lunes, 6 de agosto de 2018

DIARIO DE ARTEMISA: JUEVES, 26 DE JULIO DE 2018

Jueves, 26 de julio de 2018
Estaba deseando escribir para contar todo lo que he vivido estos días, pero también me daba miedo enfrentarme a este momento porque es ahora cuando tengo que reconocer bien lo que siento y he sentido en las últimas horas de mi vida. He vivido cosas maravillosas que no pensaba vivir al venir aquí, pero también tengo que reconocer que no puedo ni sé vivirlas plenamente. Noto que a mi alma le cuesta dejarse llenar por la belleza de esas cosas, noto que hay algo en mí que me prohíbe disfrutar plenamente de esos momentos y que, en lugar de permitir que éstos me hagan olvidar las cosas tristes que viví estos días, siento que esos sentimientos que todavía me invaden ensombrecen la hermosura de lo que me rodea. Debo reconocer que la gente de la aldea de Agnes es maravillosa. Hacía tiempo que no conocía a personas tan buenas, tan hospitalarias, tan humildes y tan generosas. No tienen mucho, pero te ofrecen todo lo que tienen para que te sientas bien. No sé cuántas veces me han dicho que aquí tengo mi casa por si quiero quedarme un tiempo, no sé cuántas veces he dado ya las gracias por su amabilidad. Son gestos muy sencillos que llenan mucho. Ellos no me hacen sentir desplazada, no lo han hecho en ningún momento. Tanto Anxos como las vecinas de la aldea me han prestado atención continuamente, han hecho todo lo posible para que yo no me sienta extraña. No sé cuántas veces he tenido que decirles que me pueden hablar en gallego, que lo entiendo perfectamente. Ellas piensan que, por el hecho de ser castellana, no voy a entenderlas y no es verdad. Es cierto que tienen un acento bastante cerrado (como Agnes, pero a ella ya me he acostumbrado a oírla hablar y la entiendo), pero generalmente me entero de todo lo que me dicen. Es muy fácil que se les olvide que me pueden hablar en gallego. Es curioso. No sé si es porque tienen miedo a que no las entienda o porque no me sienten como parte de este mundo. No sé. Lo que sí tengo que decir es que no es mi alrededor quien me hace sentir mal. Soy yo. Tengo en el alma sentimientos que no me gustan nada, que me hacen sentir muy mal. Los celos que nacieron en mí la semana pasada todavía no se han ido. No hay manera de vencerlos. No sé si tengo celos por algo presente o por algo pasado. No sé por qué me cuesta tan poco pensar que yo no pertenezco al mundo de Agnes, que ella estaría mucho mejor si yo desapareciese y que incluso la estorbo; algo que ella no me ha hecho sentir en ningún momento, ni ella ni nadie. Desde que llegué, me sentí plenamente acogida. Anxos me ha ofrecido su casa como si me conociese de toda la vida. Me ha enseñado todos los rincones de su hogar para que yo pueda tener la libertad de emplear todo lo que necesite; pero yo siento que no me ha abierto solamente las puertas de su casa, sino sobre todo las de su alma. Me mira de un modo muy cariñoso, como si ya me conociese, de verdad, y, sinceramente, yo, cuando la miro, siento que se me remueve algo por dentro, como si la hubiese querido en otro tiempo. No puedo hablar de esto sin emocionarme. No sé lo que me pasa con la madre de Agnes, pero me inspira muchísima ternura, me parece muy entrañable y me emociono con mucha facilidad cuando estoy a su lado. Ella lo nota y me sonríe, pero no me ha preguntado en ningún momento por qué me emociono. Tal vez no haga falta. Tal vez lo sepa. Ayer por la tarde, mientras la ayudaba a preparar la cena (algo sencillo, una ensalada y poca cosa más, pues en Compostela habíamos comido mucho), estuvimos hablando de la vida que Agnes y yo tenemos en Cataluña (a la que me niego a renunciar todavía). Yo le reconocí que muy pocas veces había visto tan bien a Agnes, pero que allí también la había visto feliz, aunque siempre notaba que le faltaba brillo en los ojos. La madre de Agnes no se atrevía a decirme nada, pero sé que estaba deseando confesarme que ella quería que Agnes se quedase aquí, sé que se reprimía las ganas de advertirme de que, si la obligaba a volver, iba a destrozarle el alma para siempre; pero no he conocido mujer más respetuosa que ella, que sabe perfectamente lo que tiene que decir y cuándo tiene que decirlo. Ahora entiendo por qué Agnes es como es. Me di cuenta enseguida de que Anxos y Agnes no se parecen sólo físicamente, sino sobre todo psicológicamente. Tienen una forma de ser muy parecida. Ambas son muy tranquilas y sensibles, muy cariñosas, muy educadas y saben escuchar. Agnes también es así, pero ahora pienso que la vida la ha obligado a desarrollar otros rasgos como la desconfianza o ese hermetismo que tanto dificulta acceder a ella a las personas que no la conocen; rasgos que parecen no existir cuando está en Galicia. 

Pero voy a intentar hablar del martes. El reencuentro con Agnes fue muy bonito y yo creo que también algo doloroso para las dos, o así lo sentí yo. Cuando salí de la estación de Ourense, vi a un hombre mayor que me esperaba junto a un coche puesto en marcha y enseguida supe que era Damián, el tío de Agnes. Él seguro que ya me tenía vista en alguna fotografía, pues enseguida se acercó a mí preguntándome si era Artemisa, sin ni el menor ápice de miedo a equivocarse ni de vergüenza por si erraba. Enseguida me dio confianza. No sé cómo explicarlo. Fue mirarlo a los ojos y saber que era muy buena persona, que era amable y servicial. Me dio la bienvenida a Galicia apretándome la mano y me dijo que se alegraba muchísimo de conocerme y de que hubiese ido al fin. Me invitó a entrar en su coche, me senté en el asiento del copiloto y me contó que Anxos ya me esperaba, que le había costado mucho retener a Agnes, que ella pensaba irse al río como casi todas las tardes, que hacía tanto calor que Agnes no pensaba en otra cosa más que en bañarse, pero que Anxos la había convencido de que la ayudase a preparar unas empanadas que, según ella, quería llevar a Compostela, pero en realidad eran unas empanadas para cenar esa noche y muchas cosas más que me hacían reír. Me gustaba su modo de hablarme. Al principio me hablaba en castellano, cómo no, hasta que lo interrumpí y le dije que me hablase en gallego. Además, es que se nota muchísimo que se tienen que esforzar mucho por expresarse en castellano, como le pasa a Agnes, y eso que ella llevaba mucho tiempo fuera de Galicia e incluso tiene que hablar en castellano en su trabajo; pero con ellos es mucho más intenso. No me extraña para nada. Son personas que realmente nunca han salido de su mundo y tal vez por eso tengan el alma tan pura, tan llena de bondad y humildad. Eso es lo que llevo pensando estos días, que el mundo exterior corrompe, que parece que este rincón de la Tierra esté apartado de todo lo demás, de todas las ciudades del mundo, de la maldad de la gente, de la desconfianza y de la envidia. No hay nada de eso aquí y eso me sorprende muchísimo. Sólo hay buenas intenciones, amabilidad, sinceridad, cuidado, no sé, es muy bonito todo, de verdad. Me cuesta reconocerlo, pero tengo que decir que me he enamorado de este lugar, ya no tanto por lo bonito que es, sino por la gente. Yo no sé lo que me pasa, pero las personas que viven aquí me llegan muchísimo al corazón, me llegan al alma continuamente, tan sólo con su modo de hablar y de tratarse entre sí y de tratarme a mí. También me conmueve mucho cómo tratan a Agnes. Se nota muchísimo que la quieren de verdad, que le tienen un cariño inmenso. 

Enseguida salimos de Ourense y comenzamos a circular por una carretera cada vez más solitaria. Yo me preguntaba si ésa era la carretera por la que Agnes tanto había caminado en su infancia. Conforme nos alejábamos de Ourense, la orilla de la carretera se hacía cada vez más espesa y frondosa. Había muchos árboles, cada vez más árboles. Viajábamos con las ventanillas bajadas. Entraba el aromático aire de la tarde, cada vez más delicioso. Olía a verdor, a aire limpio. Hacía mucho calor y ese aire llevaba en su seno la esencia del verano, pero no me molestaba en absoluto, al contrario. Me gustaba sentir cómo me acariciaba la piel y, justo entonces, con mucha timidez, mi alma empezó a deshacerse de todo el agobio que llevo acumulado desde hace días. Justo entonces descubrí cuánto necesitaba respirar un aire así, estar en un lugar alejado de la civilización. No me había atrevido a reconocer que lo necesitaba tanto hasta entonces. 

Íbamos subiendo un monte todo poblado de árboles, de verdor, de vida. Se oía el canto de los pájaros e incluso me pareció detectar la voz de un río en la distancia, escondida entre el canto de los pájaros y el sonido del viento. 

Llegamos enseguida, cuando yo más cómoda me sentía. Damián detuvo el coche en un lado de la carretera y me dijo que en la aldea había que entrar a pie, que las calles eran un poco inclinadas, pero que no tendríamos que caminar mucho. Yo me reí y le dije que estaba acostumbrada a caminar, que no se preocupase. Me da la sensación de que la gente de esta aldea piensa que los que vivimos en la ciudad no estamos acostumbrados a andar, y quizá tengan demasiados motivos para hacerlo.

Hacía mucho calor, pero de vez en cuando soplaba un viento que traía olores muy ricos, a humedad, a la savia de los árboles, a soledad. Antes de seguir a Damián, me detuve un instante a escuchar el inmenso silencio que nos rodeaba. No se oía nada más que la voz de la naturaleza. Entonces sí pude oír con nitidez el susurro del río y sabía que era el río de Agnes, el Miño, en el que tantas veces se había bañado, del que tanto me había hablado.

No pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas. Hasta entonces, no había valorado bien el significado de esos momentos. Estaba en la aldea de Agnes, estaba en su mundo, por fin. Por fin podría conocer lo que ella ama tanto, el rincón del mundo lejos del que no puede vivir. Al fin conocería esa realidad que ella extrañaba tanto.

Damián respetó mi momento de quietud y de observación. Tal vez intuyese lo que estaba sintiendo y por eso no me dijo nada. Me sorprende muchísimo la capacidad que tienen estas personas para entender el silencio de los demás. No se impacientan nunca, esperan con serenidad. Yo no estoy acostumbrada a eso. Excepto en Agnes, no he detectado esa tranquilidad en nadie más o hace muchísimo tiempo que no me la encontraba.

Seguí a Damián por unas calles preciosas, estrechas y muy inclinadas, de piedra y muy antiguas. El cielo estaba raso, azul, brillante. Llegamos a la plaza de la aldea, de la que Agnes también me había hablado mucho, enseguida Damián me señaló una casita de piedra, muy bonita, que tenía la puerta y las ventanas abiertas. Supe que era la casita de Agnes, la casita donde había nacido, y sentí un escalofrío de nostalgia, como si en esos momentos estuviese viendo ante mí a la Agnes que había sido niña. 

Damián me pidió que esperase en la puerta y entró en la casa, de la que se escapaba un delicioso aroma a comida y a flores. Entonces descubrí lo hambrienta que estaba. No había podido comer nada en todo el día. 

Oí cómo Damián les pedía a Agnes y a Anxos que lo acompañasen a un sitio. Ellas le preguntaban extrañadas a dónde quería ir a esas horas y le dijeron que tenían que terminar de preparar las empanadas, pero Damián les dijo que sólo quería mostrarles una cosa y entonces ellas salieron de la cocina con él. 

Vi a Agnes detrás de su madre, con los ojos llenos de extrañeza. Me fijé rápidamente en su apariencia y me estremecí cuando me di cuenta de que no había en su rostro ni la menor sombra de tristeza. Le brillaban los ojos, sonreía con muchísima facilidad y, al tomar del brazo a su madre para caminar juntas, me percaté de que se le llenaba el rostro de ternura y amor.

Agnes me vio enseguida. Fue un momento que me cuesta describir. Vi que se quedaba paralizada, sin saber cómo mirarme, pero enseguida noté que los ojos se le llenaban de amor, de muchísimo amor. Me miró con todo el amor del mundo. No dudo nada de que su mirada le brotaba de lo más profundo de su alma. No era una mirada fingida, no era una mirada forzada para hacerme sentir bien. Era una mirada de amor de verdad, de esas miradas que nos salen sin que podamos retenerlas. Y entonces creí que todo lo malo había quedado atrás. 

Cuando Anxos me vio, me sonrió al instante, dándome una bienvenida muy bonita, haciéndome sentir muy acogida. 

     ¡Artemisiña! —exclamó Agnes cuando me tuvo enfrente. No tardó nada en tomarme de las manos mientras todavía me dedicaba esa mirada llena de tanto y tanto amor—. Artemisiña, por fin has venido.

Es evidente que me hablaba en su lengua, pero yo no me atrevo a escribir las exactas palabras que me dedicó, básicamente porque aún no domino el gallego como para escribirlo, pero puedo recordar perfectamente todo lo que nos dijimos ese día, como si todas esas palabras se hubiesen grabado a fuego en mi mente.

     Agnes... 

yo no sabía qué decirle. La bienvenida que me había dado Agnes me había recompuesto el alma, me había hecho sentir plena de repente. Quería abrazarla, pero no me atrevía a hacerlo porque no sabía si ella en esos momentos pensaba en todo lo que nos había pasado.

     Artemisa, bienvenida a mi tierra, cariño —me susurró abrazándome con muchísima ternura—. Por fin estás aquí. Estoy deseando que conozcas todo esto, mi Artemisiña.

     Perdóname, Agnes —le musité en el oído mientras la abrazaba con toda la ternura que puede caber en mi ser.

     Ahora no pienses en nada. Lo que importa es que estás aquí. Mira, te presento a mi naiciña. A mi tío Damián ya lo conociste, claro —me dijo nerviosa retirándose de mí. Me hacía gracia lo nerviosa y emocionada que estaba—. Naiciña, ella es Artemisa.

     Encantada de conocerte, Artemisa —me dijo Anxos, esta vez sí, hablándome en castellano—. Tenía muchas ganas de conocerte.

     Yo también a ti.

     Pero pasa —me invitó Anxos tomándome del brazo con ternura—. Tendrás ganas de acomodarte y de dejar el equipaje.

     Sí, muchas gracias.

     ¡Podríamos ir al río! —me propuso Agnes sonriéndome ilusionada—. Estoy deseando enseñarte el bosque y el río.

     Pero, Agnesiña, deja que descanse un poco —le dijo su madre riéndose con mucho cariño—. Seguro que está agotada.

     Es que, a estas horas, está tan bonito... —seguía sonriendo Agnes.

Iba a responderle que me apetecía mucho que me mostrase esos rincones que para ella eran tan especiales, pero entonces una voz interrumpió mis intenciones; una voz dulce y llena de ilusión. Reconocí enseguida a Lúa en esa voz. Lúa llamaba a Agnes con felicidad. 

     ¡Agnes! ¡Justo iba a buscarte! ¿Qué haces aquí en la calle? —le preguntó caminando ligera hacia nosotras—. Hui, ¡tú debes de ser Artemisa! —me dijo cuando me descubrió junto a Agnes—. Sí, sí, eres Artemisa.

     Sí, yo soy Artemisa —le contesté volteándome hacia ella y mirándola con firmeza. 

Enseguida me di cuenta de que mi voz había sonado llena de decisión y más severa de lo que pude prever. No sé qué me pasó, pero a partir de entonces la dulce emoción que sentía por estar allí y la ilusión de conocer los rincones que Agnes más amaba se convirtieron en una rabia incipiente que se apoderó de mis pensamientos y de mis palabras. Noté que el alma se me llenaba de celos, nuevamente, cuando me fijé en Lúa, quien sonreía con mucha luz, quien me miraba con mucho interés y ternura. Lo único que pude pensar cuando la vi fue: “ésta es la mujer que quiere quitarme a Agnes, ella es quien me quitará a Agnes”. 

Estoy segura de que Agnes y Lúa advirtieron cuáles habían sido los sentimientos que habían impulsado mi voz, pero ninguna de las dos me demostró que se habían percatado de cómo me sentía. Actuaron como si nada hubiese ocurrido, a pesar de que yo estaba segura de que todas notábamos la tensión que de súbito se había esparcido por el aire. 

     Estaba proponiéndole que fuésemos al río —dijo Agnes animada. 

     Ay, sí, llévala al río. Estoy segura de que le encantará —le contestó Lúa con mucha simpatía—. Yo iba a proponerte exactamente lo mismo, pero, si ya vas con ella, entonces nos vemos después.

Lúa dijo aquellas palabras con una conformidad que en absoluto me pareció fingida, al contrario, se notaba a leguas que Lúa era transparente, sincera y clara. Me esforcé rápidamente por buscar en su mirada algún ápice de tristeza o decepción, pero sus ojos estaban llenos de serenidad y de dulzura; lo cual me ofendió mucho más, lo cual intensificó los celos que me corroían por dentro. 

     De acuerdo —le dijo Agnes sonriéndole también con dulzura. Entonces, de repente, me percaté de que mi sentido de intuición me advertía de que había entre ellas un vínculo muy bonito que no se parecía a nada en el mundo. Fue una sensación fugaz, un aviso efímero que me puso aún más alerta—. Te esperamos para cenar, pues. Nos vemos luego, Lúa. 

Noté que Agnes le hablaba y la miraba con una ternura que me hacía sentir escalofríos. Detecté que Agnes temía que Lúa pudiese sentirse desplazada por el hecho de que yo estuviese allí y de que fuese al río conmigo, pero Lúa le sonrió con mucha luz, haciéndole entender con esa sonrisa que no tenía que preocuparse por nada y le dedicó una mirada llena de sosiego con la que la animaba a que disfrutase conmigo y a que recuperásemos el tiempo perdido. No puedo entender cómo es posible que se comunicasen con tanta claridad tan sólo con las miradas que se dirigían y tampoco entiendo cómo es posible que yo comprendiese tan bien lo que se decían en silencio. 

     Ven, Artemisa, te mostraré antes dónde está mi habitación —me ofreció Agnes tomándome de la mano con timidez. 

La habitación de Agnes me pareció muy confortable, bonita y entrañable, pero apenas me fijé en sus rincones, pues Agnes me condujo enseguida afuera para llevarme cuanto antes al río. Me guió con calma por las calles de su aldea y, cuando nos adentramos en el bosque, me apretó la mano con más fuerza. Intenté entender qué quería decirme Agnes con ese gesto tan cariñoso, pero en esos momentos me sentía cada vez más bloqueada por mis emociones. 

El trayecto hacia el río duró casi diez minutos, por lo menos, pero yo no me impacienté. Me fijaba cada vez con más concentración en la naturaleza que nos rodeaba. El silencio que llovía del cielo y emanaba de los árboles me acogía como si siempre me hubiese esperado. Me di cuenta de que mi alma luchaba contra las sensaciones que la invadían para intentar llenarse de la magia de ese lugar tan calmado y hermoso, pero los celos gritaban todavía demasiado alto para que aquella paz pudiese acallarlos.

Al fin, entre los gruesos troncos de los árboles, atisbé la suave corriente del río. El río pasaba casi sin hacer ruido y entonces me acordé de lo que tantas veces me había contado Agnes sobre por qué el río Miño pasa casi sin sonar. Su voz era suave, pero yo notaba que también era intensa y mágica, como si, al oír discurrir el río, percibieses el frescor del agua en tu propia alma. 

Agnes se detuvo cerca de la orilla y me miró con satisfacción. Leí en sus ojos una ilusión que hacía mucho tiempo que no veía en su mirada. Me apretó la mano de nuevo y, con mucha dulzura, mientras se acercaba a mí, me dijo que estaba deseando enseñarme ese rincón que para ella era tan importante, que siempre creyó que me gustaría muchísimo y que estaba muy feliz de tenerme allí con ella. 

Yo no sabía qué contestarle. Era cierto que su felicidad se me contagiaba, pero me encontraba demasiado mal todavía como para experimentar la belleza de ese momento. Me daba mucha rabia sentirme así. Lo único en lo que podía pensar era que Agnes había estado con Lúa en aquel rincón tan bonito durante horas, que durante horas habían estado juntas, solas, rodeadas por la magia de ese lugar. Lo único que me instaban a hacer esos pensamientos era dedicarle a Agnes palabras injustas que sabía que podían hacerle mucho daño, palabras que yo en realidad no pensaba, palabras que declaraban verdades que yo no creía. 

     Sí es bonito —le dije intentando que mi voz no sonase tensa; lo cual provocó que se escapase fría de mis labios—; pero he visto ya muchos rincones tan bonitos como éste. Lo ves tan bonito tú porque es el lugar que más amas de la tierra. 

Agnes no me contestó. La miré de soslayo y vi que tenía los ojos cristalinos. Supe que quería preguntarme qué me pasaba, pero también adiviné que no se atrevía a hacerlo.

     Me conformo con que te parezca bonito —susurró soltándome la mano—. ¿Te apetece que nos bañemos? —me propuso sonriéndome, intentando esconderme que se sentía herida.

     No tengo el bikini puesto ahora —me excusé. 

     No importa. Aquí no te verá nadie. 

     Otro día, Agnes. Ahora, sentémonos en la hierba. Sólo me apetece descansar. 

     Está bien. 

Cuando nos sentamos una junto a la otra, entonces Agnes se acercó a mí y me abrazó con mucha ternura, sin decirme nada, sólo queriendo acogerme entre sus brazos como si hasta entonces yo me hubiese sentido desprotegida. Noté que algo se quebraba en mí al sentir cómo me abrazaba, con esa ternura y ese amor que siempre me han estremecido tanto. Sentí que se quebraba algo por dentro de mí, pero no sé explicar qué era. 

     Artemisa, te he echado tanto de menos... —me musitó Agnes con dulzura acariciándome el cuello, los cabellos y después las mejillas—. mi Artemisiña, cómo me alegro de que estés aquí. Gracias por venir, vida mía. 

Agnes me hablaba con una ternura que me llenó al instante los ojos de lágrimas. En sus dedos, yo notaba el amor que ella sentía, notaba en sus caricias el deseo que siempre se le despierta cuando estamos tan juntas, pero también advertí que ella se contenía, tal vez porque se había dado cuenta de que yo no estaba como siempre. En cambio, Agnes se comportaba conmigo como si nada hubiese pasado. Entonces me pregunté si para ella todo había quedado atrás, si con ese amor y esa ternura que me entregaba quería demostrarme que se había olvidado de todo y que no me guardaba rencor por nada; pero, sin poder evitarlo, me pregunté quién de las dos tenía más razones para pedirle perdón a la otra. Yo no le había hecho nada malo. En cambio, ella se había pasado los días con otra mujer, una mujer que parecía perfecta, por supuesto, y, encima, me había confesado que sentía algo por ella, que no le resultaba indiferente. Estaba segura de que Agnes no me había contado toda la verdad, de que me escondía cosas que nunca se atrevería a revelarme. Sabía que aquel lugar donde nos encontrábamos en esos momentos había presenciado mucho más de lo que ella me había contado. No me creía que, gustándose tanto las dos, no hubiese pasado nada entre ellas. Además, Lúa hablaba su lengua. Se comunicaban entre ellas con una fluidez que a mí jamás me comunicaría con Agnes. No podía dejar de pensar, tampoco, en el modo como se habían sonreído y mirado. Había demasiadas palabras en esas miradas, esas sonrisas contenían demasiados sentimientos. Entonces, ¿por qué Agnes se comportaba así conmigo? ¿Acaso ella quería fingir que nada de eso tenía importancia?

Todos esos pensamientos gritaban en mí mientras Agnes me abrazaba, me acariciaba y me declaraba con mucha dulzura que me había añorado muchísimo. Me sentía muy extraña, pues, por un lado, no podía evitar que sus profundos gestos de amor despertasen en mí un torrente de emociones que estaban a punto de descontrolarme; pero, por el otro, los celos me obligaban a mantenerme fría, distante y apática, a pesar de que, sin preverlo ni poder evitarlo, yo también la había rodeado con mis brazos. 

Miré a Agnes tras el velo de lágrimas que me cubría los ojos y entonces descubrí que ella me observaba con una mirada llena de deseo, de pasión y de muchísimo amor, como si mi presencia la derritiese. No sé por qué, pero pensé que no me daba la gana entregarme a ella tan pronto. Quería hablar con ella antes y asegurarme de que, en mi ausencia, su cuerpo no había sido de nadie más, que nadie la había acariciado como yo la acariciaba, que nadie la había besado ni hecho estremecer con esa pasión y esa dulzura que sólo a mí me correspondía entregarle. 

     Artemisiña —susurró Agnes acercándose a mí—, Artemisiña, ¿qué te pasa?

Agnes estaba muy cerca de mis labios. Deseé desesperadamente besarla de una vez, pero me contuve. Agnes no había dejado de darme caricias en las mejillas, en el cuello, en los cabellos, y yo notaba que le ardían las manos. 

Sin preguntarme nada más, Agnes me besó al fin, con una delicadeza que me hizo estremecer profundamente. Intenté dominarme, pero la sangre ya se me había encendido demasiado. No pude evitar corresponder plenamente a sus besos y al abrazo que cada vez nos unía más. Llevaba muchísimos días deseándola, deseando estar con ella, deseando con desesperación fundirme con su cuerpo, sentirla conmigo, ser de ella, sentir que ella es totalmente de mí; pero debo reconocer que la besé con lágrimas en los ojos, sintiendo que unas ganas de llorar intensas y desgarradoras se mezclaban con la pasión y el amor que siempre sentí por ella. Nunca había sentido nada igual, nunca. Me sentía dominada por emociones totalmente opuestas que no podía controlar. 

Noté que Agnes estaba cada vez más deshecha entre mis brazos, más entregada a mí. Se apretaba contra mí, me apretaba contra ella como si no pudiese respirar sin mí y yo sabía que ella también me notaba tan desesperada. Su pasional forma de besarme, su modo de acariciarme y de abrazarme me reveló que ella también me había deseado muchísimo durante días, me hizo pensar que en realidad ella sólo había estado conmigo en su vida, me aseguró que yo había sido la última persona con la que ella lo había compartido todo. Estaba demasiado derretida de deseo como para pensar que hacía poco que alguien la había amado así, como sólo podía hacerlo yo. 

Pero, aún así, no conseguía acallar mis celos. Notaba que me desgarraban el alma, que, pese a sentirme tan bien con ella, había algo que me detenía, que me pedía que me separase de ella; pero mi cuerpo no quería hacerlo. Quería sentirme volar entre sus brazos, quería calmar ese deseo que llevaba torturándome desde la última vez que estuve con Agnes. Por eso intenté ignorar todo lo que pensaba y me entregué a ella como si nunca lo hubiese hecho antes. Todavía no era el momento de desvelarle a Agnes todo lo que pensaba. Egoístamente, quería compartir con ella esos momentos tan íntimos porque no quería que dudase aún de mí y, además, aunque me dé vergüenza reconocerlo, quería hacer el amor con ella así, con tanta desesperación, para borrar de su piel el recuerdo de cualquier caricia que no hubiese sido mía. Nunca he pensado de ese modo y en esos momentos ni siquiera tenía ánimo para sentir miedo, pero sabía que estaba pensando de un modo ilícito y demasiado injusto. 

Reconozco que no me dominé en absoluto, que hice con ella todo lo que deseaba hacer. No me controlé en ningún sentido y me esforcé por deshacer el control que Agnes podía tener sobre sí misma. Lo mejor fue que lo conseguí. Egoístamente, me sentía cada vez más satisfecha al comprobar que Agnes estaba totalmente subyugada a mis caricias, a mis besos, a los movimientos de mi cuerpo. Notaba y sabía que para ella había desaparecido el mundo entero y eso es lo que más me importaba. Además, no dejó de decirme entre suspiros que me amaba, me aseguró muchísimas veces que me había extrañado muchísimo mientras me apretaba contra ella, cada vez más deshecha de deseo y pasión, y eso para mí era lo mejor que podía ocurrirme. 

Cuando todo terminó, Agnes se recostó en mi pecho y cerró los ojos, satisfecha y tranquila. Noté que me sentía mucho mejor que antes, pero todavía me encontraba extraña, sin saber muy bien cómo debía comportarme. Agnes me había amado como si no existiese nada más en el mundo aparte de nuestro amor y me había hecho sentir tan derretida de felicidad que, durante esos intensos momentos, apenas me había acordado de todo lo que habíamos vivido los días anteriores; pero, cuando ya todo había pasado y de nuevo nos rodeaban la quietud y el silencio, me di cuenta de que todavía latía en mí esa rabia que se había despertado en mi alma al saber que Lúa había vuelto a aparecer. No podía soportar esa punzada de celos que sentía cada vez que me acordaba de ella, cada vez que recordaba que estaban tan unidas y que habían compartido momentos tan inmensamente bonitos. Quería preguntarle muchas cosas a Agnes, pero no me atrevía a resquebrajar la felicidad que la envolvía. Notaba que se sentía muy feliz y calmada.

     Artemisiña —me llamó levantando la cabeza y mirándome a los ojos—, me gustaría pedirte perdón por si hice algo que pudo hacerte daño. Yo nunca quise herirte, vida mía.

     Agnes, ahora no pienses en eso —le pedí acariciándole los cabellos. Por supuesto, me apetecía muchísimo mantener con ella esa conversación tan importante, pero no me sentía capaz de hacerlo—. Tenemos que hablar, pero no quiero que sea ahora.

     Pero yo tengo miedo a que sigas ofendida conmigo o a que sigas pensando cosas que no son.

     Pienso lo que tengo que pensar y todavía no ha pasado nada que me demuestre que estoy equivocada.

     ¿De verdad? ¿No te sirve lo que acabamos de vivir?

Sé que las palabras que me dedicó no son exactamente esas, básicamente porque Agnes no me habla nunca en castellano, pero son las que más recuerdo. Entonces adiviné que ella había creído que aquella entrega que habíamos compartido había sido una reconciliación absoluta, pero para mí no lo había sido. Tenía que comprobar aún demasiadas cosas.

     Por supuesto que sí —le mentí sin dejar de acariciarla.

     Se hizo muy tarde, Artemisiña. Tenemos que volver, así podrás ducharte con calma y luego cenaremos todo lo que hemos preparado mi madre y yo esta tarde —me dijo levemente nerviosa separándose de mí.

Sinceramente, todo lo que he vivido desde que llegué es extraño, es decir, es muy bonito y a la vez es extraño porque yo no sé explicar por qué no me siento del todo bien. Siento cosas que no sé dominar. Tengo que reconocer que noto que todo mi entorno está lleno de despreocupación y felicidad y soy yo la única que está mal, que tiene el alma llena de sombras. La cena que compartimos Agnes, su madre, Lúa y yo el martes fue muy amena. Mientras comíamos, hablamos de muchas cosas, pero yo no podía disfrutar de nada. Incluso, tengo que reconocer que me comporté de un modo raro con Lúa. Incluso le dije que me costaba entender su acento cuando para nada es así, porque ella habla con claridad y algo de lentitud, pero continuamente buscaba cualquier cosa que pudiese hacerle sentir incómoda. Le pregunté cosas sobre su trabajo, sobre por qué no tenía pareja en esos momentos y cosas que en mi sano juicio no le habría preguntado. Sentía que todo mi ser quería ponerla a prueba, quería sonsacarle que le gustaba Agnes, pero Lúa me contestó con paciencia siempre, de un modo respetuoso e incluso evasivo. No me dio ninguna respuesta que me diese pie a seguir preguntándole cosas que no debía preguntarle. Y sé que Agnes se daba cuenta de todo y Lúa también, pero ninguna de las dos me dedicó ninguna mirada inquisitiva y eso me extrañaba mucho. Soy consciente de que en esos momentos no era yo, de que me dominaba una versión de mí que no me gusta nada.

Cuando nos fuimos a dormir, tras hablar un rato con mi hermana por teléfono y explicarle más o menos cómo había ido todo (omitiendo ciertos detalles porque Agnes estaba delante), Agnes me contó muchas cosas, intentó que yo también le contase cómo habían sido mis días sin ella, pero no me salía hablar. Tenía un nudo en la garganta; un nudo hecho de rabia e impotencia, no de tristeza. Y al final Agnes me dijo que entendía que estuviese cansada y que sólo tuviese ganas de dormir, me invitó a descansar porque el día siguiente sería muy intenso y entonces se acostó a mi lado, me abrazó y cerró los ojos. Me dormí entre sus brazos, por fin, sintiéndome protegida y muy culpable por experimentar todo lo que estaba experimentando. Yo no quiero estar así.

Sin embargo, antes de dormirnos, Agnes me abrazó con mucha ternura y me dijo con felicidad que no me imaginaba cuán feliz era por tenerme allí con ella, que sentía que ya estaba totalmente completa, y, mientras me decía eso, me acariciaba insinuándome con sus caricias que quería estar conmigo otra vez. En esos momentos, me olvidé de lo mal que me sentía y me entregué a ella de nuevo, intentando que Agnes también se sintiese amada por mí, intentando que sólo sintiese en su piel toda la pasión que siempre se me despierta cuando estoy con ella. Lo único que yo podía experimentar en esos momentos era una creciente satisfacción que silenciaba los celos, que me ayudaba a entender que aquéllos eran los momentos que realmente me hacían feliz, que, teniendo a Agnes así, tan íntimamente unida a mí, ya no importaba nada más. Yo sabía que Agnes quería convencerme con su amor y su dulzura de que todo estaba bien, de que seguía todo como siempre. Ha querido hacerme entender, a lo largo de todas las horas que llevamos juntas, que sigue amándome con toda su alma. Ha querido demostrármelo con la preciosa atención que no ha dejado de dedicarme en todo momento, con su forma de hablarme y de tratarme, con todos los abrazos, los besos y las caricias que me ha entregado; pero algo se me ha aferrado al alma y no puedo deshacerlo. Es algo horrible que me perfora el pecho, que devora la felicidad que tanto me esfuerzo por sentir, que me hace actuar de un modo que en nada se relaciona con mi verdadera forma de ser. Y no sé qué hacer, no sé qué hacer. Sé que, si las cosas no van del todo bien, será sólo por culpa mía porque Agnes no está dándome ni un solo motivo para que desconfíe de ella.

Pero tal vez sólo me corresponda esperar. Quizá, el tiempo acabe dándome la razón.

Tengo que reconocer que el día de ayer fue impresionantemente divertido, aunque más por la parte de Agnes y de los demás que mía, porque yo no dejaba de ver detalles que alimentaban mis celos. El día de Galicia es un día muy bonito que merece mucho la pena vivir, aunque se acumula demasiada gente en todas partes. Fuimos a Santiago de Compostela y yo jamás he visto esa ciudad tan llena de gente. Yo pensaba que Agnes se agobiaría enseguida y que querría marcharse pronto, pero no la vi agobiada en ningún momento; al contrario, en todo momento sus ojos refulgieron de felicidad y de entusiasmo. No la noté estresada en ningún momento. Todo el tiempo nos guiaba por la ciudad a todas como si siempre hubiese vivido ese día allí. Comimos en muchos puestos de comida, en algunos bares pedimos tapas riquísimas, había mucha música por todas partes, había felicidad y júbilo. Yo nunca he visto nada igual. Agnes estaba radiante, eso sí tengo que reconocerlo, y no porque nos bebiésemos cada una más de cinco copas de vino, sino porque se le notaba tan feliz, tan conforme, tan inmensamente alegre... Yo no sé cómo estaba yo. Es cierto que me ilusionaba mucho verla tan feliz, pero también me sentía triste, también me ponía triste verla así, tan satisfecha, tan increíblemente feliz, porque yo nunca la he visto así en ninguna parte y continuamente pensaba que jamás podría lograr que ella fuese tan feliz como lo era en esos momentos. Además, Lúa no dejaba de llamarla, de hablar con ella. La tomaba del brazo o de la mano a la menor ocasión, le mostraba cosas continuamente y, casualmente, todo lo que Lúa le enseñaba le hacía a Agnes una ilusión inmensa. No sé cómo explicar lo que yo veía en esos momentos. Yo notaba que Agnes estaba continuamente pendiente de mí. No me dejó sola en ningún momento, me hablaba sin cesar, me hacía notar todo lo que nos rodeaba, me preguntó muchas veces si estaba bien, me animaba a bailar, me animaba a comer y a beber; pero yo notaba que, aunque estuviésemos compartiendo con tanta plenitud ese día, yo no formaba parte de su mundo como sí lo hacía Lúa. Lúa y ella conocían mucho mejor que yo el significado de todo lo que pasaba. Era como si yo estuviese en un mundo que no me perteneciese, a pesar de que sí disfruté muchísimo del día y de todo lo que hicimos. Es una sensación que no sé explicar. Además, me corroían los celos cada vez que las veía reír juntas (se ríen mucho juntas, yo no lo entiendo), cada vez que me daba cuenta de que estaban hablando, cada vez que las veía caminar juntas.

Pero fui capaz de aguantarme, de tragarme todo lo que sentía y de silenciar mis sentimientos con tal de que Agnes no se diese cuenta de que yo era la única sombra de ese día; pero sé que ella sabe leer muy bien en mis ojos. No me dijo nada en todo el día referente a mi mirada, pero sí me preguntó muchas veces cómo estaba e incluso hubo un momento en el que me dijo que, si estaba cansada o no me encontraba bien, podíamos volver a Ourense, pero yo se lo negué con fuerza y al final estuvimos allí hasta las siete de la tarde por lo menos. Cuando ya por fin llegamos a la aldea, el cielo estaba lleno de atardecer.

Sé que todo ha estado tenso en todo momento por culpa mía. Todo lo externo a mí está lleno de luz y felicidad. Agnes no sólo ríe con Lúa, sino también con su madre y con las demás vecinas. Me da la sensación de que ella lleva aquí toda la vida en vez de sólo una semana. Ella me dijo muchas veces que se sentía como si no se hubiese ido nunca, y ya lo veo. No hace falta que me lo asegure.

Yo sabía que no podría aguantar mucho más tragándome todo lo que siento. Además, Lúa está presente siempre, aunque no esté físicamente, pero enseguida Anxos habla de ella por algún motivo y Agnes también, enseguida la saca a relucir en cualquier conversación. Hoy, mientras yo hacía unas cosas del instituto, ellas dos se han ido a pasear por el bosque. Agnes me dijo que vendría pronto, pero se hicieron las ocho de la tarde y todavía no había regresado. Ahora, mientras ella se ducha y está un rato con su madre ayudándola a recoger la cocina, yo aprovecho para escribir aquí. Sé que Agnes se da cuenta de todo y lo que sí noto es que tiene la mirada llena de miedo. Le da miedo que lo que yo siento explote y lo peor es que noto que cada vez queda menos para que ese momento llegue.

Hoy estuvimos a punto de discutir, pero Agnes supo detenerlo a tiempo. Fue cuando ella me dijo que se iba con Lúa al río o a no sé dónde y yo sólo le contesté con: “ah, muy bien”. Entonces ella me preguntó si todavía estaba celosa y me dijo que no entendía por qué aún seguía así después de vivir unos días tan bonitos como los que estábamos viviendo. Y a mí no se me ocurrió otra cosa que decirle que, si sabe tan bien cómo me siento, no entiendo cómo es posible que sea capaz de irse así con ella como si nada estuviese ocurriendo. Lo peor es que Agnes se ha ido molesta conmigo. Se fue tras decirme que esperaba que pronto entendiese las cosas, que esperaba que pronto me diese cuenta de cuál es la realidad. Y, cuando llegó con Lúa, las vi tan felices, tan risueñas, riendo por algo que ni me contaron. Después se despidieron con un beso en la mejilla y se presionaron la mano con cariño. Agnes ni me habló cuando entró en la casa. Sólo me avisó de que se iba a la ducha y después se marchó, otra vez. No sé cómo vivir esto y me da miedo explotar, pero no sé cómo evitarlo. Y lo peor va a ser cuando mantengamos la conversación relacionada con nuestro futuro. Ya veremos qué pasa.

Ya seguiré escribiendo en otro momento.

 

 

2 comentarios:

  1. Definiría el estado actual de Aremisa como"paranoica". Fíjate, que la entiendo muy bien. No en la misma situación, pero he vivido momentos chulos en la vida, en los que todos son felices, momentos idílicos en los que se debería ser feliz y sin embargo, yo estaba de morros. Quizás un enfado, una discusión, algo que me molestó...esa persona con la que discutí está ya tranquila,sonriendo, y yo sigo de morros, incapaz de disfrutar, a pesar de estar deseándolo. Pues la situación de Artemisa me recuerda un poco esto, aunque lo de ella se alarga mucho en el tiempo.

    Está muy confundida, incapaz de ver la realidad. Agnes está con ella, la ama, y eso no le basta, sigue desconfiando de ella. Están viviendo momentos hermosos, como el día de Galicia, y ella ahí, con mala onda, aunque intentando que no se note. Debería estar feliz, agradecida por la hospitalidad de Anxos y la gente del pueblo. Agnes está por ella y cuando se podría enfadar y montar un pollo, aguanta y la intenta comprender. La paciencia tiene un límite y yo creo que en esta última parte, cuando se marcha con Lúa al río, se le agota. Luego está claro que Artemisa se siente poca cosa y tiene la autoestima baja. Es incapaz de ver la realidad. Es verdad, es capaz de ver que entre ellas hay complicidad, que se gustan, pero es solamente eso, no ocurre nada más. Son celos enfermizos que perjudican a Agnes, pero también a ella misma. Si sigue así, la perderá y se arrepentirá toda la vida. Mira que todo es idílico, el lugar, la gente, su madre...pues nada, no puede relajarse y disfrutar. Espero que la cosa cambie, aunque mucho me temo que eso no ocurrirá. Y luego lo de volverse, ¡pero es que no ve que ese es su lugar! No la puede obligar a volver, eso sería egoísta, lo haría por ella misma, para no perderla, no estaría pensando en el bienestar de Agnes. Ains, menudo lío. A ver si lo solucionan, que no me gusta verlas así, tan mal. Como siempre, me encanta leerte, Ntoch. Por cierto, lo vuelves a hacer, las descripciones me hacen volar, transportarme a ese lugar tan bonito. Un capítulo muy intenso, repleto de momentos bonitos, pero de otros muy oscuros.

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  2. Artemisa está molesta, eso se le nota. La explicación más evidente es que está celosa, y desde luego que lo está. Pero bueno, antes de entrar en eso me gustaría destacar lo magistralmente escrita que está la parte de la llegada de Artemisa a Galicia, no sé por qué pero me he acordado de cuando Sinéad iba a Lainaya, porque ese viaje en compañía de tío Damián tiene algo de mágico, de iniciático. Artemisa no puede dejar de sentirse totalmente deslumbrada por la apoteosis natural que representa la aldea de Agnes. Y cuanto más hermoso es todo, más se da cuenta de que ella es una extraña en ese paraíso, en el que todos la reciben con los brazos abiertos, pero que para ella es un lugar impropio, por eso la comparación con Sinéad y Lainaya, sobre todo cuando fue por primera vez. Ahora hasta Lúa se presenta como una buena persona, sencilla, imposible de ver con aversión, aunque no por ello menos capaz de despertar los celos. Sí, Artemisa tiene celos. Pero creo que también hay algo que le molesta, aunque sea de un modo inconsciente, y es el comprobar que Agnes puede ser feliz sin ella; sigo pensando que Agnes no habría podido regresar nunca a su Galicia sin la intervención de Agnes, y en ese sentido sí ha sido imprescindible, pero dejando eso aparte, una vez allí se mueve como pez en el agua, no necesita nada más, la comida, el aire, todo es tan de su gusto que puede ser completamente feliz. Y tiene a Lúa. Así que es normal que Artemisa se sienta pequeña, inútil, ¿cómo creer que todo el cariño y el amor de Agnes son auténticos? Es decir, sí que la quiere, pero ¿no la querrá como se quiere a un gato, a un objeto de lujo? Si Artemisa encaja en todo Agnes la amará, pero si no es así va a poder prescindir de ella, no se siente necesaria, y en ese caso, ¿qué sentido tiene continuar? Así que me parece que hay una cuestión de amor propio, Artemisa siempre pensó que en la relación había una dependencia de Agnes respecto de ella, que Agnes era casi incapaz de valerse por sí misma, que era casi como un niño que precisa protección y a ella le gustaba ese papel maternal. Ahora es ella la que no sabe, la que no tiene, la que no comprende, y Agnes la que juega con todos los triunfos en la mano. Y sin embargo... hay amor entre ellas, y eso es lo único que puede salvar la relación. En este momento todos los elementos, salvo ese amor, parecen conspirar para que la relación se deshaga, pues parece superflua. Y me pregunto qué habrá concebido tu cabecita para todo esto, ¿realmente la relación termina, o el amor se sobrepondrá a todo? Seguiré leyendo... un capítulo muy muy bueno, qué mal acostumbrados nos tienes.

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