltar en pedazos y todo terminará mal. Tal vez sea el constipado que tengo encima, pero el capítulo me parece así, enfermizo, desesperanzador, no hay nada que apunte en la buena dirección. Y coincido con Dani en que quiero leer más... eres una gran maestra de la novela ¿lo sabías?

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