Viernes, 2 de
noviembre de 2018
Lo que
voy a contar es muy extraño: Agnes se fue esta mañana a trabajar a Ourense (la
llevó su tío Damián) y yo me quedé en la aldea. Esta tarde irá a buscarla y
pasaremos el fin de semana en la aldea. Me he quedado aquí porque realmente me
apetece muchísimo estar en este rincón del mundo donde tan tranquila estoy,
donde puedo respirar profundamente sintiendo que me deshago de todas las
tensiones que llevo acumuladas desde hace tanto tiempo. Aquí incluso siento que
puedo estudiar mucho mejor, que el bosque me da una calma que no me da la casa
donde vivo, a pesar de que es muy tranquilo el barrio de Ourense en el que se
halla; pero siento que la naturaleza de este lugar me protege, aunque también
tengo que decir que hace frío.
Estamos
viviendo unos días muy bonitos y sublimes. Quiero hablar de muchas cosas: del
ritual que Agnes y yo celebramos el miércoles por la noche, de la comida que
compartimos ayer todos los vecinos de la aldea y también de otra cosa que he
vivido y que me ha dejado una huella indeleble en el alma, pero no porque sea
algo muy fuerte o extraordinario, sino porque está lleno de detalles que me han
hecho pensar en muchísimas cosas y que me sobrecogieron mucho en su momento. En
realidad es algo muy simple. Ayer por la tarde, mientras merendábamos, Anxos
sacó una cajita muy antigua, de madera, donde guardaba muchas fotografías de
hace mucho tiempo. A Agnes se le iluminaron los ojos cuando supo que su madre
guardaba fotografías tan antiguas e incluso me di cuenta de que le daba miedo
ver esas fotografías, porque entre ellas había fotografías de sus abuelos, de
su padre, de sus abuelos paternos también y de ella... Ver a Agnes de niña y de
adolescente me asombró muchísimo, más de lo que jamás pude imaginarme. Nunca
pensé que podría ver alguna fotografía de cuando Agnes era tan pequeña y descubrir
que podía conocer cómo era esa Agnes de la que ella tanto me había hablado me
hizo muchísima ilusión, pero también me sobrecogió mucho, no sé por qué.
También
me enterneció mucho conocer cómo era su abuela, su avoíña. Había alguna
fotografía de cuando era joven, con treinta años aproximadamente, pero era muy
antigua y estaba muy desgastada. Había otra de cuando ya era algo mayor,
tendría unos sesenta años. Y me sorprendió mucho descubrir que no tenía el
cabello blanco, sino castaño, corto y algo rizado. Era una mujer muy guapa, la
verdad. Tenía los ojos oscuros, no tanto como Agnes, pero sí del color del
tronco de los robles, y un ademán de serenidad que enseguida me reveló que era
muy buena persona. Tenía las manos grandes y cansadas de trabajar en el campo,
tal como me había contado Agnes, pero también eran unas manos que desprendían
mucho cariño. Además, las fotografías que guarda Anxos serán de algún día en el
que celebraban alguna fiesta porque todos salían muy arreglados y elegantes. En
las fotos que conserva de Agnes, ella estaba vestida con el traje tradicional
de Galicia. Me sorprende mucho otra cosa y es que parece que antes fuese muy
difícil que alguien tuviese una cámara, y más en estas aldeas, como me contaron
Agnes y Anxos. Anxos me dijo que ese día había venido un fotógrafo desde
Ourense porque ella le había pedido a la madre de Lúa que buscase alguien que
pudiese fotografiarlos. Y qué bien hizo. Son unas fotos muy bonitas. Hay una en
la que salen Anxos, Agnes y Rosiña; la abuela de Agnes, todas vestidas muy
elegantemente (Agnes llevando el traje tradicional) en la plaza de la aldea.
Detrás tienen el roble en torno al cual siempre bailan en las fiestas de la
aldea y también se ve la pequeña ermita que tienen en la plaza. A lo lejos, se
ve alguna casa y el bosque, todo cubierto por un cielo grisáceo y lleno de
nubes; pero está todo un poco difuminado.
La
fotografía que más me sorprendió fue una en la que aparece Agnes también
vestida con el traje regional, apoyada en el roble de la plaza y con el pañuelo
en la cabeza. Me sobrecogí mucho no por lo bonita que es la fotografía, sino
por el aspecto de Agnes. Agnes me dijo que en esa fotografía ella tendría unos
diez u once años, pero yo habría sido incapaz de especificar su edad si no la
conociese porque, en esencia, tiene exactamente la misma apariencia que ahora.
No ha cambiado casi nada. Cuando se lo dije, ella me contestó que en verdad no
sentía que su forma de ser hubiese cambiado mucho, que seguía siendo igual que
cuando era más joven, que ella nunca se sintió niña. Sin embargo, lo que más me
estremeció, lo que me impedía retirar los ojos de la fotografía era la mirada de
Agnes. Es cierto que su piel tenía otro color, quizás más sano que el que tenía
cuando conocí a Agnes. Su piel todavía no había conocido la palidez con la que
la teñiría la soledad, la falta de vida y de salud. Era una piel acostumbrada a
que le diese el sol, a que el sol del campo la acariciase; mas fue su mirada y
el gesto que tenía congelado en su rostro lo que de verdad me dejó sin aliento.
No sonreía, pero tampoco estaba seria. Estaba serena, tranquila, confiada,
feliz. Al mirarla, podía oír sus pensamientos. Podía saber perfectamente lo que
pensaría en esos momentos. Seguro que pensaría que estaba en el sitio correcto,
en el lugar adecuado, en donde tenía que estar. Su mirada era la propia de
alguien que está totalmente conciliado con su vida, que sabe lo que quiere y lo
que desea para su vida. Además, al mirarla a los ojos, me daba la fuerte sensación
de que ella, cuando le hicieron esa fotografía, sabía que, dentro de muchísimos
años, alguien que la querría con toda el alma la miraría a los ojos. Parecía
saber que esa fotografía la observaríamos muchos años después. Parecía estar mirando
a la persona del futuro que acabaría teniendo esa fotografía en sus manos.
Parecía querer decir: “hola, sé que me miras, sé lo que estás pensando de mí”.
Cuando la miraba a los ojos, me daba la sensación de que ella lo sabía todo, de
que conocía muchas más cosas del mundo de lo que nadie se imaginaba. No puedo
describir lo que sentí al ver esa fotografía, al asomarme a la mirada de esa
Agnes tan joven que, sin embargo, parecía ya conocer las cosas más duras e
importantes de la vida. Su mirada estaba llena de sabiduría. Por eso le dije
que me daba la impresión de que no había cambiado nada. Entonces ella me contó
que puede recordar perfectamente todos los momentos de su infancia y de su adolescencia,
que nunca vivió sintiendo que se dejaba llevar por los hechos sin pensar en
nada, que siempre vivió siendo plenamente consciente de lo que vivía.
Me habría gustado muchísimo conocer a
Agnes en ese tiempo. Me habría gustado conocer a esa niña de mirada sabia y
serena que tan claras tenía ya las cosas sobre su vida y su destino. Al mirar
esa foto, entendí muchísimas cosas sobre la posterior enfermedad de Agnes y
sobre la fragilidad de su alma. Es totalmente comprensible que ella se
enfermase tanto cuando la alejaron de Galicia si tan segurísima estuvo siempre
de que quería vivir eternamente aquí. Es comprensible que le destrozasen el
alma obligándola a estar lejos de su verdadero hogar y, además, no hemos de
olvidar que estuvo encerrada en un sitio que en absoluto se parecía a su
tierra, donde la trataron peor que a un animal salvaje, donde la despreciaron
desde el principio y donde le aplicaron terapias que le hicieron mucho daño.
Después, nadie pensó que lo mejor que podía hacer Agnes era volver a su tierra,
no. Siguieron obligándola a estar lejos de su tierra sabiendo todos que lo que
más deseaba ella era volver a Galicia. Nadie la escuchó desde el corazón sin
juzgarla, nadie se tomó en serio sus deseos y sus más profundas necesidades, ni
siquiera yo misma. Descubriendo lo profundos que fueron siempre sus ojos y lo
expresiva que fue siempre su mirada, me di cuenta de que en realidad nunca
había sido plenamente consciente de lo que Agnes es. Me atrevo a decir que siempre
fue una mujer incomprendida por los demás, que siempre fue distinta, alguien a
quien no supieron entender de verdad. Por eso es tan tímida, por eso le cuesta
tanto relacionarse con los demás, por eso le resulta tan costoso abrirse a la
gente. Me resulta muy curioso que haya entendido todo esto sólo mirando una
fotografía, pero es que la mirada de Agnes era tan expresiva, hablaban tan alto
sus ojos que no me parece incomprensible que pudiese escuchar tantas cosas sólo
con asomarme a sus ojos.
No obstante, tengo que contar también que
el miércoles, antes de venir a la aldea, vivimos unos momentos muy tristes.
Agnes llegó del trabajo casi a las cuatro de la tarde, comió, se lavó los
dientes y después se sentó en el sofá con un libro en las manos dispuesta a
relajarse un poco porque estaba realmente cansada y acabó quedándose profundamente
dormida. Yo, además, la arropé con una manta y la dejé dormir. Sabía que estaba
agotadísima. Estuvo durmiendo durante más de una hora. Yo no quería
despertarla. Me gustaba verla dormir tan profunda y serenamente; pero, a las
seis y media de la tarde, la desperté porque su tío iba a venir a buscarnos a
las siete y media y todavía ni siquiera nos habíamos preparado para marcharnos,
pero tuvo un despertar muy triste. He de confesar que el miércoles por la tarde
lloré por Lúa por primera vez. Sé que lo que me hizo llorar fue ver llorar a
Agnes con tanta tristeza, fue oír cómo me decía que era injusto que Lúa estuviese
muerta. Cuando se despertó, estaba desorientada, como siempre le pasa si se
queda dormida por la tarde, y me miraba cada vez más confusa. Enseguida me di
cuenta de que su mirada estaba nublada y cada vez más cristalina. Me dijo
entonces: “Lúa no está, Artemisa. Siempre lo pienso cuando me despierto”.
Yo la dejé llorar en mi regazo. Sabía y sé
que tiene que desahogar toda la tristeza que siente, pero se me contagió su
lástima, su impotencia. Me pedía perdón por llorar, pero yo le dije que estaba
llorando por un ser querido que se había ido, independientemente de qué
relación tuviese con ella. Lúa era un ser querido para ella, alguien con quien
de verdad tenía una conexión muy bonita. Tenía y tiene que llorarla, tiene que
llorarla mucho todavía.
Y, cuando ya llegamos a la aldea, Agnes me
pidió que fuésemos a la orilla del río. Estaba callada, triste. Pensaba yo que
no podríamos celebrar Samhain. En su aldea, por cierto, lo celebran de una
manera muy ancestral y pagana que me sorprendió mucho. Lo celebramos en la
plaza del pueblo con una hoguera pequeña y cuidada. Asaron castañas a la
lumbre, pero pocas porque la fiesta de las castañas la celebrarán el sábado, o
sea, mañana, pero también cantaron algunos cantos solemnes y tocaron tambores,
que aquí se llaman pandeiros. Después, cenamos y tomamos algo de vino, pero muy
poquito, aunque Agnes esa noche no bebió. Me dijo que quería tener la mente
clara. Después, cuando todos se marcharon a casa, ella me pidió que la
acompañase al bosque. Hacía mucho frío y la verdad es que era una noche un poco
rara, pero no quería dejarla sola, a pesar de que lo único que me apetecía era
dormir y estar calentita en la cama, con ella; pero fuimos. Estaba el bosque
tan callado... Parecía que no hubiese ningún ser respirando allí, pero a la vez
notaba que todo estaba lleno de vida; de una vida que no pertenecía a la parte
física del mundo. Notaba cosas que no sé explicar.
Agnes no me soltó la mano en ningún
momento, me la presionó siempre, continuamente. Nos sentamos en el suelo, ella
se concentró y se dejó llevar por sus sentidos, por el poder de su sexto
sentido. Me condujo por una meditación que ayudó a deshacer las emociones que
tanto me inquietaban. Poco a poco, fui sintiéndome más calmada, como ella,
aunque creo que Agnes estuvo calmada desde el principio. Sé que mentalmente
ella llamaba a esas personas con las que quería comunicarse, pero tampoco
necesitaba que ella me dijese nada. Podía sentir algo que no nacía en mí, sino
en ella, en su alma. Era como si hubiese entre nosotras un lazo que nos
conectaba y a través del cual viajaban sus emociones hacia mi cuerpo. Oí que
ella me preguntaba si estaba dispuesta a recibir ante nosotras al ánima de su
abuela y yo le dije que sí. Ella me pidió que abriese los ojos y que no tuviese
miedo, que confiase en ella y que sólo sintiese paz y amor. Me di cuenta
entonces de que Agnes tenía los ojos lacrimosos y le temblaban las manos, pero
supe que no era el miedo lo que la hacía temblar. Era la emoción, la
expectación, pero sobre todo la emoción.
Noté el preciso instante en el que ella
empezó a captar algo que no estaba físicamente allí, que no formaba parte de
nuestro mundo. Agnes sostenía en la mano izquierda un anillo que había sido de
su abuela y, cuando advirtió que algo cambiaba a nuestro alrededor, lo dejó en
el suelo, enfrente de nosotras. Se me ha olvidado decir que, antes de sentarnos
en la hierba, la vi dibujar con la mano un círculo en el aire y supe que ese
círculo nos protegería de cualquier energía que no debía formar parte de ese
momento. Agnes actuaba como si hubiese hecho todo eso millones de veces; con
una seguridad, una precisión y una exactitud que me sobrecogían. Me dijo, antes
de empezar con todo, que ella no necesitaba hacer grandes y complejas
ceremonias para llamar a las almas de sus seres queridos, de los que ya no
están en este mundo. Me explicó que a ella nunca le había costado concentrarse
para llamarlos, que, con tan sólo dejar la mente en blanco y llenarse de la necesidad
de comunicarse con ellos, ya lograba que viniesen, que no entendía cómo podía
tener ese poder, pero que sabía que lo tenía, que lo tuvo desde siempre, desde
que era muy pequeña. Lo único que le da miedo es ver la Santa Compaña. Me dijo:
“espero que no la veamos... porque bastante tristeza tenemos ya en el corazón
como para que encima nos encontremos con esa procesión de almas en pena”. Yo le
he pedido que me cuente cosas sobre esa procesión de almas que tan misteriosa
me parece, pero Agnes se niega rotundamente a hablarme de ello.
Oí que Agnes susurraba: “avoíña, Rosiña”.
Y entonces noté que el aire se volvía más frío. Yo no vi nada, pero sí sentí
que había algo distinto a nuestro alrededor. Agnes me apretó más la mano
mientras volvía a llamar a su avoíña. Entonces me pareció que el aire cobraba
una nueva voz, una voz distinta, que el nombre de Agnes flotaba en la oscuridad
de la noche, pero tampoco estoy segura de ello. No obstante, sé que sí ocurrió porque
Agnes cerró los ojos con fuerza para ocultar las lágrimas que le llenaban la
mirada y volvió a apretarme la mano. Noté que escuchaba con mucha atención algo
que seguramente le decía su abuela. Después, cuando todo pasó, se abrazó a mí
llorando silenciosamente y diciéndome que había conseguido oírla, que había
oído su voz, pero que había sido muy efímero, que no pudo preguntarle casi
nada, que necesitaba hablar más con ella. No ha querido decirme todo lo que su
abuela le pidió. Sólo me ha contado que le pidió que siguiese así, que estaba
yendo por muy buen camino, que era muy fuerte y que se sentía muy orgullosa de
ella, que nunca la había dejado sola, pero que, al vivir tantos años lejos de
Galicia, siempre le había costado mucho enviarle amor y paz, que le había
costado mucho llegar a ella y que, cuando al fin lo consiguió, fue para pedirle
que volviese cuanto antes a su tierra, que, si no volvía, iba a enfermar mucho
más. Agnes se acuerda perfectamente de ese momento en el que la vio en medio
del bosque, apareciendo tras ver una preciosa mariposa blanca. También le dijo
su abuela que nunca le guardó rencor por no haberle hecho caso porque sabía que
lo único que la había obligado a no volver a Galicia había sido el amor y que
se sentía muy orgullosa de ella por ser tan luchadora. Y entonces desapareció.
Creía que Agnes intentaría comunicarse con
Lúa, pero me dijo que no era necesario, que Lúa ya le había dicho todo lo que
tenía que decirle sin necesidad de esforzarse por comunicarse con ella, que Lúa
la había ayudado a aceptar su marcha y que incluso le había acariciado el alma
con su mágica presencia, logrando que la herida que la vida le había hecho
arrancándosela de su lado sanase antes.
Entonces volvimos a casa y esa noche noté
que Agnes dormía mucho más profundamente que la noche anterior. No se despertó
hasta las diez de la mañana. Yo me desperté antes, pero la dejé dormir. Sabía
que tenía que recuperar mucho sueño perdido.
Y ayer fue un día muy calmado. Agnes está
distinta. Le brillan más los ojos. Está tranquila, como si ya nada la inquietase.
Hoy se fue a trabajar muy temprano, pero fue muy bonito despertar con ella. Y
mañana volverá a ocurrir. Estamos durmiendo las dos en su cuarto, como antes.
Y creo que eso es todo por hoy.
Intensísimo capítulo, madre mía. Por un lado, el descubrimiento de las fotografías. Para Artemisa ha sido algo muy especial, como mirar por una puerta mágica al pasado de Agnes. Ha podido echar una mirada a ese pasado, a esa Agnes que vivía feliz en su mundo, ignorante de las cosas terribles que le iban a pasar. Le ha transmitido mucho, tanto, que le ha permitido comprender mejor a Agnes, lo que supuso para ella estar lejos de su tierra.
ResponderEliminarPor otro lado, el encuentro espiritual con su abuela en el bosque. Yo me habría desmayado de miedo, más en un bosque y de noche. Artemisa sabía que estaba segura, que nada malo le podía ocurrir. Es un momento muy intenso.Su abuela le dijo cosas muy bonitas, aunque hay algo que no le ha dicho a Artemisa. Espero que no sea nada malo. Parece que comunicarse con ella le ha otorgado fuerzas y está más tranquila, con un nuevo brillo en los ojos.
Un capítulo chulísimo, mágico, profundo y misterioso. He disfrutado muchísimo.
Es curioso cómo la historia va discurriendo por lugares que he comentado por casualidad, ahora la coincidencia está en las fotografías. Es un capítulo mágico, pero la magia no está solo en la segunda parte, cuando la abuelita de Agnes se comunica con ella, sino también en la primera, la de las fotografías. Casi me atrevería a decir que es incluso la parte más mágica del capítulo. Sí, las fotos, al igual que los espejos, siempre me han parecido objetos mágicos, porque nos devuelven un reflejo del pasado, son la prueba de que algo existió, y a diferencia de ese algo, que ya no existe, la foto sí está ahora y aquí, es un pasado que se obstina en ser presente también. Ese sabor a magia no se le escapa a Artemisa cuando mira las fotos...
ResponderEliminarcuando le hicieron esa fotografía, sabía que, dentro de muchísimos años, alguien que la querría con toda el alma la miraría a los ojos. Parecía saber que esa fotografía la observaríamos muchos años después. Parecía estar mirando a la persona del futuro que acabaría teniendo esa fotografía en sus manos. Parecía querer decir: “hola, sé que me miras, sé lo que estás pensando de mí”.
Por eso es tan fácil emocionarse con las fotografías antiguas, y más si corresponden a gente que ya no está, yo llevo unos días escaneando diapositivas de mis padres y siento cosas parecidas.
Luego viene la parte del paseo, y me encanta cómo consigues que lo mágico se vuelva tan cotidiano, no parece más fantasiosa esta parte que la primera, al contrario, da ternura ver cómo Agnes está tan cerca de su querida abuela, y cómo esta participa de la vida de su nieta, conoce las novedades hasta hace lo posible para que sea feliz, y quiere aconsejarle siempre lo mejor. Por cierto, muy bien traida la mención a la Santa Compaña, es solo una alusión pero pone los pelos de punta. Me encanta la historia, a ver cómo evoluciona.