Domingo, 16 de
septiembre de 2018
Continuamente
necesito escribir en mi diario para contar todo lo que siento y está
ocurriéndome; pero, paradójicamente, no me atrevo a sentarme delante del ordenador
para convertir en palabras todo lo que llevo por dentro porque no me siento
capaz de mirar a mi dolor a la cara. No me siento capaz de enfrentarme a la
inmensa tristeza que me llena toda el alma, no me atrevo a expresarla porque
tengo la sensación de que, si la exteriorizo, ésta se convertirá en lo único
que formará mi vida y no podré luchar contra ella, me invadiría de tal modo que
acabaría desapareciendo, y no quiero que eso pase; pero lo que no puedo
permitir tampoco es que se me vayan acumulando los pensamientos tristes, la
pena y la nostalgia porque estoy segura de que, si dejo que vayan morando en mi
interior todos estos pensamientos tan oscuros, acabaré perdiendo la razón, me
volveré ya de polvo y no habrá nada ni nadie que pueda rescatarme de la profunda
lástima que me devorará toda. Por eso, esta mañana, me he armado de valor y he
decidido que escribiré todo lo que necesite, contaré todo lo que me ha sucedido
estos días y expresaré lo que llevo por dentro sin importarme cómo suenen mis
frases.
Estoy viviendo
sintiendo que de mí no queda nada. No me encuentro en la mujer que se levanta
todos los días a las siete menos cuarto de la mañana, que se prepara el
desayuno de forma mecánica, que se come las tostadas con mermelada y se bebe el
café de todos los días, que se arregla rápidamente y se va al trabajo para
enfrentarse a ocho horas de continua interacción con todo tipo de personas,
desde las más simpáticas y cariñosas hasta las más maleducadas y groseras; esa
mujer que, después, sale del trabajo a las tres de la tarde y vuelve a casa
caminando por una ciudad que ya se conoce como la palma de su mano y la que en
realidad no le aporta nada... la mujer que llega a casa, se prepara cualquier
cosa para comer y después de comer se dedica a seguir trabajando, corrigiendo
trabajos, preparando las clases del día siguiente... la mujer que, a las siete
de la tarde, sale para correr durante más de una hora por caminos que no tienen
ningún interés para ella, sobre todo después de descubrir que existen rincones
del mundo muchísimo más hermosos, y que, después, a las nueve y media, se ducha
y cena cualquier cosa; la mujer que, antes de dormir, para intentar huir de sus
recuerdos y de su tristeza, se sumerge en cualquier libro con tal de tener la
mente distraída; a la que nada de eso le sirve para nada, porque, sobre todo a
esas horas de la noche, cuando la oscuridad ya inunda todo el firmamento,
siente una nostalgia y una desesperación que se vuelven cada vez más fuertes,
que le hacen llorar y llorar durante más de una hora... pero, entonces, sólo
entonces, cuando el llanto se apodera de ella, es cuando me encuentro conmigo
misma, es cuando puedo reconocer a esa mujer que pasa el día introducida en un
traje efímero y quebradizo, que se viste de serenidad, de simpatía y de alegría
cuando por dentro se siente morir. Sólo entonces, cuando la noche me quita el
disfraz con el que camino durante todo el día, puedo saber dónde estoy, quién
soy, qué siento, qué quiero. Y lo único que soy es un despojo de mí misma, algo
que no puedo reconocer ya. El único sitio donde me encuentro es la soledad más
absoluta y lo único que siento son unas terribles ganas de desaparecer, de que
todo termine, de que el tiempo no me dé más oportunidades para vivir. Ojalá
pudiese dormirme para siempre sin sentir nada. Ojalá desapareciese esta
profunda pena que siento. Ojalá pudiese respirar sintiendo que me llega el aire
a los pulmones. Ojalá comiese con hambre, ojalá trabajase con ilusión, ojalá me
sintiese llena caminando por cualquier rincón de esta ciudad en la que vivo,
ojalá me apeteciese hacer cosas que me distrajesen de verdad y que me llenasen
el alma de bienestar. Ojalá pudiese vivir sintiendo que mis días y mis noches
están inundados de bendiciones. Ojalá pudiese vivir pensando que merece la pena
esforzarse por seguir avanzando por la vida; pero nada de eso es posible. No es
posible porque siento que está deshaciéndoseme el alma, que cada vez queda
menos de mí en mí misma. Sin embargo, al contrario que Agnes, yo no me encierro
en mí misma cuando me siento tan deshecha, tan desvanecida y destruida. Yo sigo
con mi vida, sigo saliendo, sigo relacionándome con la gente, sigo trabajando
con unas ganas efímeras, pero todo eso lo hago sin ilusión y sin el menor
interés por nada. Necesito algo que he perdido y que no sé dónde está. No sé
encontrarme, no me puedo encontrar porque no sé dónde están las partes de mí
que dejé de tener hace ya tantos días. Vivo sin ser consciente del momento
presente, sólo sabiendo qué es lo que tengo que hacer en todo momento, como si
hubiese por dentro de mí una mente clara que me va guiando en cada instante;
pero mis sentimientos, mi alma, mis ilusiones, mis sueños y mi espiritualidad
están muertos.
Muchas
veces, me pregunto qué sentido tiene seguir existiendo para los demás, qué les
aporto a las demás personas, por qué los demás siguen queriendo estar conmigo,
qué interés puedo despertar yo en las personas que me conocen, por qué quieren
pasar su tiempo conmigo en vez de dedicarlo a algo mucho más útil y sobre todo
me pregunto si de verdad todos ésos que supuestamente me quieren me extrañarían
si yo desapareciese, si me fuese lejos de aquí o si muriese. Sinceramente,
nunca sería capaz de quitarme la vida porque me da mucho miedo la muerte y
porque, aunque esté tan y tan triste, pienso que nunca tenemos que destruir
nuestra vida, ya que es lo único que tenemos, es el único regalo que nos
hicieron al nacer y que sólo nosotros podemos cuidar; pero sí pienso en dejarlo
todo de nuevo e irme, irme muy lejos, a donde nadie me conozca, a algún rincón
del mundo en el que se hable una lengua incomprensible, en el que haya
costumbres que no tengan nada que ver con las que yo conozco, en el que fuese
una completa extraña, en el que tuviese que sufrir para encontrar la
continuidad de mi vida, y así sufrir por cosas reales. Pienso en irme a la
India, a la Siberia o a cualquier parte donde fuese muy difícil existir y
llevarse un pedazo de pan a la boca, así estaría pasándolo mal por cosas
tangibles, no por algo que sólo siento yo, que nadie ve, que sólo está en mí y
que sólo yo puedo solucionar, cuando me faltan todos los medios para lograrlo. No
obstante, soy demasiado cobarde para eso. Cuando me marché a mi isla querida,
sabía a dónde iba, aunque no hubiese estado nunca allí, porque me mantuve en
contacto con varias sacerdotisas de ese templo durante varios meses. Me fui
sabiendo que tendría que renunciar a mi lengua, que tendría que comunicarme en
inglés con la mayoría de ellas, aunque después conocí a chicas que venían de
España (casualmente también había una chica gallega que se llamaba Lucerna y
que me recordaba bastante a Agnes, qué curioso), también había francesas e
italianas; pero me comunicaba con casi todas en inglés. Incluso llegué a pensar
en inglés, aunque siempre sentí que extrañaba muchísimo mi lengua. Es muy
difícil olvidarnos de nuestra lengua materna, la verdad.
Sin
embargo, sé que estos pensamientos son una tontería, que jamás sería capaz de
romper tan bestialmente con todo e irme a un lugar en el que no habría
absolutamente nada parecido a lo que forma ahora mis días; pero quiero irme de
aquí, quiero huir de este sufrimiento, de esta lástima que me perfora el alma y
de esta nostalgia que me destruye por dentro, que me quita el apetito, que me
hace soñar con Agnes todas las noches, que me impide dejar de pensar en ella y
que me anula. Y precisamente quiero hablar de uno de esos momentos en los que
la nostalgia y la tristeza me anularon sin regreso.
Fue el
jueves. Me levanté sintiendo que ese día iba a ser muy complicado, pues notaba
que la tristeza que lleva viviendo conmigo desde que Agnes se marchó (y no me
refiero a su marcha física, sino a su distancia anímica) me presionaba el alma
más que otros días. Notaba que esa tristeza había crecido muchísimo, como si,
durante la noche, la oscuridad la hubiese alimentado. No dejaba de tener ganas
de llorar. Continuamente se me llenaban los ojos de lágrimas y no podía
deshacer el nudo que tenía en la garganta y que me presionaba el pecho; pero,
aún así, fui a trabajar, intenté sonreírles a todas las personas con las que me
encontraba y traté de dar clases con una serenidad que en absoluto sentía; pero
ese día todo lo que yo extrañaba se puso de acuerdo para hacerme la vida
imposible. Hay una alumna (a la que también le di clases el año pasado) que
(oh, maldita casualidad) es de Galicia, que vino el año pasado a mitad de curso
sintiéndose muy desorientada, que tiene muchos problemas familiares porque su
madre está muy enferma y su padre se quedó en Galicia con más hermanos suyos,
que tiene que ocuparse de su madre casi día y noche, que apenas tiene tiempo
para estudiar y que, sin embargo, es muy, muy inteligente, creo que tiene una
inteligencia más alta que la media. Es retraída, callada, insegura, muy
desconfiada y, además, desgraciadamente, muy frágil. Los más crueles de la
clase detectaron su vulnerabilidad desde el principio y es el blanco de toda
burla, se ríen continuamente de ella (la llaman cuatro ojos porque lleva gafas,
pero eso es lo más suave que le dicen), incluso le han robado objetos
personales y la persiguen muchas veces al salir del instituto. Ella no entiende
catalán, habla gallego y castellano mezclándolos de una manera muy curiosa y
eso también es motivo para que los demás se rían de ella. No interviene nunca
en clase, jamás, y yo enseguida me di cuenta de que, por nada del mundo, tenía
que obligarla a salir a la pizarra o a responder en voz alta cualquier
pregunta. El año pasado, hablaba mucho de ella con Agnes porque es que, además,
por muchísimos motivos, me recordaba mucho a ella, a la Agnes que vivió esos
momentos tan horribles en su vida cuando la arrancaron de su hogar y es que,
encima, Agnes empatizó muchísimo con ella, tanto que fue ella quien me
convenció de que tenía que ayudarla, lentamente, pero tenía que hacer algo por
ella. Desde que me di cuenta de que se metían con ella, hablé con la directora
del instituto y llamaron a su madre muchas veces para que viniese a hablar con
nosotras, pero no había manera de conseguir que acudiese a nuestras reuniones.
Nosotras pensábamos que la madre de esa chica (se llama Sofía, por cierto) no
podía reunirse con nosotras porque estaba muy enferma; pero, antes de que se
terminase el curso, la misma Sofía me confesó (en un momento del que ahora
hablaré) que su madre no estaba enferma de ningún cáncer, sino de una adicción
muy fuerte. Su madre es drogadicta y está encerrada en un centro. Sofía vive con
una tía suya que, según tengo entendido, la obliga a estar pendiente de su
madre y a realizar muchas tareas domésticas, ya que trabaja hasta la noche
prácticamente. No pude evitar que, desde el principio, esa chica me diese mucha
pena, pero me ocurre con más alumnos a los que se les nota que tienen problemas
en casa. Me gustaría ayudarlos a todos, pero no es tan sencillo meterse en la
vida de los chicos porque enseguida pueden acusarte de que los acosas; pero, en
el caso de Sofía, todo es distinto. Yo me esforcé por acercarme a ella de un
modo sutil y con mucho cuidado. No me alargaré mucho hablando de esto porque me
interesa más contar lo que me ocurrió el jueves con ella. Sólo diré que,
después de varias semanas, conseguí que ella confiase en mí. Poco a poco, fue
explicándome la situación en la que se encontraba. Me contó que su intención
era irse de Cataluña y estudiar en Santiago de Compostela en cuanto cumpliese
los dieciocho años. Era una chica que no tenía ningún vínculo amoroso con sus
padres, pero sí lo tenía con sus abuelos (me explicó que la cuidaron durante
muchísimo tiempo, durante prácticamente toda su vida) y con sus primos, que
eran sus mejores amigos. Aquí, en Cataluña, no tiene amigos, no se relaciona
con nadie y la vida es tan grande para ella que muchas veces siente que sólo
desea esconderse bajo tierra. No sé cómo conseguí que ella confiase en mí,
pero, siempre que acaba alguna clase, se me acerca para preguntarme cómo estoy
y para hablar conmigo, aunque es tan tímida e insegura que no sabe ni cómo
comenzar las conversaciones.
Fue el
jueves, el segundo día de curso, cuando hablé con ella por primera vez después
de las vacaciones. Además de todo lo que he contado, lo que noto también es que
tiene problemas con la alimentación y eso me preocupa muchísimo. Ahí no sé cómo
ayudarla. Está muy delgada y se nota que no se alimenta bien, pero no tengo ni
idea de lo que yo puedo hacer por ella. Intenté sacarle el tema, pero cortó la
conversación enseguida. Noté que se sentía incómoda, molesta e incluso algo
ofendida. Lo mejor de todo es que ella, el año pasado, accedió a que la tratase
la psicopedagoga del instituto y creo que ella tiene más medios que yo para
ayudarla. El caso es que, cuando terminé la tercera clase del día, allá a las
once de la mañana, ella se acercó a mí para preguntarme una duda que tenía
sobre unos ejercicios que había mandado, pero sé que esa duda era una excusa.
Le pregunté entonces qué tal le había ido el verano y ella me contó que había
estado en Galicia los tres meses. Yo no podía creerme que estuviese ocurriéndome
eso e incluso, mientras ella me hablaba de sus vacaciones (las que había pasado
en el pueblo de sus abuelos, con sus primos y con sus verdaderos amigos), yo
pensaba que la vida estaba burlándose de mí, que el destino me sacaba la lengua
desde el infinito. Conforme escuchaba cómo ella me contaba que había ido a la
playa, que había hecho muchas cosas, que incluso había estado en las fiestas
del pueblo y que se lo había pasado muy bien (me hablaba con mucha emoción en
la voz y le brillaban los ojos), yo sentía que la tristeza que me presionaba
tanto el alma empezaba a hacerse cada vez más fuerte, cada vez más fuerte,
uniéndose a la vez a la nostalgia que me inunda el corazón. Llegó un momento en
el que tuve que cerrar los ojos para que ella no viese que se me habían llenado
de lágrimas, pero se dio cuenta enseguida de que me pasaba algo y dejó de
hablar. Lo último que había dicho era que echaba mucho de menos a sus abuelos y
a sus primos, que, cuando llegó el momento de marcharse, sentía que no quería irse
por nada del mundo y que está deseando que lleguen las Navidades porque volverá
en cuanto cojamos las vacaciones. Y lo que más rabia me daba (porque, en medio
de esa maraña de sentimientos, también había rabia) era que estuviese pasándome
eso a mí precisamente. Podría pasarle a cualquier otra profesora, pero, no,
tenía que pasarme a mí, tenía que ser yo la que escuchase esas cosas. Ah,
además, hace tiempo que le dije a esta chica que, si se expresaba mejor en
gallego, que me hablase en gallego, que lo entendía perfectamente. En su
momento le conté que mi pareja era de Galicia y que me hablaba en gallego. Por
eso se intensificaba mucho más la tristeza que sentía, porque, al oírla hablar,
me venía a la mente la voz de Agnes, no podía dejar de pensar en ella y sólo se
repetía en mí: “ya no estás con ella, nunca más volverás a oírla hablar, ya la
has perdido para siempre”. Al final, cuando me di cuenta de que Sofía había
dejado de hablar, abrí los ojos, me limpié rápidamente las lágrimas que estaban
a punto de resbalarme por las mejillas y la miré con mucha timidez. Entonces
advertí que ella también estaba a punto de echarse a llorar. Supe que, si no me
controlaba, aquella situación podía írsenos de las manos, así que, tragándome
mi tristeza, le dije que tres meses pasaban enseguida, le dije también
rápidamente que yo también había estado en Galicia este verano... pero entonces
no pude seguir hablando porque la voz se me quebró. Ella me invitaba con sus
ojos a seguir hablando, pero yo no quería contarle mis penas a una chica que ya
tiene tantos y tantos problemas, así que le dije que tenía que irme ya, que me
avisase si tenía cualquier duda o si quería contarme cualquier cosa y la insté
a que saliésemos del aula solitaria. Era la media hora del recreo y no me
tocaba hacer guardia, así que, cuando me despedí de ella con una sonrisa
totalmente fingida, me dirigí corriendo hacia el pasillo donde se halla la sala
de profesores. Mi intención era encerrarme en el baño que tenemos al lado,
pero, justo cuando estaba a punto de llegar, oí la voz de Ariadna (la mejor
amiga que tengo en el instituto y, sinceramente, una de mis mejores amigas). Me
llamaba con alegría y, después, al darse cuenta de que yo no me giraba, con
urgencia y extrañeza. Corrió tras de mí sabiendo que yo quería huir de ella y
me cogió con fuerza del brazo para obligarme a detenerme. Enseguida se percató
de que yo estaba llorando. Ya no podía seguir reteniendo las lágrimas y el nudo
que me presionaba la garganta con tanta fuerza hacía que me doliese toda la
cabeza y que me costase cada vez más respirar.
En cuanto
advirtió que estaba deshecha en llanto, Ariadna me condujo hacia el baño y nos
encerramos allí. Yo sentía que estaba perdiendo toda la serenidad que me había
permitido vivir hasta esos momentos. Ariadna no me preguntaba nada, sólo me
dejaba llorar, me presionaba las manos para hacerme sentir que no estaba sola
y, al final, al darse cuenta de que, por mucho que ella me animase con esos
gestos tan dulces, no había manera de que me calmase, me abrazó con mucha
ternura mientras me decía que estuviese tranquila, que ella estaba allí, que no
estaba sola, mientras me animaba a que llorase todo lo que necesitaba. Ariadna
todavía no sabía que yo lo había dejado con Agnes. Sólo sabía que había pasado
más de un mes en Galicia y que incluso estaba pensando en mudarme allí a vivir;
pero no conocía lo que había ocurrido entre Agnes y yo y no tenía ni idea de
que Agnes y yo ya no estábamos juntas. Saber que tenía que contárselo, que
tenía que verbalizar esa realidad tan horrible, me hacía un daño infinito,
insoportable y destructor que me impedía respirar.
Yo sentía
que Ariadna ardía en deseos de preguntarme qué me ocurría, pero intentaba ser
paciente conmigo, aunque, al pasar por lo menos quince minutos desde que nos
habíamos encerrado allí, no pudo controlar su curiosidad y entonces,
separándose de mí y cogiéndome otra vez de las manos, me preguntó por qué
lloraba así, qué me ocurría, si es que me había pasado algo desagradable con
los alumnos (ella ya me ha visto llorar muchas veces por eso). Yo le decía que
no con la cabeza, incapaz de hablar, de hacer el menor sonido. Sólo podía
llorar y llorar, sintiendo que me ahogaba, que me faltaba la respiración.
Ariadna, en cuanto se dio cuenta de que no podía respirar, me mojó las sienes y
la nuca con agua, me hizo beber agua, me dijo que estuviese tranquila, que todo
estaba bien, pero yo sentía que nada estaba bien, que todo iba mal. Al final,
entre sollozos, con una voz casi inaudible, le dije que ya no estaba con Agnes.
Y Ariadna se quedó totalmente paralizada, sin saber qué decirme, pero sin dejar
de presionarme las manos.
—
Se ha ido a Galicia para siempre —le conté casi sin poder hablar,
pero quería quitarme de encima cuanto antes ese momento.
—
¿Y por qué no te has ido con ella, Artemisa? ¿No estabas pensando en
irte a vivir allí?
Ariadna
es una mujer muy comprensiva y cariñosa, pero tiene un defecto muy curioso y es
que, a veces, pregunta cosas sin tener en cuenta los sentimientos de los demás,
sin darse cuenta de que, tal vez, sus palabras pueden hacer mucho daño o
empeorar las cosas. Yo la conozco muy bien y sé que no lo hace queriendo, que,
cuando se percata de que ha metido la pata, enseguida comienza a disculparse sintiéndose
muy mal. Por eso no se lo tuve en cuenta en esos momentos, porque sabía que
ella sólo deseaba conocer lo que había pasado, independientemente del efecto
que podían causar sus palabras en mí. Le conté, atropelladamente, que había
aparecido el amor de adolescencia de Agnes, que había aparecido de nuevo esa
mujer de la que estuvo tan enamorada hace tantos y tantos años y que estaban
juntas, que se querían, que yo ya no valía nada para ella ni para nadie, que yo
ya no tenía cabida allí, que era inútil que me esforzase por mudarme a Galicia
porque ella ya no quería estar conmigo; pero también le dije que había sido yo
quien había dejado a Agnes, que yo no podía seguir con ella si amaba a otra
mujer, que ya no me sentía capaz de soportar la inmensa tristeza que se apodera
de Agnes cada vez que se aleja de Galicia y miles de cosas más que ya no
recuerdo, porque en esos momentos hablé y hablé, vomitando todo lo que pensaba
y sentía casi sin prestarles atención a mis palabras; pero, en lugar de
sentirme mejor al abrirle así mi corazón a Ariadna (quien me escuchaba con
mucha atención), me sentía cada vez peor, me sentía morir, sentía que estaba
cayéndome por un abismo inmenso que no tenía fin, que cada vez me faltaba más
la respiración y que incluso estaba empezando a marearme. Entonces fue cuando
apareció la jefa de estudios y se dio cuenta enseguida de que yo no estaba
bien. Intentó que le contase lo que me ocurría, pero Ariadna se me adelantó y
dijo que me encontraba mal, que tenía un ataque muy fuerte de ansiedad y que no
estaba en condiciones de dar clase. Salvo Ariadna, nadie del instituto conoce
que estaba con Agnes. No me interesa que nadie más lo sepa. Esas cosas mejor
mantenerlas en secreto, sobre todo cuando trabajas en contacto con chicos cuyos
padres no sabes cómo pueden ser.
Yo
debería conocerme a mí misma ya, después de tantos años conviviendo con mi
forma de ser. Debería saber que no me conviene ocultar y reprimir lo que siento
pensando que así conseguiré huir de mi tristeza, porque después se me acumula
todo muchísimo y es cuando exploto de ese modo tan estremecedor.
La jefa
de estudios es una mujer mayor muy buena y comprensiva. Me ofreció una tila y
después, cuando ya me encontré algo más tranquila, me dijo que me fuese a mi
casa y que me pidiese la baja para un día si no me sentía en condiciones de
trabajar, pero le dije que no hacía falta, que iría al día siguiente, que
necesitaba distraerme y que lo que me había ocurrido ese día era algo
excepcional, que yo siempre intento reprimirme esas cosas. Entonces tanto
Ariadna como la jefa de estudios (que se llama Carme, por cierto) me dijeron
que nunca teníamos que reprimirnos lo que sentimos si no nos encontramos bien,
que después es peor cuando explotamos, y tienen razón; pero, si no reprimiese
lo que siento, iría llorando por las esquinas, estaría llorando continuamente,
sin calma, no tendría paz, estaría siempre deshecha de dolor, porque es lo
único que siento.
Encima lo
empeoré todo cuando salí del instituto para irme a mi casa tres horas antes de
lo que me correspondía. Ariadna me animó a que hablase con Agnes cuando le dije
que yo todavía la amaba con toda mi alma y que no quería vivir sin ella, cuando
le confesé que estaba dispuesta a dejarlo todo por ella, a irme a Galicia con
ella si me aseguraba que quería estar conmigo y que sólo me amaba a mí. Por
eso, cuando llegué a casa, llamé a Agnes con la esperanza de llegar a un
acuerdo con ella, con la esperanza de que ella me dijese que tampoco podía
vivir sin mí y que estaba deseando que fuese con ella cuanto antes; pero Agnes
no me dijo nada de eso, al contrario. Cuando le pregunté si sería capaz de
volver conmigo si me mudaba a Galicia con ella, me dijo, con toda sinceridad
(lo cual agradezco mucho, la verdad), que sabía que lo nuestro ya no tenía
solución, que lo habíamos dejado para siempre y que, realmente, ya no quería
estar conmigo. Me dijo también que había sido yo quien la había dejado y que no
entendía por qué lo había hecho si ella no dejó de asegurarme que quería estar
conmigo, que me quería y que estaba muy ilusionada con vivir juntas en Galicia,
que, al dejarla de ese modo tan extraño, rompí todos sus sueños y sus ilusiones
y que ahora ya no quiere volver conmigo. Cuando oí todo eso, me quedé sin
palabras, sólo sintiendo que tenía únicamente ganas de llorar, pero intenté
contenerme y controlarme. Le dije a Agnes que tenía razón, que había vivido un
momento horrible en el instituto y que no quería seguir hablando con ella; pero
Agnes me suplicó que no le colgase. Intenté aguantar las ganas que tenía de
llorar para poder hablar un poco más con ella porque sabía que, si dejábamos la
conversación así, luego iba a ser mucho más difícil volver a hablar. Agnes me
preguntó por qué había comenzado a pensar en esas cosas y entonces le conté
resumidamente lo que me había pasado.
Aunque no
fuese del todo cierto (ya que en esos momentos lo último que podía sentir era
alegría), le dije que me alegraba de que estuviese tan bien, le dije que notaba
que era feliz y que me aliviaba saber que se había recuperado tanto. Agnes me
dijo que ella deseaba mucho que yo también fuese feliz, que me lo merecía, pero
yo le dije que nunca podría ser feliz porque me faltaba la mayor parte de mi
alma, que ella lo tenía mucho más fácil que yo para ser feliz porque estaba con
otra mujer... e incluso le eché en cara que no entendía cómo era posible que
estuviese con otra cuando sólo hacía una semana que lo habíamos dejado. Fue una
conversación que yo llené de tensión, lo sé, y también sé que Agnes se daba
cuenta de que le mentía, de que en realidad no podía alegrarme de nada, pero no
me dijo nada. De todas maneras, no he vuelto a hablar con ella desde el jueves,
ni por whatsapp y mucho menos por teléfono. No sé nada de ella desde esa
mañana, pero tampoco sé qué decirle. No sé con qué excusa escribirle y eso me
da miedo porque no quiero perderla y sé que, si sigo así, incapaz de hablar
serenamente con ella, al final acabaremos distanciándonos mucho y no quiero que
eso pase, por mucho que me duela hablar con ella, por mucho que se me destroce
el alma al oír cuán llena de luz está su voz, al oírla tan calmada, tan feliz,
tan sonriente... ¿De verdad Agnes puede ser tan feliz sin mí? No lo entiendo,
maldita sea, no lo entiendo. ¿Qué está dándole esa mujer para que ni siquiera
me eche de menos? Agnes dice que sí me extraña, que sí le gustaría que
estuviese allí con ella, pero me lo dice como podría decírselo a mi hermana,
como si yo fuese sólo una buena amiga para ella o... tal vez una hermana, no
como la mitad de su vida, no como la mujer que ha compartido tanto y tanto con
ella, que ha estado junto a ella en los peores momentos de su vida, que tanto
la ha cuidado...
Y hay
otra cosa que quiero contar. Hace más días, posiblemente fue el martes o así,
no lo recuerdo bien, ya que se me mezclan los días, le escribí a Lúa diciéndole
un montón de cosas que no sé por qué le dije. Le dije, en este orden, que
llevaba días queriendo hablar con ella, que me gustaría decirle unas pocas cosas
para que supiese con qué tipo de persona estaba, con quién estaba compartiendo
su vida. Le dije que cuidar a Agnes es complicado, que seguramente se asustaría
muchísimo cuando la viese padeciendo una de sus crisis, que no tenía ni idea de
cómo tenía que cuidarla, de lo que tenía que hacer cuando Agnes se hundiese.
Incluso le dije que nadie conseguiría conocerla como yo la conozco, que yo la
conozco mucho mejor que nadie, que nadie podrá amarla ni cuidarla como yo. Fue
un arranque de desesperación, lo sé, pero en esos momentos no había nadie a mi
lado que me dijese: “Artemisa, no hagas eso, detente”. Lo peor no fue que le
dijese todo eso a Lúa, sino la respuesta de Lúa; la que me hizo daño de verdad,
mucho más que el hecho de darme cuenta de lo que acababa de hacer. Lúa me dijo,
en castellano, claro, tal vez respetando mi lengua (cito textualmente sus
palabras porque tengo aquí delante la conversación): “entiendo que te sientas
así, que te preocupes por Agnes y que te preocupe que alguien no pueda cuidarla
como tú lo hiciste; pero entonces dime una cosa, por favor. Si tanto conoces a
Agnes como aseguras, si tan bien la conocías y sabías cuidarla, ¿cómo es
posible que Agnes tardase tanto tiempo en volver a Galicia?”
Sus palabras
no me hicieron daño por lo amenazantes que me parecieron (mi hermana dice que
Lúa no me escribió de forma amenazante, sino educadamente, que yo lo veía todo
tan mal porque mi tristeza tergiversa la realidad), sino lo que declaraban sus
palabras, lo que significan en realidad, lo que esconden, lo que me hicieron
descubrir. Esas palabras esconden una realidad a la que yo nunca me había
atrevido a enfrentarme. Esas palabras me hicieron descubrir que, en verdad, yo
no había aceptado totalmente la forma de ser de Agnes, nunca había sabido
cuidarla bien, nunca había tenido en cuenta sus sentimientos, nunca me había
tomado completamente en serio su enfermedad y sus necesidades. Con esas
palabras, Lúa me decía: “en realidad no conoces nada a Agnes, no la has cuidado
tan bien como piensas, no has sabido cuidarla”.
Y tal vez
sea verdad, tal vez Lúa se merezca estar con Agnes mucho más que yo. Yo ya no
tengo motivos para seguir con ella, y ya no porque Agnes esté enamorada de
otra, sino porque en realidad nunca supe cumplir todo lo que ella deseaba,
nunca supe volver realidad sus más desesperados deseos, porque, tal vez, nunca
la entendí de verdad. Ya no me merezco más oportunidades para demostrarle que
sí la quiero, que sí soy capaz de cuidarla y de darle todo lo que precisa, ya
no.
Y este
fin de semana estuve con mi hermana, otra vez. Si no fuese por ella, yo me
tiraría todo el día en la cama, sin hacer nada, sólo llorando, viendo fotos de
Agnes, de los momentos que hemos vivido juntas... Sólo me apetece estar en
silencio, recordando y llorando, escuchando canciones que me hagan sacar toda
esta pena que llevo por dentro. No saldría a ninguna parte ni hablaría con
nadie; pero la gente que me quiere y me conoce no me deja sola. Mi hermana y
Ariadna han estado muy pendientes de mí. Ariadna no podía quedar este fin de
semana porque ya tenía planes, pero me ha dicho que, el fin de semana que
viene, haremos cosas muy chulas, que haremos alguna excursión y que incluso
quiere conocer a mi hermana, que todavía no se conocen. Con mi hermana salí a
cenar ayer por la noche, el viernes estuvimos dando un paseo por aquí cerca y
hoy ya ha vuelto a su casa porque tiene cosas que preparar para su trabajo. No
me siento sola, en realidad... o, mejor dicho, no tengo motivos para sentirme
sola; pero noto que todo mi ser está lleno de soledad y de frío, me siento
helada, me siento tan abandonada... Cuando pienso en Agnes, me parece que
alguien me clava una espada afilada justo donde comienza el estómago, noto que
me quedo sin aire y que todo se vuelve oscuro. Cualquier momento del que me
acuerdo me parece lleno de felicidad, por muy complicado que éste fuese. Y lo
que menos puedo hacer es recordar lo que he vivido este verano. Rememorar los
días que viví en Galicia me hace muchísimo daño, y no sólo porque extrañe esa
tierra, sino porque sobre todo añoro a la mujer que tenía a mi lado en ese
lugar, en esos días. Incluso ayer me puse a ver vídeos de gente bailando
muiñeiras para acordarme de esos momentos tan felices en los que vi bailar,
cantar y tocar la pandereta a Agnes, para recordar esos momentos de pura
alegría que tanto y tanto contrastaban con los que llenan mis días. Esos
momentos son luz y lo que tengo ahora es sólo oscuridad. Lo peor es que no sé
cómo voy a salir de esto, no lo sé. Intuyo que voy a pasarme así la vida
entera, me da la sensación de que no podré recuperarme nunca a mí misma...
MI
hermana, para animarme, me ha dicho que, el mes que viene, aprovechando el
puente del Pilar, podemos ir a León. Para nada me desagrada esa idea. Sí quiero
volver a mi tierra, pero me sentiré muy rara sabiendo que me hallo tan cerca de
Agnes... y de Galicia. Tenemos que planearlo todo todavía, pero esa idea me
hace algo de ilusión, aunque sé que no tiene sentido que nos aferremos a cosas
que después desaparecen...
Creo que
iré dejando de escribir porque cada vez me encuentro más triste. Ahora lo único
que me pregunto es cómo puedo conseguir que mi vida brille si se han apagado
para mí todas las estrellas del firmamento, si siento que nada tiene luz, que
Agnes se ha quedado con todo lo que puede refulgir en mí. Agnes era mi luna y
mis estrellas, mi vida entera. Al desaparecer, ahora todo está oscuro, lleno de
soledad, de helor. Me falta la respiración, no hay aire a mi alrededor. No
puedo sentirme bendecida ya porque en ella se concentraban todas las bendiciones
que la vida me daba, por muy triste que pudiese estar, por muy destruida que se
sintiese. Ella siempre fue mi luna, mis estrellas... ¿Cómo podré volver a amar
si la tengo clavada en el corazón, si toda mi alma le pertenece a ella? ¿Cómo
puedo encontrarme si no sé ser si ella no está, si no puedo darle lo que yo
soy? Creía que todo lo que yo era tenía sentido porque ella me amaba, porque
ella amaba todo lo que yo era... Y escribo era porque ya no soy nada, porque me
he deshecho, me he fundido como la escarcha al amanecer. No sé cómo podré vivir
con esta tristeza que me asfixia, sintiendo que me falta todo, todo... Abro los
ojos y me siento envuelta en un frío que me congela toda, sintiendo que sólo
hay vacío a mi alrededor... No puedo, no puedo vivir sin Agnes, no puedo, de
verdad que no puedo. No sé superar esta pérdida, no sé hacerlo. No puedo
superar otra pérdida más. No puedo, no tengo fuerzas para seguir viviendo. De
verdad, no puedo. Ayúdame, Diosa, por favor, ayúdame... Que alguien me ayude de
verdad, que alguien me haga sentir la magia de la vida, que alguien me convenza
de que la vida sigue teniendo sentido. Yo no puedo pensarlo, no puedo. Por la
Diosa, no sabía que estaba tan enamorada de Agnes... Sí, sí sabía que la amaba
y que estaba enamorada de ella como una tonta, pero esto que siento ya no me
parece amor solamente. No sabía que dependía tanto de ella, de tenerla conmigo,
para sentirme realizada, para ser feliz, para tener sentido yo misma. Es
curioso. Yo pensaba que en realidad era Agnes quien dependía de mí para
sentirse bien, que Agnes no podía estar bien si no estábamos juntas, que yo era
su equilibrio... y, en realidad, siempre ha sido al revés, porque ella ha amado
siempre a su tierra, porque a ella siempre le ha quedado su tierra, siempre la
ha esperado su tierra... pero a mí no me espera nada después de ella. ¿Cómo es
posible que siga habiendo vida después de perder a Agnes? No tiene sentido, no
tiene sentido que el mundo siga girando, que haya más días, que anochezca, que
venga el amanecer, que vuelva a brillar el sol si ella no está, no está, no
está... Y yo la quiero así, así, tal como la tiene Lúa ahora, siendo esa mujer
feliz, sonriente, cariñosa, alegre, llena de vida, de energía, de ilusiones. Yo
la quiero así, tan viva, tan viva... Maldita sea mi vida entera.
A Artemisa le persiguen las gallegas, y encima, ansiosas por regresar a a su tierra, tristes, con cientos de problemas jajajaja. He visto a Agnes reflejada en Artemisa, parecía la Agnes deprimida por estar lejos de Galicia, a la que todo lo que le rodeaba le parecía poco y malo. Su comportamiento y su forma de pensar es casi clavada, aunque al menos Artemisa sigue saliendo y se relaciona, y no enferma. Encima, aparece Sofía, que es como una Agnes más joven, con las mismas ganas de volver a Galicia, ilusionada por haber pasado allí las vacaciones, con sus abuelos que la cuidaron viviendo allí...es para volverse loca, pero loca ya de remate jajajaja. Pobre Artemisa. Debo reconocer una cosa, que hasta ahora no había querido ver. Aunque Lúa es un fantástico personaje y me gusta, le tengo un poco de manía. No por su forma de ser ni por nada, es por ocupar el puesto de Artemisa. Piensa que he leído muchísimos capítulos que trataban de su amor, de la lucha por estar juntas, y desde el principio es lo que he querido, un final juntas. Incluso llegaste a escribir algo sobre ese final, rescato unas frases "Y no regresé sola. Me acompañó la otra mitad de mi alma; la persona por quien me encuentro en esta existencia. Ella me impulsó a no olvidar mis sueños, me rescató de la oscuridad de la tristeza y construyó para mí un camino que no me diese miedo recorrer, que me llevó al fin a la felicidad de la que todos hablan, la felicidad que buscan prácticamente todas las personas, la felicidad que todos aspiramos encontrar en esta realidad." Siempre pensé en este final, en ese que escribiste, en el que Agnes y Artemisa regresaban juntas a Galicia y se quedaban a vivir para siempre, juntas, en la casa que le dejó su madre en herencia tras morir. Por eso Lúa, aunque me gusta, la siento una usurpadora, tomando el lugar que se suponía le correspondía a Artemisa. La acepto, y creo que no es mala, pero no puedo evitar ponerme en el lugar de Artemisa, y que me venga a la cabeza todo lo que leí en El abrazo de la tierra.
ResponderEliminarAgnes ya la ha olvidado, sentimentalmente, aunque quiera que sea feliz y la pueda querer como amiga. Artemisa sin embargo...debería luchar para superarlo, pero parece que le cuesta mucho. Al menos cuenta con su amiga y su hermana, ellas le apoyan e intentan animarla. No sé que es lo que pasará, espero que Artemisa pueda ser feliz, al igual que lo es Agnes.
Es un capítulo triste, pero me encanta leer las impresiones de Artemisa. Como siempre, leerte es maravilloso. ¡Estoy deseando leer más!
Oh, cuántas cosas se dicen aquí, cuantas reflexiones profundas hay. La situación de Artemisa es de perplejidad, se encuentra estupefacta porque su vida se ha vaciado, carece de sentido, ella vive por inercia, pero sin disfrutar de cada día, levantándose sin saber muy bien por qué, un estado de desánimo que con facilidad desemboca en la depresión, de esas que te dejan en cama porque ¿para qué levantarse? Naturalmente, todo esto es resultado de haberse arrancado a Agnes, cuando Agnes era una mitad de su ser, y ahora le ha quedado solo el otro medio, y no sabe qué hacer.
ResponderEliminarLuego está la parte de su instituto. Sofía y Ariadna. Estoy seguro que no lo has planeado así, pero Sofía es "sabiduría" y Ariadna es quien le da el hilo a Teseo para que salga del laberinto del minotauro. Sofía es Agnes, claro, es decir, personifica a Agnes y hace reaccionar a Artemisa, porque son tantas las similitudes que es normal que quiera ayudarla, y le resulte alguien amable, en el sentido de "digno de ser amado", aunque sea solo como un símbolo. Sofía está desvalida, tiene problemas con su madre, es de Orense, en fin, no hay que forzar mucho las cosas para comprender perfectamente que Artemisa quiera que todo le vaya bien. Y luego Ariadna, un poco metepatas, tal vez, pero alguien que, efectivamente, puede servir de revulsivo para que Artemisa se organice, reaccione, salga de su laberinto mental.
Y, ya puestos a jugar con los nombres, Lúa también es la luna. vino poquito a poco, no era nadie, pero su influencia ha ido creciendo... y ahora está en fase de plenilunio... ains… podría seguir pero no quiero hacerme yo solo trampas jajajajajajajajajajajjaja.
Por suerte está su hermana, que también es un buen apoyo. Ah, y me ha gustado una reflexión que hace al final, sorprendiéndose un poco de que si se suponía que Agnes era la débil y ella la fuerte, le esté resultando tan duro vivir sin ella; digo que me gusta la reflexión porque evidencia algo en lo que he pensado muchas veces, y es que en las relaciones de pareja pasa eso muchas veces, parece que uno de los dos es más dependiente, y la verdad es que es una falsa impresión, tanto necesita la parte supuestamente débil de la supuestamente fuerte como al contrario.
En definitiva, este capítulo, como te digo tantas veces, es una pequeña obra completa en sí misma, que se puede disfrutar como algo completo e independiente del resto, más allá de que por supuesto su sentido completo solo existe en relación con lo demás. Pero es, sin duda, una pequeña obra maestra.