Capítulo 30
Rescatando la luz
Como el primer rayo del alba
que cruza la mañana deshaciendo las intensas sombras de la noche, así un
acontecimiento puede despertar un alma dormida, puede devolverle el aliento a
una cordura perdida. Agnes renació levemente de sus temores cuando percibió que
la vida de Artemisa se apagaba. De todos los errores que había cometido a lo
largo de su existencia, aquél era el más aterrador, el más espantoso, el más
estremecedor.
Mientras preparaba rápidamente
la tisana que podía rescatar a Artemisa de las garras de la muerte, se
esforzaba por recuperar los momentos que habían compuesto los últimos meses de
su existencia; pero le parecía que su memoria había perdido su voz y que ya no
quedaba nada allí donde debían resguardarse aquellos recuerdos que tanto se
esforzaba por evocar.
De repente, todo lo que había vivido hasta entonces, todos esos momentos
anegados en rabia, en rencor, en odio y en temor se le presentaron ante ella
como si de un mar de sombras se tratase, como si no formasen parte de su vida,
y no se reconocía en la mujer que los había vivido. Se preguntaba quién la
había destruido tanto, dónde se hallaba su alma bondadosa y soñadora, dónde
quedaba la estela de su nostálgico y tímido carácter. La mujer en la que se
había convertido era el reflejo de todos sus miedos, pero ella ni siquiera los
recordaba, no podía evocarlos ni tampoco sabía por qué había sentido tanto y
tanto pánico.
Ser consciente de que había destruido a Artemisa (al soñado amor de
todas sus vidas) le hacía sentir una potente sensación de desamparo que le
destrozaba el alma. No pudo evitar que se apoderase de ella un llanto
desgarrador que estuvo a punto de paralizarla irrevocablemente; pero Agnes
luchó contra aquellas terribles emociones para poder elaborar con presteza y
concentración el antídoto que Artemisa necesitaba.
Cuando ya estuvo preparada la medicina que podía curar a Artemisa,
Agnes, ignorando la debilidad que inundaba su cuerpo, la tomó en brazos y la
llevó hasta el rincón de la cabaña en el que tenía su estrecha, aunque
confortable cama, y la tendió allí, arropándola con una manta y colocándole una
mullida almohada bajo la cabeza.
Artemisa respiraba con dificultad y una creciente lentitud y Agnes sabía
que su corazón también latía con una asfixiante debilidad que no era sino el
reflejo de la misma muerte. Además, cada vez temblaba con más intensidad; lo
cual desvelaba que la fiebre ya se había apoderado de todo su cuerpo.
Luchó contra la inconsciencia de Artemisa para que ella pudiese beberse la
tisana que ella le había elaborado, pero Artemisa no la oía cuando la llamaba
ni tampoco abría los ojos.
—
Artemisa,
por favor, despierta, despierta, despierta —le insistía con desesperación.
Al fin, Artemisa abrió sutilmente los ojos, pero no miró a Agnes en
ningún momento. Estaba consciente, pero no reconocía el lugar en el que se
hallaba y tampoco podía pensar. Sin embargo, sí pudo ingerir la cura que Agnes
le ofrecía. Cuando al fin se hubo bebido aquella infusión que podía salvarla,
volvió a cerrar los ojos y se durmió profundamente. Agnes sabía que a Artemisa
le convenía dormir, pues aquel sueño sería reparador y le acariciaría el alma
hasta deshacer las muestras de fragilidad que todavía se la ensombrecían.
Artemisa permaneció todo el día durmiendo. Agnes no se separó de ella en
ningún momento. No cesaba de controlar el ritmo de su respiración y la
velocidad de los latidos de su corazón. Ni siquiera se preguntaba por qué le
importaba tanto la salud de Artemisa ni por qué deseaba con tanta fuerza que
ella siguiese viviendo, pues el estado en el que se hallaba sumida también era
una especie de locura que la apartaba de su entorno y de su tiempo. No podía
recordar lo que había sucedido antes de que llegasen aquellas horribles horas y
tampoco podía planear lo que haría cuando Artemisa despertase al fin
recuperada.
— Némesis, debemos
axudala —le dijo
abrazando a su querida amiga—. Artemisa está tan maliña por culpa
dunha enfermidade horrible que quere destruíla. Non podemos deixala soíña.
Némesis, se eu puidese ser sempre así, sempre tan compracente... pero non sei
nin sequera quen son e agora non lembro nada, Némesis.
Némesis se sobrecogió cuando detectó la inmensa inquietud que se
desprendía de los ojos de Agnes y se derramaba de su dulce y aterciopelada voz.
Tenía la sensación de que, aunque Agnes hubiese recuperado una pequeña parte de
su cordura y de la noción de sí misma, todavía estaba en exceso confundida.
Supo que Agnes ni siquiera se acordaba de que había sido ella quien le había ordenado
que atacase a Artemisa.
Se apoderó de Némesis una terrible desorientación que desvaneció por
unos largos instantes el brillo dorado de sus hipnóticos ojos. Se acordaba
levemente de que Artemisa siempre había querido herir a Agnes y que Agnes
estaba tan descontrolada y deprimida por culpa de Artemisa. Por eso no entendía
por qué su querida amiga se apiadaba de aquella mujer que tanto estaba
destruyéndola y que incluso deseaba matarla. Sin embargo, no fue capaz de
insinuarle nada. Intuía que, en aquellos instantes, Agnes sería incapaz de comprender
el lenguaje de sus ojos (aquel lenguaje que tan íntimamente las había
comunicado siempre), puesto que parecía hallarse en una realidad muy lejana que
en absoluto se vinculaba con la que juntas habían habitado.
Némesis también se preguntaba qué ocurriría cuando Artemisa despertase y
se curase. A pesar de que le hubiese inyectado una cantidad de veneno tan
ínfima, era consciente de que las consecuencias de su ataque eran en exceso
peligrosas. No obstante, lo que más la sobrecogía era no poder intuir qué le
sucedería a Agnes cuando todos los que la conocían se enterasen de lo que había
acontecido con Artemisa. Si el odio que le profesaban todos se había acrecido
brutalmente cuando se quemó la cabaña de Artemisa, no podía ni tan sólo
figurarse qué podían hacerle a su querida amiga cuando la verdad quedase
desvelada ante todos ellos.
— Que che
pasa, miña Némesis? Pareces morriñosa e asustadiña. Non teñas medo. Eu non lle
direi a ninguén que ti tamén odiabas a Artemisa. Todo foi un erro, Némesis,
todo. Se Artemisa morre, eu non se que vou facer, e, se vive, eu só quererei
morrer, pois non soportarei morar no seu mesmo mundo.
Agnes se sentía tan desvalida, tan confundida y desorientada en su
propia vida que ni siquiera recordaba la existencia de Gaya, de Gilbert y de
Neftis. Creía que se hallaba inmensa e irrevocablemente sola en aquel mundo
lleno de sombras. Únicamente Némesis formaba parte de esa realidad que tanto la
desasosegaba y la estremecía; una realidad que era el reflejo de la pesadilla
más horrible y triste.
Si Agnes hubiese recordado que tanto Artemisa como ella conocían a Gaya,
a Gilbert y a Neftis, entonces les habría pedido ayuda; pero ni tan sólo era
capaz de evocar los instantes que habían compuesto los años que había morado en
aquellos hermosos lares.
De pronto, cuando más sumida estaba en sus confusos pensamientos, oyó
que alguien llamaba con insistencia e intranquilidad a la puerta de su cabaña.
Como había olvidado que Gaya y los demás existían, se sobresaltó profundamente
y, durante unos largos momentos, sólo creyó que era la misma muerte quien se
había presentado a su hogar para llevarse a Artemisa.
Las sombras del ocaso habían comenzado a desvanecer la intensidad con la
que el sol brillaba antes de que llegase la noche. Se había esparcido por el cielo
un manto estrellado que destruía cualquier bruma que anhelase posarse sobre las
copas de los árboles.
—
Agnes,
Agnes.
Una voz entrañable y muy acogedora la apelaba de forma inquisidora y a
la vez extrañada. Agnes se levantó del suelo notando que el alma le temblaba de
miedo y se dirigió hacia la puerta de su cabaña rogando que nadie descubriese
que Artemisa se hallaba allí, dormida, enferma.
Cuando se encontró con la mujer que requería su atención con tanta
insistencia, notó que una lluvia de recuerdos amenazaba con derramarse sobre su
olvidadiza memoria; pero lo único que pudo descubrir fue que aquella mujer la
conocía, la conocía mucho mejor que nadie, y sobre todo quería con intensidad y
sinceridad a Artemisa. Recordó su nombre de pronto. Se llamaba Gaya. Gaya,
Gaya... su sonar le provocaba ecos de sensaciones pasadas, ecos de recuerdos ya
casi inasibles...
—
Gaya...
—musitó sobrecogida.
—
Agnes,
déjame pasar. Necesito hablar contigo —le exigió tomándola de los brazos y
empujándola con delicadeza hacia el interior de su cabaña—. Agnes, sé que
Artemisa está aquí. Dime qué ha ocurrido con ella. Dime dónde la tienes.
Gaya se expresaba con la voz llena de nervios. Hablaba con urgencia y
desasosiego; lo cual profundizó el miedo que latía en el alma de Agnes; pero ella
intentó mantenerse serena. En aquellos momentos, estaba totalmente convencida
de que Artemisa no estaba enferma por culpa suya. Creía recordar con una
nitidez espeluznante que la había encontrado desmayada en el bosque cuando
había salido a bañarse.
—
Sí,
Gaya, Artemisa está aquí. Serénate, por favor. Yo te explicaré lo que ocurrió.
—
Hazlo
inmediatamente —la apremió Gaya intentando respirar con calma; pero estaba
agotada por la velocidad a la que se había dirigido hacia la cabaña de Agnes—.
Déjame verla, Agnes.
—
Ahora
está dormida. Necesita descansar.
—
¡Artemisa
está enferma y precisa de cuidados que tú no puedes ofrecerle! ¡Dime qué le has
hecho, Agnes! —le rogó alzando su mágica y entrañable voz. Agnes se sobrecogió
al oír la triste forma como Gaya le hablaba.
—
Gaya,
yo no le hice daño a Artemisa. Nunca quise herirla, te lo prometo. Lo único que
ocurrió fue que, cuando salí a bañarme esta mañana, la hallé tendida
inconsciente entre los árboles.
Las palabras de Agnes abrieron en su corazón una pequeña y luminosa
brecha que estuvo a punto de quebrar las sombras de tristeza y desconfianza que
se lo inundaban, pero entonces recordó todas aquellas veces en las que Artemisa
había asegurado que la depresión y la debilidad que habían desvanecido su vida
no procedían ni de su cuerpo ni de su corazón, sino de alguien que la hería
continuamente y le enviaba energías muy negativas y asfixiantes a través de
rituales oscuros. Se acordó de todas aquellas ocasiones en las que Agnes le
había demostrado con silentes miradas que Artemisa la aterraba profundamente.
No, no podía creer en sus palabras, no podía, y mucho menos si continuamente su
memoria se empeñaba en evocar aquella lastimosa mañana de primavera en la que
Artemisa había acudido a su hogar pidiéndole ayuda y contándole que un agresivo
incendio había devorado su cabaña. Gaya siempre había creído firmemente que
había sido Agnes quien había prendido fuego a aquella morada tan entrañable.
Además, la presencia de Némesis intensificaba la desazón y el malestar que se le
esparcían por todo su ser cuando se acercaba a ella y sobre todo convertían en
una realidad innegable todos los temores de Artemisa.
—
No
me importa que me mientas. Yo sé cuál es la verdad —le adujo apartándose de
ella. Se dirigió rápidamente hacia la pequeña alcoba de Agnes—. ¿Qué le has
hecho, maldita?
—
Gaya,
ya te lo dije... —intentó decirle, pero el miedo y la pena que le apretaban el
corazón volvieron trémula su voz—. Ya te dije que yo nunca le haría daño a
Artemisa.
Mas Agnes sabía que aquello no era cierto. No podía recordar con nitidez
lo que había ocurrido desde que había conocido a Artemisa, pero era levemente
consciente de que Artemisa siempre le había inspirado un pánico atroz y que en
realidad sí había deseado vengarse de ella por haber destruido el amor que le
profesaban todas las personas que formaban su vida. Mas todavía estaba tan
confundida, tan aturdida por la locura, por su descontrolada enfermedad...
Aquellos momentos le parecían invivibles, un sueño gélido y denso...
Gaya miró a Artemisa con una desesperación punzante. Agnes oyó cómo Gaya
llamaba a Artemisa con una voz anegada en amor y muchísima tristeza.
—
Artemisa,
por favor, despierta. Despierta, cariño. Tenemos que irnos de aquí
inmediatamente, cielo.
La suave y desesperada manera como Gaya llamaba a Artemisa le hizo
entender a Agnes que estaba mucho más sola de lo que realmente sentía, le hizo
descubrir que ella ya no formaba parte de la vida de aquellas personas que
tanto la habían querido y comprendido.
Supo entonces que ella misma había sido la única que había provocado su
abandono y su soledad. Ella había sido quien había derramado sobre la vida de
aquellas personas tan buenas las sombras que habían oscurecido el brillo de sus
días.
El odio que se profesaba a sí misma se tornó insoportable cuando fue
plenamente consciente de que le había destrozado la vida a Gaya, a Gilbert, a Artemisa
y a Neftis. Sí, les había destrozado la vida a unas personas inmensamente
buenas y mágicas. Y lo había hecho impulsada sólo por el miedo a perderlos a
todos y sobre todo por la locura, esa locura que nunca le permitiría ser feliz,
dondequiera que se hallase. Entonces entendió que ya no merecía la pena que se
esforzase por curarse si ya nunca más conseguiría que volviesen a confiar en
ella, si se había desvanecido definitivamente aquel cariño que todos le habían
entregado.
Entonces se prometió a sí misma que, cuando Artemisa despertase, cuando
al fin aquella mujer tan mágica regresase a la vida, ella se marcharía, se
marcharía definitivamente. No se esforzaría por recuperar las razones que
podían impulsarla a vivir cada nuevo día. Permitiría que la insania la
devorase, aceleraría la llegada de su muerte tomándose todo tipo de infusiones
venenosas e incluso le rogaría a Némesis que le arrancase el alma, que la
destruyese para siempre.
Se había perdido a sí misma, había perdido para siempre la estela de sus
recuerdos. No deseaba seguir viviendo si apenas podía oír la voz de su mente,
si no podía controlar ni sus movimientos ni sus pensamientos. No merecía la
pena vivir si ella ya no estaba en sí misma, si los instantes de cordura eran
cada vez más efímeros e imperceptibles.
La voz de Gaya la extrajo de sus confusos y a la vez nítidos
pensamientos. Ya no tenía sentido seguir fingiendo. Gaya la conocía mejor que
nadie, y, por mucho que intentase convencerla de que ella nunca había querido
herir a Artemisa, Gaya siempre sabría que le mentía. No obstante, no deseaba
rendirse tan fácilmente. Quería pedirle ayuda, pero no sabía cómo hacerlo y
también creía que era inútil esforzarse por conseguir un poquito de comprensión
y amor, pues ya no se lo merecía, ya no.
—
¡Dime
por qué le has hecho esto! —oyó que le preguntaba Gaya con rencor, con
desesperación y muchísima impotencia—. ¿Qué daño te ha causado a ti Artemisa?
¿Por qué la odias tanto?
—
yo
no le hice nada, Gaya, te lo prometo. La encontré desmayada en el bosque, ya te
lo dije, y estoy intentando curarla.
—
tus
lágrimas te delatan, Agnes. Dime la verdad, por favor.
—
Ésa
es la verdad, Gaya. yo nunca le haría daño a Artemisa. Ni a Artemisa ni a
nadie.
—
Tengo
que llevármela a mi casa.
—
No,
no te la lleves ahora. No le conviene que la movamos. Necesita descansar. te
prometo que yo la cuidaré, Gaya. Créeme, por favor.
—
Me
cuesta muchísimo confiar en ti, Agnes. No estás capacitada para cuidar de
nadie, ni siquiera de ti misma. Agnes, no sigas mintiéndome. Sé que has sido tú
quien le ha hecho tanto daño a Artemisa. Le has destrozado la vida a una mujer
que nunca ha deseado herirte, Agnes. Me parece que te has olvidado de que cada
uno de nuestros errores conscientes tiene sus ineludibles consecuencias. Estás
equivocándote, Agnes, estás equivocándote de modo irreversible, y todo el mal
que has hecho se te devolverá multiplicado infinitamente.
Las palabras de Gaya estaban llenas de un rencor y de una frialdad que a
Agnes le destrozaron el corazón. Aunque entendiese que Gaya se las había
dirigido guiada por la inmensa preocupación que sentía por Artemisa, no pudo
evitar que el alma se le partiese en miles de fragmentos que jamás podrían
volver a unirse. Gaya había aniquilado con su actitud gélida y distante la
última estela de confianza hacia la vida que le quedaba. A partir de aquel
momento, siempre creería que se hallaría eternamente abandonada en cualquier
parte y que nadie la querría jamás.
—
Gaya,
te prometo que no le haré daño a Artemisa —se limitó a asegurarle con una voz
frágil.
—
Así
tiene que ser, Agnes.
Aunque Gaya no confiase plenamente en Agnes (sobre todo porque sabía que
la enfermedad que padecía había deshecho casi por completo su carácter afable y
nostálgico), no podía negar que en esos momentos hablaba con sinceridad y
franqueza, pues, seguramente, Agnes era consciente de que, si hería a Artemisa
o provocaba que su estado empeorase, nadie dudaría de que ella era la única
responsable de todo lo que le ocurriese.
Gaya deseaba arrancarle a Agnes todos
aquellos pensamientos que ella no se atrevía a transmitirle. Sabía que Agnes le
ocultaba la mayor parte de los hechos que habían ocurrido. Cuando se asomaba a
sus profundos ojos negros, podía atisbar el susurro de su desesperación, de la
locura que latía en ella, del miedo que su severa presencia le inspiraba. Gaya
era una mujer muy intuitiva, pero en aquellos instantes el poder de su sexto
sentido estaba atenuado por la impotencia que le provocaba saber que Agnes
había vencido a Artemisa y sobre todo ser consciente de que su queridísima
Artemisa se hallaba tan cerca de la muerte.
Además, tenía la sensación de que, por más
que la buscase, de la Agnes que ella había conocido apenas quedaban unos
sutiles rescoldos. Sentía una rabia interminable cuando su razón le advertía de
que Agnes había empeorado tanto por culpa de su negligencia y de su falta de
decisión.
—
Ha sido Némesis, ¿verdad? —le preguntó
antes de salir de su cabaña—. es la última oportunidad que tienes para ser
sincera conmigo, Agnes.
Agnes no le contestó. Era plenamente
consciente de que, si le confesaba a Gaya lo que había ocurrido de veras, la
separarían despiadadamente de Némesis e incluso creía que la matarían si
descubrían que había atacado a Artemisa. No obstante, Agnes tampoco estaba
totalmente segura de que los recuerdos que se albergaban en su titilante
memoria fuesen ciertos. Estaba tan confundida que no distinguía entre la
realidad y los deseos que durante meses habían latido en su alma.
—
Ahora vendré con Gilbert y hablaremos sobre
lo que ha ocurrido. Si le haces daño, si no la ayudas, nosotros lo sabremos. Si
Artemisa muere, tú serás la única culpable.
Gaya decidió que volvería al hogar de Agnes
junto a Gilbert para que la ayudase a trasladar a Artemisa a su casa. No
deseaba que Artemisa permaneciese en la cabaña de Agnes durante más tiempo.
Conocía los sentimientos de Artemisa y sabía que su miedo y su desesperación se
intensificarían horriblemente si se despertaba y descubría que se hallaba tan
cerca de Agnes, en aquel hogar tan anegado en energías absorbentes.
Entonces Gaya se marchó rápidamente. Agnes
advirtió que en sus garzos ojos sabios resplandecía una potente llama de rabia
y frustración. Incluso tuvo la sensación de que en realidad no conocía a la
mujer que tanto desconfiaba de ella, que con tantos nervios y desasosiego le
había hablado. Agnes Estaba cada vez más perdida en su propia vida. Era incapaz
de imaginarse lo que le ocurriría a partir de aquellos momentos.
Gaya se dirigió raudamente al hogar de
Gilbert. Cuando al fin llegó a aquella casa en la que siempre se había sentido
tan acogida, Gilbert la arropó con una dulce y serena mirada que, sin embargo,
apenas logró mitigar la impotencia y la ira que experimentaba.
Además, justo cuando se adentró junto a
Gilbert en su morada, la naturaleza estalló en una desgarradora tormenta que
deshizo por completo la sutil paz que había palpitado entre los árboles. Se
desvaneció el tímido brillo de las estrellas y la oscuridad de aquel ocaso tan
extraño, tan asfixiante y brumoso se volvió insondable.
—
Némesis ha atacado a Artemisa.
—
¿Cómo? —le preguntó Gilbert mientras le
servía a Gaya un plato de verduras.
—
No quiero comer nada, Gilbert. Quiero que vayamos
inmediatamente a la cabaña de Agnes y rescatemos a Artemisa de ese lugar.
—
Ahora no podemos salir, cariño. Está
lloviendo muchísimo y nos resultará muy difícil transportar a Artemisa hasta tu
casa.
—
¡Yo no quiero dejarla sola allí!
—
Pero ¿está viva, Gaya? —le preguntó
sobrecogido intentando que la desesperación de Gaya no deshiciese la calma con
la que anhelaba comportarse. Sabía que, al menos, uno de los dos debía
permanecer sereno para que juntos pudiesen enfrentarse a aquellos horribles
instantes.
—
Sí, está viva, pero muy débil –le respondió
Gaya empezando a llorar—. Lo que no entiendo es cómo es posible que no haya
muerto.
—
Agnes la ha salvado.
—
Sí, pero no confío nada en Agnes, Gilbert.
¡Gilbert, tienes que devolver a Agnes al hospital cuanto antes! No puedes
seguir negando la realidad. Agnes está muy enferma, Gilbert. La hemos perdido
para siempre. No se halla en este mundo y se ha vuelto peligrosa. tienen que
ingresarla...
—
No me siento capaz de llevarla a ese
sanatorio horrible. Si permito que la encierren en ese lugar, estaré matándola.
Abandonarla allí es quitarle la vida.
—
Agnes ya no tiene vida. Además, fuera del
hospital tampoco la tiene. ¡Ya basta, Gilbert! ¡Haz que esta situación
espantosa termine cuanto antes! ¡Yo ya no puedo más, Gilbert! ¡No puedo más, no
puedo más, no puedo más...!
—
De acuerdo, Gaya. Tranquilízate, por favor,
cariño. Me ocuparé de Agnes cuando hayamos ayudado a Artemisa. Ahora lo que más
nos interesa es curarla. Mañana, cuando amanezca, iremos a la cabaña de Agnes
y...
—
No, no, no, Gilbert, no. tenemos que ir
esta noche mismo y vigilarla nosotros hasta que podamos llevárnosla de allí.
—
Agnes la cuidará, Gaya.
—
¿Cómo es posible que confíes en una mujer
que se halla completamente turbada? ¡Agnes está loca, Gilbert!
—
Por favor, no hables así de ella —le pidió
con una voz trémula. Entonces Gaya se percató de que Gilbert tenía los ojos
llenos de lágrimas—. Quizá te parezca incomprensible, pero la quiero muchísimo.
Quiero a Agnes como si fuese mi hija y no soporto que esté tan enferma. Si no
me he sentido capaz de reconocerlo ni tampoco de cuidarla como se merece, es
porque he sido cobarde, es porque no me atrevía a mirarla a los ojos y no
encontrarla en su mirada.
—
¡Pues ya ves a dónde nos ha llevado tu
cobardía, Gilbert!
—
Agnes jamás le habría hecho daño a
Artemisa.
—
¡Eso no es cierto! La odió siempre, desde
que la conoció.
—
No, Gaya. Nunca se odiaron. Se temieron la
una a la otra porque Neftis...
—
Neftis no tiene ninguna relación con lo que
está ocurriendo.
—
Por supuesto que la tiene. Fue Neftis quien
convenció a Artemisa de que Agnes era peligrosa y fue Neftis quien le advirtió
a Agnes de que Artemisa la temía y deseaba defenderse de ella. Fueron sus celos,
su maldad, fue su envidia lo que destrozó la vida de Artemisa y de Agnes. Si
nadie se hubiese entrometido en sus sentimientos, ellas estarían tan
inmensamente unidas...
Las palabras de Gilbert la dejaron
totalmente paralizada. Gaya no pudo decir nada. Sabía que Gilbert tenía razón,
pero se creía totalmente incapaz de reconocerlo.
—
Lo que debemos hacer es llevar a Agnes al
hospital mañana mismo y después devolver a Némesis al lugar donde tiene que
estar —aseveró Gaya.
—
No voy a encerrar a Agnes en ese horrible
sanatorio, Gaya. La traeré a mi casa y haré todo lo posible por curarla. Le
prestaré toda la atención que no le dediqué durante estos meses y...
—
Agnes nunca se curará, Gilbert. ya es
demasiado tarde para ayudarla. Incluso creo que ha planeado quitarse la vida.
Vi en un rincón de su cabaña una gran olla repleta de una tisana que despedía
un intenso olor a cicuta.
Aquella repentina confesión le heló la
sangre a Gilbert. No dudaba de su veracidad. Sabía que Agnes podía experimentar
de repente unos intensísimos anhelos de morir. Ya había intentado suicidarse hacía
unos meses...
—
Tenemos que impedir que se haga daño a sí
misma.
—
Sinceramente, Gilbert, yo no le deseo la
muerte a nadie, pero creo que lo mejor que puede ocurrirnos es que Agnes muera,
que desaparezca para siempre.
—
¿Cómo es posible que digas algo tan
horrible? —le preguntó incapaz de detener las ganas de llorar que sentía—. ¿Es
que no la quieres? ¿Es que no recuerdas todo lo que compartiste con ella?
—
La mujer que ahora existe en el cuerpo de
Agnes no se asemeja en absoluto a la que tú y yo conocimos.
—
Es la misma, pero necesita ayuda, Gaya.
—
¡Pues dásela tú! ¡Yo no quiero volver a
verla nunca más!
—
Cálmate, Gaya. Confía en la Diosa. Ella no
permitirá que Artemisa muera.
Gilbert sabía que aquellas palabras
lograrían serenar la intensa desazón que Gaya sentía. Cuando las oyó, Gaya se
quedó quieta, luchando contra su decepción y su potente miedo hasta que, al
fin, consiguió dominar sus descontroladas emociones.
—
Iremos mañana a la casa de Agnes. No temas
por nada. Estoy totalmente seguro de que todo saldrá bien, cariño —intentó
animarla tomándola de las manos—. Ahora llueve muchísimo e intuyo que no dejará
de hacerlo en toda la noche.
Justo en aquellos instantes, un relámpago
iluminó las sombras que aquella tormenta había esparcido por doquier. Un
poderoso trueno deshizo el silencio en el que cantaba la lluvia y llenó de
sublimidad el corazón de aquellas dos personas que, estando tan unidas, sufrían
por personas distintas. Era cierto que Gilbert quería muchísimo a Artemisa,
pero Agnes era su hija. Estaba seguro de que, en otro tiempo, él había sido su
padre y en aquellos momentos de su vida se arrepentía tanto de no haber sabido
cuidarla...
—
¿Cómo lograremos separar a Némesis y a
Agnes? —le preguntó Gaya con un susurro trémulo.
—
Permitiré que Némesis venga con nosotros a
mi casa y después llamaré a quien pueda devolverla a su verdadero hogar.
Gaya no le respondió. Sabía que, cuando
Agnes sintiese que la arrancaban De la Vera de Némesis, los pocos ápices de su
alma que habían resistido el embrujo de la locura se desharían para siempre. No
podía imaginarse el dolor que ella experimentaría cuando descubriese que
Némesis había desaparecido.
Fue una noche tan tensa... No dejó de llover mientras duró la vida de
aquellas horas tan oscuras, tan húmedas, incluso tan terroríficas. La agresividad
con la que los relámpagos iluminaban el cielo quebraba cualquier suspiro de paz
que pudiese acomodarse en el silencio con el que el bosque anhelaba dormir a
sus queridas flores. La voz del trueno resonaba incesantemente, haciendo
temblar los muros de la casa de Gilbert. Parecía como si, en cualquier momento,
aquel rugido tan ancestral y destructivo pudiese agrietar la tierra y deshacer
la presencia de las lejanas montañas.
Gaya no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Aunque se hallase
protegida en la alcoba que Gilbert siempre le asignaba cuando se quedaba a
dormir en su hogar, no dejaba de captar la intensidad con la que los relámpagos
cruzaban el cielo, podía oír nítida y estremecedoramente cómo los truenos se
esparcían con estridencia por todo el bosque y continuamente pensaba en
Artemisa, en cómo estaría viviendo ella aquella noche tan sobrecogedora.
Intentaba permanecer conectada a la voz de su intuición para captar cualquier
presentimiento que pudiese musitar en su alma, pero su interior se había
inundado de un profundo silencio que devoraba cualquier pensamiento y cualquier
sentimiento.
En más de una ocasión, se sintió terriblemente tentada de abandonar el
amparo que el hogar de Gilbert le ofrecía y correr hacia la cabaña de Agnes
para asegurarle a Artemisa que no estaba sola y que ella la protegería siempre;
pero, cuando estaba a punto de salir de aquella casa tan hermosa y acogedora,
volvía a gritar el trueno con una violencia que le hacía temblar.
También fue una noche muy triste para Agnes. Desde que Gaya se había
marchado llevándose consigo aquel amor que ella necesitaba tanto sentir, Agnes
había tratado de comprender el significado de aquellos terribles momentos. No
podía reconocerse en la mujer que Gaya creía que era. No obstante, aunque le
resultase completamente imposible recuperar los recuerdos de los instantes que
habían formado su pasado desde que Artemisa había aparecido en su existencia, enseguida
supo que no podía abandonar a aquella mujer que tanto la necesitaba para seguir
respirando.
Al instante se acordó de que la vida de Artemisa dependía totalmente de
ella. Aunque supiese que las infusiones que la había obligado a ingerir habían
anulado ya los efectos del veneno de Némesis, era consciente de que el alma de
Artemisa pendía de aquel hilo frágil que sostiene los últimos suspiros de una
existencia.
Agnes se esmeró en mitigar la intensidad de la fiebre que se había
apoderado de Artemisa. La piel le ardía como si su interior se hubiese
convertido en un impetuoso y destructivo volcán y como si su sangre en realidad
fuese la lava que mana de la tierra cuando ni siquiera su profundo vientre se
siente capaz de albergarla.
Mientras llovía con aquella violencia que estremecía incluso la
oscuridad de la noche, mientras sin cesar los relámpagos iluminaban el cielo
que cubría aquellas tristes horas y mientras la voz del trueno chillaba con
impotencia deshaciendo el murmullo del silencio con el que el bosque anhelaba
protegerse, Agnes se volcó en Artemisa como si aquéllos fuesen los últimos
instantes de su vida. Sin embargo, Agnes sabía que nunca se prestaría a sí
misma la atención que le entregaba a Artemisa. Continuamente le hablaba para
tratar de rescatarla del profundo sueño que se había adueñado de su mente, la
acariciaba en los cabellos para serenarla cuando notaba que ella se agitaba
dormida, la llamaba con cautela y mucho cariño para asegurarle que no estaba
sola... Agnes ni tan sólo se acordaba de que Artemisa la temía, de que, antes
de aquellos desesperantes momentos, entre Artemisa y ella habían existido unos
sentimientos tan dañinos. Artemisa se había convertido en su único presente, en
su única realidad, en su único pasado, y Agnes creía que no tendría futuro si
Artemisa no se curaba, si no lograba rescatarla de las garras de la muerte.
—
Artemisa,
por favor, cariño, despierta. Has de regresar, has de curarte. Lucha
por tu vida, Artemisa. Cuando vuelvas, entonces yo ya podré irme, entonces ya
no me quedará nada más por hacer en este mundo; pero tienes que recuperar tu alma
y tu magia.
Némesis observaba a Agnes sintiéndose cada vez más estremecida de
impotencia y tristeza. Le costaba muchísimo entender por qué a Agnes le
interesaba tanto que Artemisa viviese cuando tanto la había herido, por qué
para Agnes era tan esencial que Artemisa despertase si lo único que Artemisa
experimentaba por ella era odio y temor; pero tampoco se atrevía a preguntarle
nada a Agnes. Permanecía vigilándola preocupada en un rincón de la cabaña,
siendo cada vez más consciente de que la vida que Agnes y ella habían
compartido se había derrumbado para siempre. Incluso notaba latir en su corazón
un incipiente miedo a que la separasen de Agnes. No deseaba que la arrancasen
de su lado, pues sabía que, sin Agnes, no tendría a dónde ir, se quedaría sin hogar,
sin amor, sin nada.
Mas, por mucho que aquella situación la inquietase y le destrozase el
alma, Némesis no se separó de Agnes en ningún momento. Agnes notaba el cariño
con el que su querida amiga la arropaba. Sabía que, si Némesis la hubiese
abandonado justo en aquellos instantes, si no se hubiese hallado a su lado,
entonces habría perdido definitivamente la sutil calma que le permitía cuidar
de Artemisa y luchar por curarla. Incluso era consciente de que, si Némesis no
la hubiese sosegado con sus profundos ojos áureos, ella habría sido capaz de
aniquilarse a sí misma. No soportaba saber que Artemisa estaba a punto de morir
por culpa suya.
Por más que se esforzase por despertarla y aunque consiguiese bajarle
mínimamente la fiebre que tan vilmente la atacaba, Artemisa no abría los ojos.
Ni siquiera le demostraba a Agnes, con sutiles gestos, que se hallaba en el
mismo mundo en el que ella trataba de respirar. A Agnes la desesperaba
hondamente percibir que las horas transcurrían sin que el aspecto sombrío y
preocupante de Artemisa cambiase. Estaba tan pálida como la faz de la luna y el
corazón le latía de forma casi imperceptible.
—
Artemisa,
por favor, vuelve —le pedía con la voz trémula acercándose tímidamente a ella y
acariciándole los cabellos—. Necesito que regreses, necesito que sigas
viviendo. Némesis, non esperta —le comunicó a su amiga comenzando a llorar.
Némesis le dedicaba en aquellos momentos una mirada anegada en súplicas.
Parecía como si con sus ojos hipnóticos le pidiese: «ven conmigo, Agnes, y
permite que Artemisa descanse. No te preocupes tanto por ella. Artemisa vivirá,
te lo prometo. Ven, ven conmigo.»
Como si pudiese interpretar nítida y
profundamente las silentes palabras que Némesis le entregaba a través de sus
hermosos ojos dorados, Agnes se alejó de Artemisa y se sentó junto a Némesis,
quien, en cuanto tuvo tan cerca a su querida amiga, la protegió en su cuerpo,
envolviéndola como si anhelase apartarla del feroz rugido del trueno y del
constante lagrimear del cielo.
Llovía con una intensidad desgarradora.
Némesis y Agnes siempre habían adorado las tormentas, pero ambas sentían que,
aquella noche, las asustaba hondamente el incesante musitar de la lluvia y los
ecos que el trueno esparcía entre las montañas. Parecía como si el cielo se agrietase,
como si toda el agua que moraba en lo más profundo de la tierra se hubiese concentrado
en aquel firmamento en el que ya no brillaba ni la estrella más sutil.
—
Némesis, síntome moi mal
—le confesó Agnes empezando a llorar—. Non me recoñezo. Non se quen son. Non sei en que me
convertín. Non podo soportar estas emocións que me oprimen o peito. Axúdame,
Némesis, queridiña. Eu non quería facerlle dano a Artemisa. Non entendo por que
está ocorrendo isto. Némesis, o único que me merezo é desaparecer ao fin. Odio
o que son, Némesis, ódioo con todas as miñas forzas. Son absolutamente
desprezable. Némesis, has de matarme. Mórdeme, mórdeme canto antes. Non quero estar
aquí máis.
Némesis se sobrecogió al oír hablar a Agnes con tanto desprecio y tanta
tristeza. Némesis captaba a la perfección los terribles sentimientos que
anegaban el alma de su única amiga. Detectaba la desesperación, el odio, la rabia
y la impotencia que la dominaban. No podía soportar que Agnes se sintiese tan
destrozada. Necesitaba suplicarle que se sosegase, que no permitiese que el
desaliento la hundiese tanto.
Némesis alzó la cabeza y hundió los ojos en la hipnótica y nocturna
mirada de Agnes. Agnes creyó que Némesis estaba dispuesta a cumplir sus más
desesperados deseos. Se acercó más a ella y volvió a rogarle, esta vez con un
deje de ira tiñendo su suave y dulce voz:
— A que
esperas, Némesis? Non me entendes? Quero que me mates, maldita sexa!
Los asfixiantes sentimientos que dominaban a Agnes le inspiraron a
Némesis una repentina furia que ensombreció su mirada hipnótica, mas se alejó
de su amiga antes de que aquella rabia la impulsase a herir al único ser en el
que confiaba.
Agnes, sin embargo, no permitió que Némesis se distanciase de ella. La
tomó muy suavemente del cuerpo y volvió a aproximarse a sus ojos. Némesis nunca
la había percibido tan desesperada. Era cierto que la había acompañado en los
momentos más terribles de su enfermedad, pero jamás había detectado tanto
rencor en su mirada. Némesis no podía tolerar que Agnes se odiase tanto. Agnes
era para ella la fortaleza que la instaba a vivir y a luchar por su existencia.
Entre Agnes y ella existía un lazo mucho más fuerte que el que ata la lluvia al
agua. Némesis sabía que, si Agnes perdía la valentía y la calma para siempre,
ella se quedaría sin aliento y sin vida.
—
Por favor, Némesis, axúdame. Só quero morrer. Has
de inxectarme máis veriño que a Artemisa, soamente un pouquiño máis —le pidió sollozando desesperada,
casi sin poder hablar—. Non permitas que siga sufrindo tanto, queridiña.
Entonces, en esos momentos, Agnes oyó la suave y delicada voz de
Artemisa. Creyó que se hallaba inmersa en un sueño que en breve se
desvanecería, pero Artemisa no dejaba de llamarla. Entonces supo que al fin
ella había regresado. Estaba despierta.
— Artemisa —suspiró Agnes incapaz de
creerse que aquel momento fuese real—. Némesis, Artemisa espertouse.
Némesis ya se había desplazado hacia la vera de Artemisa y en esos
momentos le dedicaba una mirada anegada en curiosidad y extrañeza. Némesis no
podía comprender cómo era posible que Artemisa llamase a Agnes con tanta
desesperación después de todo lo que había ocurrido entre las dos. Además, estaba
confundida por los terribles sentimientos que anegaban el alma de Agnes.
Artemisa no dejaba de llamar a Agnes con una desesperación muy frágil.
Agnes detectaba en la voz de Artemisa demasiada debilidad y pánico; lo cual la
desorientaba profundamente. Notó enseguida que Artemisa estaba completamente
aterrorizada y que el pavor que experimentaba se intensificaba al saber que
Némesis se hallaba tan cerca de ella. Así pues, tras agacharse junto a su
amiga, le pidió con muchísima delicadeza y cariño:
— Némesis,
queridiña, debemos permitir que Artemisa descanse. Aínda está moi debiliña.
—
Agnes...
— Paréceme
que dorme e ten un pesadelo, coitadiña...
—
No,
Agnes. Estoy despierta. Agnes, no puedo moverme. Ayúdame, por favor.
La forma como Artemisa le hablaba le hizo sentir de repente unas
intensísimas ganas de llorar. Se derramaba de su voz tanto desconsuelo, tanto
miedo, tanta fragilidad... y Agnes no podía olvidar, en ningún momento, que
Artemisa estaba tan enferma por culpa suya. No podía dejar de tener presente
que ella había aniquilado su magia y su energía vital. Sin embargo, se esforzó
por ignorar los gritos que le lanzaba incesantemente la profunda y terrible
tristeza que le inundaba el alma y, cuando Némesis hubo abandonado aquella
acogedora alcoba, se acercó sigilosamente a Artemisa, quien la miraba como si
en esos momentos Agnes tuviese en sus manos la prolongación de su existencia.
Agnes se sobrecogió inmensamente al darse cuenta de que Artemisa estaba
completamente rendida a su voluntad. Dependía de ella como depende de la lluvia
la vida de la naturaleza. Agnes no sabía cómo debía comportarse con Artemisa
después de todo lo que había ocurrido con ella, después de haber compartido
momentos tan delirantes y desesperantes.
—
No
puedo moverme, Agnes —le repitió con mucho más miedo que antes.
—
Todavía
estás dormida, Artemisa —le indicó ella colocándole con delicadeza una mano en
la frente. Se estremeció cuando descubrió que la fiebre había vuelto a subirle
brutalmente—. He de darte una tisana para que te baje la fiebre.
—
Tengo
que... tengo que ir al... tengo que ir al servicio —intentó decirle Artemisa
con fortaleza, pero su voz sonó llena de temor, de timidez, de desesperación.
—
Está
lloviendo mucho, Artemisa. No creo que te convenga salir ahora...
—
Pero...
—
No
te preocupes. Te traeré una bacinilla.
Aunque Agnes le hablase con muchísima dulzura y se dirigiese a ella como
si Artemisa fuese el ser más frágil de la tierra, a Artemisa le parecía que en
la voz de Agnes se escondían sentimientos punzantes y destructivos que
deshacían el sutil soplo de ímpetu que pudiese albergarse en su alma. Además,
creía que Agnes se burlaba de ella.
Mas lo que Agnes sentía se diferenciaba tanto de lo que Artemisa pensaba...
Agnes se hallaba completamente sobrecogida. Creía que no se merecía que
Artemisa confiase tan plenamente en ella y, además, tenía mucho miedo a que
Artemisa advirtiese que estaba tan inmensamente desalentada y triste. No quería
que Artemisa descubriese que en realidad aquella situación la desolaba
muchísimo. Intentó, de repente, recuperar la valentía que le permitiría
comportarse de forma imponente ante Artemisa, pero había perdido ya cualquier ápice
de fortaleza que en su alma se hubiese albergado. Ya no era nada, nada, nada...
sólo el rescoldo de una vida que únicamente se merecía convertirse en muerte.
Además, estaba completamente convencida de que ya no merecía la pena que
se esforzase por aparentar una valentía que en realidad nunca le había brotado
del alma. Le costaba mucho entender por qué su forma de ser había sucumbido
a aquellos sentimientos que tan poderosa la volvían y que, sin embargo,
tanto la destruían, tanto destruían la dulzura con la que los demás podían
mirarla y tratarla. Había perdido por completo el rastro de aquel deseo de
tornarse imponente y sabía que nunca más lo recuperaría, nunca más. Su
verdadera identidad había resurgido con un vigor indestructible, pero lo había
hecho revestida con la impotencia y la tristeza más absolutas.
Apenas se atrevía a hablarle a Artemisa. Agnes sólo se dirigía a ella a
través de profundas y expresivas miradas que a Artemisa la intimidaban y la
asustaban muchísimo más. En aquellos momentos, Artemisa creía que Agnes podía
desvanecer su vida tan sólo con unas palabras o con una caricia. Cada vez que
Agnes le rozaba los cabellos o la frente, el terror más punzante y ardiente se
esparcía por todo su ser, silenciando los últimos rescoldos de calma que latían
en su corazón.
Artemisa no podía recordar con nitidez lo que le había ocurrido. Sólo
sabía que de repente se había despertado en la cabaña de Agnes. No podía evocar
los momentos que habían formado parte de su reciente pasado. Era como si se
hubiese quedado sin memoria.
Agnes notaba que Artemisa la temía cada vez más intensamente. Ser
consciente de que su presencia la asustaba tanto la destrozaba, le aniquilaba
el alma. Deseaba, cada vez con más desesperación, que aquellos momentos se
terminasen cuanto antes, que llegase pronto el amanecer y que Gaya arrancase de
su lado a Artemisa. No soportaba sentir el pavor que a Artemisa le invadía el
alma cada vez que la miraba o la tocaba. No soportaba que Artemisa la observase
con aquella desconfianza tan hiriente, tan gélida...
Sin embargo, lenta, pero repentinamente, Artemisa empezó a dejar de
temerla en cuanto se percató de que lo único que Agnes anhelaba era ayudarla.
Sus gestos, sus tiernas y profundas miradas y sobre todo la forma como de vez
en cuando le hablaba la convencieron de que la mujer que se hallaba a su lado
no se asemejaba en absoluto a aquélla que tanto la había intimidado. Era la
Agnes que ella sabía que era, la Agnes que había conocido aquella mañana de
primavera, la Agnes que estaba unida a ella a través de un lazo que había
nacido más allá del tiempo.
Lo que tanto la asustaba era no poder moverse, era no poder entender qué
le había ocurrido y sobre todo era ser cada vez más consciente de cuánto daño
se habían hecho Agnes y ella, de cuánto habían destruido con la desconfianza
que mutuamente se habían profesado la hermosa existencia en la que tan
tiernamente podían haber existido.
—
¿Por
qué no puedo moverme, Agnes? —le preguntó Artemisa desesperada mientras Agnes
la ayudaba a acomodarse en su cama.
—
Estás
maliña, Artemisa. Tienes mucha fiebre —le contestó intentando parecer serena,
luchando contra sus sentimientos para que su voz no los reflejase—; pero no te
preocupes. Mañana estarás bien ya.
—
Pero
no sé qué me pasa. No me acuerdo de nada...
—
Te
encontré desmayada en el bosque —le explicó mientras se sentaba a su lado y le
colocaba un paño húmedo en la frente—. Es muy probable que...
—
No
me dices la verdad, Agnes. Me ocultas...
—
Has
de descansar, Artemisa.
—
Me
matarás cuando menos me lo espere, ¿verdad? Sólo estás debilitándome para...
—
Yo
no quiero matarte, Artemisa. Yo nunca quise hacerte daño —le aseguró notando
que las ganas de llorar que sentía se tornaban insoportables. Un nudo feroz le
presionaba la garganta y los ojos ya se le habían llenado de lágrimas—. Lo
único que deseo es que te cures, nada más. Mañana vendrá Gaya a buscarte.
—
No
te creo, Agnes, pero ya no me importa que quieras matarme, sinceramente. Ya no
me queda nada en la vida —lloró Artemisa de repente. Agnes se quedó paralizada
al oír el inmenso desconsuelo que teñía la dulce voz de Artemisa.
—
Eso
no es verdad, Artemisa. Aún te esperan muchos momentos hermosos. No te rindas,
por favor. Al menos quédate tú en el mundo para que nuestro antiguo lazo no
muera —le pidió casi inaudiblemente.
—
Si
no puedo volver a andar...
—
Sí
podrás, te lo prometo. Esto pasará. Sólo tienes fiebre.
—
Agnes...
Agnes... Agnes...
—
Dime,
Artemisa.
—
Acércate
más, por favor —le pidió musitando con una lástima indestructible.
En aquellos momentos, Agnes comprendió que se había resquebrajado por
completo la impiadosa y terrible frontera que las había separado. Tanto
Artemisa como ella tenían el alma llena de arrepentimiento, de miedo, de
desesperación. Agnes incluso tuvo la sensación de que ninguna de las dos tenía
pasado ya. Se había quebrado algo, algo que hasta entonces les había impedido
mirarse con serenidad a los ojos. Agnes tuvo mucho miedo a que Artemisa sólo
anhelase convencerla de que podía confiar en ella para después burlarse de sus
sentimientos, pero entonces Agnes comprendió que ya no merecía la pena
experimentar tanto pánico, ya no, y tampoco tenía sentido que se esforzase por
aparentar que era esa mujer tan valiente que tanto intimidaba a Artemisa. Al
fin, su verdadera identidad se mostraba completamente desnuda ante ella, ante
aquella mujer para la que, en aquellos momentos, no quedaba ni la más remota
estela de paz.
—
Agnes,
acércate...
Agnes miró con temor a Artemisa. Sólo la sutil llama de una delicada
vela iluminaba con cuidado aquel instante, pero a Agnes le parecía que todo el
esplendor de la vida se albergaba en los ojos de aquella mujer que la miraba
tan suplicante y profundamente.
Cuando Artemisa notó que Agnes se hallaba un poquito más cerca de ella,
alzó la mano y le acarició el rostro con un primor que estuvo a punto de
desvanecerla. Agnes se preguntó dónde se albergaban esos momentos horribles en
los que había notado que Artemisa sólo le profesaba desconfianza y rencor, en
los que Artemisa la había temido como si ella fuese el ser más peligroso de la
Tierra.
Artemisa advirtió que la luz de la tímida vela que quebraba las sombras
que se acumulaban en los rincones de aquella silenciosa estancia se reflejaba
en los tristes ojos de Agnes. Nunca se había hundido en una mirada tan exenta
de aliento, tan callada y tan estridente sin embargo. Permaneció observándola
tiernamente durante unos largos y densos momentos. Agnes notaba deslizarse por
su piel los ardientes ojos de Artemisa y saber que analizaba con tanta minuciosidad
su aspecto, sus gestos y su mirada volvía trémula su quietud; pero ya no le
importaba que Artemisa detectase todos los sentimientos que le anegaban el
alma. Poco a poco se convenció de que ya no tenía nada que esconderle, que,
lentamente, se deshacían los secretos que las habían separado.
Artemisa se fijaba, sorprendida y enternecida, como si lo hiciese por
primera vez, en las delicadas y hermosas facciones de Agnes. Deslizaba con
calma los ojos por la curva de su mandíbula, los detenía unos instantes en su
perfecta nariz, en sus mejillas pálidas, en sus cejas finas y oscuras, recorría
con su mirada la forma de su ovalado rostro (el que estaba protegido por
aquella melena nocturna, tan lisa y sedosa), ligeramente acariciaba con su
mirada castaña sus bonitos labios... pero sobre todo adoraba asirse a sus
profundísimos ojos negros. Cuando se asomaba a aquella mirada tan expresiva,
tenía la sensación de que ante ella se abría un abismo sin fin que comunicaba
directamente con el vientre de la Madre Tierra. Si se sumergía en los
bellísimos ojos de Agnes, el mundo que la rodeaba se callaba, se apagaba la voz
de su mente y su interior se quedaba en silencio. Y, como si jamás hubiese
notado su poder, la beldad de Agnes la inundó siendo de repente la única corriente
energética que se le esparcía por todo su ser. Ansió revelarle cuán preciosa le
parecía, cuánto la fascinaba su atractiva imagen, pero sabía que podía destruir
la titilante calma con la que Agnes permanecía a su lado si lo hacía.
—
Siempre
adoré el olor de tu cuerpo —le susurró queda y quebradiza, casi con distancia—.
¿Por qué no has vuelto a Galicia aún, Agnes? ¿Qué ha ocurrido?
Aquella pregunta fue un puñal que se le clavó en lo más profundo del
corazón. No fue el significado de las palabras que Artemisa acababa de
dirigirle lo que tanto la había herido, sino la forma como ella las había
pronunciado; con una dulzura con la que hacía muchísimo tiempo que nadie le
hablaba.
Supo entonces que Artemisa, en aquellos momentos, la percibía tal como
era. No quedaba ya ningún secreto que ocultarle. Ya no merecía la pena que le
mintiese. De repente Artemisa había deshecho los últimos rescoldos de fortaleza
que protegían sus más desgarradoras emociones.
—
Porque
estoy muy enferma, Artemisa —le confesó notando cómo aquella realidad le agrietaba
la voz. Hacía muchísimo tiempo que no convertía en palabras aquella certeza que
tanto la aterraba—. Ni siquiera Galicia se merece descubrir que la persona que
más la ama se halla tan desvanecida. Y sé que nunca regresaré, pues jamás me
curaré, jamás...
—
Eso
no lo sabes, Agnes. Necesitas que te ayuden. Yo ya no puedo hacerlo.
—
Yo
jamás habría permitido que tú te mezclases con mi horrible existencia. Tú eres
sólo luz y yo...
—
Tú
te mereces que te cuiden más que a nadie en el mundo.
—
Eso
no es verdad —lloró Agnes sin poder evitarlo.
—
Escúchame,
Agnes. Sé lo que ha ocurrido entre nosotras. Escúchame, por favor —volvió a
pedirle cuando vio que Agnes se alejaba sutilmente de ella, de súbito aterrada—.
Nadie conocerá la verdad que hemos vivido. Se malinterpretará todo lo que ha
acaecido y ninguna de las dos tendrá ánimo para contradecir las horribles ideas
que a todos les invadirán la mente, pero basta con que tú y yo sepamos lo que
nos pasó. Basta con que nunca te olvides de que yo jamás quise hacerte daño. Y
yo sé que tú tampoco...
—
No
es cierto...
—
Simplemente
estabas asustada. Creías que yo te odiaba y que había destruido el amor que
todos sentían por ti, pero no es verdad, Agnes. Yo hace meses que no me
encuentro bien, y no es por culpa tuya, pero nadie podrá reconocer esa verdad.
Agnes, descubrí hace poco lo que sucedió. Sé quién fue quien nos enemistó, lo
sé, pero ella tampoco tiene la culpa. Hay sentimientos que nos enloquecen y...
—
Eres
tan buena, Artemisa, tan amable, tan mágica y dulce...
—
Agnes,
yo tampoco estoy bien; pero te prometo que algún día todo esto pasará y
podremos ser libres. Por favor, tú tampoco te rindas.
—
Este
momento es un sueño. De repente me despertaré y volveré a sentirme perdida en
mi propia existencia y tú todavía me odiarás.
—
Yo
nunca te odié, Agnes —le aseguró con una voz anegada en impotencia—. Créeme,
por favor. Se contarán tantas mentiras sobre ti... y lo que ha ocurrido ya es
irreversible. De momento no se puede remediar hasta que pasen unos cuantos
meses y ambas nos encontremos mejor.
—
Tú
te curarás, pero yo no, Artemisa.
—
Mírame,
Agnes —le pidió tomándola dulcemente de la barbilla—. Sé cómo eres. Y lo sé
porque intuyo que ya te conocí en otro tiempo, pero esta vida ha sido tan dura,
es tan horrible... No te mereces estar así, tan deshecha...
—
Tú
tampoco. Perdóname, por favor, Artemisa —le suplicó desmoronándose
definitivamente. Las potentes ganas de llorar que en ningún momento la habían
abandonado cayeron sobre ella tal como aquella intensa lluvia se derramaba
sobre el bosque—. Por favor, perdóname, Artemisa. Perdóname, por favor. Quizás
ésta sea la última oportunidad que tenga para pedirte perdón, para implorarte que
no me guardes rencor. Perdóname, Artemisa, perdóname, perdóname, perdóname, te
lo ruego. Yo no quería hacerte daño. No era yo, te lo juro, no era yo quien
actuaba... pero no sé cuánto tiempo me durará esta lucidez. Yo ya no me merezco
estar en este mundo ni en ninguna parte. Yo ya no me merezco vivir, Artemisa.
Aunque tú seas capaz de perdonarme, aunque olvides lo que ocurrió entre
nosotras, yo siempre me odiaré por haberte hecho tanto y tanto daño. No
soportaré vivir con los horribles remordimientos que siento.
La triste confesión que Agnes acababa de hacerle la paralizó
profundamente. Durante unos largos segundos, fue incapaz de pensar; pero, al
fin, dejándose dominar por sus intensas emociones, con dulzura y a la vez
desesperación, le indicó:
—
No
es verdad, Agnes. Si yo no te guardo rencor, si soy capaz de perdonarte, no
tiene sentido que te odies. Escúchame, Agnes, cuando mañana lleguen Gaya y
Gilbert, nuestra vida cambiará horriblemente, pero no será para siempre. Yo sé
que ellos contarán su versión, que ellos nunca podrán saber lo que está
sucediéndonos ahora. Esta noche será para todos un secreto que ni tú ni yo
podremos romper jamás, pero no debes desalentarte, por favor.
—
Mañana
yo ya no estaré, Artemisa. Yo ya habré desaparecido.
—
No,
no es cierto.
—
Sí
lo es. Sé que mi cordura está a punto de morir, pero al menos... al menos pude
hablar contigo sin que nos detuviese ninguna emoción asfixiante. Al menos pude
pedirte perdón. Por favor, no me recuerdes como fui en esta vida.
—
En
esta vida eres maravillosa, Agnes —le aseguró con la voz llena de lágrimas—. Yo
podré demostrarte alguna vez que lo eres.
Agnes no fue capaz de contestarle. La miró a través del denso velo de
lágrimas que le cubría los ojos y le pareció que Artemisa brillaba como si fuese
el cuerpo de la luna en la tierra, como si fuesen sus ojos el espejo en el que
se reflejaban sus evanescentes y plateados rayos...
—
Nunca
te esfuerces por intentar convencer a Gaya de que yo jamás quise hacerte daño.
No merece la pena que trates de destruir esa horrible y triste idea que ella
tiene de mí, pues ni siquiera me merezco que me recuerden con amor. Y tampoco
le expliques a nadie lo que ocurrió esta noche. Guarda en lo más profundo de tu
alma todas las palabras que nos dedicamos para que nadie pueda despreciarlas ni
negarlas —le pidió Agnes acercándose un poquito más a ella. Artemisa enseguida
buscó sus manos y se las tomó con mucha dulzura.
—
Puede
que para muchos sean incomprensibles las emociones que ahora mismo me anegan el
alma, pero hay un sentimiento que es invencible y que ni siquiera la maldad
puede destruir. Eres tú quien debe perdonarme a mí. Fui débil. Yo jamás podré
volver a ser fuerte, Agnes.
—
Has
de serlo.
—
No
fuiste tú quien me destruyó, Agnes, pero yo jamás podré culpar a nadie de nada.
Yo tampoco supe actuar. Tendría que haber hablado contigo mucho antes de que
todo esto sucediese, pero ahora ya es demasiado tarde.
—
Mis
errores ya no se pueden remediar. Son irreversibles.
—
Y
los míos también, pero no lo serán siempre, Agnes. Algún día...
—
Quizás
en otra vida...
Ninguna de las dos fue capaz de terminar aquella frase que ambas habían
comenzado, en la que las dos creían de un modo similar que, sin embargo, no
mitigaba la intensidad de la tristeza que les apretaba el alma. Ambas sabían
que nada podría proseguir, que se habían terminado las oportunidades que habían
tenido para luchar juntas contra los celos, contra las envidias, contra el
rencor y la desconfianza con los que las habían separado.
—
Debes
descansar, Artemisa —le indicó muy suavemente soltando sus cariñosas y tibias
manos; las que en esos momentos ardían como si se albergase bajo su piel la
lumbre más indestructible.
—
Tú
también tendrías que...
Agnes sabía que para ella ya no quedaba ni la más sutil sombra de paz.
Se había agotado todo el consuelo y la calma que pudiesen latir en el mundo
para ella, pero no fue capaz de contradecir a Artemisa. Tras arroparla con
mucho cariño, se apartó con impotencia de ella y después regresó al salón, donde
la esperaba Némesis con el alma pendiéndole de un hilo que cada vez se tornaba
más frágil.
Agnes notó que la impotencia que tanto le golpeaba en el corazón se
apoderaba irrevocablemente de ella, intensificaba los agresivos suspiros de
insania que hasta entonces se habían mantenido quedos en su mente y la desolaba
como si jamás hubiese llorado. El odio que se profesaba a sí misma se le
repartió por todo el cuerpo silenciando cualquier ápice de amor que pudiese
musitar en su interior y se hundió en una oscuridad que despedazó la última
estela de razón y de consciencia que le quedaba en el corazón. La noción de sí
misma y de los momentos que vivía se deshizo como si nunca hubiese respirado y
fue como si nada hubiese existido, como si su pasado sólo estuviese compuesto
de vacío.
A partir de aquellos momentos, Agnes sólo podría recordar que Artemisa
estaba tan enferma por culpa suya. Ni siquiera se sentiría capaz de aceptar que
Artemisa la hubiese perdonado. Le parecería que aquellos dulces momentos que habían
vivido habían formado parte sólo del sueño más ensoñado. No podían ser reales,
no lo eran para ella ni para nadie.
Su enfermedad se adueñó definitivamente de ella, la lanzó al otoño más
terrible que jamás había vivido, la hundió en la recaída más agresiva de su
existencia. Aquella vez, la locura la esperaba en las sombras de la
desesperación para destrozarle incesantemente el alma, dispuesta a no
permitirle regresar de aquel mundo horrible en el que ella reinaba.
Y fue precisamente aquella noche, al alejarse de Artemisa, cuando Agnes notó
que su alma se soltaba de las manos de la cordura. Olvidó lo que experimentaba,
olvidó por qué Némesis todavía se hallaba a su lado, mirándola con mucho amor;
mas se aferró a su presencia como si ésta fuese el último rayo de luz que podía
refulgir en su vida.
De pronto, Agnes notó que el amanecer quebraba las sombras de aquella
tormentosa noche. Ya había dejado de llover y el alba había llegado con pausa,
intimidada por la forma como la naturaleza había sollozado, como si temiese
herir el alma de aquel bosque que tanto había llorado, como cuando nos
estremece acercarnos a alguien que se ha deshecho en un llanto inconsolable por
si nuestra presencia de nuevo desfigura su serenidad.
De repente, alguien llamó con insistencia y severidad a la puerta de su
cabaña. Enseguida Agnes recordó que Gaya le había asegurado que volvería junto
a Gilbert. No obstante, evocaba aquellos momentos como si éstos nunca hubiesen
formado parte de su existencia, como si perteneciesen a una memoria que no era
la suya. Se movía guiada por una voluntad que no emanaba de su cuerpo, una
voluntad perezosa que tornaba pesados y lentos sus gestos y ahondaba la
oscuridad lacrimosa de sus ojos.
Agnes apenas podía comprender las palabras que Gaya le dirigía. Lo único
que captaba era el tono de voz con el que ella le hablaba. Podía notar en su
propia alma la decepción que anegaba el corazón de la sacerdotisa, pero no
sabía qué podía decirle para serenarla. Era plenamente consciente de que todas
las personas que la conocían tenían demasiados motivos para odiarla y querer
destruirla.
—
Dime
cómo está Artemisa. Cuéntame cómo ha pasado la noche —le exigía mientras le
presionaba las manos con fuerza—. Habla de una vez, Agnes.
—
Artemisa
está mucho mejor, pero no puede mover las piernas. No te preocupes. Se le
pasará —le respondió con fragilidad—. Por favor, aléjala cuanto antes de mí.
—
Por
supuesto que lo haré, Agnes. Lo haré inmediatamente. Y, si no vine a buscarla
antes, fue porque la naturaleza no me lo permitió, pero te aseguro que yo no
habría consentido en que durmiese en tu cabaña.
—
Lo
entiendo, Gaya, no te preocupes.
Gaya soltó con repulsión las manos de Agnes y después se dirigió junto a
Artemisa, quien en esos momentos oía estremecida la tensa y triste conversación
que Gaya mantenía con Agnes. Podía captar nítidamente la intensa desolación que
teñía la voz de Agnes y percibirla tan desvanecida le partía el corazón; pero
se esforzó por ocultarle sus sentimientos a Gaya, quien, en cuanto la tuvo al
alcance de sus brazos, la apretó muy tiernamente contra su pecho mientras le
dirigía palabras muy dulces y cariñosas.
—
Quiero
que me cuentes todo lo que ha ocurrido, Artemisa —le pidió Gaya con mucha
dulzura.
—
Es
que no lo sé, Gaya. No me acuerdo de nada —le contestó empezando a llorar.
Agnes se preguntó si Artemisa era sincera con Gaya, pero enseguida supo que no
merecía la pena que lo fuese—. Desde ayer no recuerdo nada...
—
No
te preocupes, cariño. Ahora vendrá Gilbert y te llevaremos a mi casa. Te
curarás, te lo prometo.
—
Agnes...
—
En
Agnes no debes volver a pensar en lo que te resta de vida, cielo. Olvida que
existe.
—
Ella
también...
—
Ella
recibirá la ayuda que se merece si Gilbert acepta que está irrevocablemente
enferma, pero tú no debes preocuparte por eso. Sólo piensa en ti. Céntrate en
tu salud tanto física como anímica. Saldrás de esta depresión, Artemisa. Te lo
prometo.
Agnes oía aquella conversación como si las mujeres que la mantenían no
formasen parte de su vida. Le parecía que las voces que tan tiernamente sonaban
cerca de ella emanaban de un mágico recuerdo, de un tiempo en el que no existían
la tristeza ni el miedo.
De pronto, Agnes oyó que alguien se adentraba en su hogar. Sabía que era
Gilbert, pero no se atrevía a mirarlo a los ojos. Notaba que le dedicaba una
mirada anegada en desolación y lástima y no quería hundirse en unos ojos tan
desesperados, tan oscuramente tristes.
Los acontecimientos que acaecían a su alrededor apenas quebraban su
mutismo y la parálisis que se había apoderado de su cuerpo y de su alma. Agnes
se mantuvo sentada en una silla, junto a la ventana, mientras Gilbert le
formulaba preguntas que ella no sabía responder. Le parecía que Gilbert le
hablaba en un idioma que ella no entendía, que jamás había oído mezclarse con
su existencia. De vez en cuando, era capaz de reconocer las emociones que
teñían la voz de Gilbert, pero enseguida aquella percepción se hundía en el mar
de lejanía que había devorado su alma.
—
Neftis
vendrá a cuidar de Agnes mientras nosotros llevamos a Artemisa a tu casa —le
explicó Gilbert a Gaya con delicadeza—. Sé que Neftis y Agnes no pueden ni
verse, pero es lo único que se me ha ocurrido para evitar un desastre horrible.
Agnes no debe estar sola.
—
¿Por
qué? —le preguntó Gaya quedamente.
—
Si
se queda sola, se suicidará, Gaya. Tiene la peor crisis que ha padecido en su
vida.
—
¿Y
por qué quieres evitarlo, Gilbert? ¿Crees que merece la pena que Agnes siga
viviendo?
—
Fingiré
que no he oído esa espantosa pregunta —le indicó retirándole sus ojos húmedos.
Con delicadeza y mucho amor, Gaya y Gilbert tomaron en brazos a Artemisa
y salieron de aquella cabaña tan anegada en tristeza sin que Agnes ni siquiera
los mirase por última vez. En esos momentos solamente podía oír la desesperada
voz de sus sentimientos; los que se habían convertido en terribles sensaciones
físicas. Le dolía el pecho como si alguien le hubiese hundido en el corazón una
interminable espada y cada vez le costaba más respirar. Le parecía que su
aliento se había convertido en fuego y había comenzado a desvanecerse.
De repente, al notar que estaba sola, cuidada únicamente por Némesis, se
alzó de donde se hallaba sentada y buscó desesperadamente la olla que contenía
aquella destructiva tisana de cicuta que había preparado hacía más de un día,
pero no la encontró por ninguna parte; lo cual la desesperó muchísimo más.
Anhelaba aniquilar su vida antes de que pudiesen apartarla del único fin que se
merecía.
Sin embargo, con rapidez y agilidad, comenzó a componer otra infusión
que la ayudaría a partir de la vida sin que nadie pudiese impedírselo. Némesis
observaba sus movimientos como si Agnes no se hallase en su mismo mundo, como
si le costase mucho comprender qué se escondía tras cada uno de sus gestos;
pero, en cuanto descubrió que Agnes estaba a punto de ingerir aquel venenoso
brebaje, se lanzó a ella y la golpeó ligeramente en el brazo con su cola,
provocando que se derramase aquel líquido que tanto podía destruirla, y la miró
desesperadamente, aunque, de repente, incluso Némesis dudó de que mereciese la
pena rescatar continuamente a Agnes de la profunda locura que se había adueñado
de su mente.
Justo entonces Neftis se introdujo en su cabaña. No le apetecía en
absoluto acompañar a Agnes en aquellos momentos tan horribles e incluso se
planteó la posibilidad de fingir que había tenido algún percance por el camino
y que no había llegado a tiempo de evitar que Agnes se suicidase; pero entonces
recordaba siempre todos los momentos mágicos que había compartido con ella,
evocaba el amor que había sentido por aquella mujer que se había hundido en una
oscuridad ya en exceso irreversible... y se apiadaba de ella, de su torturada
alma.
—
¡Agnes!
Pero ¿qué haces? —le preguntó desesperada cuando aspiró el olor de la tisana
que Agnes pretendía ingerir; de la cual apenas quedaban unas gotas en la taza
que sostenía—. Suelta eso, Agnes.
Neftis reparó en que Agnes no comprendía sus palabras. Ni siquiera la
oía y estaba segura de que en absoluto percibía su presencia. No le costó
arrebatarle de la mano aquella taza que contenía aquella horrible infusión.
Limpió rápidamente el líquido que se había esparcido por el suelo y también por
la ropa de Agnes y después se sentó a su lado. La tomó delicadamente de la mano
y la miró profundamente a los ojos; pero al instante se convenció de que Agnes
no estaba allí, no se hallaba junto a ella ni tampoco en su misma realidad.
—
Qué
lástima, Agnes, qué inmensa lástima siento por ti... —le dijo con plena
sinceridad, notando que aquellas palabras le llenaban el alma de unas
indestructibles ganas de llorar—. No es justo que estés tan enferma, pero ya no
podemos hacer nada por ti... Me apena que ni siquiera ahora puedas oírme. Me
gustaría que supieses que me arrepiento de haberme comportado tan cruelmente
contigo. Yo soy la única culpable de todo lo que ha ocurrido, pero nadie lo
sabrá jamás. Yo te amé tanto, Agnes... y ahora no eres ni la sombra de la mujer
que yo tanto quise. Y amo tanto a Artemisa... La amo mucho más de lo que te amé
a ti, porque el amor que yo te profesaba era enfermizo, como todo lo que tú inspiras
y puede emanar de ti, supongo. En cambio, el que le dedico a Artemisa es tan
puro y mágico... Tal vez no tendría que haberte conocido nunca, Agnes, pero ya
es demasiado tarde para remediar nada. Gilbert te llevará a su casa e intentará
curarte, pero todos sabemos, incluso él, que tu enfermedad no sanará jamás, no se
cerrarán nunca las heridas que te hienden el alma...
—
No
me importa nada de lo que me digas, Neftis —le dijo Agnes de repente. Su voz
sonó desalentada, sin vida, tristísima—. Ya nada me importa.
—
¿Puedes
oírme? —le preguntó inquieta y asustada.
—
Sí,
por supuesto; pero mis momentos de cordura son muy efímeros. Eso tampoco me
importa. Me gustaría desaparecer para siempre. ¿Por qué no me ayudas a morir?
Debería esfumarme cuanto antes. Será lo mejor para todos. Ayúdame a morir,
Neftis. Sólo has de...
—
Némesis
es la única que puede matarte, y creo que jamás lo haría. Te mira ahora con
tanta pena, con tanto cariño...
—
Me
separarán de ella. Sé que la odias, pero, por favor... cuídala, Neftis —le
pidió arrancando a llorar—. No permitas que le hagan daño, por favor; a ella
no, a ella no... Por favor, protégela. Ella es muy boíña, es muy mágica...
—
Agnes,
no puedo hacerte una promesa que jamás cumpliré. Yo no soporto las serpientes.
—
No
te pido que vivas con ella. Sólo quiero que la cuides, que impidas que la
alejen de este lugar. Yo ya no podré estar con ella. Yo moriré dentro de poco y
ella se quedará tan soíña... Por favor, no la abandones. Neftis, Némesis me
quiso como nadie...
La desesperada y triste forma como Agnes le hablaba la desolaba
profundamente, pero no podía calmarla. Era plenamente consciente de que Gilbert
no permitiría que Némesis viviese cerca de Agnes. Gilbert le había explicado
que lucharían por devolver a Némesis al lugar del que nunca deberían haberla
alejado. Aquellas tierras no podían ser su hogar.
—
Némesis
estará bien dondequiera que se halle, Agnes. Nadie va a hacerle daño.
—
No
es verdad.
—
Sí
lo es. Anda, cálmate.
—
Yo
no quiero abandonarla, pero no puedo cuidarla. Sé que, si sigue a mi lado, mi
oscura energía la matará.
Neftis no era capaz de contradecir a Agnes. Creía que tenía razón, que
aquéllas eran las palabras más lógicas que pronunciaba en muchísimo tiempo.
Permaneció junto a ella, acariciándole y presionándole las manos de vez en cuando,
alentándola con palabras que cada vez sonaban más sutilmente para Agnes, hasta
que, al fin, regresó Gilbert, portando en su mirada y en su voz el fin de
aquella vida y el comienzo de un camino que nadie se sentía capaz de recorrer,
trayendo en su desalentado gesto una oscuridad que desvaneció por completo
cualquier haz de esperanza que pudiese refulgir en el corazón de Agnes. Y
entonces empezó a temblar la tierra, su mundo, su alma, su realidad.
La cordura ayuda a Agnes a reaccionar a tiempo, antes de que le Artemisa muera. Hace todo lo que está en sus manos, la cuida y pone todo su empeño, incluso implora, suplica por su vida. Está arrepentida de su error fatal. Al menos le salva la vida, la cuida. Eso no le quita gravedad a lo que hizo, pero demuestra que no está perdida del todo, que Agnes sigue ahí.
ResponderEliminarMe encanta el momento íntimo que tienen las dos cuando Artemisa despierta. Las dos se sinceran y yo creo, que por primera vez pueden hablar y mirarse a los ojos con total libertad, libres de miedos infundados por los demás. Se dedican palabras preciosas, de amor profundo, de perdón absoluto. Artemisa tiene un gran corazón capaz de perdonar ese espantoso error, y eso dice mucho de ella. Es capaz de mirar más allá del hecho y ver quién es Agnes, quién fue y que en realidad no está perdida para siempre. Lógicamente Agnes se siente fatal y creo que ese mismo malestar y tristeza la empujarán directamente al desanimo más profundo que existe, casi imposible de curar.
Némesis está muy confundida. Creía que estaba haciendo bien, no comprende dónde está el error si Artemisa era su enemiga y la quería destruir. Ahora es capaz de interpretar mejor la situación y sabe que las consecuencias de sus actos serán terribles, aunque ella no sea culpable de nada, simplemente seguía las órdenes de Agnes, guiada por su enfermedad.
Cuando Gaya y Gilbert acuden a su casa, Gaya dice una frase espantosa "¿Y por qué quieres evitarlo, Gilbert? ¿Crees que merece la pena que Agnes siga viviendo? "Me he quedado de piedra. Su insensibilidad es asombrosa, odio radical hacia Agnes, ni el más mínimo síntoma de cariño o respeto por ella. Ella se nombra juez y dueña de Agnes y cree que lo mejor es que se muera, que es lo mejor "para todos". Es que no para de meter la pata, y con esas palabras la patada a Agnes es definitiva. Comprendo que defienda a Artemisa y la quiera proteger, pero...¿es justo que trate de esa forma a Agnes? Parece que no tiene sentimientos, insensible total. Me he sentido impotente al leer esas frases tan demoledoras. Menos mal que Gilbert no se deja influenciar por ella en estos momentos...
Me apena mucho Agnes, que es consciente de su error y de la fuerza con la que la enfermedad la está atrapando. Las patadas de Neftis, las palabras de Gilbert y el abandono de todos ellos no han ayudado en nada para su recuperación.
Me quedo "muerta en la bañera" al descubrir que es Neftis la que se queda con Agnes para que no se suicide, ¡eso si que es una locura! ¿No hay nadie más que les pueda hacer el favor? Yo había pensado en Penélope, que es una mujer coherente. Es como tirar a una cabra en un estanque repleto de cocodrilos, no tiene sentido. Neftis es perversa y está más loca que Agnes. Ella no le sigue el juego cuando la ataca, pero luego se ve arrastrada a la desesperación de querer morir, desaparecer por todo lo que está ocurriendo, por el odio y repulsión que le tienen todos sus seres queridos. Esa mujer está muy perturbada, ¿ni en un momento así es capaz de demostrar algo de compasión? Que es lo que tiene de corazón esta loca, ¿una lechuga?
Encima, Agnes le suplica por Némesis, le ruega que la cuide, que no deje que le ocurra nada malo, y la muy Pulpo puerca (sí, es algo así como una mezcla de pulpo y puerco, una cosa rara), no se compadece. No la soporto, definitivamente. Ella y Gaya se han ganado a pulso que ya no sean santo de mi devoción. No comprendo que Gaya esté tan obsesionada con encerrarla, con que muera o con que se suicide...más sabiendo que toda está situación tiene un culpable claro, Neftis.
Un capítulo en el que me he sentido muy triste por Agnes y Artemisa, indignado por Gaya y muy enfadado con Neftis. Todo está encaminado hacia un desastroso final...ains.
Está genial, Ntoch. Estoy enganchadísimooooo!!!!!
Qué pena da Agnes en este capítulo. Realmente la cordura, la mente, el pensamiento... es sin duda lo más valioso que tenemos. Basta ver la comparación entre Agnes, que físicamente no tiene problemas pero mentales sí, y Artemisa tras el ataque, paralizada pero con la mente sana; Agnes apenas parece humana, Artemisa lo es plenamente, aunque no se pueda mover ni valer por sí misma. En el capítulo asistimos, pues, a la destrucción de Agnes, machacada por las circunstancias, las personas que la rodean, y finalmente por ella misma.
ResponderEliminarDe todos modos sigue latiendo su ser por debajo de la persona deficiente que es ahora, y hace todo lo posible para que Artemisa se reponga de la mordedura de Némesis; por suerte Artemisa no se acuerda bien, pero sobre todo confía en ella. Es muy hermosa la conversación que tienen tras que esta despierte y que finaliza imaginando que tal vez su relación pueda tener remedio en otra vida... y casi tiene razón, porque si pienso en el futuro venturoso que les espera me parece que es cosa de otra realidad, de otra vida.
En realidad todo podría haberse resuelto tal vez si solo ellas dos interviniesen en esta historia, pero ahí está Gaya como catalizadora de la situación, su intervención es un cuchillo que se clava en la mente de Agnes y la empuja al suicidio. Pobre, pobre Némesis cuando comprende que Agnes quiere morir bajo sus colmillos, si ya no entendía el porqué de la solicitud con que trata a Artemisa, mucho menos esto, ya que la muerte propia es seguramente algo totalmente fuera de las posibilidades de comprensión de un animal.
Me duele mucho el rechazo múltiple que sufre Agnes, ahora mismo solo Gilbert le sirve de débil parapeto, pero incluso así hay planeado separarla de Némesis... y queda al cuidado de una Neftis que no disimula su antipatía y deseos de venganza.
¿Cómo puede una niña tan dulce encontrarse en una situación tan dura? También me planteo si la magia, si las creencias en la diosa y todo lo demás son solo palabrería porque de no ser así, ¿en que se nota la diferencia? ¿son mejores los que ahora están llevando a Agnes a la locura y a la muerte que por ejemplo los doctores y las crueles compañeras del hospital? Me da mucha rabia. Posiblemente Gaya es quien encarna esa contradicción brutal ¿cómo puede plantearse que es mejor dejar que muera? Su falta de piedad es absoluta, me estremece.
Lo sorprendente es que todas estas vicisitudes, que son muy duras de aprehender, vienen redactadas con un lenguaje y unas formas dulces y muy atrayentes, al mismo tiempo que detesto todo lo que le pasa me encanta pensar en la lluvia, en las cabañas, en el bosque, un entorno que es más propio de un paraíso que de un infierno. Todas las notas que sitúas en el relato me parecen fundamentales, no te limitas a describir las conversaciones, lo que pasa por así decir, sino que nos das un marco donde visualizarlo todo, casi lo damos por descontando, pero sin duda es parte fundamental del relato, por ejemplo cuando escribes...Llovía con una intensidad desgarradora. Némesis y Agnes siempre habían adorado las tormentas, pero ambas sentían que, aquella noche, las asustaba hondamente el incesante musitar de la lluvia y los ecos que el trueno esparcía entre las montañas. Parecía como si el cielo se agrietase, como si toda el agua que moraba en lo más profundo de la tierra se hubiese concentrado en aquel firmamento en el que ya no brillaba ni la estrella más sutil.
En fin, un texto potente y hermoso, que remueve al lector y lo deja con ganas de más, ¡a ver cómo arreglas este desaguisado!